Nadie con buena intención puede
defender el funcionamiento del Poder Judicial en nuestro país.
Vergonzosas impunidades, complacencias y latrocinios han tomado
estado público en los últimos años y han evidenciado un estado de
putrefacción casi generalizada en donde, si bien las honrosísimas
excepciones existen, los groseros ejemplos de vinculación con el
poder y subordinación selectiva a la política han repugnado a las
conciencias democráticas nacionales.
Sin embargo, con todo, es el único
poder que expresaba siquiera un mínimo de garantías para los
derechos personales. Fallos históricos abrieron jurisprudencias
avanzadas y mantenían una llama de esperanza en la recuperación
ética argentina.
El autoritarismo K, en su ruta hacia el
totalitarismo bolivariano sin ambajes, ha aprovechado una vez más la
indignación que una herencia de los tiempos de privilegios
subsistente en momentos de crisis -donde éstos se hacen más
evidentes- para dar un empujón que abre el camino para la ocupación
facciosa del último Poder institucional al que no podían manejar
directamente por teléfono.
Eso deja en manos de la banda
gobernante la virtual suma del poder público. Quienes acreditamos la
experiencia de haber vivido desde sus inicios la reconstrucción de
la democracia argentina sufrimos, como gobierno u oposición, las
infelices decisiones judiciales y todo el espacio democrático y
republicano argentino, a pesar de ello, las acató.
Con todos sus defectos, había que
terminar con los ciclos de avasallamiento institucional “in totum”,
y ninguno de los gobiernos de este gran espacio modernizador
argentino -Alfonsín, de la Rúa y Mauricio Macri- buscaron atajos.
Su subordinación a la ley fue total, y los dos últimos nombrados
sufrieron con estoicismo el ataque politizado que intentó manchar
sus personas con imputaciones falsarias.
Alfonsín había ido aún más lejos,
en los albores de la democracia. No sólo mantuvo una distancia
absoluta y respetuosa con la Corte, sino que hasta ofreció al
candidato peronista que había derrotado en los comicios del 30 de
octubre de 1983 la nominación para Presidente de la Corte Suprema de
Justicia, que éste declinó. Entre los miembros de la Corte que
designó, no había ninguno que lo hubiera sido por su alineamiento
partidario y, en todo caso, uno sólo de sus miembros podría haber
sido señalado como lejano simpatizante del partido del gobierno,
aunque curiosamente en una concepción diferente a la del propio
presidente. Esto terminó apenas se fue Alfonsín.
A partir de 1990, todo cambió y la ley
que se impulsa con el argumento de “terminar con los privilegios”
culminará con una añeja distorsión, propia de los años de
excedencia, pero al precio de abrir el camino de la definitiva
impunidad para el período mega-delictual de 2003 a 2015.
Si ésto ya de por sí será nefasto
por los antecedentes y contraejemplo ético para la credibilidad
política argentina -hacia adentro y hacia afuera-, la escasa
predisposición al dialogo de la fuerza política gobernante adelanta
que los nuevos designados luego del desmantelamiento seguirán la
mima línea que en otros países “bolivarianos”. Un poder
judicial cooptado, definitivamente manejado por teléfono, que no
ponga traba alguna a la gestión autoritaria y para el que los
derechos de los ciudadanos estén subordinados a la voluntad política
del Poder Ejecutivo.
Ya no cabrá para calificar a esta
experiencia la benigna definición de “populismo democrático”.
Habrá girado definitivamente al autoritarismo populista, lanzando a
la Argentina de cabeza al totalitarismo bolivariano.
Una lástima.
Ricardo Lafferriere
No hay comentarios:
Publicar un comentario