Hablar de “modelos” está “démodé”.
No lo está tanto, sin embargo, hablar de valores y de formas de
convivencia en la sociedad. Y no está mal tampoco dibujar en forma
simplificada las “caricaturas” de esas formas, buscadas por los
protagonistas del espacio público y que identifican unas u otras
posiciones.
La región nos ofrece dos caminos
principales, que conllevan interpretaciones diferentes y hasta
opuestas y que jerarquizan unos u otros valores al momento de definir
sus posiciones, que convierten en “creencias”.
Una de ellas es la democracia
pluralista. Su supuesto es la libertad de las personas. Su
herramienta organizativa es el estado de derecho, que dibuja las
facultades y límites del poder al que le reconocen potestad de
limitar la libertad personal sólo en la medida en que se ha acordado
en las normas fundamentales, la Constitución y las leyes,
custodiadas por un Poder Judicial autónomo.
La democracia pluralista es compatible
con la libertad económica, en la medida en que se garantiza por el
orden jurídico y es incompatible con la concentración total del
poder en la economía. Su organización también es compatible con
sistemas que otorgan mayor o menor capacidad al Estado, el que sin
embargo debe ser democrático y funcionar de acuerdo con los
mecanismos legales que establece la Constitución. Ese Estado moderno
es una organización compleja que a sus tradicionales obligaciones de
seguridad, justicia y defensa le agrega respuestas a demandas
sociales mediante la construcción de un “piso de ciudadanía” y
la organización de sistemas educativos, sanitarios y previsionales
basados en la ley, cuya sanción deriva de un procedimiento también
complejo en el que se garantiza la pluralidad del debate y la
vigencia de las normas fundamentales.
La otra es la visión totalitaria. Su
supuesto es que existen valores superiores a las personas, a las que
éstas deben subordinar totalmente sus intereses y deseos. Puede ser
la Nación, el Estado, la religión, una clase social o un partido y
se encarnan en un “líder”. A éste se le reconocen facultades de
limitar la libertad y los derechos de las personas en la medida que
lo requiera, porque esos derechos y esa libertad se entienden como
una delegación del poder superior y no el fundamento último de la
sociedad. El Estado es tambien el organizador total de la economía,
otorgando sin ninguna limitación los espacios de acción a empresas,
sindicatos y personas que desee.
Es el debate político clásico del
mundo occidental. En 1931 dos gigantes del derecho lo personificaron:
la primera posición fue defendida -y argumentada- por Hans Kelsen,
socialdemócrata, quien pasó a la historia por su genial obra “La
Teoría Pura del Derecho”. La segunda fue elaborada y sostenida por
Karl Schmidtt, nazi, recordado especialmente por su obra maestra “El
concepto de lo político”, convertida en un clásico de las
visiones totalitarias.
En términos políticos prácticos, el
primero sostiene la necesidada de perfeccionar los sistemas de
representación plural y la jerarquización de la búsqueda de
acuerdos entre las distintas posiciones, y la existencia de leyes
inviolables de nivel constitucional cuya vigencia debe estar
garantizada por un organismo judicial totalmente apolítico. No
admite la existencia de “enemigos” sino de diferentes visiones
que deben debatir para encontrar síntesis que posibiliten la
convivencia. El segundo, sostiene la necesidad de concentrar la
totalidad del poder en una persona, el Jefe, resultado de la
aclamación plebiscitaria, que no puede ser limitado por razón
alguna en su plenipotencia y que puede utilizar los medios que desee
y crea útiles para luchar contra el imprescindible “enemigo” o
quien él declare como tal, en ejercicio de su representación sin
límites. A ese enemigo, “ni justicia”.
Agua pasó bajo el puente. En el mundo
los extremos autoritarios fueron derrotados en 1945 y en 1989. Sin
embargo, no desaparecieron. De la mano de inteligentes analistas
dieron origen a las escuelas “neopopulistas”, que asentadas en
las necesidades siempre acuciantes de los sectores más pobres,
retomaron la lucha contra el estado de derecho y la democracia
plural. El “pobrismo” de visiones religiosas ultramontanas,
también necesitadas de pobres para administrar, se sumó de inmediato.
Su modelo es una sociedad dual, alejada
del pluralismo económico, social y cultural de las sociedades
libres. Muchos pobres, dependientes del Estado cuyos límites frente
a los derechos ciudadanos van siendo diluidos con argumentaciones
rudimentarias pero también de gran llegada a personas que se sienten
desamparadas y necesitan proyectarse en algún colectivo que les abra
una puerta de esperanza a su desesperación. En el escalón superior,
decide un estamento depositario del poder social y concentrador de la
fuerza y el manejo de la estructura estatal.
Esa sociedad dual no admite la
pluralidad de los sectores medios. Es enemiga de los emprendedores,
de los empresarios, de los trabajadores por cuenta propia, de los
agricultores, de los profesionales y comerciantes. En su idea
-consciente, no involuntaria- esos sectores deben desaparecer. Deben
homogeneizarse en la gran masa social dependiente del empleo público,
de la asistencia social, de los planes de diverso tipo, de las
“ayudas” más diversas, de jubilaciones o retiros cuyos ingresos
pueda regular a discreción y de cualquier colectivo que pueda
manipularse.
Sus herramientas para lograrlo son duales: ahogo
impositivo, reglamentario, cambiario, financiero, fiscal, normativo,
hacia cualquier emprendimiento pequeño y mediano. Y paralelamente,
una expansión de la “distribución” creando nuevas categorías
-algunas absurdas- de dependencia estatal. Se “achican pirámides”,
sin otra justificación que su oculto propósito de una sociedad sin
sectores medios, actores fundamentales del pluralismo político y de
las sociedades democráticas maduras. Y se diluyen hasta desaparecer
los derechos de las personas, que dejan de estar asentadas en la ley
para hacerlo en la voluntad del “líder” de turno. Odian la ley,
aman el mando.
No suelen tener un proyecto o plan que
trascienda el crudo patrimonialismo. Tampoco una ética de la
producción -como la tiene el capitalismo y el socialismo clásico, e
incluso la tuvo el nazismo- sino que justifica en su relato la
anti-ética de la rapiña y el arrebato. Tiene objetivos. Es Venezuela, es Nicaragua,
es Cuba. Tienden hacia allí algunas fuerzas políticas populistas en
Europa y aprovechan las tensiones cruzadas del reordenamiento
geopolítico mundial para tejer lazos con dirigentes que no los toman
más en serio que su necesidad de apoyo en algún organismo
multilateral, o para su juego geopolítico, pero que jamás
aplicarían sus recetas social y nacionalmente suicidas en sus
países.
Su base económica es tan vieja como la
historia: apropiarse de bienes públicos. Pueden ser mineros,
agropecuarios, petroleros o la lisa y llana rapiña estatal,
incluidas las asociaciones filomafiosas con grandes capitalistas
nacionales o internacionales. Y si esos recursos se acaban, siempre
queda la sociedad con el narcotráfico, cuyos actores seculares
encuentran en el “neopopulismo” inesperados socios sin escrúpulos
con quienes pueden realizar acuerdos de beneficio recíproco.
No existe en el mundo ni un solo país
en el que el neopopulismo haya conducido procesos de desarrollo. Los
nuevos países en desarrollo, alejados de sus recetas del siglo XX,
apuntan con diversos acentos hacia sociedades plurales y
enriquecidas. China, luego del XI Congreso del PCC en 1978, comenzó
un camino al que no fue ajeno un consejero convocado para diseñar
una política económica dinámica, Milton Friedman, demonizado en
Occidente por monetarista. La ex URSS, luego de su implosión
reducida a la vieja Rusia, sostiene un modelo industrial y
modernizador, con el propósito de largo plazo de conformar una
Europa unida “desde Lisboa hasta Vladivostok”, en palabras de
Putin. No son democracias maduras y muestran grandes deformaciones,
pero mucho menos aceptan para sí el pozo ciego del neopopulismo.
El sincretismo del neopopulismo suele
descolocar a viejos militantes. La respuesta popular coyuntural que
logra con sus mensajes arcaicos o nacionalistas atemoriza o confunde
a dirigentes de trayectoria democrática pero escasas convicciones
modernizadoras. La tentación de la demagogia es tan vieja que ya la
describió Aristóteles hace 2300 años y ha atravesado toda la
historia occidental.
No hay frente a ella otra respuesta que
la honestidad en el discurso y en el manejo de lo publico, la lucha
por la libertad y derechos de las personas como base de todo el orden
social y el control del poder por las formas elaboradas en más de
dos mil años de historia política.
El estado de derecho, la democracia
representativa, la justicia independiente, la libertad de prensa y
palabra, siguen siendo más que nunca las bases para construir una
sociedad “más justa, más libre y más igualitaria”. Ahora, con
demandas globales que nos alcanzan a todos y que no permiten
enemigos, como el deterioro del clima planetario, el narcotráfico,
el terrorismo internacional, el lavado de dinero y las consecuencias
inequitativas no deseadas de un desarrollo conducido exclusivamente
por el gran capital. Demandas en las que nos va la vida a todos pero
que, curiosamente, tampoco figuran en la agenda del neopopulismo.
Ricardo Lafferriere
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