jueves, 18 de enero de 2024

PROGRESISMO, POPULISMO, LIBERTARIOS... O LIDERAZGO DEMOCRÁTICO

 El debate no es exclusivo de los argentinos. Atraviesa el mundo.

Hace tiempo que los grandes actores políticos globales nacidos en el cruce de los siglos XIX y XX se quedaron sin relato. Ese espacio fue ocupado por reemplazantes provisionales, la mayoría de ellos arcaicos que buscan renacer ante el agotamiento de los rivales que lo desplazaron en el campo intelectual y político. Religiones, nacionalismos y personalismos varios conforman un conjunto variopinto y anárquico, unidos sólo por una definición metodológica, el populismo.

Ese novedoso puente habilita confluencias curiosas y en otros tiempos impensables. Viejas “izquierdas” apoyando integrismos medioevales, renacidos nacionalismos decimonónicos cuando no del siglo XVIII o hasta medioevales tomando el lugar que en el siglo XX ocupara el “progresismo” y alianzas que hubieran sido consideradas “contra natura” hasta hace pocas décadas, como ciertas “izquierdas” confluyendo con salvajes expresiones terroristas que hubieran merecido el repudio total hasta de los anarquismos más virulentos.

El rival de todos es el poder existente, en cualquier lugar y sea cual fuera, y específicamente el poder institucional construido por las democracias liberales. El sincretismo populista habilitante de personalismos o dogmatismos autoritarios no requiere ni admite -como las democracias- coherencia argumental, esfuerzo justificatorio, debates creativos y cuestionamientos permanentes. Esa es su fuerza.

Las redes sociales potencian el sincretismo y la banalización. Nunca en la historia los ciudadanos comunes han tenido tantas posibilidades de expresión, pero ese imprevisto poder no ha sido acompañado de una formación ni siquiera básica que le de consistencia a sus posiciones. En consecuencia, el punto de referencia deja de ser el colectivo -nacional, ético, cultural- para pasar a ser los intereses más directos o la propia elaboración intelectual, valiosa pero en la inmensa mayoría de los casos, banal e individualista. Mientras la humanidad inicia su ascenso hacia la inteligencia artificial, las sociedades parecen perder su propia inteligencia natural.

La nueva realidad desorienta a las élites. A las políticas, desde ya, pero también a las culturales, económicas, empresariales y aún militares. Al no tener una argamasa que unifique a los antiguos actores o ser ésta cada vez débil, y al disolverse los antiguos colectivos, las representaciones sienten quedarse sin representados. Su esfuerzo termina reduciéndose a la lucha circular por su propia subsistencia. Eso potencia la disgregación, que a su vez alimenta al simplismo populista generador de mensajes casi místicos dirigidos a esas personas desorientadas y ansiosas de un rumbo. También estimula la impostación de causas justas, presentadas como caricaturas al estilo “todo o nada” en lo que a cada una le importa, sin que interese su consecuencia para los demás.

La formación de mayorías, herencia de la construcción democrática de los siglos XIX y XX, se hace efímera. Sólo la fuerza y el sectarismo habilitan alguna clase de permanencia. Se fuerza la instalación de “grietas” que le quitan riqueza al debate y polarizan las sociedades con tensiones límite mientras buscan hacer desaparecer los diálogos alrededor del centro, propiedad de las democracias virtuosas.

Frente a ello no es sencillo articular un protagonismo consciente. Hasta la propia democracia sufre el deterioro de la licuación social y la búsqueda de líderes que “arreglen” los problemas, sin mucho análisis.

Se da en el mundo, y se da entre nosotros.

Una cosa es segura dentro de toda esta confusión: si bien las consignas voluntaristas no alcanzan, tampoco es el regreso al pasado ni la restauración corporativa la que abrirá un camino virtuoso. Más bien lo demorará.

Aunque sea difícil, el liderazgo democrático es la única garantía de marchar hacia una sociedad en progreso, crecimiento y buena convivencia apoyada en valores éticos. La herramienta de la razón no admite polarizaciones. La paz -general y social- exige respeto a los argumentos diversos. Es el verdadero progresismo, que no puede reducir sus banderas a la racionalidad económica -aunque debe incluirla- pero tampoco negarla en complicidad con el pasado corporativo y cleptómano.

El hastío de la situación argentina en caída libre habilitó una reacción en sentido contrario. Pero sería erróneo creer que ante el populismo autoritario la mayoría de los argentinos requiere un autoritarismo sin matices. En la necesaria inteligencia y sentido común de la dirigencia política está hoy la tarea de separar “la paja del trigo”, evitando que las reacciones frente a los excesos del poder administrador las conduzca a neutralizar los esfuerzos por rectificar el rumbo suicida que llevábamos, pero a la vez recreen esa democracia compleja, sofisticada, seria y moderna que espera una sociedad en plena transición -como todos en el mundo- hacia una ciudad global: la tarea de reconstruir un liderazgo democrático, que no puede ser sólo “mayoritario” sino plural, dialoguista, empático y consciente de sus límites políticos y temporales.

La incapacidad de las dirigencias para generar ese liderazgo alternativo llevó a que el liderazgo del cambio quedara en manos de una opción que, aun acertando en la mayoría de los capítulos económicos, muestra fuertes falencias institucionales hoy disimuladas por la urgencia, pero que se harán notar cada vez más cuando el país retome su marcha. La construcción del liderazgo democrático alternativo moderno y cosmopolita, con centro en el país y los argentinos, es entonces imprescindible. No hacerlo puede hacer que el recorrido del péndulo vuelva peligrosamente al pasado, ahí sí muy cerca de lo irreversible. Lo vemos hoy mismo, con el ingenuo acercamiento de tradicionales dirigencias democráticas a los cínicos estertores del populismo cleptómano.

Ricardo Lafferriere                                                

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