El debate no es exclusivo de los argentinos. Atraviesa el mundo.
Hace tiempo que los grandes
actores políticos globales nacidos en el cruce de los siglos XIX y XX se
quedaron sin relato. Ese espacio fue ocupado por reemplazantes provisionales,
la mayoría de ellos arcaicos que buscan renacer ante el agotamiento de los
rivales que lo desplazaron en el campo intelectual y político. Religiones,
nacionalismos y personalismos varios conforman un conjunto variopinto y
anárquico, unidos sólo por una definición metodológica, el populismo.
Ese novedoso puente habilita
confluencias curiosas y en otros tiempos impensables. Viejas “izquierdas”
apoyando integrismos medioevales, renacidos nacionalismos decimonónicos cuando
no del siglo XVIII o hasta medioevales tomando el lugar que en el siglo XX
ocupara el “progresismo” y alianzas que hubieran sido consideradas “contra
natura” hasta hace pocas décadas, como ciertas “izquierdas” confluyendo con salvajes
expresiones terroristas que hubieran merecido el repudio total hasta de los
anarquismos más virulentos.
El rival de todos es el poder existente,
en cualquier lugar y sea cual fuera, y específicamente el poder institucional
construido por las democracias liberales. El sincretismo populista habilitante
de personalismos o dogmatismos autoritarios no requiere ni admite -como las
democracias- coherencia argumental, esfuerzo justificatorio, debates creativos
y cuestionamientos permanentes. Esa es su fuerza.
Las redes sociales potencian el
sincretismo y la banalización. Nunca en la historia los ciudadanos comunes han
tenido tantas posibilidades de expresión, pero ese imprevisto poder no ha sido
acompañado de una formación ni siquiera básica que le de consistencia a sus
posiciones. En consecuencia, el punto de referencia deja de ser el colectivo -nacional,
ético, cultural- para pasar a ser los intereses más directos o la propia
elaboración intelectual, valiosa pero en la inmensa mayoría de los casos, banal
e individualista. Mientras la humanidad inicia su ascenso hacia la inteligencia
artificial, las sociedades parecen perder su propia inteligencia natural.
La nueva realidad desorienta a
las élites. A las políticas, desde ya, pero también a las culturales,
económicas, empresariales y aún militares. Al no tener una argamasa que
unifique a los antiguos actores o ser ésta cada vez débil, y al disolverse los
antiguos colectivos, las representaciones sienten quedarse sin representados.
Su esfuerzo termina reduciéndose a la lucha circular por su propia subsistencia.
Eso potencia la disgregación, que a su vez alimenta al simplismo populista generador
de mensajes casi místicos dirigidos a esas personas desorientadas y ansiosas de
un rumbo. También estimula la impostación de causas justas, presentadas como
caricaturas al estilo “todo o nada” en lo que a cada una le importa, sin que interese
su consecuencia para los demás.
La formación de mayorías,
herencia de la construcción democrática de los siglos XIX y XX, se hace
efímera. Sólo la fuerza y el sectarismo habilitan alguna clase de permanencia.
Se fuerza la instalación de “grietas” que le quitan riqueza al debate y
polarizan las sociedades con tensiones límite mientras buscan hacer desaparecer
los diálogos alrededor del centro, propiedad de las democracias virtuosas.
Frente a ello no es sencillo
articular un protagonismo consciente. Hasta la propia democracia sufre el
deterioro de la licuación social y la búsqueda de líderes que “arreglen” los
problemas, sin mucho análisis.
Se da en el mundo, y se da entre
nosotros.
Una cosa es segura dentro de toda
esta confusión: si bien las consignas voluntaristas no alcanzan, tampoco es el
regreso al pasado ni la restauración corporativa la que abrirá un camino
virtuoso. Más bien lo demorará.
Aunque sea difícil, el liderazgo
democrático es la única garantía de marchar hacia una sociedad en progreso,
crecimiento y buena convivencia apoyada en valores éticos. La herramienta de la
razón no admite polarizaciones. La paz -general y social- exige respeto a los
argumentos diversos. Es el verdadero progresismo, que no puede reducir sus
banderas a la racionalidad económica -aunque debe incluirla- pero tampoco negarla
en complicidad con el pasado corporativo y cleptómano.
El hastío de la situación
argentina en caída libre habilitó una reacción en sentido contrario. Pero sería
erróneo creer que ante el populismo autoritario la mayoría de los argentinos requiere
un autoritarismo sin matices. En la necesaria inteligencia y sentido común de
la dirigencia política está hoy la tarea de separar “la paja del trigo”,
evitando que las reacciones frente a los excesos del poder administrador las
conduzca a neutralizar los esfuerzos por rectificar el rumbo suicida que
llevábamos, pero a la vez recreen esa democracia compleja, sofisticada, seria y
moderna que espera una sociedad en plena transición -como todos en el mundo-
hacia una ciudad global: la tarea de reconstruir un liderazgo democrático, que no
puede ser sólo “mayoritario” sino plural, dialoguista, empático y consciente de
sus límites políticos y temporales.
La incapacidad de las dirigencias
para generar ese liderazgo alternativo llevó a que el liderazgo del cambio
quedara en manos de una opción que, aun acertando en la mayoría de los
capítulos económicos, muestra fuertes falencias institucionales hoy disimuladas
por la urgencia, pero que se harán notar cada vez más cuando el país retome su
marcha. La construcción del liderazgo democrático alternativo moderno y
cosmopolita, con centro en el país y los argentinos, es entonces imprescindible.
No hacerlo puede hacer que el recorrido del péndulo vuelva peligrosamente al
pasado, ahí sí muy cerca de lo irreversible. Lo vemos hoy mismo, con el ingenuo
acercamiento de tradicionales dirigencias democráticas a los cínicos estertores
del populismo cleptómano.
Ricardo
Lafferriere
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