¡Quién hubiera pensado que la frase de campaña de Carlos Menem en 1989, sintetizaría el mensaje de Cristina Kirchner a la Asamblea Legislativa! Pocas frases describen mejor que ésta la dialéctica y la práctica del populismo como método de relación y acción política, abarcador del vaciamiento del debate reflexivo y democrático, y la adopción de su opuesto, la delegación total de las decisiones políticas en una persona con su camarilla.
Más allá de la lucidez, brillo y hasta compromiso personal, no hay en el mundo de hoy posibilidad alguna de conducir organizaciones complejas sin asesores confiables, organismos de decisión plurales y ejecutores experimentados. No ya una gran empresa, o un país: ni siquiera un almacén de barrio puede gestionarse adecuadamente sin un adecuado asesoramiento legal, contable e impositivo que trasciende la propia persona del bolichero.
La Argentina, sin embargo, ha sido convertida en algo menos que un boliche de campo La discresionalidad en las decisiones, que no son debatidas ni reflexionadas ni siquiera por el partido del gobierno, está provocando el peligroso acercamiento al abismo y llevando a ese partido –por la solidaridad acrítica con que acompaña la marcha suicida de la pareja reinante- a su propio suicidio. Cuesta entender cómo dirigentes de experiencia de años en la gestión en los tres niveles del Estado pueden tolerar los dislates vacíos y contradictorios de quien alguna vez fuera calificada como “la mejor cuadro política que ha dado el peronismo desde Eva Perón” (Aníbal Fernández dixit), convertida hoy en la triste imagen del autismo, la mitomanía y el mal gusto.
Era un lugar común en la jerga popular la remanida frase del “roban, pero hacen”. De este curioso aportegma, cargado de cinismo, se pretendía derivar que el peronismo era el único partido en condiciones de gobernar la Argentina. Pues bien: ahí tienen. Inoperante como pocos, ineficiente en la gestión, incapaz en la detección de los problemas, balbuceante en el discurso, suicida en el rumbo. Del apotegma sólo queda la primera afirmación, esa sí sublimada a niveles orgiásticos. Está gobernando el peronismo, o al menos se gobierna en su nombre, con su apoyo irrestricto. Y así está la Argentina.
No sólo las encuestas sino todos los líderes de opinión, sociales, políticos y periodísticos, coinciden en señalar como principales preocupaciones de los argentinos en primer término la inseguridad reinante –acrecentada de la mano de los cárteles de la droga instalados en el país durante la gestión kirchnerista-, y en segundo término el deterioro educativo que ha llevado a nuestros jóvenes a convertirse en los peores educados del continente.
Sin embargo, ni la seguridad ni el deterioro educativo formaron parte del análisis presidencial, ni de planes de trabajo elaborados para superar ambos patéticos problemas.
“Síganme, no los voy a defraudar” es nuevamente el mensaje rudimentario y tosco que subyace en como sustrato del discurso oficial, que es expresado sin embargo con la misma autosuficiencia de la que hablara Mallea en su inolvidable descripción del “argentino de la representación”, que sabe siempre mostrarse bien pero que carece de la esencia del ser, la que vive en lo profundo del país, en los valores culturales y morales del “argentino invisible”. Habla bien... pero no dice nada.
Hace un año estábamos en vísperas del comienzo de la gesta de los “argentinos invisibles”, tomando visibilidad con sus banderas nacionales y sus cánticos patrios, con sus manos entrelazadas para levantar una barrera frente a la prepotencia del dedito levantado y la voz impostada tratando de justificar el saqueo con engañosas invocaciones a la redistribución. Había ahí muchos, compatriotas que por encima de sus adhesiones radicales, peronistas, liberales, demócratas progresistas, levantaban su esencia ciudadana. Lograron frenar uno de los manotazos cleptómanos más descarados. Y muchos pensamos que luego de ese ejemplo, escarmentarían.
Sin embargo, ahí están. Una actitud profundamente antidemocrática y autoritaria, negándose cerrilmente a responder a las demandas de las mayorías, se reiteró en la sesión de apertura del período ordinario de sesiones del Congreso. No faltó nada: los aplausos sobones, las barras alquiladas, los colectivos con choripanes, las voces exaltadas de D’Elía y Pérsico, la presencia de los más serviles y la doble coerción –obsoleta e inutil- de la censura a la prensa libre para cubrir nada menos que una sesión del parlamento, junto a la cadena nacional que no perdonó ni a los canales de cable. Nadie escuchó el discurso. El rating de todos los canales sumados no alcanzó a cinco puntos.
Los argentinos no creen a su presidenta. Es más: les resulta intolerable hasta escucharla.
Ella, mientras, sigue con su metamensaje, que si en Menem era un pedido, en ella suena como permanente amenaza: “síganme, no los voy a defraudar”.
Las fuerzas de oposición, la C.C., la UCR, el Pro, están mientras tanto mostrando el camino de la Argentina que viene. Desde su abanico plural y amplio colorido están construyendo la cultura del dialogo estratégico, con iniciativas parlamentarias y trabajos conjuntos dirigidos a la reconstrucción de la democracia destruida. Importantes dirigentes del peronismo están siguiendo ese camino, sin renunciar a su vieja identidad. No es necesario confluir en listas únicas: sí es imprescindible el respeto recíproco, la consideración mutua, la preocupación por la Argentina de todos y el recuerdo permanente que la política sólo se legitima si se asienta en el respeto a los ciudadanos, base de todo el edificio institucional erosionado todos los días por la pretensión de suma del poder público impulsada sin escrúpulos por el oficialismo.
La frase debe ser desterrada para siempre de la convivencia nacional. La Argentina que viene resultará del diálogo, el consenso, la inteligente imbricación con el mundo, el respeto irrestricto a la soberanía de los ciudadanos y el funcionamiento institucional y la incorporación al debate reflexivo de los problemas que los argentinos sienten como los más importantes. Entre los cuales, claramente, no está cambiar su auto o la bicicleta con el dinero robado a los ahorristas previsionales, robarle a los chacareros el producido de su trabajo con nuevos mecanismos asfixiantes o utilizar el poder y los fondos públicos para alinear voluntades y agrandar las alforjas propias y de los amigos del poder.
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
viernes, 13 de marzo de 2009
miércoles, 4 de marzo de 2009
Garrido y la banalización del mal
El rápido esclarecimiento del asesinato del policía Aldo Garrido muestra crudamente un conjunto de emergentes sobre la debilidad de los valores y de los lazos en que se asienta la convivencia en la zona metropolitana de nuestro país.
Y también evidencia la inconsistencia de los “paradigmas iconográficos” instalados en el imaginario oficial sobre los policías, los delincuentes y los delitos.
Un policía ejemplar, de vocación y dedicación a su misión como los confiables y solidarios funcionarios cuya misión los niños argentinos aprendían a respetar y querer en la escuela primaria, se muestra como contraejemplo de las bandas de comisarios secuestradores y vinculados al narcotráfico que también se han visto estos días.
Una pareja de delincuentes –uno de ellos, reincidente- alejado de las imágenes de tenebrosos gangsters con temibles rostros y carentes de cualquier esbozo de afectos, muestra por el contrario el aspecto de un matrimonio “casi normal”, facilmente identificables como uno de entre los miles que habitan el país. Tan “normal” que portaban entre sus efectos personales el que finalmente los llevaría a caer: la fotografía de su hijo en el Jardín de Infantes al que concurría.
Y un delito contra la propiedad por el que, en el peor de los casos, hubiera correspondido un par de años de detención efectiva –debido al criterio de juzgamiento de nuestras leyes y tribunales-, para evitar la cuál reaccionaron cortando la vida de una persona honorable que temían que frustrara su acción, fue el drama.
La banalidad del mal, que Ana Arendt analizara en oportunidad del juicio a Albert Eichmann, muestra en este caso otro matiz, tan o más terrible que aquél.
En aquella oportunidad, Arend reflexionaba sobre la ausencia de valores en las decisiones imputadas a Eichmann, quien daba por supuesto, al momento de firmar las órdenes de traslado de miles de personas a los campos de Auschwitz, que estaba haciendo lo correcto, aceptado como tal por su gobierno y sin ningún cuestionamiento de su sociedad. Le tocaba estar ahí, ser él el que pusiera los sellos y las firmas en los documentos previstos para tal fin, y así actuaba, creyendo ser un buen militar y un buen ciudadano. La pensadora judía llegó hasta detectar en sus investigaciones algunas oportunidades puntuales en las que ese hombre, cuando tuvo oportunidad de actuar discrecionalmente, había desviado contingentes de detenidos hacia campos en los que no había comenzado el exterminio, e incluso hacia su expulsión a Palestina. La “banalidad del mal”, en la visión de Arendt, estaba en el sistema estatal nazi, organización para la que cualquier calificativo –criminal, horrendo, diabólico...- no alcanza a describir porque desbordaba cualquier pauta ética conocida o elaborada por la filosofía en sus miles de años de reflexión. Simplemente, el mal en su esencia más pura había sido banalizado al punto de ser erradicado de la reflexión y borrado como contra-valor de la convivencia humana.
La muerte de Garrido muestra obvias diferencias. No hay un “plan criminal”, al menos elaborado como el nazi. No hay un sustento teórico para el crimen, como pretendía haberlo en el estado nacional-socialista. No hay tampoco un objetivo genocida, como se desprendió de la “Conferencia de Wansee” que decidió la eliminación de once millones de judíos. Desde este enfoque, la relación “Estado-mal” está lejos de la situación existente en la Alemania nazi.
Pero sí existe una actitud estatal que puede compararse: la banalización del mal. La sensación de que “todo vale” y de que no hay leyes que regulen la convivencia. La justificación de cualquier acto delictivo no sólo por la contra-ejemplaridad de un poder corrupto hasta la médula sino por la contra-ejemplaridad de la ausencia de valoración negativa hacia cualquier delito, sea robo, agresión o crimen, con la justificación en la presunta esencial injusticia del “sistema”. Cinco años llevan en el gobierno, y aún la palabra “inseguridad” no ha aparecido en los discursos presidenciales a pesar de la terrible realidad que vivimos. Está borrada, tanto como la palabra “democracia”.
Es el mensaje que asoma del crimen de Garrido. Un policía bueno (que sobrevivió a la persecusión del kirchnerismo a cualquiera que vista uniforme). Una familia “casi normal”, para la que resulta “casi normal” asesinar a un policía porque podía impedirle robar algunos pocos efectos –hecho que muy posiblemente, considerarara normal y dentro de sus derechos..-. Y afectos que no alcanzaron para neutralizar el mal. Ni los de los vecinos que querían a Garrido, ni los de los asesinos que –seguramente- quieren a su hijo, al punto de llevar su foto en el llavero que terminó con ellos en la cárcel. El mal, liberado en su terrible banalidad, fue superior en su efecto destructor.
Quizás sea discutible la extensión del mal y su peligrosa instalación en el maniqueísmo con su opuesto. Lo que es indiscutible es que existe y que nos convoca a trabajar para limitarlo, si no podemos erradicarlo. Ese límite no llegará de justificaciones ideológicas a sus efectos, ni de la creación de un “contra-mal” que a la postre signifique su triunfo, como lo sería el endurecimiento de la convivencia hasta llegar a la absoluta intolerancia recíproca. Debe llegar de una alianza madura y coordinada que no puede tener otra base que la reinstalación del estado de derecho, con su definición fundamental: todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que debe aplicarse a todos por igual, desde el Presidente hasta el último ciudadano. Es el fundamento último del respeto universal a los derechos humanos, el que fue violado por las leyes nazis y el que es violado por la ausencia de ley entre nosotros.
Neutralizar las políticas de seguridad por el debate eterno sobre sus causas sociales o sus efectos terribles es el peor camino. No se trata de “lo uno, o lo otro”. Se trata de “lo uno, y también lo otro”. Atacar fuertemente las complicidades “globales-locales” del delito. Fortalecer las políticas públicas y las acciones solidarias de inclusión –educativa, social-. Respaldar claramente el combate al delito con la jerarquización y equipamiento de las fuerzas de seguridad y judiciales. Reforzar la ejemplaridad del Estado, llevando a los grandes ladrones a la justicia y siendo implacables con ellos. Todo ello está en la Constitución y en las leyes. No es necesario inventar la pólvora.
El símbolo de la fotografía del niño –que es el futuro, el triste futuro del país que se está diseñando en estos tiempos “K”- permitiendo a la justicia atrapar a sus padres delincuentes, quizás deje una luz de esperanza, por su conmocionante consecuencia. Pero es apenas un consuelo. No borrará el delito. No resucitará al policía héroe ni lo traerá de nuevo con su familia. No reconstruirá la confianza de los vecinos. Y mucho menos restaurará la familia de los delincuentes asesinos en una vida virtuosa.
Terminar con la banalización del mal obliga a valorar el bien. Como política pública y como decisión de todos. El estado “K” no ha planificado, como Hitler, la aplicación del mal mientras lo banalizaba en la consideración pública. Pero está haciendo algo muy peligroso: borrar la diferencia entre el mal y el bien, llevando a la sociedad la sensación de indiferencia entre ambos, la inexistencia de la opción y su consecuente auto-liberación de cualquier obligación política o ética. El “bien” ha abandonado su papel como guía de las políticas públicas y el “mal” como peligro que el Estado –las personas organizadas políticamente- debe evitar.
Y ese “todo vale” del poder deviene, para muchos, en un indicador de que es un principio que también rige para las personas. La “banalización del mal” desbordó el Estado y se está volcando, avasallante, en la convivencia contidiana.
Ricardo Lafferriere
Y también evidencia la inconsistencia de los “paradigmas iconográficos” instalados en el imaginario oficial sobre los policías, los delincuentes y los delitos.
Un policía ejemplar, de vocación y dedicación a su misión como los confiables y solidarios funcionarios cuya misión los niños argentinos aprendían a respetar y querer en la escuela primaria, se muestra como contraejemplo de las bandas de comisarios secuestradores y vinculados al narcotráfico que también se han visto estos días.
Una pareja de delincuentes –uno de ellos, reincidente- alejado de las imágenes de tenebrosos gangsters con temibles rostros y carentes de cualquier esbozo de afectos, muestra por el contrario el aspecto de un matrimonio “casi normal”, facilmente identificables como uno de entre los miles que habitan el país. Tan “normal” que portaban entre sus efectos personales el que finalmente los llevaría a caer: la fotografía de su hijo en el Jardín de Infantes al que concurría.
Y un delito contra la propiedad por el que, en el peor de los casos, hubiera correspondido un par de años de detención efectiva –debido al criterio de juzgamiento de nuestras leyes y tribunales-, para evitar la cuál reaccionaron cortando la vida de una persona honorable que temían que frustrara su acción, fue el drama.
La banalidad del mal, que Ana Arendt analizara en oportunidad del juicio a Albert Eichmann, muestra en este caso otro matiz, tan o más terrible que aquél.
En aquella oportunidad, Arend reflexionaba sobre la ausencia de valores en las decisiones imputadas a Eichmann, quien daba por supuesto, al momento de firmar las órdenes de traslado de miles de personas a los campos de Auschwitz, que estaba haciendo lo correcto, aceptado como tal por su gobierno y sin ningún cuestionamiento de su sociedad. Le tocaba estar ahí, ser él el que pusiera los sellos y las firmas en los documentos previstos para tal fin, y así actuaba, creyendo ser un buen militar y un buen ciudadano. La pensadora judía llegó hasta detectar en sus investigaciones algunas oportunidades puntuales en las que ese hombre, cuando tuvo oportunidad de actuar discrecionalmente, había desviado contingentes de detenidos hacia campos en los que no había comenzado el exterminio, e incluso hacia su expulsión a Palestina. La “banalidad del mal”, en la visión de Arendt, estaba en el sistema estatal nazi, organización para la que cualquier calificativo –criminal, horrendo, diabólico...- no alcanza a describir porque desbordaba cualquier pauta ética conocida o elaborada por la filosofía en sus miles de años de reflexión. Simplemente, el mal en su esencia más pura había sido banalizado al punto de ser erradicado de la reflexión y borrado como contra-valor de la convivencia humana.
La muerte de Garrido muestra obvias diferencias. No hay un “plan criminal”, al menos elaborado como el nazi. No hay un sustento teórico para el crimen, como pretendía haberlo en el estado nacional-socialista. No hay tampoco un objetivo genocida, como se desprendió de la “Conferencia de Wansee” que decidió la eliminación de once millones de judíos. Desde este enfoque, la relación “Estado-mal” está lejos de la situación existente en la Alemania nazi.
Pero sí existe una actitud estatal que puede compararse: la banalización del mal. La sensación de que “todo vale” y de que no hay leyes que regulen la convivencia. La justificación de cualquier acto delictivo no sólo por la contra-ejemplaridad de un poder corrupto hasta la médula sino por la contra-ejemplaridad de la ausencia de valoración negativa hacia cualquier delito, sea robo, agresión o crimen, con la justificación en la presunta esencial injusticia del “sistema”. Cinco años llevan en el gobierno, y aún la palabra “inseguridad” no ha aparecido en los discursos presidenciales a pesar de la terrible realidad que vivimos. Está borrada, tanto como la palabra “democracia”.
Es el mensaje que asoma del crimen de Garrido. Un policía bueno (que sobrevivió a la persecusión del kirchnerismo a cualquiera que vista uniforme). Una familia “casi normal”, para la que resulta “casi normal” asesinar a un policía porque podía impedirle robar algunos pocos efectos –hecho que muy posiblemente, considerarara normal y dentro de sus derechos..-. Y afectos que no alcanzaron para neutralizar el mal. Ni los de los vecinos que querían a Garrido, ni los de los asesinos que –seguramente- quieren a su hijo, al punto de llevar su foto en el llavero que terminó con ellos en la cárcel. El mal, liberado en su terrible banalidad, fue superior en su efecto destructor.
Quizás sea discutible la extensión del mal y su peligrosa instalación en el maniqueísmo con su opuesto. Lo que es indiscutible es que existe y que nos convoca a trabajar para limitarlo, si no podemos erradicarlo. Ese límite no llegará de justificaciones ideológicas a sus efectos, ni de la creación de un “contra-mal” que a la postre signifique su triunfo, como lo sería el endurecimiento de la convivencia hasta llegar a la absoluta intolerancia recíproca. Debe llegar de una alianza madura y coordinada que no puede tener otra base que la reinstalación del estado de derecho, con su definición fundamental: todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que debe aplicarse a todos por igual, desde el Presidente hasta el último ciudadano. Es el fundamento último del respeto universal a los derechos humanos, el que fue violado por las leyes nazis y el que es violado por la ausencia de ley entre nosotros.
Neutralizar las políticas de seguridad por el debate eterno sobre sus causas sociales o sus efectos terribles es el peor camino. No se trata de “lo uno, o lo otro”. Se trata de “lo uno, y también lo otro”. Atacar fuertemente las complicidades “globales-locales” del delito. Fortalecer las políticas públicas y las acciones solidarias de inclusión –educativa, social-. Respaldar claramente el combate al delito con la jerarquización y equipamiento de las fuerzas de seguridad y judiciales. Reforzar la ejemplaridad del Estado, llevando a los grandes ladrones a la justicia y siendo implacables con ellos. Todo ello está en la Constitución y en las leyes. No es necesario inventar la pólvora.
El símbolo de la fotografía del niño –que es el futuro, el triste futuro del país que se está diseñando en estos tiempos “K”- permitiendo a la justicia atrapar a sus padres delincuentes, quizás deje una luz de esperanza, por su conmocionante consecuencia. Pero es apenas un consuelo. No borrará el delito. No resucitará al policía héroe ni lo traerá de nuevo con su familia. No reconstruirá la confianza de los vecinos. Y mucho menos restaurará la familia de los delincuentes asesinos en una vida virtuosa.
Terminar con la banalización del mal obliga a valorar el bien. Como política pública y como decisión de todos. El estado “K” no ha planificado, como Hitler, la aplicación del mal mientras lo banalizaba en la consideración pública. Pero está haciendo algo muy peligroso: borrar la diferencia entre el mal y el bien, llevando a la sociedad la sensación de indiferencia entre ambos, la inexistencia de la opción y su consecuente auto-liberación de cualquier obligación política o ética. El “bien” ha abandonado su papel como guía de las políticas públicas y el “mal” como peligro que el Estado –las personas organizadas políticamente- debe evitar.
Y ese “todo vale” del poder deviene, para muchos, en un indicador de que es un principio que también rige para las personas. La “banalización del mal” desbordó el Estado y se está volcando, avasallante, en la convivencia contidiana.
Ricardo Lafferriere
martes, 3 de marzo de 2009
"Síganme... no los voy a defraudar"
¡Quién hubiera pensado que la frase de campaña de Carlos Menem en 1989, sintetizaría el mensaje de Cristina Kirchner a la Asamblea Legislativa! Pocas frases describen mejor que ésta la dialéctica y la práctica del populismo como método de relación y acción política, abarcador del vaciamiento del debate reflexivo y democrático, y la adopción de su opuesto, la delegación total de las decisiones políticas en una persona con su camarilla.
Más allá de la lucidez, brillo y hasta compromiso personal, no hay en el mundo de hoy posibilidad alguna de conducir organizaciones complejas sin asesores confiables, organismos de decisión plurales y ejecutores experimentados. No ya una gran empresa, o un país: ni siquiera un almacén de barrio puede gestionarse adecuadamente sin un adecuado asesoramiento legal, contable e impositivo que trasciende la propia persona del bolichero.
La Argentina, sin embargo, ha sido convertida en algo menos que un boliche de campo La discresionalidad en las decisiones, que no son debatidas ni reflexionadas ni siquiera por el partido del gobierno, está provocando el peligroso acercamiento al abismo y llevando a ese partido –por la solidaridad acrítica con que acompaña la marcha suicida de la pareja reinante- a su propio suicidio. Cuesta entender cómo dirigentes de experiencia de años en la gestión en los tres niveles del Estado pueden tolerar los dislates vacíos y contradictorios de quien alguna vez fuera calificada como “la mejor cuadro política que ha dado el peronismo desde Eva Perón” (Aníbal Fernández dixit), convertida hoy en la triste imagen del autismo, la mitomanía y el mal gusto.
Era un lugar común en la jerga popular la remanida frase del “roban, pero hacen”. De este curioso aportegma, cargado de cinismo, se pretendía derivar que el peronismo era el único partido en condiciones de gobernar la Argentina. Pues bien: ahí tienen. Inoperante como pocos, ineficiente en la gestión, incapaz en la detección de los problemas, balbuceante en el discurso, suicida en el rumbo. Del apotegma sólo queda la primera afirmación, esa sí sublimada a niveles orgiásticos. Está gobernando el peronismo, o al menos se gobierna en su nombre, con su apoyo irrestricto. Y así está la Argentina.
No sólo las encuestas sino todos los líderes de opinión, sociales, políticos y periodísticos, coinciden en señalar como principales preocupaciones de los argentinos en primer término la inseguridad reinante –acrecentada de la mano de los cárteles de la droga instalados en el país durante la gestión kirchnerista-, y en segundo término el deterioro educativo que ha llevado a nuestros jóvenes a convertirse en los peores educados del continente.
Sin embargo, ni la seguridad ni el deterioro educativo formaron parte del análisis presidencial, ni de planes de trabajo elaborados para superar ambos patéticos problemas.
“Síganme, no los voy a defraudar” es nuevamente el mensaje rudimentario y tosco que subyace en como sustrato del discurso oficial, que es expresado sin embargo con la misma autosuficiencia de la que hablara Mallea en su inolvidable descripción del “argentino de la representación”, que sabe siempre mostrarse bien pero que carece de la esencia del ser, la que vive en lo profundo del país, en los valores culturales y morales del “argentino invisible”. Habla bien... pero no dice nada.
Hace un año estábamos en vísperas del comienzo de la gesta de los “argentinos invisibles”, tomando visibilidad con sus banderas nacionales y sus cánticos patrios, con sus manos entrelazadas para levantar una barrera frente a la prepotencia del dedito levantado y la voz impostada tratando de justificar el saqueo con engañosas invocaciones a la redistribución. Había ahí muchos, compatriotas que por encima de sus adhesiones radicales, peronistas, liberales, demócratas progresistas, levantaban su esencia ciudadana. Lograron frenar uno de los manotazos cleptómanos más descarados. Y muchos pensamos que luego de ese ejemplo, escarmentarían.
Sin embargo, ahí están. Una actitud profundamente antidemocrática y autoritaria, negándose cerrilmente a responder a las demandas de las mayorías, se reiteró en la sesión de apertura del período ordinario de sesiones del Congreso. No faltó nada: los aplausos sobones, las barras alquiladas, los colectivos con choripanes, las voces exaltadas de D’Elía y Pérsico, la presencia de los más serviles y la doble coerción –obsoleta e inutil- de la censura a la prensa libre para cubrir nada menos que una sesión del parlamento, junto a la cadena nacional que no perdonó ni a los canales de cable. Nadie escuchó el discurso. El rating de todos los canales sumados no alcanzó a cinco puntos.
Los argentinos no creen a su presidenta. Es más: les resulta intolerable hasta escucharla.
Ella, mientras, sigue con su metamensaje, que si en Menem era un pedido, en ella suena como permanente amenaza: “síganme, no los voy a defraudar”.
Las fuerzas de oposición, la C.C., la UCR, el Pro, están mientras tanto mostrando el camino de la Argentina que viene. Desde su abanico plural y amplio colorido están construyendo la cultura del dialogo estratégico, con iniciativas parlamentarias y trabajos conjuntos dirigidos a la reconstrucción de la democracia destruida. Importantes dirigentes del peronismo están siguiendo ese camino, sin renunciar a su vieja identidad. No es necesario confluir en listas únicas: sí es imprescindible el respeto recíproco, la consideración mutua, la preocupación por la Argentina de todos y el recuerdo permanente que la política sólo se legitima si se asienta en el respeto a los ciudadanos, base de todo el edificio institucional erosionado todos los días por la pretensión de suma del poder público impulsada sin escrúpulos por el oficialismo.
La frase debe ser desterrada para siempre de la convivencia nacional. La Argentina que viene resultará del diálogo, el consenso, la inteligente imbricación con el mundo, el respeto irrestricto a la soberanía de los ciudadanos y el funcionamiento institucional y la incorporación al debate reflexivo de los problemas que los argentinos sienten como los más importantes. Entre los cuales, claramente, no está cambiar su auto o la bicicleta con el dinero robado a los ahorristas previsionales, robarle a los chacareros el producido de su trabajo con nuevos mecanismos asfixiantes o utilizar el poder y los fondos públicos para alinear voluntades y agrandar las alforjas propias y de los amigos del poder.
Ricardo Lafferriere
Más allá de la lucidez, brillo y hasta compromiso personal, no hay en el mundo de hoy posibilidad alguna de conducir organizaciones complejas sin asesores confiables, organismos de decisión plurales y ejecutores experimentados. No ya una gran empresa, o un país: ni siquiera un almacén de barrio puede gestionarse adecuadamente sin un adecuado asesoramiento legal, contable e impositivo que trasciende la propia persona del bolichero.
La Argentina, sin embargo, ha sido convertida en algo menos que un boliche de campo La discresionalidad en las decisiones, que no son debatidas ni reflexionadas ni siquiera por el partido del gobierno, está provocando el peligroso acercamiento al abismo y llevando a ese partido –por la solidaridad acrítica con que acompaña la marcha suicida de la pareja reinante- a su propio suicidio. Cuesta entender cómo dirigentes de experiencia de años en la gestión en los tres niveles del Estado pueden tolerar los dislates vacíos y contradictorios de quien alguna vez fuera calificada como “la mejor cuadro política que ha dado el peronismo desde Eva Perón” (Aníbal Fernández dixit), convertida hoy en la triste imagen del autismo, la mitomanía y el mal gusto.
Era un lugar común en la jerga popular la remanida frase del “roban, pero hacen”. De este curioso aportegma, cargado de cinismo, se pretendía derivar que el peronismo era el único partido en condiciones de gobernar la Argentina. Pues bien: ahí tienen. Inoperante como pocos, ineficiente en la gestión, incapaz en la detección de los problemas, balbuceante en el discurso, suicida en el rumbo. Del apotegma sólo queda la primera afirmación, esa sí sublimada a niveles orgiásticos. Está gobernando el peronismo, o al menos se gobierna en su nombre, con su apoyo irrestricto. Y así está la Argentina.
No sólo las encuestas sino todos los líderes de opinión, sociales, políticos y periodísticos, coinciden en señalar como principales preocupaciones de los argentinos en primer término la inseguridad reinante –acrecentada de la mano de los cárteles de la droga instalados en el país durante la gestión kirchnerista-, y en segundo término el deterioro educativo que ha llevado a nuestros jóvenes a convertirse en los peores educados del continente.
Sin embargo, ni la seguridad ni el deterioro educativo formaron parte del análisis presidencial, ni de planes de trabajo elaborados para superar ambos patéticos problemas.
“Síganme, no los voy a defraudar” es nuevamente el mensaje rudimentario y tosco que subyace en como sustrato del discurso oficial, que es expresado sin embargo con la misma autosuficiencia de la que hablara Mallea en su inolvidable descripción del “argentino de la representación”, que sabe siempre mostrarse bien pero que carece de la esencia del ser, la que vive en lo profundo del país, en los valores culturales y morales del “argentino invisible”. Habla bien... pero no dice nada.
Hace un año estábamos en vísperas del comienzo de la gesta de los “argentinos invisibles”, tomando visibilidad con sus banderas nacionales y sus cánticos patrios, con sus manos entrelazadas para levantar una barrera frente a la prepotencia del dedito levantado y la voz impostada tratando de justificar el saqueo con engañosas invocaciones a la redistribución. Había ahí muchos, compatriotas que por encima de sus adhesiones radicales, peronistas, liberales, demócratas progresistas, levantaban su esencia ciudadana. Lograron frenar uno de los manotazos cleptómanos más descarados. Y muchos pensamos que luego de ese ejemplo, escarmentarían.
Sin embargo, ahí están. Una actitud profundamente antidemocrática y autoritaria, negándose cerrilmente a responder a las demandas de las mayorías, se reiteró en la sesión de apertura del período ordinario de sesiones del Congreso. No faltó nada: los aplausos sobones, las barras alquiladas, los colectivos con choripanes, las voces exaltadas de D’Elía y Pérsico, la presencia de los más serviles y la doble coerción –obsoleta e inutil- de la censura a la prensa libre para cubrir nada menos que una sesión del parlamento, junto a la cadena nacional que no perdonó ni a los canales de cable. Nadie escuchó el discurso. El rating de todos los canales sumados no alcanzó a cinco puntos.
Los argentinos no creen a su presidenta. Es más: les resulta intolerable hasta escucharla.
Ella, mientras, sigue con su metamensaje, que si en Menem era un pedido, en ella suena como permanente amenaza: “síganme, no los voy a defraudar”.
Las fuerzas de oposición, la C.C., la UCR, el Pro, están mientras tanto mostrando el camino de la Argentina que viene. Desde su abanico plural y amplio colorido están construyendo la cultura del dialogo estratégico, con iniciativas parlamentarias y trabajos conjuntos dirigidos a la reconstrucción de la democracia destruida. Importantes dirigentes del peronismo están siguiendo ese camino, sin renunciar a su vieja identidad. No es necesario confluir en listas únicas: sí es imprescindible el respeto recíproco, la consideración mutua, la preocupación por la Argentina de todos y el recuerdo permanente que la política sólo se legitima si se asienta en el respeto a los ciudadanos, base de todo el edificio institucional erosionado todos los días por la pretensión de suma del poder público impulsada sin escrúpulos por el oficialismo.
La frase debe ser desterrada para siempre de la convivencia nacional. La Argentina que viene resultará del diálogo, el consenso, la inteligente imbricación con el mundo, el respeto irrestricto a la soberanía de los ciudadanos y el funcionamiento institucional y la incorporación al debate reflexivo de los problemas que los argentinos sienten como los más importantes. Entre los cuales, claramente, no está cambiar su auto o la bicicleta con el dinero robado a los ahorristas previsionales, robarle a los chacareros el producido de su trabajo con nuevos mecanismos asfixiantes o utilizar el poder y los fondos públicos para alinear voluntades y agrandar las alforjas propias y de los amigos del poder.
Ricardo Lafferriere
domingo, 8 de febrero de 2009
Heladeras baratas
La observación y el seguimiento de la opinión académica y especializada sobre la naturaleza de la crisis económica y sus perspectivas confirman una afirmación realizada hace algunos meses desde esta columna: sus características son lo más parecido imaginable a un episodio catastrófico natural y terminará... cuando termine.
Desde esa convicción, es poco lo que pueda hacerse, como no sea destinar los recursos con que se cuente para paliar los efectos más dramáticos en las personas más afectadas. Ello significa: alimentos, medicamentos y alojamiento, que son las necesidades básicas más lascerantes que deben enfrentar quienes cuentan con pocas reservas de recursos, limitados a la venta de su fuerza de trabajo, que se encontrará sin “compradores” mientras la crisis dure y no se retome la dinámica de crecimiento.
La crisis, por lo demás, es global. No hay en esta calificación ideologismo alguno. El diagnóstico es sostenido por investigadores y sabios del norte y del sur, del Este y del Oeste, del mundo desarrollado y del mundo en desarrollo, de Universidades y de “think tanks” públicos y privados. No se ha escuchado en ese espacio a nadie que realmente interese escuchar, sostener que los diagnósticos sobre la globalidad del problema sean de “agoreros” o de “neoliberales”. Aún reconociendo las limitaciones epistemológicas del conocimiento económico –y social-, ciertos hechos y fenómenos existen, son observables, cuantificables y analizables.
No existen respuestas locales a los problemas globales. Esta es otra afirmación que se ha hecho axioma, con una vigencia creciente a medida que se instala en el planeta el paradigma cosmopolita, al que nadie puede escapar sino al precio del aislamiento, la represión, el estancamiento y la caída en estados policiales como intento supremo de disciplinar la avasallante tendencia en las personas de todo nivel educativo y social de incorporarse al nuevo paradigma, apoyado en la economía funcionando sobre bases mundializadas.
¿Nada se puede hacer, entonces, desde lo local? Siempre se puede.
Hemos adelantado nuestra convicción: se pueden hacer cosas, a condición de comprender la naturaleza global del proceso, de tener conciencia de las limitaciones de los recursos con que se cuenta y de determinar con lucidez las prioridades a que se destinarán esos recursos de emergencia, hasta que el mundo recupere su marcha.
La propia actitud norteamericana frente a la crisis es paradigmática. La incertidumbre sobre la dimensión de los recursos “evaporados” hace imposible, aún contando con ilimitada cantidad de recursos, salvar a todos. En consecuencia, el paquete de recursos fiscales solicitado por la Administración al Congreso fue objeto de un profundo debate en el que los legisladores, representantes del pueblo y los Estados, determinaron las prioridades de asignación. No se trata de Ochocientos mil millones de dólares en forma de cheque en blanco: se trata de una definición de urgencias que incluirá la ayuda para mantener la vivienda, reforzar los servicios sociales, ayudar a las actividades económicas más ligadas al empleo y, en suma, construir una especie de “tinglado” para que, ante el derrumbe generalizado de todo, defienda a las personas reales de los daños más lascerantes. Todo eso pueden hacerlo, en última instancia, porque tienen recursos, y a los propios pueden sumar lo recibido de todo el mundo que ha corrido a refugiarse en la seguridad –política, jurídica y militar- que le ofrece la mayor democracia, el mejor estado de derecho y la máxima potencia militar del planeta.
Pretender emular ese plan vendiendo heladeras, planchas y cocinas financiadas a tasas de liquidación con fondos que, no olvidemos, se han incautado como salteadores a los ahorristas privados destrozando el Estado de Derecho y la confianza pública en el Estado, es dilapidar con alegre irresponsabilidad propagandística los escasos recursos públicos que en tres o cuatro meses no tendremos para dar comida a los millones de compatriotas que andarán deambulando por las calles pidiendo o exigiendo pan para sus hijos. Detrás de un ideologismo impostado se esconde la mayor incompetencia y falta de previsión para atender los problemas que vendrán y que se están asomando en forma dramática con la caída en la construcción, el derrumbe en la producción –y venta, y exportación- de automóviles y la creciente desocupación que se puede palpar, ya, en las calles de las principales ciudades argentinas.
En algún tiempo tendremos dramas sociales que hacía tiempo no veíamos; y no tendremos recursos –que se están dilapidando- para enfrentarlos ni capacidad de endeudamiento –que sí tienen los países serios- para conseguirlos. Es difícil imaginar el grado de las conmociones que pueden darse en nuestra sociedad ante una cúpula de gobierno que alquila “fracs” para adornar a los sindicalistas amañados en recepciones diplomáticas, mientras el país se sumerge cada vez más en las consecuencias de los cinco años de latrocinio “K” que viene sufriendo desde el 2003. Nunca, en toda su historia, la Argentina dilapidó tan irresponsablemente condiciones tan beneficiosas para construir su futuro con inteligencia.
En ese lapso, Brasil ahorró Doscientos mil millones de dólares para enfrentar tiempos de vacas flacas. La Argentina del peronismo “K”, con mayores excedentes proporcionales que su vecino, no sólo “se gastó todo” sino que volvió a endeudarse a niveles previos a la crisis del 2001, deuda que provocó el derrumbe que todos recordamos.
Aunque su responsabilidad es superlativa, sería injusto culpar de todo a la inefable pareja gobernante. Fueron acompañados por la mayoría del peronismo, y en el último gran robo, también por la bancada socialista, que –dicho como una digresión desde el dolor de viejos afectos inundados por la frustración- se rasga las vestiduras impugnando “ideológicamente” a un honesto y lúcido dirigente como Ricardo López Murphy mientras olvida su vergonzosa asociación con el hampa kirchnerista para incautar los ahorros previsionales de nueve millones de argentinos, como si se pudiera ser socio de los ladrones y a la vez integrar la comisión de ética de la legión de los honestos. La pareja gobernante no es la única responsable del dislate: también lo son quienes, conociendo más que ellos –por su experiencia de gobierno, por su formación, por sus contactos- sabían a conciencia hacia dónde estaba siendo conducido el país y, pudiendo poner límites y cambiar el rumbo, prefirieron sumarse a los beneficios de la “piñata”.
Ahora, la claque aplaude cómo despilfarran los fondos incautados a los incautos ciudadanos que creyeron en el país. Hasta se siguen juntando para otorgar aplausos de compromiso a las genialidades del devaluado atril, convertido en oficina de venta de cocinas y heladeras. Esperan todos “lo que le toca a cada uno”: créditos “blandos”, envíos de fondos para obras públicas que se pagarán pero nunca se realizarán, subsidios a gobernadores e intendentes alineados... hasta que se termine la caja. Seguramente entonces, los mismos, “descubrirán” la irresponsabilidad que han tenido los K al fogonear la crisis y liquidar las herramientas que cuando se necesiten no estarán. “Los K” serán en ese momento los “chivos emisarios” de los que aparecerán como “sorprendidos” al emerger crudamente la dimensión de la crisis y probablemente –entonces- se “indignen” con el robo previsional y el nuevo endeudamiento.
Es momento de diseñar planes de defensa de los compatriotas más pobres. Organizar en el escaso tiempo que queda un plan alimentario de emergencia sin connotaciones clientelistas, liberar rápidamente la economía de la asfixia extorsiva y la corrupción, diseñar y poner en marcha un programa sanitario que contenga los efectos más fuertes de la pobreza, convocar a ONGs y especialistas para diseñar rápidamente un programa de viviendas económicas que les garantice techo a las familias que lo perderán o no podrán solventar ni siquiera un alquiler misérrimo, prever –nuevamente- que las Escuelas deberán responder a una nueva situación de emergencia... y concurrir con disposición y ánimo abierto a los espacios internacionales donde se generan las medidas globales, no a dictar cátedras desde la soberbia ignorancia del “maestro de Siruela, que no sabía leer, y puso escuela” o reclamar esperpénticos “copyright”, sino a escuchar con humildad a los que saben y tratar que el mundo vuelva a tomarnos en serio.
Debieran reaccionar. No se logrará revertir la crisis global vendiendo heladeras baratas. El propio Obama ha dado el ejemplo, organizando un gabinete con adversarios, convocando a medidas de unidad y ofreciendo la mano tendida hasta a los enemigos de su país que quieran recomenzar el diálogo. Seguir en el rumbo actual puede tener consecuencias terribles. No parece precisamente el momento adecuado para seguir jugando con fuego.
Ricardo Lafferriere
Desde esa convicción, es poco lo que pueda hacerse, como no sea destinar los recursos con que se cuente para paliar los efectos más dramáticos en las personas más afectadas. Ello significa: alimentos, medicamentos y alojamiento, que son las necesidades básicas más lascerantes que deben enfrentar quienes cuentan con pocas reservas de recursos, limitados a la venta de su fuerza de trabajo, que se encontrará sin “compradores” mientras la crisis dure y no se retome la dinámica de crecimiento.
La crisis, por lo demás, es global. No hay en esta calificación ideologismo alguno. El diagnóstico es sostenido por investigadores y sabios del norte y del sur, del Este y del Oeste, del mundo desarrollado y del mundo en desarrollo, de Universidades y de “think tanks” públicos y privados. No se ha escuchado en ese espacio a nadie que realmente interese escuchar, sostener que los diagnósticos sobre la globalidad del problema sean de “agoreros” o de “neoliberales”. Aún reconociendo las limitaciones epistemológicas del conocimiento económico –y social-, ciertos hechos y fenómenos existen, son observables, cuantificables y analizables.
No existen respuestas locales a los problemas globales. Esta es otra afirmación que se ha hecho axioma, con una vigencia creciente a medida que se instala en el planeta el paradigma cosmopolita, al que nadie puede escapar sino al precio del aislamiento, la represión, el estancamiento y la caída en estados policiales como intento supremo de disciplinar la avasallante tendencia en las personas de todo nivel educativo y social de incorporarse al nuevo paradigma, apoyado en la economía funcionando sobre bases mundializadas.
¿Nada se puede hacer, entonces, desde lo local? Siempre se puede.
Hemos adelantado nuestra convicción: se pueden hacer cosas, a condición de comprender la naturaleza global del proceso, de tener conciencia de las limitaciones de los recursos con que se cuenta y de determinar con lucidez las prioridades a que se destinarán esos recursos de emergencia, hasta que el mundo recupere su marcha.
La propia actitud norteamericana frente a la crisis es paradigmática. La incertidumbre sobre la dimensión de los recursos “evaporados” hace imposible, aún contando con ilimitada cantidad de recursos, salvar a todos. En consecuencia, el paquete de recursos fiscales solicitado por la Administración al Congreso fue objeto de un profundo debate en el que los legisladores, representantes del pueblo y los Estados, determinaron las prioridades de asignación. No se trata de Ochocientos mil millones de dólares en forma de cheque en blanco: se trata de una definición de urgencias que incluirá la ayuda para mantener la vivienda, reforzar los servicios sociales, ayudar a las actividades económicas más ligadas al empleo y, en suma, construir una especie de “tinglado” para que, ante el derrumbe generalizado de todo, defienda a las personas reales de los daños más lascerantes. Todo eso pueden hacerlo, en última instancia, porque tienen recursos, y a los propios pueden sumar lo recibido de todo el mundo que ha corrido a refugiarse en la seguridad –política, jurídica y militar- que le ofrece la mayor democracia, el mejor estado de derecho y la máxima potencia militar del planeta.
Pretender emular ese plan vendiendo heladeras, planchas y cocinas financiadas a tasas de liquidación con fondos que, no olvidemos, se han incautado como salteadores a los ahorristas privados destrozando el Estado de Derecho y la confianza pública en el Estado, es dilapidar con alegre irresponsabilidad propagandística los escasos recursos públicos que en tres o cuatro meses no tendremos para dar comida a los millones de compatriotas que andarán deambulando por las calles pidiendo o exigiendo pan para sus hijos. Detrás de un ideologismo impostado se esconde la mayor incompetencia y falta de previsión para atender los problemas que vendrán y que se están asomando en forma dramática con la caída en la construcción, el derrumbe en la producción –y venta, y exportación- de automóviles y la creciente desocupación que se puede palpar, ya, en las calles de las principales ciudades argentinas.
En algún tiempo tendremos dramas sociales que hacía tiempo no veíamos; y no tendremos recursos –que se están dilapidando- para enfrentarlos ni capacidad de endeudamiento –que sí tienen los países serios- para conseguirlos. Es difícil imaginar el grado de las conmociones que pueden darse en nuestra sociedad ante una cúpula de gobierno que alquila “fracs” para adornar a los sindicalistas amañados en recepciones diplomáticas, mientras el país se sumerge cada vez más en las consecuencias de los cinco años de latrocinio “K” que viene sufriendo desde el 2003. Nunca, en toda su historia, la Argentina dilapidó tan irresponsablemente condiciones tan beneficiosas para construir su futuro con inteligencia.
En ese lapso, Brasil ahorró Doscientos mil millones de dólares para enfrentar tiempos de vacas flacas. La Argentina del peronismo “K”, con mayores excedentes proporcionales que su vecino, no sólo “se gastó todo” sino que volvió a endeudarse a niveles previos a la crisis del 2001, deuda que provocó el derrumbe que todos recordamos.
Aunque su responsabilidad es superlativa, sería injusto culpar de todo a la inefable pareja gobernante. Fueron acompañados por la mayoría del peronismo, y en el último gran robo, también por la bancada socialista, que –dicho como una digresión desde el dolor de viejos afectos inundados por la frustración- se rasga las vestiduras impugnando “ideológicamente” a un honesto y lúcido dirigente como Ricardo López Murphy mientras olvida su vergonzosa asociación con el hampa kirchnerista para incautar los ahorros previsionales de nueve millones de argentinos, como si se pudiera ser socio de los ladrones y a la vez integrar la comisión de ética de la legión de los honestos. La pareja gobernante no es la única responsable del dislate: también lo son quienes, conociendo más que ellos –por su experiencia de gobierno, por su formación, por sus contactos- sabían a conciencia hacia dónde estaba siendo conducido el país y, pudiendo poner límites y cambiar el rumbo, prefirieron sumarse a los beneficios de la “piñata”.
Ahora, la claque aplaude cómo despilfarran los fondos incautados a los incautos ciudadanos que creyeron en el país. Hasta se siguen juntando para otorgar aplausos de compromiso a las genialidades del devaluado atril, convertido en oficina de venta de cocinas y heladeras. Esperan todos “lo que le toca a cada uno”: créditos “blandos”, envíos de fondos para obras públicas que se pagarán pero nunca se realizarán, subsidios a gobernadores e intendentes alineados... hasta que se termine la caja. Seguramente entonces, los mismos, “descubrirán” la irresponsabilidad que han tenido los K al fogonear la crisis y liquidar las herramientas que cuando se necesiten no estarán. “Los K” serán en ese momento los “chivos emisarios” de los que aparecerán como “sorprendidos” al emerger crudamente la dimensión de la crisis y probablemente –entonces- se “indignen” con el robo previsional y el nuevo endeudamiento.
Es momento de diseñar planes de defensa de los compatriotas más pobres. Organizar en el escaso tiempo que queda un plan alimentario de emergencia sin connotaciones clientelistas, liberar rápidamente la economía de la asfixia extorsiva y la corrupción, diseñar y poner en marcha un programa sanitario que contenga los efectos más fuertes de la pobreza, convocar a ONGs y especialistas para diseñar rápidamente un programa de viviendas económicas que les garantice techo a las familias que lo perderán o no podrán solventar ni siquiera un alquiler misérrimo, prever –nuevamente- que las Escuelas deberán responder a una nueva situación de emergencia... y concurrir con disposición y ánimo abierto a los espacios internacionales donde se generan las medidas globales, no a dictar cátedras desde la soberbia ignorancia del “maestro de Siruela, que no sabía leer, y puso escuela” o reclamar esperpénticos “copyright”, sino a escuchar con humildad a los que saben y tratar que el mundo vuelva a tomarnos en serio.
Debieran reaccionar. No se logrará revertir la crisis global vendiendo heladeras baratas. El propio Obama ha dado el ejemplo, organizando un gabinete con adversarios, convocando a medidas de unidad y ofreciendo la mano tendida hasta a los enemigos de su país que quieran recomenzar el diálogo. Seguir en el rumbo actual puede tener consecuencias terribles. No parece precisamente el momento adecuado para seguir jugando con fuego.
Ricardo Lafferriere
Por la gracia de Dios
No es el de la Argentina un problema cultural. Mucho menos religioso. Es, crudamente, un problema institucional.
Muchos países, con similares raíces culturales que el nuestro, han organizado su convivencia en forma virtuosa y muestran un envidiable crecimiento no sólo económico, sino integral. Muchos más, con similares creencias religiosas a las de nuestro pueblo, generan admiración por haber encontrado el camino de despegue reduciendo su pobreza, incorporando millones de seres humanos a los beneficios de la sociedad formal y transitando un camino reflexivo de construcción.
No pasa por ahí la raíz de nuestros problemas, sino en la destrucción institucional que comenzamos en 1930 y que no se ha detenido, a pesar de chispazos de reacción, siempre abortados.
La destrucción institucional tiene dos líneas de fractura. Una es comunmente mencionada y se refiere al olvido de la separación de poderes y competencias entre los órganos del Estado, singularmente grave al ser el nuestro un país de raíz federal y en consecuencia haber logrado diseñar en su Constitución un complicado sistema de equilibrios cruzados destinados a resguardar la imbricación virtuosa entre los poderes del Estado nacional y de las autonomías provinciales, por donde pasan la mayoría de las necesidades básicas de los ciudadanos. Las groserías institucionales que rompen ese equilibrio, agravadas hasta el paroxismo por la administración kirchnerista, han minado el consenso constitucional al someter la justicia y el parlamento a la discrecionalidad de una persona que ni siquiera cuenta con legitimidad de origen o del desempeño de un cargo público, pero que se ha convertido en el gran decisor de impuestos y gastos, condenando a quien se le ocurra y beneficiando a quien lo apoye con recursos confiscados en forma arbitraria a millones de compatriotas.
No sólo eso: el diseño de un sistema de coacción a la justicia muestra hoy a magistrados aterrorizados ante cualquier causa que implique investigar al oficialismo, en condiciones de terminar la carrera judicial con procesos amañados administrados por una institución que en los diferentes países en los que existe fue pensada para aumentar la independencia del Poder Judicial, pero ha sido convertida en la Argentina en una especie de Comité de Salud Pública de la Revolución francesa. La gran cantidad de jueces que se excusan en la causa que investiga por corrupción al diputado Kunkel, comisario político del oficialismo en el Consejo de la Magistratura, es la aberrante demostración de ese disciplinamiento, tanto como el cínico comentario del imputado: “Hacen bien en excusarse”. Por mucho menos que esto, el país sufrió las guerras civiles que demoraron en varias décadas su organización institucional.
Pero la otra línea de fractura es muchísimo más grave, porque atraviesa en mayor o menor grado a la mayoría de las fuerzas políticas: es la fractura entre la soberanía de los ciudadanos y las competencias del poder. Esta fractura, cuyo inicio más nítido puede observarse en el golpe de 1930, se apoya en la creencia de que existe un “poder” superior a los ciudadanos, con una presunta legitimidad superior justificada en los “estados de excepción”, que cada gobierno sucesivamente se encargaría de interpretar en diferentes formas alegando también distintas circunstancias y necesidades, y en virtud de la cual podrían imponerse a las personas “sumisiones o supremacías” al margen de las previstas en la carta constitucional, desde la confiscación de sus ahorros hasta la prohibición del comercio, desde la incautación arbitraria de sus bienes hasta la invasión de su privacidad, desde la coacción de su libertad de expresión hasta eliminación lisa y llana de su libertad de elegir.
Y sostenemos su gravedad sustancial porque una vez rota la convicción de que el poder surge de la soberanía de los ciudadanos, la tentación es legitimarlo en construcciones premodernas, étnicas, nacionalistas, ideológicas, integristas, culturales o religiosas. “Los pueblos originarios”, la “patria”, la “revolución”, o el propio “Dios” reemplazan a las personas, en cuanto ciudadanos, de su condición de base fundamental y última del sistema legal y político.
Ambas rupturas son la explicación de la decadencia argentina, que no responde a orientaciones filosóficas, ubicaciones ideológicas o raíces culturales.
Una visión pan-óptica de esta realidad nos mostrará, por supuesto, grisitudes. Hay personas, y fuerzas políticas y sociales “progresistas” y “moderadas”, que extrañan la institucionalidad y sienten una ansiedad casi genética por la vigencia del estado de derecho. Creen en el destino de una Argentina abierta y plural, democrática e integrada al mundo, libre y equilibrada, apoyada en hombres y mujeres dueños de su destino. En el otro extremo, hay personas y fuerzas que se sienten desobligadas totalmente de las instituciones constitucionales, aunque sus representantes hayan jurado “por Dios y los Santos Evangelios” disponer del poder dentro de los límites y formas de la Constitución, llegando en estos tiempos al extremo ya mencionado que no conmueve en lo más mínimo a quienes sostienen el actual –inconstitucional- marco de poder, el que no podría disponer de la discrecionalidad que muestra sin contar con respaldo en el Congreso, en la formación política que lo apaña y en los co-beneficiados de sus incautaciones y caprichos. Pero a fuer de ser honestos, debemos decir que hay también, entre ambos extremos, diferentes gradaciones que se ubican más o menos cerca de la ortodoxia institucional, o más o menos cerca de la justificación del robo y la arbitrariedad.
La Argentina ha ido retornando, desde hace ocho décadas, a la lucha que comenzó con la Revolución de Mayo y que le diera su partida de nacimiento en el concierto internacional: aquélla dirigida a institucionalizar su convivencia en los marcos de la modernidad. Tuvo en estos casi ochenta años avances y retrocesos, sin lograr hasta ahora que su proyecto modernizador fuera respetado por quienes juraron por él, en diferentes etapas de su historia contemporánea. Devaneos seudoideológicos, deformaciones dogmáticas nacionalistas, estructuras populistas y clientelares premodernas, más propias de la Colonia que de la gesta revolucionaria, han tironeado hacia atrás tratando de hacer retroceder el reloj de la historia patria a tiempos oscuros. En este retroceso se asientan, hoy, contradictoriamente, los nuevos desafíos del mundo del tercer milenio.
Su mejor símbolo lo ha dado la propia señora presidenta, al sugerir que su mandato responde a un “designio de Dios” como lo ha expresado días atrás en Villa Dolores, ignorando que el destino de los hombres es el resultado de su propia construcción y que significa un escapismo culpar a Dios de los bienes o males que son de nuestra propia responsabilidad.
Es responsabilidad de los propios argentinos a quién elegimos como nuestros representantes. Es responsabilidad de los representantes cumplir con la normas que juraron respetar. Es responsabilidad de cada persona, de cada ciudadano, expresar con claridad sus convicciones y participar con madurez en la reflexión y decisión sobre el futuro común.
Y es, por último, responsabilidad de todos encarrilar al país nuevamente en el estado de derecho, corrigiendo escrupulosamente las usurpaciones y deformaciones que está sufriendo, no sólo por el arbitrario comportamiento de un sicópata, sino de la canallesca complicidad de muchos que, pudiendo y debiendo detenerlo, prefieren esperar que el destino, o el “designio de Dios” corrija lo que está, ineludiblemente, en la responsabilidad secular.
Dios, para quienes creen en él y en él se inspiran, se encargará en el otro mundo de acercar su gracia, premiar y castigar a quién lo merezca. Mientras tanto, señora, sería bueno que recuerde que usted está allí porque los ciudadanos –y no Dios- la votaron para que ejerza su rol –a usted, y a nadie más que usted-, detro de las normas y con los límites claros que establece la Constitución y las leyes. Y que si no lo hace, de su falta o incapacidad no será responsable Dios, sino usted misma y quienes se lo permiten, y por ello deberán responder de lo que hacen ante los tribunales seculares mucho antes de tener que enfrentar el juicio trascendente.
Ricardo Lafferriere
Muchos países, con similares raíces culturales que el nuestro, han organizado su convivencia en forma virtuosa y muestran un envidiable crecimiento no sólo económico, sino integral. Muchos más, con similares creencias religiosas a las de nuestro pueblo, generan admiración por haber encontrado el camino de despegue reduciendo su pobreza, incorporando millones de seres humanos a los beneficios de la sociedad formal y transitando un camino reflexivo de construcción.
No pasa por ahí la raíz de nuestros problemas, sino en la destrucción institucional que comenzamos en 1930 y que no se ha detenido, a pesar de chispazos de reacción, siempre abortados.
La destrucción institucional tiene dos líneas de fractura. Una es comunmente mencionada y se refiere al olvido de la separación de poderes y competencias entre los órganos del Estado, singularmente grave al ser el nuestro un país de raíz federal y en consecuencia haber logrado diseñar en su Constitución un complicado sistema de equilibrios cruzados destinados a resguardar la imbricación virtuosa entre los poderes del Estado nacional y de las autonomías provinciales, por donde pasan la mayoría de las necesidades básicas de los ciudadanos. Las groserías institucionales que rompen ese equilibrio, agravadas hasta el paroxismo por la administración kirchnerista, han minado el consenso constitucional al someter la justicia y el parlamento a la discrecionalidad de una persona que ni siquiera cuenta con legitimidad de origen o del desempeño de un cargo público, pero que se ha convertido en el gran decisor de impuestos y gastos, condenando a quien se le ocurra y beneficiando a quien lo apoye con recursos confiscados en forma arbitraria a millones de compatriotas.
No sólo eso: el diseño de un sistema de coacción a la justicia muestra hoy a magistrados aterrorizados ante cualquier causa que implique investigar al oficialismo, en condiciones de terminar la carrera judicial con procesos amañados administrados por una institución que en los diferentes países en los que existe fue pensada para aumentar la independencia del Poder Judicial, pero ha sido convertida en la Argentina en una especie de Comité de Salud Pública de la Revolución francesa. La gran cantidad de jueces que se excusan en la causa que investiga por corrupción al diputado Kunkel, comisario político del oficialismo en el Consejo de la Magistratura, es la aberrante demostración de ese disciplinamiento, tanto como el cínico comentario del imputado: “Hacen bien en excusarse”. Por mucho menos que esto, el país sufrió las guerras civiles que demoraron en varias décadas su organización institucional.
Pero la otra línea de fractura es muchísimo más grave, porque atraviesa en mayor o menor grado a la mayoría de las fuerzas políticas: es la fractura entre la soberanía de los ciudadanos y las competencias del poder. Esta fractura, cuyo inicio más nítido puede observarse en el golpe de 1930, se apoya en la creencia de que existe un “poder” superior a los ciudadanos, con una presunta legitimidad superior justificada en los “estados de excepción”, que cada gobierno sucesivamente se encargaría de interpretar en diferentes formas alegando también distintas circunstancias y necesidades, y en virtud de la cual podrían imponerse a las personas “sumisiones o supremacías” al margen de las previstas en la carta constitucional, desde la confiscación de sus ahorros hasta la prohibición del comercio, desde la incautación arbitraria de sus bienes hasta la invasión de su privacidad, desde la coacción de su libertad de expresión hasta eliminación lisa y llana de su libertad de elegir.
Y sostenemos su gravedad sustancial porque una vez rota la convicción de que el poder surge de la soberanía de los ciudadanos, la tentación es legitimarlo en construcciones premodernas, étnicas, nacionalistas, ideológicas, integristas, culturales o religiosas. “Los pueblos originarios”, la “patria”, la “revolución”, o el propio “Dios” reemplazan a las personas, en cuanto ciudadanos, de su condición de base fundamental y última del sistema legal y político.
Ambas rupturas son la explicación de la decadencia argentina, que no responde a orientaciones filosóficas, ubicaciones ideológicas o raíces culturales.
Una visión pan-óptica de esta realidad nos mostrará, por supuesto, grisitudes. Hay personas, y fuerzas políticas y sociales “progresistas” y “moderadas”, que extrañan la institucionalidad y sienten una ansiedad casi genética por la vigencia del estado de derecho. Creen en el destino de una Argentina abierta y plural, democrática e integrada al mundo, libre y equilibrada, apoyada en hombres y mujeres dueños de su destino. En el otro extremo, hay personas y fuerzas que se sienten desobligadas totalmente de las instituciones constitucionales, aunque sus representantes hayan jurado “por Dios y los Santos Evangelios” disponer del poder dentro de los límites y formas de la Constitución, llegando en estos tiempos al extremo ya mencionado que no conmueve en lo más mínimo a quienes sostienen el actual –inconstitucional- marco de poder, el que no podría disponer de la discrecionalidad que muestra sin contar con respaldo en el Congreso, en la formación política que lo apaña y en los co-beneficiados de sus incautaciones y caprichos. Pero a fuer de ser honestos, debemos decir que hay también, entre ambos extremos, diferentes gradaciones que se ubican más o menos cerca de la ortodoxia institucional, o más o menos cerca de la justificación del robo y la arbitrariedad.
La Argentina ha ido retornando, desde hace ocho décadas, a la lucha que comenzó con la Revolución de Mayo y que le diera su partida de nacimiento en el concierto internacional: aquélla dirigida a institucionalizar su convivencia en los marcos de la modernidad. Tuvo en estos casi ochenta años avances y retrocesos, sin lograr hasta ahora que su proyecto modernizador fuera respetado por quienes juraron por él, en diferentes etapas de su historia contemporánea. Devaneos seudoideológicos, deformaciones dogmáticas nacionalistas, estructuras populistas y clientelares premodernas, más propias de la Colonia que de la gesta revolucionaria, han tironeado hacia atrás tratando de hacer retroceder el reloj de la historia patria a tiempos oscuros. En este retroceso se asientan, hoy, contradictoriamente, los nuevos desafíos del mundo del tercer milenio.
Su mejor símbolo lo ha dado la propia señora presidenta, al sugerir que su mandato responde a un “designio de Dios” como lo ha expresado días atrás en Villa Dolores, ignorando que el destino de los hombres es el resultado de su propia construcción y que significa un escapismo culpar a Dios de los bienes o males que son de nuestra propia responsabilidad.
Es responsabilidad de los propios argentinos a quién elegimos como nuestros representantes. Es responsabilidad de los representantes cumplir con la normas que juraron respetar. Es responsabilidad de cada persona, de cada ciudadano, expresar con claridad sus convicciones y participar con madurez en la reflexión y decisión sobre el futuro común.
Y es, por último, responsabilidad de todos encarrilar al país nuevamente en el estado de derecho, corrigiendo escrupulosamente las usurpaciones y deformaciones que está sufriendo, no sólo por el arbitrario comportamiento de un sicópata, sino de la canallesca complicidad de muchos que, pudiendo y debiendo detenerlo, prefieren esperar que el destino, o el “designio de Dios” corrija lo que está, ineludiblemente, en la responsabilidad secular.
Dios, para quienes creen en él y en él se inspiran, se encargará en el otro mundo de acercar su gracia, premiar y castigar a quién lo merezca. Mientras tanto, señora, sería bueno que recuerde que usted está allí porque los ciudadanos –y no Dios- la votaron para que ejerza su rol –a usted, y a nadie más que usted-, detro de las normas y con los límites claros que establece la Constitución y las leyes. Y que si no lo hace, de su falta o incapacidad no será responsable Dios, sino usted misma y quienes se lo permiten, y por ello deberán responder de lo que hacen ante los tribunales seculares mucho antes de tener que enfrentar el juicio trascendente.
Ricardo Lafferriere
viernes, 30 de enero de 2009
La alegría de Cristina
Poco más de un año atrás, en ocasión de una de las inefables cátedras desde el atril de la recientemente electa presidenta de la Nación, nos preocupábamos desde esta columna con la advertencia que daba título a un artículo: “Cristina atrása, el país se descalabra, Kirchner acumula”. No se había presentado aún el dislate de la Resolución 125, pero ya el relato presidencial, a pesar de no haber confesado aún que no conocía la fórmula del agua, mostraba serios errores de conocimiento y de diagnóstico que nos conducían aceleradamente a una nueva crisis.
Una foto actual del estado del país, “vis a vis” con una igual de hace un año, nos muestra la triste confirmación del diagnóstico, que si bien era visualizable ya con las robustas exportaciones agropecuarias logradas a pesar de los Kirchner, se hizo patético una vez desatada la crisis internacional que está golpeando a todo el planeta y ya se anuncia con la ralentización de China, cuyo potencial comprador de “commodities” es siempre la última esperanza frente a los males nacionales.
En un posterior análisis, realizado hace seis meses, sobre los efectos de crisis en el balance global, arriesgábamos la opinión de que una vez pasados los efectos de la crisis, el mundo retomaría su marcha con un fortalecimiento de la posición relativa de los Estados Unidos. El razonamiento no descubría la pólvora: partía del supuesto de que la eonomía real de bienes y servicios de todo el planeta no ha sufrido ninguna catástrofe astrofísica ni geoloógica. Al igual que ocurrió –en nuestra pequeña dimensión- con la crisis argentina del 2001, los campos, las fábricas, las infraestructuras, la energía, las comunicaciones, permanecían intactas. Cuando recuperaran la liquidez necesaria, el campo volvería a producir, las fábricas pondrían en marcha sus motores, los bancos retornarían con sus préstamos y todo comenzaría a marchar nuevamente. Ni siquiera la gestión K lograría detenerla y a pesar del sabotaje constante realizado a la producción con sus crecientes incautaciones de riqueza y su corrupción ramplona, el país retomó su senda ascendente. Así ocurrirá con el mundo.
¿Por qué será Estados Unidos la locomotora el nuevo arranque? Tampoco hay que descubrir la pólvora: es el país que ha sido elegido por todos (europeos y chinos, japoneses y rusos, latinoamericanos y africanos) como el reservorio mundial de la liquidez. Si hay un Estado en condiciones de financiar la nueva marcha de la economía, una vez que ésta toque fondo, es el estado norteamericano. Desbordante de recursos que han dejado en sus arcas los angustiados demandantes de bonos del Tesoro en todo el planeta, será su decisión política dónde volver a poner liquidez, a quién prestarle, a quién venderle, a quién comprarle, a quién favorecer y a quién castigar.
¿Por qué alegrarse, entonces, de que el discurso de Obama incluya la afirmación de que el mercado ha fallado y que en consecuencia el Estado debe intervenir? La frase del nuevo presidente norteamericano –junto a otras que anuncian una etapa interesante en los años que vienen, como la puesta en valor de la democracia, palabra que no se escucha en los discursos presidenciales argentinos desde 2003- para generar alegría, debería hacerse coherente con una decisión internacional de acercamiento maduro, prudente pero firme, con el país que decidirá en el corto plazo la suerte del mundo. Si es cierto que ahora el papel del Estado será más importante, es más importante que nunca acercarse a ese Estado –rol que el kirchnerismo conoce de memoria...- para intentar articular nuestros esfuerzos con las decisiones que se tomen para salir de la crisis. En otras palabras, “estar adentro”, no segregado.
Alegrarse porque el Estado norteamericano –el que arbitrará la salida de la crisis- podrá tomar en sus manos la gestión del mercado y a la vez destacarlo desde un viaje frívolo y vergonzante con los autócratas caribeños, ubicados en las antípodas de ese Estado, es cualquier cosa, menos coherente. Además de colisionar con los principios elementales de la diplomacia que aconsejan no hacer comentarios sobre terceros países o gobiernos desde el exterior del propio, tema éste que sabemos que no forma parte –como muchos otros- del capital intelectual de la pareja reinante. Lo que no sería nada grave, si tuviera la humildad de consultar a los que saben: nadie es especialista en todo ni tiene la obligación de serlo.
No se entiende la alegría de Cristina. Ha renunciado a sus principios de defensa de los derechos humanos a cambio de una foto desopilante para el álbum familiar presentada con un no menos desopilante comunicado del anciano dictador sobre la reunión, ha mancillado el honor de la Argentina al abandonar una causa que su propio marido había priorizado, como es la libertad de la Dra. Hilda Molina, ha aceptado la vergonzosa prohibición de reunirse con los opositores cubanos (¿se imagina la señora presidenta cómo hubiera reaccionado ella misma si el ex presidente Bush le hubiera prohibido reunirse con demócratas cuando viajó a Estados Unidos?); se prestó a una ridícula comedia de enredos con la agenda y la entrega de “la foto” que distribuyó profusamente como un trofeo de caza mayor desde la red de prensa presidencial; no consiguió ningún acuerdo para cobrar los más de dos mil millones de dólares que el régimen cubano nos debe desde hace casi tres décadas, reforzó su alineamiento con lo peor del Continente y marcó una vez más la inconsistencia e inconfiabilidad de la Argentina y de la política exterior de su gobierno en un momento en que el mundo comienza una nueva etapa.
En el país, mientras tanto, secuestros y asesinatos proliferan hasta formar parte del paisaje; el –otro inefable- administrador de la ANSES sigue dilapidando los recursos que confiscaron a los ahorristas previsionales en aventuras financieras esperpénticas y sin antecedentes en el mundo, como financiar el canje de autos y heladeras a tasas negativas con fondos previsionales, mientras retrasa el pago a los jubilados en una quincena e incumple sentencias judiciales con años de antigüedad; sus funcionarios están bloqueados para tomar decisiones mientras el principal activo productivo del país marcha al quebranto generalizado golpeado por la crisis internacional, la propia plaga kirchnerista y ahora, la sequía; los despidos crecen diariamente; las fábricas reducen abruptamente su ritmo de producción y los negocios están vacíos.
Su marido, mientras tanto, titular formal del peronismo adueñado de Olivos ilegalmente, da directivas a los ministros –que éstos obedecen como corderitos- de cómo repartir la caja discrecional de los fondos públicos robados a los ahorristas entre los intendentes y gobernadores amigos. Y el patrimonio personal de la familia trasciende ahora al petróleo, la pesca, el juego y las obras públicas para expandirse más en el rubro turístico con el agregado de otro hotel de cuatro estrellas en el Calafate, según dicen informaciones periodísticas no desmentidas, conformando un virtual monopolio en su pago chico del turismo de alto nivel.
Todo sigue igual.
Cristina atrasa. El país se descalabra. Kirchner acumula.
Lo que está bastante más colmada es la capacidad de tolerancia de los argentinos.
A pesar de la alegría de Cristina.
Ricardo Lafferriere
Una foto actual del estado del país, “vis a vis” con una igual de hace un año, nos muestra la triste confirmación del diagnóstico, que si bien era visualizable ya con las robustas exportaciones agropecuarias logradas a pesar de los Kirchner, se hizo patético una vez desatada la crisis internacional que está golpeando a todo el planeta y ya se anuncia con la ralentización de China, cuyo potencial comprador de “commodities” es siempre la última esperanza frente a los males nacionales.
En un posterior análisis, realizado hace seis meses, sobre los efectos de crisis en el balance global, arriesgábamos la opinión de que una vez pasados los efectos de la crisis, el mundo retomaría su marcha con un fortalecimiento de la posición relativa de los Estados Unidos. El razonamiento no descubría la pólvora: partía del supuesto de que la eonomía real de bienes y servicios de todo el planeta no ha sufrido ninguna catástrofe astrofísica ni geoloógica. Al igual que ocurrió –en nuestra pequeña dimensión- con la crisis argentina del 2001, los campos, las fábricas, las infraestructuras, la energía, las comunicaciones, permanecían intactas. Cuando recuperaran la liquidez necesaria, el campo volvería a producir, las fábricas pondrían en marcha sus motores, los bancos retornarían con sus préstamos y todo comenzaría a marchar nuevamente. Ni siquiera la gestión K lograría detenerla y a pesar del sabotaje constante realizado a la producción con sus crecientes incautaciones de riqueza y su corrupción ramplona, el país retomó su senda ascendente. Así ocurrirá con el mundo.
¿Por qué será Estados Unidos la locomotora el nuevo arranque? Tampoco hay que descubrir la pólvora: es el país que ha sido elegido por todos (europeos y chinos, japoneses y rusos, latinoamericanos y africanos) como el reservorio mundial de la liquidez. Si hay un Estado en condiciones de financiar la nueva marcha de la economía, una vez que ésta toque fondo, es el estado norteamericano. Desbordante de recursos que han dejado en sus arcas los angustiados demandantes de bonos del Tesoro en todo el planeta, será su decisión política dónde volver a poner liquidez, a quién prestarle, a quién venderle, a quién comprarle, a quién favorecer y a quién castigar.
¿Por qué alegrarse, entonces, de que el discurso de Obama incluya la afirmación de que el mercado ha fallado y que en consecuencia el Estado debe intervenir? La frase del nuevo presidente norteamericano –junto a otras que anuncian una etapa interesante en los años que vienen, como la puesta en valor de la democracia, palabra que no se escucha en los discursos presidenciales argentinos desde 2003- para generar alegría, debería hacerse coherente con una decisión internacional de acercamiento maduro, prudente pero firme, con el país que decidirá en el corto plazo la suerte del mundo. Si es cierto que ahora el papel del Estado será más importante, es más importante que nunca acercarse a ese Estado –rol que el kirchnerismo conoce de memoria...- para intentar articular nuestros esfuerzos con las decisiones que se tomen para salir de la crisis. En otras palabras, “estar adentro”, no segregado.
Alegrarse porque el Estado norteamericano –el que arbitrará la salida de la crisis- podrá tomar en sus manos la gestión del mercado y a la vez destacarlo desde un viaje frívolo y vergonzante con los autócratas caribeños, ubicados en las antípodas de ese Estado, es cualquier cosa, menos coherente. Además de colisionar con los principios elementales de la diplomacia que aconsejan no hacer comentarios sobre terceros países o gobiernos desde el exterior del propio, tema éste que sabemos que no forma parte –como muchos otros- del capital intelectual de la pareja reinante. Lo que no sería nada grave, si tuviera la humildad de consultar a los que saben: nadie es especialista en todo ni tiene la obligación de serlo.
No se entiende la alegría de Cristina. Ha renunciado a sus principios de defensa de los derechos humanos a cambio de una foto desopilante para el álbum familiar presentada con un no menos desopilante comunicado del anciano dictador sobre la reunión, ha mancillado el honor de la Argentina al abandonar una causa que su propio marido había priorizado, como es la libertad de la Dra. Hilda Molina, ha aceptado la vergonzosa prohibición de reunirse con los opositores cubanos (¿se imagina la señora presidenta cómo hubiera reaccionado ella misma si el ex presidente Bush le hubiera prohibido reunirse con demócratas cuando viajó a Estados Unidos?); se prestó a una ridícula comedia de enredos con la agenda y la entrega de “la foto” que distribuyó profusamente como un trofeo de caza mayor desde la red de prensa presidencial; no consiguió ningún acuerdo para cobrar los más de dos mil millones de dólares que el régimen cubano nos debe desde hace casi tres décadas, reforzó su alineamiento con lo peor del Continente y marcó una vez más la inconsistencia e inconfiabilidad de la Argentina y de la política exterior de su gobierno en un momento en que el mundo comienza una nueva etapa.
En el país, mientras tanto, secuestros y asesinatos proliferan hasta formar parte del paisaje; el –otro inefable- administrador de la ANSES sigue dilapidando los recursos que confiscaron a los ahorristas previsionales en aventuras financieras esperpénticas y sin antecedentes en el mundo, como financiar el canje de autos y heladeras a tasas negativas con fondos previsionales, mientras retrasa el pago a los jubilados en una quincena e incumple sentencias judiciales con años de antigüedad; sus funcionarios están bloqueados para tomar decisiones mientras el principal activo productivo del país marcha al quebranto generalizado golpeado por la crisis internacional, la propia plaga kirchnerista y ahora, la sequía; los despidos crecen diariamente; las fábricas reducen abruptamente su ritmo de producción y los negocios están vacíos.
Su marido, mientras tanto, titular formal del peronismo adueñado de Olivos ilegalmente, da directivas a los ministros –que éstos obedecen como corderitos- de cómo repartir la caja discrecional de los fondos públicos robados a los ahorristas entre los intendentes y gobernadores amigos. Y el patrimonio personal de la familia trasciende ahora al petróleo, la pesca, el juego y las obras públicas para expandirse más en el rubro turístico con el agregado de otro hotel de cuatro estrellas en el Calafate, según dicen informaciones periodísticas no desmentidas, conformando un virtual monopolio en su pago chico del turismo de alto nivel.
Todo sigue igual.
Cristina atrasa. El país se descalabra. Kirchner acumula.
Lo que está bastante más colmada es la capacidad de tolerancia de los argentinos.
A pesar de la alegría de Cristina.
Ricardo Lafferriere
“Éstos no son los gallegos. Éstos son Obama....”
Curiosa desaparición, la del “affaire” Transportadora General del Norte (TGN) de los medios de comunicación....
Como se recordará, hace aproximadamente un mes, el gobierno decidió “intervenir” la empresa transportadora de gas, que había recurrido a la justicia con la decisión de declarar su default por sufrir lo que la mayoría de las empresas privatizadas durante la gestión del ex presidente Menem (peronista, igual que Kirchner) han soportado durante el quinquenio kirchnerista: un ahogo tarifario unido a obligaciones de inversión y prestación de servicios en un marco cambiario y de precios relativos totalmente diferente al existente.
El mecanismo de extorsión, usual durante el kirchnerismo, le dio frutos suficientes hasta la fecha. Fue por este procedimiento que lograron apropiarse del 20 % de YPF, de varias empresas de servicios y hasta empujar a Aerolíneas Argentinas hasta el borde del abismo, logrando adueñarse de la empresa sin poner ni un centavo, esta vez con la complicidad de diputados y senadores peronistas y la camarilla sindical. Aunque realizado por un grupo político en ejercicio de un poder absoluto, este mecanismo reiterado de extorsión provocó el cambio de manos de las principales empresas del país y ha generado un capitalismo negro de amigos del poder que ha convertido a Nestor Kirchner en un magnate del petróleo, del turismo, de la pesca, de los juegos de azar, de las obras públicas y últimamente también del transporte aerocomercial. En su patrimonio personal, ha sido el presidente argentino de mayor capital en toda la historia del país –primer record- y el que incrementó su patrimonio en mayor porcentaje también en toda la historia de la Argentina independiente. A pesar de decirse “progresista” y “de izquierda”, curiosas etiquetas con las que consigue la fácil absolución de quienes hasta llegan admirarlo por su audacia.
TGN tranporta gas desde los yacimientos del norte hacia la Capital Federal. Entre sus dueños está el grupo Techint, socio de todos los gobiernos, con el que el kirchnerismo realizó importantes negocios que incluyeron hasta su ampliación en Venezuela, donde la empresa hizo importantes inversiones hasta que el autócrata caribeño decidió ponerle fin apropiándose de su acería, desmintiendo el viejo aforismo “entre bueyes no hay cornadas”.
La declaración de default de TGN enfureció a Néstor Kirchner, que ordenó un operativo de presión que incluyó una insólita denuncia penal, alegando que el acta de directorio que decidió el default se había confeccionado al día siguiente de la reunión. El sainete de enredos se complicó aún más al conocerse que el default había sido adelantado al Ministro de Infraestructura, quien lo habría alentado como una forma de justificar la intervención del Estado, actualizar la tarifa y comenzar las negociaciones de práctica –obviamente, para apropiarse de parte de la empresa-.
TGN desapareció de los medios apenas el dueño de Techint regresó al país de un viaje al exterior. El conflicto pareciera haberse encarrilado en negociaciones que, al estilo vigente, son secretas aunque se traten de negocios públicos. Lo usual en estos casos lo conocen bien “los gallegos”: autorización de aumentos de tarifas a cambio de entregar una parte del paquete accionario al “grupo K”.
Poco tiempo antes, el mismo camino había seguido EDELAP. La empresa, propiedad de la norteamericana AES, había vendido parte de su deuda a su controlante, pero sin liberarse de su carga financiera. El hecho produjo una citación al propio Embajador norteamericano, el que con la firmeza que le permite el país que representa y sin inmutarse contestó que absolutamente todos los procedimientos contables de la empresa respondían a las normas vigentes. Lo que pareció una revancha del gobierno al tratarse de la empresa que contribuyó con pruebas decisivas para el descubrimiento de los sobreprecios pagados por SKANKA, que alcanzara a destacados funcionarios kircheristas, también desapareció de los diarios luego de firmarse un acta en el que tanto la empresa como el gobierno se comprometieron a “solucionar los inconvenientes” (¿?), curiosa derivación del posible delito imputado en un país en el que, en teoría, rige el Estado de Derecho y la separación de poderes. ¿Qué había ocurrido? El encargado de dar una pista sobre los motivos fue el Sr. Roberto Baratta, mano derecha del Ministro Julio De Vido. Según informaciones periodísticas no desmentidas, le explicó a un dirigente del peronismo, con ramplona simpleza: “Con AES no podemos seguir apretando. Estos no son los gallegos. Estos son Obama”, sintetizando en una frase la filosofía del poder “K” en la Argentina: a los españoles se les puede sacar cualquier cosa, porque total al final lo arreglamos con Zapatero. Distinto es a los norteamericanos. Con esos no se juega... mucho menos luego de conocerse que AES había sido fuerte aportante a la campaña del nuevo presidente.
Así están las cosas en la Argentina K. Mientras tanto, la presidenta está por viajar nuevamente a España, donde ya se anuncia que será recibida por el presidente del gobierno. Por las dudas, las empresas españolas en Argentina deberían en estos días, por precaución, cerrar con cuatro llaves sus cofres, vaciar sus cuentas y no dejar nada sin custodia. Hasta ahora, cada viaje de alguno de los esposos Kirchner a España ha sido para recibir la absolución del gobierno “de los gallegos” por alguna fechoría sufrida por sus empresas de parte de la irresistible cleptomanía “K”.
Como en los cuentos de argentinos contados en Galicia. Como en los cuentos de gallegos contados en Argentina.
Ricardo Lafferriere
Como se recordará, hace aproximadamente un mes, el gobierno decidió “intervenir” la empresa transportadora de gas, que había recurrido a la justicia con la decisión de declarar su default por sufrir lo que la mayoría de las empresas privatizadas durante la gestión del ex presidente Menem (peronista, igual que Kirchner) han soportado durante el quinquenio kirchnerista: un ahogo tarifario unido a obligaciones de inversión y prestación de servicios en un marco cambiario y de precios relativos totalmente diferente al existente.
El mecanismo de extorsión, usual durante el kirchnerismo, le dio frutos suficientes hasta la fecha. Fue por este procedimiento que lograron apropiarse del 20 % de YPF, de varias empresas de servicios y hasta empujar a Aerolíneas Argentinas hasta el borde del abismo, logrando adueñarse de la empresa sin poner ni un centavo, esta vez con la complicidad de diputados y senadores peronistas y la camarilla sindical. Aunque realizado por un grupo político en ejercicio de un poder absoluto, este mecanismo reiterado de extorsión provocó el cambio de manos de las principales empresas del país y ha generado un capitalismo negro de amigos del poder que ha convertido a Nestor Kirchner en un magnate del petróleo, del turismo, de la pesca, de los juegos de azar, de las obras públicas y últimamente también del transporte aerocomercial. En su patrimonio personal, ha sido el presidente argentino de mayor capital en toda la historia del país –primer record- y el que incrementó su patrimonio en mayor porcentaje también en toda la historia de la Argentina independiente. A pesar de decirse “progresista” y “de izquierda”, curiosas etiquetas con las que consigue la fácil absolución de quienes hasta llegan admirarlo por su audacia.
TGN tranporta gas desde los yacimientos del norte hacia la Capital Federal. Entre sus dueños está el grupo Techint, socio de todos los gobiernos, con el que el kirchnerismo realizó importantes negocios que incluyeron hasta su ampliación en Venezuela, donde la empresa hizo importantes inversiones hasta que el autócrata caribeño decidió ponerle fin apropiándose de su acería, desmintiendo el viejo aforismo “entre bueyes no hay cornadas”.
La declaración de default de TGN enfureció a Néstor Kirchner, que ordenó un operativo de presión que incluyó una insólita denuncia penal, alegando que el acta de directorio que decidió el default se había confeccionado al día siguiente de la reunión. El sainete de enredos se complicó aún más al conocerse que el default había sido adelantado al Ministro de Infraestructura, quien lo habría alentado como una forma de justificar la intervención del Estado, actualizar la tarifa y comenzar las negociaciones de práctica –obviamente, para apropiarse de parte de la empresa-.
TGN desapareció de los medios apenas el dueño de Techint regresó al país de un viaje al exterior. El conflicto pareciera haberse encarrilado en negociaciones que, al estilo vigente, son secretas aunque se traten de negocios públicos. Lo usual en estos casos lo conocen bien “los gallegos”: autorización de aumentos de tarifas a cambio de entregar una parte del paquete accionario al “grupo K”.
Poco tiempo antes, el mismo camino había seguido EDELAP. La empresa, propiedad de la norteamericana AES, había vendido parte de su deuda a su controlante, pero sin liberarse de su carga financiera. El hecho produjo una citación al propio Embajador norteamericano, el que con la firmeza que le permite el país que representa y sin inmutarse contestó que absolutamente todos los procedimientos contables de la empresa respondían a las normas vigentes. Lo que pareció una revancha del gobierno al tratarse de la empresa que contribuyó con pruebas decisivas para el descubrimiento de los sobreprecios pagados por SKANKA, que alcanzara a destacados funcionarios kircheristas, también desapareció de los diarios luego de firmarse un acta en el que tanto la empresa como el gobierno se comprometieron a “solucionar los inconvenientes” (¿?), curiosa derivación del posible delito imputado en un país en el que, en teoría, rige el Estado de Derecho y la separación de poderes. ¿Qué había ocurrido? El encargado de dar una pista sobre los motivos fue el Sr. Roberto Baratta, mano derecha del Ministro Julio De Vido. Según informaciones periodísticas no desmentidas, le explicó a un dirigente del peronismo, con ramplona simpleza: “Con AES no podemos seguir apretando. Estos no son los gallegos. Estos son Obama”, sintetizando en una frase la filosofía del poder “K” en la Argentina: a los españoles se les puede sacar cualquier cosa, porque total al final lo arreglamos con Zapatero. Distinto es a los norteamericanos. Con esos no se juega... mucho menos luego de conocerse que AES había sido fuerte aportante a la campaña del nuevo presidente.
Así están las cosas en la Argentina K. Mientras tanto, la presidenta está por viajar nuevamente a España, donde ya se anuncia que será recibida por el presidente del gobierno. Por las dudas, las empresas españolas en Argentina deberían en estos días, por precaución, cerrar con cuatro llaves sus cofres, vaciar sus cuentas y no dejar nada sin custodia. Hasta ahora, cada viaje de alguno de los esposos Kirchner a España ha sido para recibir la absolución del gobierno “de los gallegos” por alguna fechoría sufrida por sus empresas de parte de la irresistible cleptomanía “K”.
Como en los cuentos de argentinos contados en Galicia. Como en los cuentos de gallegos contados en Argentina.
Ricardo Lafferriere
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