El problema es global. Así deben ser las soluciones. No sólo de la crisis económica, sino del deterioro ambiental, las redes delictivas, la inclusión social, la inseguridad global y local. Pero –Beck, una vez más-, habiendo finalizado “lo obvio”, es decir las viejas certezas que ya no explican nada, es necesario definir el nuevo comienzo, tanto en los objetivos como en las alianzas. Ellas deben integrar las características del nuevo paradigma cosmopolita, asumirlo en plenitud, detectar sus mecanismos de acumulación, reproducción, rentabilidad y distribución y diseñar alianzas ad-hoc para cada objetivo.
En otra obra he sugerido el diseño de una integración “multidimensional” –concepto sobre el que reflexionamos hace más de una década con el Lic. Ricardo Campero, referida entonces al mercado virtual y de bienes culturales, pero aplicable a este razonamiento-. La multidimensionalidad de la integración implica asumir la complejidad del cosmopolitismo glo-cal, la toma de conciencia de las potencialidades propias, la flexibilidad para el establecimiento de alianzas sectoriales y la priorización del espacio territorial nacional –el único en el que el Estado Nacional tiene competencia más directa- como marco de acción, aún asumiendo su cosmopolitización desde un enfoque positivo y creativo.
Este enfoque implica imaginar una geometría variable de redes en cuyo nodo se ubique la acción del país y del Estado. Las políticas públicas internas, que surgirán de un estricto funcionamiento institucional y democrático, coincidirán como una más de las dimensiones de acción, junto a otras seis que actuarán en la imbricación virtuosa del país en el mundo cosmopolita y del comportamiento de los propios ciudadanos, con independencia del Estado.
La multimensionalidad de la integración ayuda a definir ejes políticos para la nueva etapa. Supone seis dimensiones principales que se agregan, como está dicho, a las políticas hacia el interior: la integración regional-territorial, la integración comercial-financiera, la integración virtual, la integración científico técnica, la integración en la defensa y la integración política-jurídica.
La primera integración
La integración regional-territorial tiene, como lo dice su nombre, su espacio de acción en la región e implica el diseño de una adecuada inserción de las corrientes de comercio, inversión, migraciones, energía, transportes, comunicaciones, en el bloque más cercano. Su espacio de reflexión y praxis es la región y centralmente, la infraestructura. Traído a la Argentina, implica el diseño y la ejecución de la infraestructura regional que facilite el comercio y el desplazamiento con los países vecinos: completar los pasos trasandinos, construir la autopista mesopotámica y aún la atlántica, si el Uruguay la demandara con fuerza; integrar los sistemas eléctricos, la red de gasoductos y de oleoductos, facilitar el desarrollo de redes de comunicaciones permanentemente actualizadas en la frontera del desarrollo tecnológico, realizar la canalización del Bermejo, desarrollar y mantener operativa la hidrovía, diseñar y ejecutar una red ferroviaria regional que integre la Argentina con el Brasil, Chile, Bolivia-Perú y Paraguay. Los interlocutores primarios de esta integración son, por definición, los países vecinos y cercanos y en especial Brasil, cuya condición de integrante del grupo de las grandes economías emergentes genera un interés especial para la economía argentina, tanto como destino de su producción como por su imbricación con numerosas cadenas productivas, entre las cuales se encuentra nada menos que la automotriz.
La segunda integración
La integración económica-comercial-financiera tiene como objetivo la mejor imbricación del espacio económico nacional con el espacio cosmopolita, aprovechando sus potencialidades y generando en el territorio los mejores eslabones posibles de las cadenas de valor en los que intervengan compatriotas –sea como sea que en última instancia se definan éstos- dentro de la lógica funcional del nuevo paradigma. En el plano público, la Argentina debe participar en las negociaciones económicas globales activamente, con clara conciencia de los intereses defendidos y los propósitos buscados. Los escenarios globales –como la Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional- y regionales –como la ALADI y su propio derivado, el Mercosur, así como los organismos financieros regionales- deben ser espacios de praxis prioritarios, pero sin descuidar las negociaciones bilaterales con las economías con las que el espacio nacional pueda imbricarse en forma virtuosa. No sólo los grandes mercados emergentes –como China, India, Malasia, Vietnam y otras naciones del SE asiático, sino los países africanos más avanzados, a punto de iniciar su ingreso al mundo global, como Sudáfrica-. En el plano privado, explorar la mejor participación en las cadenas productivas globales, el relacionamiento con los flujos de comercio e inversión, la localización de etapas generadoras de valor lo más cercanas posibles a los eslabones más rentables, el aprovechamiento y la optimización de los espacios de mercado más accesibles y la modernización tecnológica constante con los estándares que se encuentren en la línea de frontera de avance de la economía mundial.
La tercera integración
La integración virtual ofrece un espacio singular para la potenciar la creatividad nacional con un mercado en expansión: el mundo hispanohablante.
Más de 400 millones de habitantes, la mayoría de los cuales se encuentra en nuestro sub-continente latinoamericano, pero extendido a los dos mercados desarrollados más importantes (Estados Unidos y Europa, a través de los hispanohablantes norteamericanos y los españoles) son un espacio ideal de proyección de nuestras industrias culturales. En América Latina aún resuenan, como improntas lejanas, ecos diluidos de nuestras glorias pasadas en el plano cinematográfico, bibliográfico, académico. El prestigio argentino es quizás donde menos daño ha sufrido –ante el deterioro que los arrebatos populistas han provocado en la imagen del país en el resto del mundo-. Es el espacio natural de ubicación de nuestra pujante producción audiovisual, para integrar redes editoriales, desarrollar mercados para nuestros escritores, vincular nuestros centros académicos con los similares de la región, haciendo interfase con el mundo. La propia “puesta en valor” del idioma español debiera tener en la Argentina un protagonista central. Los interlocutores naturales de esta integración son los países hispanohablantes latinoamericanos, las comunidades hipanohablantes norteamericanas y los españoles, que han mantenido una política de estado que ha atravesado gobiernos de diferente signo, hundiendo sus raíces en el propio franquismo. Las características de la nueva sociedad planetaria hace que a raíz del desarrollo de los medios interactivos, la necesidad de contenidos para diferentes plataformas –desde redes de televisión en nuevos soportes técnicos hasta computadoras, desde artefactos portátiles de reproducción tipo MP3, MP4 o MP5 hasta celulares crecientemente integrados- tal demanda se pronostique como estable o creciente, con puestos de trabajo de buen nivel retributivo y participación en la frontera del desarrollo económico tecnológico.
La cuarta integración
La integración científico técnica apuntará a vincular estrechamente la ciencia argentina y el desarrollo tecnológico con los centros de investigación científica de frontera, así como con los espacios de desarrollo tecnológico en los que sea posible imbricar la tecnología producida en el país con las redes globales. El impulso a la participación en las redes científicas, en proyectos cooperativos de alto nivel, en desarrollos tecnológicos multilaterales de avanzada, en las redes universitarias más reconocidas, el intercambio con los centros académicos de la región y del mundo, la imbricación de los proyectos desarrollados en el país con similares realizados en otros espacios geográficos, debe formar parte de una política fuertemente proactiva, cuyos objetivos deben surgir de la participación de los actores del sector que desarrollan su actividad en el país. La realización de iniciativas de análisis de prospectivas por el método “Delphi”, de excelentes resultados en otros países como Alemania, Japón o el propio Brasil y que cuenta con un intento lamentablemente interrumpido realizado en la Argentina en el 2001, permitirá contar con la información cercana al sector y el marco de reflexión plural necesarios para definir las políticas públicas en el área científico técnica para los próximos lustros. Esos resultados serán un aporte invalorable para la fijación de prioridades y cursos de acción hacia el plano global, concentrando esfuerzos tras definiciones de objetivos compartidas entre los sectores público y privado, superador de las interrupciones cíclicas que implican los cambios de administración. Esa integración contará con interlocutores diferentes a los campos anteriores y trascenderá a los Estados nacionales para alcanzar a instituciones, organismos e iniciativas supraestatales, multilaterales, de la sociedad civil e incluso empresariales e individuales.
La quinta integración
La quinta integración es la relacionada con la defensa y la seguridad. Aunque ambos campos fueron cuidadosamente separados en los albores de la recuperación democrática por los funestos efectos del poder militar ejerciendo de policía política interna como política de estado durante el gobierno justicialista 1973-76 y la dictadura de 1976-83, la situación internacional obliga a una nueva reflexión sobre el tema que incluya a las nuevas amenazas, difícilmente vinculables a las tradicionales “hipótesis de conflicto” de la primera modernidad y los Estados Soberanos. En la situación actual, justamente el gran peligro es confundir los términos y convertir en peligro “militar” la acción terrorista a fin de arribar a la sensación de seguridad que implica enfrentarse a algo conocido. La acción militar de Estados Unidos en Afganistán e Irak, dirigidas a limitar el accionar del “terrorismo” que atacó las torres gemelas –pero también en Bali, Indonesia; en Londres; en Madrid; y en la propia Buenos Aires con los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA- son la demostración cabal de la insuficiencia de la tradicional diferencia de enfoques y su peligro, al querer atacar un problema de la “segunda modernidad” con las herramientas conceptuales de la primera.
El terrorismo, al igual que las redes delictivas globales, es un fenómeno que se apoya en actores de la sociedad civil, jugando en el borde mismo de la legalidad. Cuando es interno, debe ser combatido por la policía y la justicia. Al ser global, requiere la conformación de nuevas respuestas que alineen las acciones de los gobiernos para erradicarlo. Ante el peligro de que lleguen a sus manos armas militares de alto poder y generar peligros de dimensión inconmensurable –proliferación nuclear, terrorismo biológico, equipamiento militar asentado en territorios sin Estado, etc- es imposible abordarlo sin contemplar el componente militar, en el marco reflexivo integral que lo absorba de la dinámica inter-estatal de las tradicionales hipótesis de conflicto del viejo mundo “moderno”.
Los problemas tradicionales de defensa han cedido su prioridad a estas nuevas amenazas que se traducen en riesgos globales –armas de destrucción masiva, proliferación nuclear, deterioro ambiental, guerra biológica, peligros de sabotajes- con formas de acción totalmente novedosas. El mundo está delineando en forma plural organismos que incluyen a los países responsables, en los que es necesario participar integrándose a la red de seguridad internacional de los espacios democráticos, que a la vez que organizar un sistema eficaz de prevención y defensa frente a las nuevas amenazas, actúe como límite a las iniciativas de autodefensa de las naciones que se sientan con poder como para actuar en forma unilateral. Lo segundo es imposible sin lo primero, por la misma razón ya expresada por Hobbes al analizar la autolimitación de los fuertes cuando delegan el ejercicio de la violencia en el gobierno: sólo la sensación y la convicción de estar mejor defendidos por una acción colectiva que por su propia capacidad disuasiva, persuadirá a los más fuertes de limitar su poder delegándolo en un organismo superior. Las otras opciones en este campo son seguir en el camino actual, declamatorio e impotente –lo que hará persistir las iniciativas de autodefensa de quien tenga fuerza para hacerlo, sea en Afganistán o en Georgia, en el Líbano, en Gaza o en Asia Central, a la vez que derivará inexorablemente en la inducción de una carrera armamentista global por parte de los Estados nacionales-; o en actuar decididamente entre quienes tienen confianza política recíproca y homologables sistemas políticos democráticos, quienes están más cerca de arribar a la meta kantiana de la república federal democrática global, para conformar espacios e instrumentos de prevención y acción multilaterales contra esas nuevas amenazas, con los naturales recaudos procedimentales y normativos.
En la opción pareciera claro que el camino adecuado es el segundo y pareciera también conveniente formar parte de ese espacio de Defensa, más que ser un extraño a él. Los interlocutores serán quienes tengan la vanguardia en la reflexión y organización sobre el mismo, sea en el marco de las Naciones Unidas, en el de organizaciones regionales o en el de coaliciones regionales o globales de objetivos específicos –al estilo del tratado de no proliferación misilística-. Bueno es recordar que la pertenencia a ese grupo de élite no será el resultado de una simple decisión unilateral del gobierno de turno, como pudo comprobarlo el gobierno de Carlos Menem cuando sugirió la incorporación de la Argentina a la OTAN, sino de un comportamiento interno y externo homologable, serio y previsible, asentado en una opinión pública madura, que genere la confianza necesaria en las democracias desarrolladas como para interesarlas en convocar al país a participar de ese espacio.
La sexta integración
La última integración es la política-jurídica.
En el mundo se van gestando dos grandes espacios: quienes con diferencias de grado y de compromiso pretenden conformar un espacio normatizado de gestión global multilateral y aceptan la necesidad de crear el entramado normativo de la globalización, por una parte; y quienes prefieren autoexcluirse del esfuerzo y conservar la prédica “soberanista” a ultranza, con su correlato belicista, su generación de desconfianza e inseguridad y sus vínculos con países y organizaciones que se mueven al margen de la legalidad global en formación, por la otra.
En esta última integración debe asumirse en forma clara la responsabilidad de participar en el diseño del mundo global. No sólo es funcional con el proyecto modernizador que nos fundó como Nación. El propio San Martín, al declarar en Lima que “nuestra causa es la causa del género humano”, señaló el contenido político modernizador de la gesta libertadora continental. Es el contenido de los documentos fundacionales: las definiciones de la GAZETA, las resoluciones de la Asamblea de 1813, el contenido de la Declaración de la Independencia de 1816, la elaboración intelectual de la Generación del 37, el programa de la Constitución Nacional definido en el Preámbulo, las medidas de construcción del país tomadas por los primeros gobiernos del país organizado y culminadas con la sanción de la Ley del Sufragio Libre, en 1916. La Argentina no se entiende sin ese proyecto, que fuera luego adjetivado –en ocasiones positivamente, en ocasiones no tanto- por políticas que durante el siglo XX provocaron el creciente aislamiento de un país que nació cosmopolita y que al adoptar la moda circunstancial de la primera mitad del siglo XX perdió el rumbo al inicio de la cuarta década del siglo pasado. La propia base normativa formal del país –la Constitución Nacional y provinciales, el entramado normativo, el derecho penal positivo, la legislación civil, comercial, procesal, etc- continúan siendo en esencia cosmopolitas y homologables con las democracias exitosas, a pesar de la praxis crecientemente autoritaria del poder frente a los ciudadanos, considerada por la mayoría como una circunstancia excepcional –a pesar de su extensión temporal-. No debieran existir dudas sobre la ubicación internacional, sobre la necesidad de trabajar en una normativa multilateral, en el apoyo irrestricto y supranacional de los derechos humanos sin limitaciones aceptables en razón de “soberanía” nacional alguna y sobre la adscripción al trabajo por extender la normativa planetaria a otros ámbitos.
Esas seis integraciones son los caminos para una imbricación exitosa de la Argentina en el mundo cosmopolita. Para avanzar en todas ellas, un piso nacional es imprescindible: la vigencia sólida e irrestricta del estado de derecho, cuestión que no depende del mundo, sino de la propia decisión nacional.
Cabe indagar qué debemos hacer de cara a nuestra también cosmopolita realidad “interna”. La acción “hacia afuera” es una buena aproximación para fijar políticas montados en la ola del mundo, en las transformaciones de la segunda modernidad y en la construcción de la sociedad global. Su “punta de lanza” debe ser la política exterior, ejecutada por una Cancillería reestructurada sobre bases profesionales motorizando verdaderas “políticas de Estado” fruto del consenso nacional y proyectadas en el tiempo, coordinando las acciones de protagonistas múltiples en una realidad compleja con las diferentes "nuevas fronteras" que surgen de cada una de las distintas dimensiones de la integración. Sin embargo, la política es una actividad que se da “hacia adentro”, donde chocan las visiones, se elaboran decisiones, se lucha por el acceso a lo que queda del “poder” y se toman medidas cuyo efecto y alcance aún son determinantes para la vida de quienes viven en el territorio del país. Su nueva dinámica la indagación que viene.
* Nota extraída de “Reflexión y Visión Cosmopolita”, reciente libro del autor accesible libremente en http://stores.lulu.com/lafferriere
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
viernes, 13 de marzo de 2009
Curiosidades argentinas
Radicales de todos los matices han triunfado en todos los comicios locales realizados en Argentina luego de las elecciones nacionales en la que fueron elegidos Cristina Kirchner y Julio Cobos como Presidenta y Vicepresidente de la Nación, respectivamente.
Curiosamente, en todos esos comicios las situaciones políticas fueron diferentes.
El primero de ellos fue la comuna de San Carlos de Bariloche. En esa localidad rionegrina, el radicalismo local, opositor, derrotó al peronismo que detentaba la administración de la comuna, y a la lista de la Coalición Cívica. En la provincia de Río Negro el radicalismo provincial tiene a cargo el gobierno del distrito y está alineado nacionalmente con el peronismo “K”, a pesar de lo cuál el gobierno nacional había respaldado la candidatura justicialista en la localidad.
La siguiente elección se dio en la localidad cordobesa de Rio IV. Allí el oficialismo municipal era expresado por el peronismo “no K”, liderado por el ex gobenador José Manuel de la Sota. El radicalismo de Rio IV era opositor y, articulando una alianza con una fuerza local, triunfó frente al peronismo y también frente a la lista de la Coalición Cívica. El gobierno nacional había respaldado la candidatura justicialista y lo propio había hecho el gobierno provincial de Córdoba.
Posteriormente, se realizó la elección de Santa Rosa, ciudad capital de la provincia de La Pampa. En este caso, el radicalismo no había triunfado nunca en esa comuna –tampoco en esa provincia- desde la recuperación democrática. Sin embargo, esta vez derrotó claramente, por más de diez puntos, a los candidatos justicialistas que contaban con el respaldo del gobierno nacional y del gobierno de la provincia.
El caso siguiente fue Santiago del Estero. El gobernador radical Gerardo Morales, alineado con el gobierno nacional, triunfó ampliamente en su objetivo reeleccionista frente a una lista opositora liderada por el también radical José Zavalía –respaldado a su vez por la estructura nacional del radicalismo-, frente a una lista peronista que también contaba con el respaldo disimulado del gobierno nacional, y frente a una lista de la Coalición Cívica. El gobierno nacional, en este caso, si bien exhibió este triunfo como propio, no tuvo mayor participación ante la fuerte provincialización de la elección motorizada por el gobernador reelecto y su respaldo a la lista peronista de ínfima perfomance final.
Por último, en la provincia de Catamarca, el radicalismo triunfó ampliamente, también por más de diez puntos, frente al peronismo local, que recibió un fuerte apoyo del ex presidente Kirchner con su participación directa y protagónica en la campaña electoral y con una fuerte ayuda que incluyó, además del propio Néstor Kirchner en el acto proselitista central, las visitas de varios Ministros nacionales y la distribución directa de ayuda social clientelizada. Una lista peronista disidente de mínima expresión y una pequeña expresión electoral de la Coalición Cívica completaron la escena.
Es difícil encontrar comunes denominadores en estos procesos, porque como vimos en todos ellos las situaciones políticas fueron totalmente diferentes. Han existido administraciones radicales reelectas o ratificadas –Santiago del Estero y Catamarca-, opciones radicales opositoras triunfantes frente al peronismo gobernante localmente –como San Carlos de Bariloche, Rio IV y Santa Rosa-; radicales alineados nacionalmente con los Kirchner –Santiago del Estero-, radicales “ex – K” alejados del conglomerado oficialista nacional –Catamarca-, radicales fuertemente opositores –Santa Rosa- y radicales opositores frente al peronismo no kirchnerista –Rio IV-.
Los triunfos, a su vez, se han dado en situaciones territoriales totalmente diferentes, ya que se expresaron en realidades tan diversas como la tradicional Santiago del Estero (“madre de ciudades”, de fuerte tono tradicionalista), en el corazón de la “pampa húmeda” que conforma el núcleo productivo del país (Rio IV y Santa Rosa), en la moderna y turística San Carlos de Bariloche y en la andina y tradicional provincia de Catamarca.
Como se ve, se hace difícil seguir una línea de análisis que detecte situaciones similares. Aunque en todas las situaciones tuvo escasa influencia la estructura nacional del viejo partido, lo que unió a todos los procesos fue el resultado: en todos ellos los candidatos triunfantes expresaron diferentes matices de la Unión Cívica Radical.
Curiosidades argentinas, tratándose de una fuerza política que hace apenas seis años obtuvo su perfomance histórica más catastrófica -el 2 % de respaldo popular en las elecciones presidenciales con la candidatura de Leopoldo Moreau- pero que se está ratificando como una corriente de profundo arraigo en el escenario territorial del país.
Ricardo Lafferriere
Curiosamente, en todos esos comicios las situaciones políticas fueron diferentes.
El primero de ellos fue la comuna de San Carlos de Bariloche. En esa localidad rionegrina, el radicalismo local, opositor, derrotó al peronismo que detentaba la administración de la comuna, y a la lista de la Coalición Cívica. En la provincia de Río Negro el radicalismo provincial tiene a cargo el gobierno del distrito y está alineado nacionalmente con el peronismo “K”, a pesar de lo cuál el gobierno nacional había respaldado la candidatura justicialista en la localidad.
La siguiente elección se dio en la localidad cordobesa de Rio IV. Allí el oficialismo municipal era expresado por el peronismo “no K”, liderado por el ex gobenador José Manuel de la Sota. El radicalismo de Rio IV era opositor y, articulando una alianza con una fuerza local, triunfó frente al peronismo y también frente a la lista de la Coalición Cívica. El gobierno nacional había respaldado la candidatura justicialista y lo propio había hecho el gobierno provincial de Córdoba.
Posteriormente, se realizó la elección de Santa Rosa, ciudad capital de la provincia de La Pampa. En este caso, el radicalismo no había triunfado nunca en esa comuna –tampoco en esa provincia- desde la recuperación democrática. Sin embargo, esta vez derrotó claramente, por más de diez puntos, a los candidatos justicialistas que contaban con el respaldo del gobierno nacional y del gobierno de la provincia.
El caso siguiente fue Santiago del Estero. El gobernador radical Gerardo Morales, alineado con el gobierno nacional, triunfó ampliamente en su objetivo reeleccionista frente a una lista opositora liderada por el también radical José Zavalía –respaldado a su vez por la estructura nacional del radicalismo-, frente a una lista peronista que también contaba con el respaldo disimulado del gobierno nacional, y frente a una lista de la Coalición Cívica. El gobierno nacional, en este caso, si bien exhibió este triunfo como propio, no tuvo mayor participación ante la fuerte provincialización de la elección motorizada por el gobernador reelecto y su respaldo a la lista peronista de ínfima perfomance final.
Por último, en la provincia de Catamarca, el radicalismo triunfó ampliamente, también por más de diez puntos, frente al peronismo local, que recibió un fuerte apoyo del ex presidente Kirchner con su participación directa y protagónica en la campaña electoral y con una fuerte ayuda que incluyó, además del propio Néstor Kirchner en el acto proselitista central, las visitas de varios Ministros nacionales y la distribución directa de ayuda social clientelizada. Una lista peronista disidente de mínima expresión y una pequeña expresión electoral de la Coalición Cívica completaron la escena.
Es difícil encontrar comunes denominadores en estos procesos, porque como vimos en todos ellos las situaciones políticas fueron totalmente diferentes. Han existido administraciones radicales reelectas o ratificadas –Santiago del Estero y Catamarca-, opciones radicales opositoras triunfantes frente al peronismo gobernante localmente –como San Carlos de Bariloche, Rio IV y Santa Rosa-; radicales alineados nacionalmente con los Kirchner –Santiago del Estero-, radicales “ex – K” alejados del conglomerado oficialista nacional –Catamarca-, radicales fuertemente opositores –Santa Rosa- y radicales opositores frente al peronismo no kirchnerista –Rio IV-.
Los triunfos, a su vez, se han dado en situaciones territoriales totalmente diferentes, ya que se expresaron en realidades tan diversas como la tradicional Santiago del Estero (“madre de ciudades”, de fuerte tono tradicionalista), en el corazón de la “pampa húmeda” que conforma el núcleo productivo del país (Rio IV y Santa Rosa), en la moderna y turística San Carlos de Bariloche y en la andina y tradicional provincia de Catamarca.
Como se ve, se hace difícil seguir una línea de análisis que detecte situaciones similares. Aunque en todas las situaciones tuvo escasa influencia la estructura nacional del viejo partido, lo que unió a todos los procesos fue el resultado: en todos ellos los candidatos triunfantes expresaron diferentes matices de la Unión Cívica Radical.
Curiosidades argentinas, tratándose de una fuerza política que hace apenas seis años obtuvo su perfomance histórica más catastrófica -el 2 % de respaldo popular en las elecciones presidenciales con la candidatura de Leopoldo Moreau- pero que se está ratificando como una corriente de profundo arraigo en el escenario territorial del país.
Ricardo Lafferriere
¡Síganme... no los voy a defraudar!
¡Quién hubiera pensado que la frase de campaña de Carlos Menem en 1989, sintetizaría el mensaje de Cristina Kirchner a la Asamblea Legislativa! Pocas frases describen mejor que ésta la dialéctica y la práctica del populismo como método de relación y acción política, abarcador del vaciamiento del debate reflexivo y democrático, y la adopción de su opuesto, la delegación total de las decisiones políticas en una persona con su camarilla.
Más allá de la lucidez, brillo y hasta compromiso personal, no hay en el mundo de hoy posibilidad alguna de conducir organizaciones complejas sin asesores confiables, organismos de decisión plurales y ejecutores experimentados. No ya una gran empresa, o un país: ni siquiera un almacén de barrio puede gestionarse adecuadamente sin un adecuado asesoramiento legal, contable e impositivo que trasciende la propia persona del bolichero.
La Argentina, sin embargo, ha sido convertida en algo menos que un boliche de campo La discresionalidad en las decisiones, que no son debatidas ni reflexionadas ni siquiera por el partido del gobierno, está provocando el peligroso acercamiento al abismo y llevando a ese partido –por la solidaridad acrítica con que acompaña la marcha suicida de la pareja reinante- a su propio suicidio. Cuesta entender cómo dirigentes de experiencia de años en la gestión en los tres niveles del Estado pueden tolerar los dislates vacíos y contradictorios de quien alguna vez fuera calificada como “la mejor cuadro política que ha dado el peronismo desde Eva Perón” (Aníbal Fernández dixit), convertida hoy en la triste imagen del autismo, la mitomanía y el mal gusto.
Era un lugar común en la jerga popular la remanida frase del “roban, pero hacen”. De este curioso aportegma, cargado de cinismo, se pretendía derivar que el peronismo era el único partido en condiciones de gobernar la Argentina. Pues bien: ahí tienen. Inoperante como pocos, ineficiente en la gestión, incapaz en la detección de los problemas, balbuceante en el discurso, suicida en el rumbo. Del apotegma sólo queda la primera afirmación, esa sí sublimada a niveles orgiásticos. Está gobernando el peronismo, o al menos se gobierna en su nombre, con su apoyo irrestricto. Y así está la Argentina.
No sólo las encuestas sino todos los líderes de opinión, sociales, políticos y periodísticos, coinciden en señalar como principales preocupaciones de los argentinos en primer término la inseguridad reinante –acrecentada de la mano de los cárteles de la droga instalados en el país durante la gestión kirchnerista-, y en segundo término el deterioro educativo que ha llevado a nuestros jóvenes a convertirse en los peores educados del continente.
Sin embargo, ni la seguridad ni el deterioro educativo formaron parte del análisis presidencial, ni de planes de trabajo elaborados para superar ambos patéticos problemas.
“Síganme, no los voy a defraudar” es nuevamente el mensaje rudimentario y tosco que subyace en como sustrato del discurso oficial, que es expresado sin embargo con la misma autosuficiencia de la que hablara Mallea en su inolvidable descripción del “argentino de la representación”, que sabe siempre mostrarse bien pero que carece de la esencia del ser, la que vive en lo profundo del país, en los valores culturales y morales del “argentino invisible”. Habla bien... pero no dice nada.
Hace un año estábamos en vísperas del comienzo de la gesta de los “argentinos invisibles”, tomando visibilidad con sus banderas nacionales y sus cánticos patrios, con sus manos entrelazadas para levantar una barrera frente a la prepotencia del dedito levantado y la voz impostada tratando de justificar el saqueo con engañosas invocaciones a la redistribución. Había ahí muchos, compatriotas que por encima de sus adhesiones radicales, peronistas, liberales, demócratas progresistas, levantaban su esencia ciudadana. Lograron frenar uno de los manotazos cleptómanos más descarados. Y muchos pensamos que luego de ese ejemplo, escarmentarían.
Sin embargo, ahí están. Una actitud profundamente antidemocrática y autoritaria, negándose cerrilmente a responder a las demandas de las mayorías, se reiteró en la sesión de apertura del período ordinario de sesiones del Congreso. No faltó nada: los aplausos sobones, las barras alquiladas, los colectivos con choripanes, las voces exaltadas de D’Elía y Pérsico, la presencia de los más serviles y la doble coerción –obsoleta e inutil- de la censura a la prensa libre para cubrir nada menos que una sesión del parlamento, junto a la cadena nacional que no perdonó ni a los canales de cable. Nadie escuchó el discurso. El rating de todos los canales sumados no alcanzó a cinco puntos.
Los argentinos no creen a su presidenta. Es más: les resulta intolerable hasta escucharla.
Ella, mientras, sigue con su metamensaje, que si en Menem era un pedido, en ella suena como permanente amenaza: “síganme, no los voy a defraudar”.
Las fuerzas de oposición, la C.C., la UCR, el Pro, están mientras tanto mostrando el camino de la Argentina que viene. Desde su abanico plural y amplio colorido están construyendo la cultura del dialogo estratégico, con iniciativas parlamentarias y trabajos conjuntos dirigidos a la reconstrucción de la democracia destruida. Importantes dirigentes del peronismo están siguiendo ese camino, sin renunciar a su vieja identidad. No es necesario confluir en listas únicas: sí es imprescindible el respeto recíproco, la consideración mutua, la preocupación por la Argentina de todos y el recuerdo permanente que la política sólo se legitima si se asienta en el respeto a los ciudadanos, base de todo el edificio institucional erosionado todos los días por la pretensión de suma del poder público impulsada sin escrúpulos por el oficialismo.
La frase debe ser desterrada para siempre de la convivencia nacional. La Argentina que viene resultará del diálogo, el consenso, la inteligente imbricación con el mundo, el respeto irrestricto a la soberanía de los ciudadanos y el funcionamiento institucional y la incorporación al debate reflexivo de los problemas que los argentinos sienten como los más importantes. Entre los cuales, claramente, no está cambiar su auto o la bicicleta con el dinero robado a los ahorristas previsionales, robarle a los chacareros el producido de su trabajo con nuevos mecanismos asfixiantes o utilizar el poder y los fondos públicos para alinear voluntades y agrandar las alforjas propias y de los amigos del poder.
Ricardo Lafferriere
Más allá de la lucidez, brillo y hasta compromiso personal, no hay en el mundo de hoy posibilidad alguna de conducir organizaciones complejas sin asesores confiables, organismos de decisión plurales y ejecutores experimentados. No ya una gran empresa, o un país: ni siquiera un almacén de barrio puede gestionarse adecuadamente sin un adecuado asesoramiento legal, contable e impositivo que trasciende la propia persona del bolichero.
La Argentina, sin embargo, ha sido convertida en algo menos que un boliche de campo La discresionalidad en las decisiones, que no son debatidas ni reflexionadas ni siquiera por el partido del gobierno, está provocando el peligroso acercamiento al abismo y llevando a ese partido –por la solidaridad acrítica con que acompaña la marcha suicida de la pareja reinante- a su propio suicidio. Cuesta entender cómo dirigentes de experiencia de años en la gestión en los tres niveles del Estado pueden tolerar los dislates vacíos y contradictorios de quien alguna vez fuera calificada como “la mejor cuadro política que ha dado el peronismo desde Eva Perón” (Aníbal Fernández dixit), convertida hoy en la triste imagen del autismo, la mitomanía y el mal gusto.
Era un lugar común en la jerga popular la remanida frase del “roban, pero hacen”. De este curioso aportegma, cargado de cinismo, se pretendía derivar que el peronismo era el único partido en condiciones de gobernar la Argentina. Pues bien: ahí tienen. Inoperante como pocos, ineficiente en la gestión, incapaz en la detección de los problemas, balbuceante en el discurso, suicida en el rumbo. Del apotegma sólo queda la primera afirmación, esa sí sublimada a niveles orgiásticos. Está gobernando el peronismo, o al menos se gobierna en su nombre, con su apoyo irrestricto. Y así está la Argentina.
No sólo las encuestas sino todos los líderes de opinión, sociales, políticos y periodísticos, coinciden en señalar como principales preocupaciones de los argentinos en primer término la inseguridad reinante –acrecentada de la mano de los cárteles de la droga instalados en el país durante la gestión kirchnerista-, y en segundo término el deterioro educativo que ha llevado a nuestros jóvenes a convertirse en los peores educados del continente.
Sin embargo, ni la seguridad ni el deterioro educativo formaron parte del análisis presidencial, ni de planes de trabajo elaborados para superar ambos patéticos problemas.
“Síganme, no los voy a defraudar” es nuevamente el mensaje rudimentario y tosco que subyace en como sustrato del discurso oficial, que es expresado sin embargo con la misma autosuficiencia de la que hablara Mallea en su inolvidable descripción del “argentino de la representación”, que sabe siempre mostrarse bien pero que carece de la esencia del ser, la que vive en lo profundo del país, en los valores culturales y morales del “argentino invisible”. Habla bien... pero no dice nada.
Hace un año estábamos en vísperas del comienzo de la gesta de los “argentinos invisibles”, tomando visibilidad con sus banderas nacionales y sus cánticos patrios, con sus manos entrelazadas para levantar una barrera frente a la prepotencia del dedito levantado y la voz impostada tratando de justificar el saqueo con engañosas invocaciones a la redistribución. Había ahí muchos, compatriotas que por encima de sus adhesiones radicales, peronistas, liberales, demócratas progresistas, levantaban su esencia ciudadana. Lograron frenar uno de los manotazos cleptómanos más descarados. Y muchos pensamos que luego de ese ejemplo, escarmentarían.
Sin embargo, ahí están. Una actitud profundamente antidemocrática y autoritaria, negándose cerrilmente a responder a las demandas de las mayorías, se reiteró en la sesión de apertura del período ordinario de sesiones del Congreso. No faltó nada: los aplausos sobones, las barras alquiladas, los colectivos con choripanes, las voces exaltadas de D’Elía y Pérsico, la presencia de los más serviles y la doble coerción –obsoleta e inutil- de la censura a la prensa libre para cubrir nada menos que una sesión del parlamento, junto a la cadena nacional que no perdonó ni a los canales de cable. Nadie escuchó el discurso. El rating de todos los canales sumados no alcanzó a cinco puntos.
Los argentinos no creen a su presidenta. Es más: les resulta intolerable hasta escucharla.
Ella, mientras, sigue con su metamensaje, que si en Menem era un pedido, en ella suena como permanente amenaza: “síganme, no los voy a defraudar”.
Las fuerzas de oposición, la C.C., la UCR, el Pro, están mientras tanto mostrando el camino de la Argentina que viene. Desde su abanico plural y amplio colorido están construyendo la cultura del dialogo estratégico, con iniciativas parlamentarias y trabajos conjuntos dirigidos a la reconstrucción de la democracia destruida. Importantes dirigentes del peronismo están siguiendo ese camino, sin renunciar a su vieja identidad. No es necesario confluir en listas únicas: sí es imprescindible el respeto recíproco, la consideración mutua, la preocupación por la Argentina de todos y el recuerdo permanente que la política sólo se legitima si se asienta en el respeto a los ciudadanos, base de todo el edificio institucional erosionado todos los días por la pretensión de suma del poder público impulsada sin escrúpulos por el oficialismo.
La frase debe ser desterrada para siempre de la convivencia nacional. La Argentina que viene resultará del diálogo, el consenso, la inteligente imbricación con el mundo, el respeto irrestricto a la soberanía de los ciudadanos y el funcionamiento institucional y la incorporación al debate reflexivo de los problemas que los argentinos sienten como los más importantes. Entre los cuales, claramente, no está cambiar su auto o la bicicleta con el dinero robado a los ahorristas previsionales, robarle a los chacareros el producido de su trabajo con nuevos mecanismos asfixiantes o utilizar el poder y los fondos públicos para alinear voluntades y agrandar las alforjas propias y de los amigos del poder.
Ricardo Lafferriere
miércoles, 4 de marzo de 2009
Garrido y la banalización del mal
El rápido esclarecimiento del asesinato del policía Aldo Garrido muestra crudamente un conjunto de emergentes sobre la debilidad de los valores y de los lazos en que se asienta la convivencia en la zona metropolitana de nuestro país.
Y también evidencia la inconsistencia de los “paradigmas iconográficos” instalados en el imaginario oficial sobre los policías, los delincuentes y los delitos.
Un policía ejemplar, de vocación y dedicación a su misión como los confiables y solidarios funcionarios cuya misión los niños argentinos aprendían a respetar y querer en la escuela primaria, se muestra como contraejemplo de las bandas de comisarios secuestradores y vinculados al narcotráfico que también se han visto estos días.
Una pareja de delincuentes –uno de ellos, reincidente- alejado de las imágenes de tenebrosos gangsters con temibles rostros y carentes de cualquier esbozo de afectos, muestra por el contrario el aspecto de un matrimonio “casi normal”, facilmente identificables como uno de entre los miles que habitan el país. Tan “normal” que portaban entre sus efectos personales el que finalmente los llevaría a caer: la fotografía de su hijo en el Jardín de Infantes al que concurría.
Y un delito contra la propiedad por el que, en el peor de los casos, hubiera correspondido un par de años de detención efectiva –debido al criterio de juzgamiento de nuestras leyes y tribunales-, para evitar la cuál reaccionaron cortando la vida de una persona honorable que temían que frustrara su acción, fue el drama.
La banalidad del mal, que Ana Arendt analizara en oportunidad del juicio a Albert Eichmann, muestra en este caso otro matiz, tan o más terrible que aquél.
En aquella oportunidad, Arend reflexionaba sobre la ausencia de valores en las decisiones imputadas a Eichmann, quien daba por supuesto, al momento de firmar las órdenes de traslado de miles de personas a los campos de Auschwitz, que estaba haciendo lo correcto, aceptado como tal por su gobierno y sin ningún cuestionamiento de su sociedad. Le tocaba estar ahí, ser él el que pusiera los sellos y las firmas en los documentos previstos para tal fin, y así actuaba, creyendo ser un buen militar y un buen ciudadano. La pensadora judía llegó hasta detectar en sus investigaciones algunas oportunidades puntuales en las que ese hombre, cuando tuvo oportunidad de actuar discrecionalmente, había desviado contingentes de detenidos hacia campos en los que no había comenzado el exterminio, e incluso hacia su expulsión a Palestina. La “banalidad del mal”, en la visión de Arendt, estaba en el sistema estatal nazi, organización para la que cualquier calificativo –criminal, horrendo, diabólico...- no alcanza a describir porque desbordaba cualquier pauta ética conocida o elaborada por la filosofía en sus miles de años de reflexión. Simplemente, el mal en su esencia más pura había sido banalizado al punto de ser erradicado de la reflexión y borrado como contra-valor de la convivencia humana.
La muerte de Garrido muestra obvias diferencias. No hay un “plan criminal”, al menos elaborado como el nazi. No hay un sustento teórico para el crimen, como pretendía haberlo en el estado nacional-socialista. No hay tampoco un objetivo genocida, como se desprendió de la “Conferencia de Wansee” que decidió la eliminación de once millones de judíos. Desde este enfoque, la relación “Estado-mal” está lejos de la situación existente en la Alemania nazi.
Pero sí existe una actitud estatal que puede compararse: la banalización del mal. La sensación de que “todo vale” y de que no hay leyes que regulen la convivencia. La justificación de cualquier acto delictivo no sólo por la contra-ejemplaridad de un poder corrupto hasta la médula sino por la contra-ejemplaridad de la ausencia de valoración negativa hacia cualquier delito, sea robo, agresión o crimen, con la justificación en la presunta esencial injusticia del “sistema”. Cinco años llevan en el gobierno, y aún la palabra “inseguridad” no ha aparecido en los discursos presidenciales a pesar de la terrible realidad que vivimos. Está borrada, tanto como la palabra “democracia”.
Es el mensaje que asoma del crimen de Garrido. Un policía bueno (que sobrevivió a la persecusión del kirchnerismo a cualquiera que vista uniforme). Una familia “casi normal”, para la que resulta “casi normal” asesinar a un policía porque podía impedirle robar algunos pocos efectos –hecho que muy posiblemente, considerarara normal y dentro de sus derechos..-. Y afectos que no alcanzaron para neutralizar el mal. Ni los de los vecinos que querían a Garrido, ni los de los asesinos que –seguramente- quieren a su hijo, al punto de llevar su foto en el llavero que terminó con ellos en la cárcel. El mal, liberado en su terrible banalidad, fue superior en su efecto destructor.
Quizás sea discutible la extensión del mal y su peligrosa instalación en el maniqueísmo con su opuesto. Lo que es indiscutible es que existe y que nos convoca a trabajar para limitarlo, si no podemos erradicarlo. Ese límite no llegará de justificaciones ideológicas a sus efectos, ni de la creación de un “contra-mal” que a la postre signifique su triunfo, como lo sería el endurecimiento de la convivencia hasta llegar a la absoluta intolerancia recíproca. Debe llegar de una alianza madura y coordinada que no puede tener otra base que la reinstalación del estado de derecho, con su definición fundamental: todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que debe aplicarse a todos por igual, desde el Presidente hasta el último ciudadano. Es el fundamento último del respeto universal a los derechos humanos, el que fue violado por las leyes nazis y el que es violado por la ausencia de ley entre nosotros.
Neutralizar las políticas de seguridad por el debate eterno sobre sus causas sociales o sus efectos terribles es el peor camino. No se trata de “lo uno, o lo otro”. Se trata de “lo uno, y también lo otro”. Atacar fuertemente las complicidades “globales-locales” del delito. Fortalecer las políticas públicas y las acciones solidarias de inclusión –educativa, social-. Respaldar claramente el combate al delito con la jerarquización y equipamiento de las fuerzas de seguridad y judiciales. Reforzar la ejemplaridad del Estado, llevando a los grandes ladrones a la justicia y siendo implacables con ellos. Todo ello está en la Constitución y en las leyes. No es necesario inventar la pólvora.
El símbolo de la fotografía del niño –que es el futuro, el triste futuro del país que se está diseñando en estos tiempos “K”- permitiendo a la justicia atrapar a sus padres delincuentes, quizás deje una luz de esperanza, por su conmocionante consecuencia. Pero es apenas un consuelo. No borrará el delito. No resucitará al policía héroe ni lo traerá de nuevo con su familia. No reconstruirá la confianza de los vecinos. Y mucho menos restaurará la familia de los delincuentes asesinos en una vida virtuosa.
Terminar con la banalización del mal obliga a valorar el bien. Como política pública y como decisión de todos. El estado “K” no ha planificado, como Hitler, la aplicación del mal mientras lo banalizaba en la consideración pública. Pero está haciendo algo muy peligroso: borrar la diferencia entre el mal y el bien, llevando a la sociedad la sensación de indiferencia entre ambos, la inexistencia de la opción y su consecuente auto-liberación de cualquier obligación política o ética. El “bien” ha abandonado su papel como guía de las políticas públicas y el “mal” como peligro que el Estado –las personas organizadas políticamente- debe evitar.
Y ese “todo vale” del poder deviene, para muchos, en un indicador de que es un principio que también rige para las personas. La “banalización del mal” desbordó el Estado y se está volcando, avasallante, en la convivencia contidiana.
Ricardo Lafferriere
Y también evidencia la inconsistencia de los “paradigmas iconográficos” instalados en el imaginario oficial sobre los policías, los delincuentes y los delitos.
Un policía ejemplar, de vocación y dedicación a su misión como los confiables y solidarios funcionarios cuya misión los niños argentinos aprendían a respetar y querer en la escuela primaria, se muestra como contraejemplo de las bandas de comisarios secuestradores y vinculados al narcotráfico que también se han visto estos días.
Una pareja de delincuentes –uno de ellos, reincidente- alejado de las imágenes de tenebrosos gangsters con temibles rostros y carentes de cualquier esbozo de afectos, muestra por el contrario el aspecto de un matrimonio “casi normal”, facilmente identificables como uno de entre los miles que habitan el país. Tan “normal” que portaban entre sus efectos personales el que finalmente los llevaría a caer: la fotografía de su hijo en el Jardín de Infantes al que concurría.
Y un delito contra la propiedad por el que, en el peor de los casos, hubiera correspondido un par de años de detención efectiva –debido al criterio de juzgamiento de nuestras leyes y tribunales-, para evitar la cuál reaccionaron cortando la vida de una persona honorable que temían que frustrara su acción, fue el drama.
La banalidad del mal, que Ana Arendt analizara en oportunidad del juicio a Albert Eichmann, muestra en este caso otro matiz, tan o más terrible que aquél.
En aquella oportunidad, Arend reflexionaba sobre la ausencia de valores en las decisiones imputadas a Eichmann, quien daba por supuesto, al momento de firmar las órdenes de traslado de miles de personas a los campos de Auschwitz, que estaba haciendo lo correcto, aceptado como tal por su gobierno y sin ningún cuestionamiento de su sociedad. Le tocaba estar ahí, ser él el que pusiera los sellos y las firmas en los documentos previstos para tal fin, y así actuaba, creyendo ser un buen militar y un buen ciudadano. La pensadora judía llegó hasta detectar en sus investigaciones algunas oportunidades puntuales en las que ese hombre, cuando tuvo oportunidad de actuar discrecionalmente, había desviado contingentes de detenidos hacia campos en los que no había comenzado el exterminio, e incluso hacia su expulsión a Palestina. La “banalidad del mal”, en la visión de Arendt, estaba en el sistema estatal nazi, organización para la que cualquier calificativo –criminal, horrendo, diabólico...- no alcanza a describir porque desbordaba cualquier pauta ética conocida o elaborada por la filosofía en sus miles de años de reflexión. Simplemente, el mal en su esencia más pura había sido banalizado al punto de ser erradicado de la reflexión y borrado como contra-valor de la convivencia humana.
La muerte de Garrido muestra obvias diferencias. No hay un “plan criminal”, al menos elaborado como el nazi. No hay un sustento teórico para el crimen, como pretendía haberlo en el estado nacional-socialista. No hay tampoco un objetivo genocida, como se desprendió de la “Conferencia de Wansee” que decidió la eliminación de once millones de judíos. Desde este enfoque, la relación “Estado-mal” está lejos de la situación existente en la Alemania nazi.
Pero sí existe una actitud estatal que puede compararse: la banalización del mal. La sensación de que “todo vale” y de que no hay leyes que regulen la convivencia. La justificación de cualquier acto delictivo no sólo por la contra-ejemplaridad de un poder corrupto hasta la médula sino por la contra-ejemplaridad de la ausencia de valoración negativa hacia cualquier delito, sea robo, agresión o crimen, con la justificación en la presunta esencial injusticia del “sistema”. Cinco años llevan en el gobierno, y aún la palabra “inseguridad” no ha aparecido en los discursos presidenciales a pesar de la terrible realidad que vivimos. Está borrada, tanto como la palabra “democracia”.
Es el mensaje que asoma del crimen de Garrido. Un policía bueno (que sobrevivió a la persecusión del kirchnerismo a cualquiera que vista uniforme). Una familia “casi normal”, para la que resulta “casi normal” asesinar a un policía porque podía impedirle robar algunos pocos efectos –hecho que muy posiblemente, considerarara normal y dentro de sus derechos..-. Y afectos que no alcanzaron para neutralizar el mal. Ni los de los vecinos que querían a Garrido, ni los de los asesinos que –seguramente- quieren a su hijo, al punto de llevar su foto en el llavero que terminó con ellos en la cárcel. El mal, liberado en su terrible banalidad, fue superior en su efecto destructor.
Quizás sea discutible la extensión del mal y su peligrosa instalación en el maniqueísmo con su opuesto. Lo que es indiscutible es que existe y que nos convoca a trabajar para limitarlo, si no podemos erradicarlo. Ese límite no llegará de justificaciones ideológicas a sus efectos, ni de la creación de un “contra-mal” que a la postre signifique su triunfo, como lo sería el endurecimiento de la convivencia hasta llegar a la absoluta intolerancia recíproca. Debe llegar de una alianza madura y coordinada que no puede tener otra base que la reinstalación del estado de derecho, con su definición fundamental: todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que debe aplicarse a todos por igual, desde el Presidente hasta el último ciudadano. Es el fundamento último del respeto universal a los derechos humanos, el que fue violado por las leyes nazis y el que es violado por la ausencia de ley entre nosotros.
Neutralizar las políticas de seguridad por el debate eterno sobre sus causas sociales o sus efectos terribles es el peor camino. No se trata de “lo uno, o lo otro”. Se trata de “lo uno, y también lo otro”. Atacar fuertemente las complicidades “globales-locales” del delito. Fortalecer las políticas públicas y las acciones solidarias de inclusión –educativa, social-. Respaldar claramente el combate al delito con la jerarquización y equipamiento de las fuerzas de seguridad y judiciales. Reforzar la ejemplaridad del Estado, llevando a los grandes ladrones a la justicia y siendo implacables con ellos. Todo ello está en la Constitución y en las leyes. No es necesario inventar la pólvora.
El símbolo de la fotografía del niño –que es el futuro, el triste futuro del país que se está diseñando en estos tiempos “K”- permitiendo a la justicia atrapar a sus padres delincuentes, quizás deje una luz de esperanza, por su conmocionante consecuencia. Pero es apenas un consuelo. No borrará el delito. No resucitará al policía héroe ni lo traerá de nuevo con su familia. No reconstruirá la confianza de los vecinos. Y mucho menos restaurará la familia de los delincuentes asesinos en una vida virtuosa.
Terminar con la banalización del mal obliga a valorar el bien. Como política pública y como decisión de todos. El estado “K” no ha planificado, como Hitler, la aplicación del mal mientras lo banalizaba en la consideración pública. Pero está haciendo algo muy peligroso: borrar la diferencia entre el mal y el bien, llevando a la sociedad la sensación de indiferencia entre ambos, la inexistencia de la opción y su consecuente auto-liberación de cualquier obligación política o ética. El “bien” ha abandonado su papel como guía de las políticas públicas y el “mal” como peligro que el Estado –las personas organizadas políticamente- debe evitar.
Y ese “todo vale” del poder deviene, para muchos, en un indicador de que es un principio que también rige para las personas. La “banalización del mal” desbordó el Estado y se está volcando, avasallante, en la convivencia contidiana.
Ricardo Lafferriere
martes, 3 de marzo de 2009
"Síganme... no los voy a defraudar"
¡Quién hubiera pensado que la frase de campaña de Carlos Menem en 1989, sintetizaría el mensaje de Cristina Kirchner a la Asamblea Legislativa! Pocas frases describen mejor que ésta la dialéctica y la práctica del populismo como método de relación y acción política, abarcador del vaciamiento del debate reflexivo y democrático, y la adopción de su opuesto, la delegación total de las decisiones políticas en una persona con su camarilla.
Más allá de la lucidez, brillo y hasta compromiso personal, no hay en el mundo de hoy posibilidad alguna de conducir organizaciones complejas sin asesores confiables, organismos de decisión plurales y ejecutores experimentados. No ya una gran empresa, o un país: ni siquiera un almacén de barrio puede gestionarse adecuadamente sin un adecuado asesoramiento legal, contable e impositivo que trasciende la propia persona del bolichero.
La Argentina, sin embargo, ha sido convertida en algo menos que un boliche de campo La discresionalidad en las decisiones, que no son debatidas ni reflexionadas ni siquiera por el partido del gobierno, está provocando el peligroso acercamiento al abismo y llevando a ese partido –por la solidaridad acrítica con que acompaña la marcha suicida de la pareja reinante- a su propio suicidio. Cuesta entender cómo dirigentes de experiencia de años en la gestión en los tres niveles del Estado pueden tolerar los dislates vacíos y contradictorios de quien alguna vez fuera calificada como “la mejor cuadro política que ha dado el peronismo desde Eva Perón” (Aníbal Fernández dixit), convertida hoy en la triste imagen del autismo, la mitomanía y el mal gusto.
Era un lugar común en la jerga popular la remanida frase del “roban, pero hacen”. De este curioso aportegma, cargado de cinismo, se pretendía derivar que el peronismo era el único partido en condiciones de gobernar la Argentina. Pues bien: ahí tienen. Inoperante como pocos, ineficiente en la gestión, incapaz en la detección de los problemas, balbuceante en el discurso, suicida en el rumbo. Del apotegma sólo queda la primera afirmación, esa sí sublimada a niveles orgiásticos. Está gobernando el peronismo, o al menos se gobierna en su nombre, con su apoyo irrestricto. Y así está la Argentina.
No sólo las encuestas sino todos los líderes de opinión, sociales, políticos y periodísticos, coinciden en señalar como principales preocupaciones de los argentinos en primer término la inseguridad reinante –acrecentada de la mano de los cárteles de la droga instalados en el país durante la gestión kirchnerista-, y en segundo término el deterioro educativo que ha llevado a nuestros jóvenes a convertirse en los peores educados del continente.
Sin embargo, ni la seguridad ni el deterioro educativo formaron parte del análisis presidencial, ni de planes de trabajo elaborados para superar ambos patéticos problemas.
“Síganme, no los voy a defraudar” es nuevamente el mensaje rudimentario y tosco que subyace en como sustrato del discurso oficial, que es expresado sin embargo con la misma autosuficiencia de la que hablara Mallea en su inolvidable descripción del “argentino de la representación”, que sabe siempre mostrarse bien pero que carece de la esencia del ser, la que vive en lo profundo del país, en los valores culturales y morales del “argentino invisible”. Habla bien... pero no dice nada.
Hace un año estábamos en vísperas del comienzo de la gesta de los “argentinos invisibles”, tomando visibilidad con sus banderas nacionales y sus cánticos patrios, con sus manos entrelazadas para levantar una barrera frente a la prepotencia del dedito levantado y la voz impostada tratando de justificar el saqueo con engañosas invocaciones a la redistribución. Había ahí muchos, compatriotas que por encima de sus adhesiones radicales, peronistas, liberales, demócratas progresistas, levantaban su esencia ciudadana. Lograron frenar uno de los manotazos cleptómanos más descarados. Y muchos pensamos que luego de ese ejemplo, escarmentarían.
Sin embargo, ahí están. Una actitud profundamente antidemocrática y autoritaria, negándose cerrilmente a responder a las demandas de las mayorías, se reiteró en la sesión de apertura del período ordinario de sesiones del Congreso. No faltó nada: los aplausos sobones, las barras alquiladas, los colectivos con choripanes, las voces exaltadas de D’Elía y Pérsico, la presencia de los más serviles y la doble coerción –obsoleta e inutil- de la censura a la prensa libre para cubrir nada menos que una sesión del parlamento, junto a la cadena nacional que no perdonó ni a los canales de cable. Nadie escuchó el discurso. El rating de todos los canales sumados no alcanzó a cinco puntos.
Los argentinos no creen a su presidenta. Es más: les resulta intolerable hasta escucharla.
Ella, mientras, sigue con su metamensaje, que si en Menem era un pedido, en ella suena como permanente amenaza: “síganme, no los voy a defraudar”.
Las fuerzas de oposición, la C.C., la UCR, el Pro, están mientras tanto mostrando el camino de la Argentina que viene. Desde su abanico plural y amplio colorido están construyendo la cultura del dialogo estratégico, con iniciativas parlamentarias y trabajos conjuntos dirigidos a la reconstrucción de la democracia destruida. Importantes dirigentes del peronismo están siguiendo ese camino, sin renunciar a su vieja identidad. No es necesario confluir en listas únicas: sí es imprescindible el respeto recíproco, la consideración mutua, la preocupación por la Argentina de todos y el recuerdo permanente que la política sólo se legitima si se asienta en el respeto a los ciudadanos, base de todo el edificio institucional erosionado todos los días por la pretensión de suma del poder público impulsada sin escrúpulos por el oficialismo.
La frase debe ser desterrada para siempre de la convivencia nacional. La Argentina que viene resultará del diálogo, el consenso, la inteligente imbricación con el mundo, el respeto irrestricto a la soberanía de los ciudadanos y el funcionamiento institucional y la incorporación al debate reflexivo de los problemas que los argentinos sienten como los más importantes. Entre los cuales, claramente, no está cambiar su auto o la bicicleta con el dinero robado a los ahorristas previsionales, robarle a los chacareros el producido de su trabajo con nuevos mecanismos asfixiantes o utilizar el poder y los fondos públicos para alinear voluntades y agrandar las alforjas propias y de los amigos del poder.
Ricardo Lafferriere
Más allá de la lucidez, brillo y hasta compromiso personal, no hay en el mundo de hoy posibilidad alguna de conducir organizaciones complejas sin asesores confiables, organismos de decisión plurales y ejecutores experimentados. No ya una gran empresa, o un país: ni siquiera un almacén de barrio puede gestionarse adecuadamente sin un adecuado asesoramiento legal, contable e impositivo que trasciende la propia persona del bolichero.
La Argentina, sin embargo, ha sido convertida en algo menos que un boliche de campo La discresionalidad en las decisiones, que no son debatidas ni reflexionadas ni siquiera por el partido del gobierno, está provocando el peligroso acercamiento al abismo y llevando a ese partido –por la solidaridad acrítica con que acompaña la marcha suicida de la pareja reinante- a su propio suicidio. Cuesta entender cómo dirigentes de experiencia de años en la gestión en los tres niveles del Estado pueden tolerar los dislates vacíos y contradictorios de quien alguna vez fuera calificada como “la mejor cuadro política que ha dado el peronismo desde Eva Perón” (Aníbal Fernández dixit), convertida hoy en la triste imagen del autismo, la mitomanía y el mal gusto.
Era un lugar común en la jerga popular la remanida frase del “roban, pero hacen”. De este curioso aportegma, cargado de cinismo, se pretendía derivar que el peronismo era el único partido en condiciones de gobernar la Argentina. Pues bien: ahí tienen. Inoperante como pocos, ineficiente en la gestión, incapaz en la detección de los problemas, balbuceante en el discurso, suicida en el rumbo. Del apotegma sólo queda la primera afirmación, esa sí sublimada a niveles orgiásticos. Está gobernando el peronismo, o al menos se gobierna en su nombre, con su apoyo irrestricto. Y así está la Argentina.
No sólo las encuestas sino todos los líderes de opinión, sociales, políticos y periodísticos, coinciden en señalar como principales preocupaciones de los argentinos en primer término la inseguridad reinante –acrecentada de la mano de los cárteles de la droga instalados en el país durante la gestión kirchnerista-, y en segundo término el deterioro educativo que ha llevado a nuestros jóvenes a convertirse en los peores educados del continente.
Sin embargo, ni la seguridad ni el deterioro educativo formaron parte del análisis presidencial, ni de planes de trabajo elaborados para superar ambos patéticos problemas.
“Síganme, no los voy a defraudar” es nuevamente el mensaje rudimentario y tosco que subyace en como sustrato del discurso oficial, que es expresado sin embargo con la misma autosuficiencia de la que hablara Mallea en su inolvidable descripción del “argentino de la representación”, que sabe siempre mostrarse bien pero que carece de la esencia del ser, la que vive en lo profundo del país, en los valores culturales y morales del “argentino invisible”. Habla bien... pero no dice nada.
Hace un año estábamos en vísperas del comienzo de la gesta de los “argentinos invisibles”, tomando visibilidad con sus banderas nacionales y sus cánticos patrios, con sus manos entrelazadas para levantar una barrera frente a la prepotencia del dedito levantado y la voz impostada tratando de justificar el saqueo con engañosas invocaciones a la redistribución. Había ahí muchos, compatriotas que por encima de sus adhesiones radicales, peronistas, liberales, demócratas progresistas, levantaban su esencia ciudadana. Lograron frenar uno de los manotazos cleptómanos más descarados. Y muchos pensamos que luego de ese ejemplo, escarmentarían.
Sin embargo, ahí están. Una actitud profundamente antidemocrática y autoritaria, negándose cerrilmente a responder a las demandas de las mayorías, se reiteró en la sesión de apertura del período ordinario de sesiones del Congreso. No faltó nada: los aplausos sobones, las barras alquiladas, los colectivos con choripanes, las voces exaltadas de D’Elía y Pérsico, la presencia de los más serviles y la doble coerción –obsoleta e inutil- de la censura a la prensa libre para cubrir nada menos que una sesión del parlamento, junto a la cadena nacional que no perdonó ni a los canales de cable. Nadie escuchó el discurso. El rating de todos los canales sumados no alcanzó a cinco puntos.
Los argentinos no creen a su presidenta. Es más: les resulta intolerable hasta escucharla.
Ella, mientras, sigue con su metamensaje, que si en Menem era un pedido, en ella suena como permanente amenaza: “síganme, no los voy a defraudar”.
Las fuerzas de oposición, la C.C., la UCR, el Pro, están mientras tanto mostrando el camino de la Argentina que viene. Desde su abanico plural y amplio colorido están construyendo la cultura del dialogo estratégico, con iniciativas parlamentarias y trabajos conjuntos dirigidos a la reconstrucción de la democracia destruida. Importantes dirigentes del peronismo están siguiendo ese camino, sin renunciar a su vieja identidad. No es necesario confluir en listas únicas: sí es imprescindible el respeto recíproco, la consideración mutua, la preocupación por la Argentina de todos y el recuerdo permanente que la política sólo se legitima si se asienta en el respeto a los ciudadanos, base de todo el edificio institucional erosionado todos los días por la pretensión de suma del poder público impulsada sin escrúpulos por el oficialismo.
La frase debe ser desterrada para siempre de la convivencia nacional. La Argentina que viene resultará del diálogo, el consenso, la inteligente imbricación con el mundo, el respeto irrestricto a la soberanía de los ciudadanos y el funcionamiento institucional y la incorporación al debate reflexivo de los problemas que los argentinos sienten como los más importantes. Entre los cuales, claramente, no está cambiar su auto o la bicicleta con el dinero robado a los ahorristas previsionales, robarle a los chacareros el producido de su trabajo con nuevos mecanismos asfixiantes o utilizar el poder y los fondos públicos para alinear voluntades y agrandar las alforjas propias y de los amigos del poder.
Ricardo Lafferriere
domingo, 8 de febrero de 2009
Heladeras baratas
La observación y el seguimiento de la opinión académica y especializada sobre la naturaleza de la crisis económica y sus perspectivas confirman una afirmación realizada hace algunos meses desde esta columna: sus características son lo más parecido imaginable a un episodio catastrófico natural y terminará... cuando termine.
Desde esa convicción, es poco lo que pueda hacerse, como no sea destinar los recursos con que se cuente para paliar los efectos más dramáticos en las personas más afectadas. Ello significa: alimentos, medicamentos y alojamiento, que son las necesidades básicas más lascerantes que deben enfrentar quienes cuentan con pocas reservas de recursos, limitados a la venta de su fuerza de trabajo, que se encontrará sin “compradores” mientras la crisis dure y no se retome la dinámica de crecimiento.
La crisis, por lo demás, es global. No hay en esta calificación ideologismo alguno. El diagnóstico es sostenido por investigadores y sabios del norte y del sur, del Este y del Oeste, del mundo desarrollado y del mundo en desarrollo, de Universidades y de “think tanks” públicos y privados. No se ha escuchado en ese espacio a nadie que realmente interese escuchar, sostener que los diagnósticos sobre la globalidad del problema sean de “agoreros” o de “neoliberales”. Aún reconociendo las limitaciones epistemológicas del conocimiento económico –y social-, ciertos hechos y fenómenos existen, son observables, cuantificables y analizables.
No existen respuestas locales a los problemas globales. Esta es otra afirmación que se ha hecho axioma, con una vigencia creciente a medida que se instala en el planeta el paradigma cosmopolita, al que nadie puede escapar sino al precio del aislamiento, la represión, el estancamiento y la caída en estados policiales como intento supremo de disciplinar la avasallante tendencia en las personas de todo nivel educativo y social de incorporarse al nuevo paradigma, apoyado en la economía funcionando sobre bases mundializadas.
¿Nada se puede hacer, entonces, desde lo local? Siempre se puede.
Hemos adelantado nuestra convicción: se pueden hacer cosas, a condición de comprender la naturaleza global del proceso, de tener conciencia de las limitaciones de los recursos con que se cuenta y de determinar con lucidez las prioridades a que se destinarán esos recursos de emergencia, hasta que el mundo recupere su marcha.
La propia actitud norteamericana frente a la crisis es paradigmática. La incertidumbre sobre la dimensión de los recursos “evaporados” hace imposible, aún contando con ilimitada cantidad de recursos, salvar a todos. En consecuencia, el paquete de recursos fiscales solicitado por la Administración al Congreso fue objeto de un profundo debate en el que los legisladores, representantes del pueblo y los Estados, determinaron las prioridades de asignación. No se trata de Ochocientos mil millones de dólares en forma de cheque en blanco: se trata de una definición de urgencias que incluirá la ayuda para mantener la vivienda, reforzar los servicios sociales, ayudar a las actividades económicas más ligadas al empleo y, en suma, construir una especie de “tinglado” para que, ante el derrumbe generalizado de todo, defienda a las personas reales de los daños más lascerantes. Todo eso pueden hacerlo, en última instancia, porque tienen recursos, y a los propios pueden sumar lo recibido de todo el mundo que ha corrido a refugiarse en la seguridad –política, jurídica y militar- que le ofrece la mayor democracia, el mejor estado de derecho y la máxima potencia militar del planeta.
Pretender emular ese plan vendiendo heladeras, planchas y cocinas financiadas a tasas de liquidación con fondos que, no olvidemos, se han incautado como salteadores a los ahorristas privados destrozando el Estado de Derecho y la confianza pública en el Estado, es dilapidar con alegre irresponsabilidad propagandística los escasos recursos públicos que en tres o cuatro meses no tendremos para dar comida a los millones de compatriotas que andarán deambulando por las calles pidiendo o exigiendo pan para sus hijos. Detrás de un ideologismo impostado se esconde la mayor incompetencia y falta de previsión para atender los problemas que vendrán y que se están asomando en forma dramática con la caída en la construcción, el derrumbe en la producción –y venta, y exportación- de automóviles y la creciente desocupación que se puede palpar, ya, en las calles de las principales ciudades argentinas.
En algún tiempo tendremos dramas sociales que hacía tiempo no veíamos; y no tendremos recursos –que se están dilapidando- para enfrentarlos ni capacidad de endeudamiento –que sí tienen los países serios- para conseguirlos. Es difícil imaginar el grado de las conmociones que pueden darse en nuestra sociedad ante una cúpula de gobierno que alquila “fracs” para adornar a los sindicalistas amañados en recepciones diplomáticas, mientras el país se sumerge cada vez más en las consecuencias de los cinco años de latrocinio “K” que viene sufriendo desde el 2003. Nunca, en toda su historia, la Argentina dilapidó tan irresponsablemente condiciones tan beneficiosas para construir su futuro con inteligencia.
En ese lapso, Brasil ahorró Doscientos mil millones de dólares para enfrentar tiempos de vacas flacas. La Argentina del peronismo “K”, con mayores excedentes proporcionales que su vecino, no sólo “se gastó todo” sino que volvió a endeudarse a niveles previos a la crisis del 2001, deuda que provocó el derrumbe que todos recordamos.
Aunque su responsabilidad es superlativa, sería injusto culpar de todo a la inefable pareja gobernante. Fueron acompañados por la mayoría del peronismo, y en el último gran robo, también por la bancada socialista, que –dicho como una digresión desde el dolor de viejos afectos inundados por la frustración- se rasga las vestiduras impugnando “ideológicamente” a un honesto y lúcido dirigente como Ricardo López Murphy mientras olvida su vergonzosa asociación con el hampa kirchnerista para incautar los ahorros previsionales de nueve millones de argentinos, como si se pudiera ser socio de los ladrones y a la vez integrar la comisión de ética de la legión de los honestos. La pareja gobernante no es la única responsable del dislate: también lo son quienes, conociendo más que ellos –por su experiencia de gobierno, por su formación, por sus contactos- sabían a conciencia hacia dónde estaba siendo conducido el país y, pudiendo poner límites y cambiar el rumbo, prefirieron sumarse a los beneficios de la “piñata”.
Ahora, la claque aplaude cómo despilfarran los fondos incautados a los incautos ciudadanos que creyeron en el país. Hasta se siguen juntando para otorgar aplausos de compromiso a las genialidades del devaluado atril, convertido en oficina de venta de cocinas y heladeras. Esperan todos “lo que le toca a cada uno”: créditos “blandos”, envíos de fondos para obras públicas que se pagarán pero nunca se realizarán, subsidios a gobernadores e intendentes alineados... hasta que se termine la caja. Seguramente entonces, los mismos, “descubrirán” la irresponsabilidad que han tenido los K al fogonear la crisis y liquidar las herramientas que cuando se necesiten no estarán. “Los K” serán en ese momento los “chivos emisarios” de los que aparecerán como “sorprendidos” al emerger crudamente la dimensión de la crisis y probablemente –entonces- se “indignen” con el robo previsional y el nuevo endeudamiento.
Es momento de diseñar planes de defensa de los compatriotas más pobres. Organizar en el escaso tiempo que queda un plan alimentario de emergencia sin connotaciones clientelistas, liberar rápidamente la economía de la asfixia extorsiva y la corrupción, diseñar y poner en marcha un programa sanitario que contenga los efectos más fuertes de la pobreza, convocar a ONGs y especialistas para diseñar rápidamente un programa de viviendas económicas que les garantice techo a las familias que lo perderán o no podrán solventar ni siquiera un alquiler misérrimo, prever –nuevamente- que las Escuelas deberán responder a una nueva situación de emergencia... y concurrir con disposición y ánimo abierto a los espacios internacionales donde se generan las medidas globales, no a dictar cátedras desde la soberbia ignorancia del “maestro de Siruela, que no sabía leer, y puso escuela” o reclamar esperpénticos “copyright”, sino a escuchar con humildad a los que saben y tratar que el mundo vuelva a tomarnos en serio.
Debieran reaccionar. No se logrará revertir la crisis global vendiendo heladeras baratas. El propio Obama ha dado el ejemplo, organizando un gabinete con adversarios, convocando a medidas de unidad y ofreciendo la mano tendida hasta a los enemigos de su país que quieran recomenzar el diálogo. Seguir en el rumbo actual puede tener consecuencias terribles. No parece precisamente el momento adecuado para seguir jugando con fuego.
Ricardo Lafferriere
Desde esa convicción, es poco lo que pueda hacerse, como no sea destinar los recursos con que se cuente para paliar los efectos más dramáticos en las personas más afectadas. Ello significa: alimentos, medicamentos y alojamiento, que son las necesidades básicas más lascerantes que deben enfrentar quienes cuentan con pocas reservas de recursos, limitados a la venta de su fuerza de trabajo, que se encontrará sin “compradores” mientras la crisis dure y no se retome la dinámica de crecimiento.
La crisis, por lo demás, es global. No hay en esta calificación ideologismo alguno. El diagnóstico es sostenido por investigadores y sabios del norte y del sur, del Este y del Oeste, del mundo desarrollado y del mundo en desarrollo, de Universidades y de “think tanks” públicos y privados. No se ha escuchado en ese espacio a nadie que realmente interese escuchar, sostener que los diagnósticos sobre la globalidad del problema sean de “agoreros” o de “neoliberales”. Aún reconociendo las limitaciones epistemológicas del conocimiento económico –y social-, ciertos hechos y fenómenos existen, son observables, cuantificables y analizables.
No existen respuestas locales a los problemas globales. Esta es otra afirmación que se ha hecho axioma, con una vigencia creciente a medida que se instala en el planeta el paradigma cosmopolita, al que nadie puede escapar sino al precio del aislamiento, la represión, el estancamiento y la caída en estados policiales como intento supremo de disciplinar la avasallante tendencia en las personas de todo nivel educativo y social de incorporarse al nuevo paradigma, apoyado en la economía funcionando sobre bases mundializadas.
¿Nada se puede hacer, entonces, desde lo local? Siempre se puede.
Hemos adelantado nuestra convicción: se pueden hacer cosas, a condición de comprender la naturaleza global del proceso, de tener conciencia de las limitaciones de los recursos con que se cuenta y de determinar con lucidez las prioridades a que se destinarán esos recursos de emergencia, hasta que el mundo recupere su marcha.
La propia actitud norteamericana frente a la crisis es paradigmática. La incertidumbre sobre la dimensión de los recursos “evaporados” hace imposible, aún contando con ilimitada cantidad de recursos, salvar a todos. En consecuencia, el paquete de recursos fiscales solicitado por la Administración al Congreso fue objeto de un profundo debate en el que los legisladores, representantes del pueblo y los Estados, determinaron las prioridades de asignación. No se trata de Ochocientos mil millones de dólares en forma de cheque en blanco: se trata de una definición de urgencias que incluirá la ayuda para mantener la vivienda, reforzar los servicios sociales, ayudar a las actividades económicas más ligadas al empleo y, en suma, construir una especie de “tinglado” para que, ante el derrumbe generalizado de todo, defienda a las personas reales de los daños más lascerantes. Todo eso pueden hacerlo, en última instancia, porque tienen recursos, y a los propios pueden sumar lo recibido de todo el mundo que ha corrido a refugiarse en la seguridad –política, jurídica y militar- que le ofrece la mayor democracia, el mejor estado de derecho y la máxima potencia militar del planeta.
Pretender emular ese plan vendiendo heladeras, planchas y cocinas financiadas a tasas de liquidación con fondos que, no olvidemos, se han incautado como salteadores a los ahorristas privados destrozando el Estado de Derecho y la confianza pública en el Estado, es dilapidar con alegre irresponsabilidad propagandística los escasos recursos públicos que en tres o cuatro meses no tendremos para dar comida a los millones de compatriotas que andarán deambulando por las calles pidiendo o exigiendo pan para sus hijos. Detrás de un ideologismo impostado se esconde la mayor incompetencia y falta de previsión para atender los problemas que vendrán y que se están asomando en forma dramática con la caída en la construcción, el derrumbe en la producción –y venta, y exportación- de automóviles y la creciente desocupación que se puede palpar, ya, en las calles de las principales ciudades argentinas.
En algún tiempo tendremos dramas sociales que hacía tiempo no veíamos; y no tendremos recursos –que se están dilapidando- para enfrentarlos ni capacidad de endeudamiento –que sí tienen los países serios- para conseguirlos. Es difícil imaginar el grado de las conmociones que pueden darse en nuestra sociedad ante una cúpula de gobierno que alquila “fracs” para adornar a los sindicalistas amañados en recepciones diplomáticas, mientras el país se sumerge cada vez más en las consecuencias de los cinco años de latrocinio “K” que viene sufriendo desde el 2003. Nunca, en toda su historia, la Argentina dilapidó tan irresponsablemente condiciones tan beneficiosas para construir su futuro con inteligencia.
En ese lapso, Brasil ahorró Doscientos mil millones de dólares para enfrentar tiempos de vacas flacas. La Argentina del peronismo “K”, con mayores excedentes proporcionales que su vecino, no sólo “se gastó todo” sino que volvió a endeudarse a niveles previos a la crisis del 2001, deuda que provocó el derrumbe que todos recordamos.
Aunque su responsabilidad es superlativa, sería injusto culpar de todo a la inefable pareja gobernante. Fueron acompañados por la mayoría del peronismo, y en el último gran robo, también por la bancada socialista, que –dicho como una digresión desde el dolor de viejos afectos inundados por la frustración- se rasga las vestiduras impugnando “ideológicamente” a un honesto y lúcido dirigente como Ricardo López Murphy mientras olvida su vergonzosa asociación con el hampa kirchnerista para incautar los ahorros previsionales de nueve millones de argentinos, como si se pudiera ser socio de los ladrones y a la vez integrar la comisión de ética de la legión de los honestos. La pareja gobernante no es la única responsable del dislate: también lo son quienes, conociendo más que ellos –por su experiencia de gobierno, por su formación, por sus contactos- sabían a conciencia hacia dónde estaba siendo conducido el país y, pudiendo poner límites y cambiar el rumbo, prefirieron sumarse a los beneficios de la “piñata”.
Ahora, la claque aplaude cómo despilfarran los fondos incautados a los incautos ciudadanos que creyeron en el país. Hasta se siguen juntando para otorgar aplausos de compromiso a las genialidades del devaluado atril, convertido en oficina de venta de cocinas y heladeras. Esperan todos “lo que le toca a cada uno”: créditos “blandos”, envíos de fondos para obras públicas que se pagarán pero nunca se realizarán, subsidios a gobernadores e intendentes alineados... hasta que se termine la caja. Seguramente entonces, los mismos, “descubrirán” la irresponsabilidad que han tenido los K al fogonear la crisis y liquidar las herramientas que cuando se necesiten no estarán. “Los K” serán en ese momento los “chivos emisarios” de los que aparecerán como “sorprendidos” al emerger crudamente la dimensión de la crisis y probablemente –entonces- se “indignen” con el robo previsional y el nuevo endeudamiento.
Es momento de diseñar planes de defensa de los compatriotas más pobres. Organizar en el escaso tiempo que queda un plan alimentario de emergencia sin connotaciones clientelistas, liberar rápidamente la economía de la asfixia extorsiva y la corrupción, diseñar y poner en marcha un programa sanitario que contenga los efectos más fuertes de la pobreza, convocar a ONGs y especialistas para diseñar rápidamente un programa de viviendas económicas que les garantice techo a las familias que lo perderán o no podrán solventar ni siquiera un alquiler misérrimo, prever –nuevamente- que las Escuelas deberán responder a una nueva situación de emergencia... y concurrir con disposición y ánimo abierto a los espacios internacionales donde se generan las medidas globales, no a dictar cátedras desde la soberbia ignorancia del “maestro de Siruela, que no sabía leer, y puso escuela” o reclamar esperpénticos “copyright”, sino a escuchar con humildad a los que saben y tratar que el mundo vuelva a tomarnos en serio.
Debieran reaccionar. No se logrará revertir la crisis global vendiendo heladeras baratas. El propio Obama ha dado el ejemplo, organizando un gabinete con adversarios, convocando a medidas de unidad y ofreciendo la mano tendida hasta a los enemigos de su país que quieran recomenzar el diálogo. Seguir en el rumbo actual puede tener consecuencias terribles. No parece precisamente el momento adecuado para seguir jugando con fuego.
Ricardo Lafferriere
Por la gracia de Dios
No es el de la Argentina un problema cultural. Mucho menos religioso. Es, crudamente, un problema institucional.
Muchos países, con similares raíces culturales que el nuestro, han organizado su convivencia en forma virtuosa y muestran un envidiable crecimiento no sólo económico, sino integral. Muchos más, con similares creencias religiosas a las de nuestro pueblo, generan admiración por haber encontrado el camino de despegue reduciendo su pobreza, incorporando millones de seres humanos a los beneficios de la sociedad formal y transitando un camino reflexivo de construcción.
No pasa por ahí la raíz de nuestros problemas, sino en la destrucción institucional que comenzamos en 1930 y que no se ha detenido, a pesar de chispazos de reacción, siempre abortados.
La destrucción institucional tiene dos líneas de fractura. Una es comunmente mencionada y se refiere al olvido de la separación de poderes y competencias entre los órganos del Estado, singularmente grave al ser el nuestro un país de raíz federal y en consecuencia haber logrado diseñar en su Constitución un complicado sistema de equilibrios cruzados destinados a resguardar la imbricación virtuosa entre los poderes del Estado nacional y de las autonomías provinciales, por donde pasan la mayoría de las necesidades básicas de los ciudadanos. Las groserías institucionales que rompen ese equilibrio, agravadas hasta el paroxismo por la administración kirchnerista, han minado el consenso constitucional al someter la justicia y el parlamento a la discrecionalidad de una persona que ni siquiera cuenta con legitimidad de origen o del desempeño de un cargo público, pero que se ha convertido en el gran decisor de impuestos y gastos, condenando a quien se le ocurra y beneficiando a quien lo apoye con recursos confiscados en forma arbitraria a millones de compatriotas.
No sólo eso: el diseño de un sistema de coacción a la justicia muestra hoy a magistrados aterrorizados ante cualquier causa que implique investigar al oficialismo, en condiciones de terminar la carrera judicial con procesos amañados administrados por una institución que en los diferentes países en los que existe fue pensada para aumentar la independencia del Poder Judicial, pero ha sido convertida en la Argentina en una especie de Comité de Salud Pública de la Revolución francesa. La gran cantidad de jueces que se excusan en la causa que investiga por corrupción al diputado Kunkel, comisario político del oficialismo en el Consejo de la Magistratura, es la aberrante demostración de ese disciplinamiento, tanto como el cínico comentario del imputado: “Hacen bien en excusarse”. Por mucho menos que esto, el país sufrió las guerras civiles que demoraron en varias décadas su organización institucional.
Pero la otra línea de fractura es muchísimo más grave, porque atraviesa en mayor o menor grado a la mayoría de las fuerzas políticas: es la fractura entre la soberanía de los ciudadanos y las competencias del poder. Esta fractura, cuyo inicio más nítido puede observarse en el golpe de 1930, se apoya en la creencia de que existe un “poder” superior a los ciudadanos, con una presunta legitimidad superior justificada en los “estados de excepción”, que cada gobierno sucesivamente se encargaría de interpretar en diferentes formas alegando también distintas circunstancias y necesidades, y en virtud de la cual podrían imponerse a las personas “sumisiones o supremacías” al margen de las previstas en la carta constitucional, desde la confiscación de sus ahorros hasta la prohibición del comercio, desde la incautación arbitraria de sus bienes hasta la invasión de su privacidad, desde la coacción de su libertad de expresión hasta eliminación lisa y llana de su libertad de elegir.
Y sostenemos su gravedad sustancial porque una vez rota la convicción de que el poder surge de la soberanía de los ciudadanos, la tentación es legitimarlo en construcciones premodernas, étnicas, nacionalistas, ideológicas, integristas, culturales o religiosas. “Los pueblos originarios”, la “patria”, la “revolución”, o el propio “Dios” reemplazan a las personas, en cuanto ciudadanos, de su condición de base fundamental y última del sistema legal y político.
Ambas rupturas son la explicación de la decadencia argentina, que no responde a orientaciones filosóficas, ubicaciones ideológicas o raíces culturales.
Una visión pan-óptica de esta realidad nos mostrará, por supuesto, grisitudes. Hay personas, y fuerzas políticas y sociales “progresistas” y “moderadas”, que extrañan la institucionalidad y sienten una ansiedad casi genética por la vigencia del estado de derecho. Creen en el destino de una Argentina abierta y plural, democrática e integrada al mundo, libre y equilibrada, apoyada en hombres y mujeres dueños de su destino. En el otro extremo, hay personas y fuerzas que se sienten desobligadas totalmente de las instituciones constitucionales, aunque sus representantes hayan jurado “por Dios y los Santos Evangelios” disponer del poder dentro de los límites y formas de la Constitución, llegando en estos tiempos al extremo ya mencionado que no conmueve en lo más mínimo a quienes sostienen el actual –inconstitucional- marco de poder, el que no podría disponer de la discrecionalidad que muestra sin contar con respaldo en el Congreso, en la formación política que lo apaña y en los co-beneficiados de sus incautaciones y caprichos. Pero a fuer de ser honestos, debemos decir que hay también, entre ambos extremos, diferentes gradaciones que se ubican más o menos cerca de la ortodoxia institucional, o más o menos cerca de la justificación del robo y la arbitrariedad.
La Argentina ha ido retornando, desde hace ocho décadas, a la lucha que comenzó con la Revolución de Mayo y que le diera su partida de nacimiento en el concierto internacional: aquélla dirigida a institucionalizar su convivencia en los marcos de la modernidad. Tuvo en estos casi ochenta años avances y retrocesos, sin lograr hasta ahora que su proyecto modernizador fuera respetado por quienes juraron por él, en diferentes etapas de su historia contemporánea. Devaneos seudoideológicos, deformaciones dogmáticas nacionalistas, estructuras populistas y clientelares premodernas, más propias de la Colonia que de la gesta revolucionaria, han tironeado hacia atrás tratando de hacer retroceder el reloj de la historia patria a tiempos oscuros. En este retroceso se asientan, hoy, contradictoriamente, los nuevos desafíos del mundo del tercer milenio.
Su mejor símbolo lo ha dado la propia señora presidenta, al sugerir que su mandato responde a un “designio de Dios” como lo ha expresado días atrás en Villa Dolores, ignorando que el destino de los hombres es el resultado de su propia construcción y que significa un escapismo culpar a Dios de los bienes o males que son de nuestra propia responsabilidad.
Es responsabilidad de los propios argentinos a quién elegimos como nuestros representantes. Es responsabilidad de los representantes cumplir con la normas que juraron respetar. Es responsabilidad de cada persona, de cada ciudadano, expresar con claridad sus convicciones y participar con madurez en la reflexión y decisión sobre el futuro común.
Y es, por último, responsabilidad de todos encarrilar al país nuevamente en el estado de derecho, corrigiendo escrupulosamente las usurpaciones y deformaciones que está sufriendo, no sólo por el arbitrario comportamiento de un sicópata, sino de la canallesca complicidad de muchos que, pudiendo y debiendo detenerlo, prefieren esperar que el destino, o el “designio de Dios” corrija lo que está, ineludiblemente, en la responsabilidad secular.
Dios, para quienes creen en él y en él se inspiran, se encargará en el otro mundo de acercar su gracia, premiar y castigar a quién lo merezca. Mientras tanto, señora, sería bueno que recuerde que usted está allí porque los ciudadanos –y no Dios- la votaron para que ejerza su rol –a usted, y a nadie más que usted-, detro de las normas y con los límites claros que establece la Constitución y las leyes. Y que si no lo hace, de su falta o incapacidad no será responsable Dios, sino usted misma y quienes se lo permiten, y por ello deberán responder de lo que hacen ante los tribunales seculares mucho antes de tener que enfrentar el juicio trascendente.
Ricardo Lafferriere
Muchos países, con similares raíces culturales que el nuestro, han organizado su convivencia en forma virtuosa y muestran un envidiable crecimiento no sólo económico, sino integral. Muchos más, con similares creencias religiosas a las de nuestro pueblo, generan admiración por haber encontrado el camino de despegue reduciendo su pobreza, incorporando millones de seres humanos a los beneficios de la sociedad formal y transitando un camino reflexivo de construcción.
No pasa por ahí la raíz de nuestros problemas, sino en la destrucción institucional que comenzamos en 1930 y que no se ha detenido, a pesar de chispazos de reacción, siempre abortados.
La destrucción institucional tiene dos líneas de fractura. Una es comunmente mencionada y se refiere al olvido de la separación de poderes y competencias entre los órganos del Estado, singularmente grave al ser el nuestro un país de raíz federal y en consecuencia haber logrado diseñar en su Constitución un complicado sistema de equilibrios cruzados destinados a resguardar la imbricación virtuosa entre los poderes del Estado nacional y de las autonomías provinciales, por donde pasan la mayoría de las necesidades básicas de los ciudadanos. Las groserías institucionales que rompen ese equilibrio, agravadas hasta el paroxismo por la administración kirchnerista, han minado el consenso constitucional al someter la justicia y el parlamento a la discrecionalidad de una persona que ni siquiera cuenta con legitimidad de origen o del desempeño de un cargo público, pero que se ha convertido en el gran decisor de impuestos y gastos, condenando a quien se le ocurra y beneficiando a quien lo apoye con recursos confiscados en forma arbitraria a millones de compatriotas.
No sólo eso: el diseño de un sistema de coacción a la justicia muestra hoy a magistrados aterrorizados ante cualquier causa que implique investigar al oficialismo, en condiciones de terminar la carrera judicial con procesos amañados administrados por una institución que en los diferentes países en los que existe fue pensada para aumentar la independencia del Poder Judicial, pero ha sido convertida en la Argentina en una especie de Comité de Salud Pública de la Revolución francesa. La gran cantidad de jueces que se excusan en la causa que investiga por corrupción al diputado Kunkel, comisario político del oficialismo en el Consejo de la Magistratura, es la aberrante demostración de ese disciplinamiento, tanto como el cínico comentario del imputado: “Hacen bien en excusarse”. Por mucho menos que esto, el país sufrió las guerras civiles que demoraron en varias décadas su organización institucional.
Pero la otra línea de fractura es muchísimo más grave, porque atraviesa en mayor o menor grado a la mayoría de las fuerzas políticas: es la fractura entre la soberanía de los ciudadanos y las competencias del poder. Esta fractura, cuyo inicio más nítido puede observarse en el golpe de 1930, se apoya en la creencia de que existe un “poder” superior a los ciudadanos, con una presunta legitimidad superior justificada en los “estados de excepción”, que cada gobierno sucesivamente se encargaría de interpretar en diferentes formas alegando también distintas circunstancias y necesidades, y en virtud de la cual podrían imponerse a las personas “sumisiones o supremacías” al margen de las previstas en la carta constitucional, desde la confiscación de sus ahorros hasta la prohibición del comercio, desde la incautación arbitraria de sus bienes hasta la invasión de su privacidad, desde la coacción de su libertad de expresión hasta eliminación lisa y llana de su libertad de elegir.
Y sostenemos su gravedad sustancial porque una vez rota la convicción de que el poder surge de la soberanía de los ciudadanos, la tentación es legitimarlo en construcciones premodernas, étnicas, nacionalistas, ideológicas, integristas, culturales o religiosas. “Los pueblos originarios”, la “patria”, la “revolución”, o el propio “Dios” reemplazan a las personas, en cuanto ciudadanos, de su condición de base fundamental y última del sistema legal y político.
Ambas rupturas son la explicación de la decadencia argentina, que no responde a orientaciones filosóficas, ubicaciones ideológicas o raíces culturales.
Una visión pan-óptica de esta realidad nos mostrará, por supuesto, grisitudes. Hay personas, y fuerzas políticas y sociales “progresistas” y “moderadas”, que extrañan la institucionalidad y sienten una ansiedad casi genética por la vigencia del estado de derecho. Creen en el destino de una Argentina abierta y plural, democrática e integrada al mundo, libre y equilibrada, apoyada en hombres y mujeres dueños de su destino. En el otro extremo, hay personas y fuerzas que se sienten desobligadas totalmente de las instituciones constitucionales, aunque sus representantes hayan jurado “por Dios y los Santos Evangelios” disponer del poder dentro de los límites y formas de la Constitución, llegando en estos tiempos al extremo ya mencionado que no conmueve en lo más mínimo a quienes sostienen el actual –inconstitucional- marco de poder, el que no podría disponer de la discrecionalidad que muestra sin contar con respaldo en el Congreso, en la formación política que lo apaña y en los co-beneficiados de sus incautaciones y caprichos. Pero a fuer de ser honestos, debemos decir que hay también, entre ambos extremos, diferentes gradaciones que se ubican más o menos cerca de la ortodoxia institucional, o más o menos cerca de la justificación del robo y la arbitrariedad.
La Argentina ha ido retornando, desde hace ocho décadas, a la lucha que comenzó con la Revolución de Mayo y que le diera su partida de nacimiento en el concierto internacional: aquélla dirigida a institucionalizar su convivencia en los marcos de la modernidad. Tuvo en estos casi ochenta años avances y retrocesos, sin lograr hasta ahora que su proyecto modernizador fuera respetado por quienes juraron por él, en diferentes etapas de su historia contemporánea. Devaneos seudoideológicos, deformaciones dogmáticas nacionalistas, estructuras populistas y clientelares premodernas, más propias de la Colonia que de la gesta revolucionaria, han tironeado hacia atrás tratando de hacer retroceder el reloj de la historia patria a tiempos oscuros. En este retroceso se asientan, hoy, contradictoriamente, los nuevos desafíos del mundo del tercer milenio.
Su mejor símbolo lo ha dado la propia señora presidenta, al sugerir que su mandato responde a un “designio de Dios” como lo ha expresado días atrás en Villa Dolores, ignorando que el destino de los hombres es el resultado de su propia construcción y que significa un escapismo culpar a Dios de los bienes o males que son de nuestra propia responsabilidad.
Es responsabilidad de los propios argentinos a quién elegimos como nuestros representantes. Es responsabilidad de los representantes cumplir con la normas que juraron respetar. Es responsabilidad de cada persona, de cada ciudadano, expresar con claridad sus convicciones y participar con madurez en la reflexión y decisión sobre el futuro común.
Y es, por último, responsabilidad de todos encarrilar al país nuevamente en el estado de derecho, corrigiendo escrupulosamente las usurpaciones y deformaciones que está sufriendo, no sólo por el arbitrario comportamiento de un sicópata, sino de la canallesca complicidad de muchos que, pudiendo y debiendo detenerlo, prefieren esperar que el destino, o el “designio de Dios” corrija lo que está, ineludiblemente, en la responsabilidad secular.
Dios, para quienes creen en él y en él se inspiran, se encargará en el otro mundo de acercar su gracia, premiar y castigar a quién lo merezca. Mientras tanto, señora, sería bueno que recuerde que usted está allí porque los ciudadanos –y no Dios- la votaron para que ejerza su rol –a usted, y a nadie más que usted-, detro de las normas y con los límites claros que establece la Constitución y las leyes. Y que si no lo hace, de su falta o incapacidad no será responsable Dios, sino usted misma y quienes se lo permiten, y por ello deberán responder de lo que hacen ante los tribunales seculares mucho antes de tener que enfrentar el juicio trascendente.
Ricardo Lafferriere
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