El ideal kirchnerista de una sociedad sin represión es
loable Sin embargo, el peligro es olvidar que se trata de una meta a alcanzar,
no un punto de partida. Se llegará a él como consecuencia del éxito educativo. Y
este éxito será, a su vez, la consecuencia de una acción persistente, lúcida, y
con frutos en el largo plazo.
La convivencia organizada es resultado del juego de dos
componentes fundamentales en la organización de una sociedad: la educación y la
coerción. Cuanto más exista la primera, menos necesaria es la segunda.
La Argentina había alcanzado y estabilizado durante casi
todo el siglo XX la ecuación “más educación – menos coerción” como resultado
exitoso de un compartido modelo tácito de país. Lo iniciaron los conservadores
que diseñaron la escuela pública a fines del siglo XIX, lo continuaron los
radicales que impulsaron su desarrollo en las primeras décadas del siglo XX y
luego los peronistas que, aún con cuestionables deformaciones en los
contenidos, la expandieron significativamente a mediados del mismo siglo. Esa
ecuación sufrió en las últimas décadas un enorme retroceso de su componente
educativo.
La observación de los saqueos de estos días nos muestra a jóvenes
entre adolescentes y los veinticinco años. De los integrantes de ese grupo
etario, el cincuenta por ciento no estudia, no trabaja, y no tiene horizontes
de vida. Han nacido y crecido en la última década del siglo pasado y la primera
de este siglo.
Son el resultado de la educación -o la falta de ella-
recibida durante las dos versiones del peronismo-gobierno, la primera que
desmanteló y desarticuló la educación pública transfiriendo las escuelas a las
provincias sin los recursos necesarios y dinamitando su unidad curricular, y la
segunda que culminó la tarea vaciando de valores los contenidos educativos y
dejando al sistema sin objetivos.
Desde 2003 hasta ahora, la escuela pública ha
perdido un promedio de 24.000 alumnos por año a pesar del aumento poblacional.
Una sociedad sofisticada, con un pueblo educado, habría
hecho casi innecesario el componente represivo, limitado a casos puntuales de
delitos que expresan disfunciones realmente excepcionales. En el otro extremo,
una sociedad primitiva, sin educación, requerirá de ese componente represivo
como la única forma de contener los instintos vitales primarios -comida,
alimentación, reproducción, riqueza-.
La educación hace posible el juicio de valor de los propios
actos, abre el camino a la realización personal, permite imaginar horizontes
para perseguir, y brinda las herramientas para hacerlo. Incentiva, por último,
la tendencia a la equidad.
La coerción no es igual en todas partes. Puede ser impuesta
por una sociedad totalitaria o un gobierno crudamente represivo, o puede
apoyarse en leyes penales debatidas públicamente, sancionadas por el Congreso
que representa la sociedad y aplicadas por la justicia independiente en un
estado de derecho.
No es posible la convivencia organizada en una sociedad sin
educación ni coerción. Por supuesto que es preferible lo primero, con políticas
públicas coherentes y adecuadas; pero si ellas no se dan, la coerción terminará
siendo vista como la única solución ante la violencia desatada. La experiencia
de 1976, con la mayoría de los argentinos recibiendo con alivio al “proceso”
ante la violencia desatada por los grupos peronistas enfrentados que llenaban
de sangre las calles es una experiencia para no olvidar.
Económica y socialmente, además, en la última década del
siglo XX se alteró estructuralmente el índice de desempleo, llevándolo del tradicional
4/5 % al piso del 20 %. Desde fines de los 90 fue necesaria la implantación de
"planes" que, aunque imprescindibles para establecer un piso de
sobrevivencia, desjerarquizaron el valor del trabajo y terminaron generando un
tejido clientelar - rentístico que significó una deformación también
estructural del debate democrático y la participación política.
La "reducción del desempleo" de la primer década
del siglo XXI tiene un componente fundamental en esta red de planes sociales,
sin ampliar el trabajo productivo ni mejorar el adiestramiento de los
ciudadanos para una economía dinámica y competitiva. No es igual un “empleado”
de la economía productiva, que un “no desempleado” porque recibe algún plan de
ayuda social, aunque la estadística los presente iguales.
El retroceso educativo de la sociedad no es una ocurrencia
opositora. Lo evidencia cualquier indicador que adoptemos para medirlo, desde
la captación y repitencia hasta la retención, y se hace patético cuando se
evalúan imparcialmente los niveles con los que egresan los jóvenes de la
primaria y la secundaria. Las pruebas internacionales de calidad educativa
muestran a nuestros jóvenes superados ya por los de Cuba, Uruguay, Chile,
Brasil, Paraguay y varios países centroamericanos.
Estos cambios alteraron el equilibrio social e hicieron que
la convivencia en paz dejara de ser un valor compartido, para apoyarse en la
capacidad de mantener financiado el entramado de planes.
Otro retroceso, el institucional, agrega dramatismo al cuadro.
Ante la desarticulación del estado de derecho, la tendencia a la represión sin
normas está a la vuelta de la esquina. Estamos en el límite mismo de una sociedad estable, sólo protegidos por
la autoconciencia de los argentinos, sin poder contar con la acción eficaz –ni educativa,
ni represiva- de un gobierno prudente y respetuoso de la ley.
En la primer década del siglo XXI, un nuevo protagonista se
incorpora al cuadro: el narcotráfico imbricado en complicidades políticas,
policiales, judiciales y empresariales, sostenidas por el peronismo versión
kirchnerista. La consecuencia inexorable de la combinación de estos elementos
es el crecimiento estructural de la inseguridad y de la tensión social, a veces
latentes, a veces desatadas, pero siempre presentes.
La ficción de que todo anda bien se mantuvo mientras pudo
ocultarse tras una prosperidad ficticia, apoyada en saqueos periódicos de riquezas ajenas (y no
precisamente en los supermercados) y en la liquidación del capital histórico
del país. Cuando éstos se acabaron y no hay más recursos fáciles para
arrebatar, las heridas sociales quedan a flor de piel y prontas a sangrar,
alimentadas por los ejemplos depredadores de las propias autoridades políticas.
Cualquier razonamiento elemental no puede dejar de
considerar justificado avanzar sobre lo ajeno si observa al gobierno apropiarse
de empresas, de fondos privados y hasta de bienes inmuebles -como lo ha hecho
con el predio de la Sociedad Rural- o a los funcionarios adueñarse a precio vil
de bienes públicos, como los ya famosos terrenos fiscales de Calafate
entregados por centavos al patrimonio de la pareja que conformaron los dos
últimos presidentes, cuyo conocimiento no está limitado a cenáculos áulicos
sino que son del dominio público, porque en la sociedad hiperconectada que
vivimos no hay secretos.
Lo demás viene solo, como un dominó. Si está preparado el
terreno, cualquier chispa lo enciende. Y la reacción del oficialismo -siempre
la misma- de intentar fabricar responsables políticos o demonizar a la pobreza
desbordada en lugar de hacerse cargo de los problemas en forma concreta,
rectificando su rumbo con humildad, nos ubica en la última etapa del drama, con
final abierto porque difícilmente las cosas se arreglen por su propia dinámica
en el escenario económico, tal como es previsible a fines del 2012.
La conclusión es, una vez más, la misma: la urgencia de un
gran diálogo nacional, alejado del ideologismo -a esta altura, infantil- en
condiciones de servir de relevo en el momento oportuno produciendo no sólo un
cambio de gobierno, sino de época.
La alternativa...tal vez mejor ni pensarlo.
Ricardo Lafferriere