Como lo habíamos pronosticado hace algunas semanas en esta
misma columna, el desemboque del contencioso ruso-ucraniano estaba “cantado”:
en un corto lapso, por una u otra forma jurídica, Rusia lograría anexarse la
península de Crimea arrebatándosela a Ucrania.
Al parecer, las reacciones del resto de las potencias no
pasa de algunos rezongos formales. Un par de decenas de dirigentes rusos no
podrán ingresar a Estados Unidos –seguramente, por un tiempo-, y están
estudiando “si siguen invitando a Putin al G 8”.
Rusia, por su parte, ha dejado trascender que aspira a otros
territorios del este de Ucrania, con los que linda y en los que existe mayoría
de población de habla rusa.
¿Es el mundo que viene, como en forma visceral lo
afirmábamos en una nota anterior? ¿o en realidad, son los estertores del mundo
que se resiste a morir? ¿O ambas cosas?
Aún sin adscribir dogmáticamente a las interpretaciones
marxistas de la sociedad y de la historia, es nuestra convicción que la
conformación y funcionamiento de la economía condiciona fuertemente el rumbo de
los procesos sociales. La economía, a su vez, encuentra su motor en los avances
tecnológicos, que por definición son incrementales y suelen escapa a la
voluntad del poder.
La formidable revolución tecnológica que el mundo
protagonizó durante el siglo XX, acelerada dramáticamente en las últimas tres
décadas del siglo pasado, tienen un sector predominante: las comunicaciones.
Éstas crearon una red envolvente en el planeta, que sostuvo y potenció -con el
surgimiento de Internet-, el último proceso globalizador.
La característica principal de este proceso es la
conformación de un sistema económico encadenado, en el que los sectores más
dinámicos –y por lo tanto, ciertamente hegemónicos- de la economía mundial han
escapado a los marcos nacionales y se referencian con el mundo como un todo.
Producen globalmente, se financian globalmente, abastecen el mercado global y
están ciertamente mucho más emancipados de los países que les sirvieron como
base de desarrollo en el siglo XX.
Los mercados globales son la característica del nuevo
sistema económico, del nuevo “paradigma”. La nueva economía no puede funcionar
encerrada en el marco nacional, por razones de escala, y la revolución de las
comunicaciones le permitió consolidar su morfología universal.
El próximo paso es la construcción política global, que va
ciertamente con retraso a la marcha de la economía. La política debe reformular
un entramado legal que ponga coto a los desbordes financieros, que edifique un
piso de dignidad universal para evitar la superexplotación de los más débiles -mano
de obra esclava, de niños, mujeres o ancianos-, que regule con la fuerza
necesaria las emisiones de gases de efecto invernadero y otros tóxicos
contaminantes de la atmósfera de todos, que proteja los recursos naturales no
renovables, que ponga coto al delito global….y otros temas no menos importantes
inherentes al control humano del mundo globalizado.
Ésa es la agenda positiva de futuro. Frente a ella, aparecen
los estertores del pasado. Quienes resisten la marcha de la humanidad y añoran
los Estados policíacos y autoritarios. Que sueñan con volver al mundo de las
economías cerradas, los juegos geopolíticos y militares, los Estados como
únicos protagonistas importantes, la indiferencia frente a los derechos de las
personas, a la protección ambiental o a la superexplotación de los recursos
naturales y la convivencia cómplice con las redes delictivas globales.
Esa es la línea de choque que está atravesando hoy Ucrania.
Un sector del país, añorando los tiempos del Estado planificando todo, quiere
volver atrás. Otro, el más dinámico, el que aspira a la convivencia en el marco
de la ley –nacional e internacional-, que cree en las instituciones
democráticas como mejor método de convivencia, en la libertad creadora de las
personas, en la condición cuasi-sagrada de sus derechos y fundamentalmente
en un futuro globalizado y libre, quiere
seguir avanzando. Lo que da originalidad al proceso ucraniano es que este
conflicto, que virtualmente se da en todos los países, allí se junta por sus
particularidades históricas y vecindad geográfica con las aspiraciones neoimperiales
de la arcaica oligarquía rusa post-soviética.
Por supuesto que –como todos los análisis sociales- los
párrafos anteriores rozan la caricatura. Hay oligarquías corruptas en Ucrania
que aspiran a hacer negocios oscuros con el petróleo y los oleoductos, y hay
decenas de miles de ciudadanos rusos condenando el peligroso expansionismo de
Putin, manifestándose en Moscú en estos días contra la anexión de Crimea y
luchando por una Rusia libre, democrática, integrada al mundo que viene. Pero
no son aún los predominantes.
El precio de esta tensión entre pasado y futuro parece ser
la fragmentación. El peligro es que esa fragmentación –que no significa otra
cosa que el renacer de los juegos geopolíticos y militares del siglo XX-
continúe marcando la agenda diaria, desplazando a la agenda de futuro. Que en
lugar de energías renovables, potenciemos nuevamente el petróleo. Que en lugar
del derecho hablen las armas. Que en lugar de un mundo en paz volvamos al
reinado de las banderas de guerra.
Por lo pronto, Putin logró lo que buscaba: agregar una pieza
a la reconstrucción del imperio soviético, a contramano de la economía, la
tecnología, la libertad, la democracia y la política. Hace pocos días un lúcido
analista argentino, Carlos Perez Llana, sostenía “Rusia ganó Crimea, pero perdió
a Ucrania”. Agregaría que Ucrania pierde territorio pero gana libertad. Los
habitantes de Crimea quieren volver a ser ciudadanos rusos. Los ucranianos
quieren ser ya ciudadanos del mundo.
Pero mucho más importante que Rusia o que Ucrania –al fin y
al cabo, “marcas” políticas temporales propia del mundo de Estados-Nación, ambas
de disímil suerte en el pasado e impreciso futuro-, es que frente a la
impotencia ante los pasos de Putin, los seres humanos que vivimos en este
planeta, en pleno siglo XXI, tengamos que volver una vez más a prepararnos para
la violencia si queremos construir en paz el mundo que viene. Y ese es, tal
vez, el saldo más dramático y preocupante de la crisis de Crimea.
Ricardo Lafferriere