martes, 12 de mayo de 2015

Democracias de audiencias

Hace un par de décadas, el politólogo francés Bernard Manin publicaba su obra “Principios del gobierno representativo”, en la que formulaba su clasificación sobre los tres grandes “estilos” que caracterizaron los sistemas de la democracia representativa desde fines del siglo XVII.

Tres grandes épocas marcaron formas de organización y funcionamiento de los sistemas democráticos  que, aún sin cortes tajantes –porque de una u otra forma, las características de los tres se expresan en todos- indican la preeminencia de determinados factores según la etapa histórica.

Se trata de la “democracia parlamentaria” originaria, la “democracia de partidos” que la siguió y de la “democracia de audiencias” de los tiempos actuales.

En la primera, la selección de los parlamentarios no respondía a otra cosa que a sus prestigios personales en sus comunidades. Los electores delegaban en sus vecinos más reconocidos la representación para legislar y gobernar. Los debates políticos y sociales llegaban “hasta la puerta del parlamento”, pero se suponía que no debían incidir en los legisladores, quienes decidirían según su criterio más justo deliberando y pensando libremente lo que consideraran mejor para su país. Esa forma no admitía subordinaciones partidarias ni lealtad a otro “colectivo” que no fuere la Nación, sus distritos y su conciencia. Iniciada en el parlamentarismo originario de la “Revolución Gloriosa”, en Inglaterra de fines del siglo XVII, fue la manera de funcionar de los cuerpos colegiados hasta  bien entrado el siglo XIX.

La segunda trasladó los debates político-sociales a los senos de los partidos políticos, que pasaron a ser concebidos como espacios colectivos de representación de grupos sociales específicos y de ideologías determinadas. Los legisladores perdieron autonomía y sus facultades de decisión pasaron a los cuerpos partidarios a los que respondían. Los parlamentos se convirtieron en lugares de contabilización de voluntades, ya definidas por fuera de sus muros. Las decisiones políticas respondían casi mecánicamente a las mayorías y minorías electorales, sin que hubiera lugar para cambio de opiniones en razón de los debates. Fue la democracia característica de las sociedades de masas, desde mediados del siglo XIX hasta pasada la mitad del siglo XX.

La tercera es la que Manin define como “democracias de audiencias”. Los debates no se dan por fuera de los parlamentos, ni exclusivamente dentro de ellos, ni tampoco sólo dentro de los partidos, sino en todo el cuerpo social, alimentados por los grandes medios de comunicación y los grupos de interés de más diversa factura, a los que hoy agregaríamos las redes sociales. Las elecciones no responden a los prestigios personales locales, ni a la identificación con sectores sociales o ideologías. Las “lealtades” parlamentarias se hacen lábiles y no implican subordinaciones a fuerzas políticas estables. Por el contrario: la selección de candidatos responde más bien a las construcciones de imágenes masivas, los prestigios reconocidos no son los locales sino el “conocimiento”, “confianza” y “empatía” que inspiran en los grandes electorados y las decisiones que tomen reflejarán los debates sociales que formarán cambiantes “estados de conciencia” sobre temas diversos, variables y fluctuantes.

El programa de Tinelli presentando a los tres principales (en cuanto “más medidos”) candidatos presidenciales con sus esposas señaló la llegada definitiva de la democracia de audiencias a nuestro país. Su propósito –evidentemente- no fue expresar una “ideología” o representar a un “sector social” determinado, sino llegar al gran público con capacidad de seducción y generación de empatía. La ausencia de compromisos sobre temas específicos refleja la necesidad de mantener abiertas opciones que pueden variar en el largo camino hacia el día del comicio, o incluso hasta el propio eventual gobierno. Tal vez Carlos Menem fue el que con mayor claridad definió estas necesidades cuando dijo, en 1990, cuando la democracia de audiencias asomaba en Argentina: “si hubiera dicho lo que iba a hacer no me hubiera votado nadie”.

¿Es buena o es mala la “democracia de audiencias”? No es una pregunta vana. Si la democracia de audiencias está definitivamente instalada, tampoco la actitud de los candidatos es condenable: hacen lo que se espera de ellos, y actúan en el espacio en el que se definen voluntades que al final terminarán expresándose en el comicio.

¿Es posible reemplazar la democracia de audiencias? Parece una tarea difícil. Responde a la estructuración y la dinámica de los tiempos, con altos grados de incertidumbre sobre los riesgos que deben enfrentarse, sobre los aliados con los que pueda contarse y con imposibilidad de prever el surgimiento de imprevistos, aún en el cortísimo plazo. Los ciudadanos no creen en los partidos ni en las ideologías, porque han aprendido lo que les enseñó la realidad: ni unos ni otros tienen verdades permanentes o estables, y durante sus vidas –cortas o largas- han experimentado ya los límites de unos y otras, cada vez más reducidos en sus posibilidades.

Tal vez la pregunta debiera entonces formularse de otra forma: Habida cuenta que la democracia representativa de hoy funciona con estas características, ¿cómo mejorarla?

Ignoro si alguien tiene una receta. Por lo pronto, parece que un mínimo de eficacia demandaría la existencia de partidos políticos modernizados. Y reitero: de partidos políticos. Modernizados. Los partidos requeridos por los nuevos tiempos requieren funcionar como marcos de debates primarios, lugares de elaboración de propuestas de gobierno coherentes, frescura intelectual para interpretar la nueva agenda, capacidad de construcción de acuerdos puntuales sobre temas específicos de mayor o menor extensión en el tiempo. Pero esta democracia no es funcional a partidos congelados en agendas fuera de época, durezas ideológicas propias de los tiempos de las “democracias de partidos”, burocracias esclerosadas o en la impostación de épicas históricas.

Tal vez partidos con esas nuevas características podrían servir eficazmente a los ciudadanos para alimentar las portentosas posibilidades de millones de personas que viven las nuevas formas de la democracia y calificar los liderazgos. Si ello no ocurre, persistirán solamente los “liderazgos” –renovándose sin contenido, o con el contenido que les marquen las agendas diarias de sus asesores de imagen, o en el mejor de los casos, respondiendo a las convicciones íntimas de cada “líder”-  y las sociedades se resignarán a ellos esperando el momento de su ratificación o de su cambio, ignorando las mediaciones políticas que considerarán cada vez más inservibles.

Alguna vez hemos escrito que el “poder” es un concepto antropológico que ha acompañado desde siempre la vida en sociedad. Existen sociedades sin ideologías, pero no existen sociedades sin poder. Es el primer paso, lo “sustantivo”. Los ciudadanos lo sienten, lo intuyen, lo “saben”. Siempre construirán liderazgos para ejercer el poder.

La modernidad entendió que ese poder debe dividirse, limitarse, acotarse.  Estableció Constituciones, leyes, Justicia. Es lo “adjetivo”. En la opción, si se presentan como opciones, siempre ganará lo primero. Las convicciones democráticas de aquellos ciudadanos interesados en especial por lo público deberá encontrar la forma de articular ambos conceptos, para no regresar al “puro poder”, propio de las sociedades premodernas. Deben hacerlo sobre las condiciones sociales que se viven, no sobre las que les gustaría. Contener el poder dentro de la política sigue siendo el desafío de la democracia en sus tres versiones.

Comprender la dinámica cambiante de las sociedades es requisito necesario para aspirar a representarlas. Las democracias de audiencias están llegando para quedarse y quizás no haberlo comprendido abrió el camino a liderazgos estrambóticos, incapaces de gestiones maduras y responsables, pero que interpretando la necesidad de “poder”, supieron entender la forma de lograr una representación escasamente dirigida al bien común, sino a sus propósitos –personales- de poder y riquezas.

La fórmula del éxito quizás sea “liderazgos democráticos con partidos modernos”. El gran desafío para los ciudadanos de hoy.

Ricardo Lafferriere



martes, 28 de abril de 2015

Clase media

A pesar de su correcto título, y –al final- también correcto contenido, la nota de La Nación que firma Francisco Jueguen aparecida en la sección Economía del domingo comienza con el tradicional “cliché” que ridiculiza a la clase media argentina presentándola como integrada por personas que pretenden aparentar mayor poder económico del que realmente poseen, que gustan de explotar a quienes se encuentran en inferior condición social en pequeñas actitudes de la vida cotidiana y daría poco menos que la vida por contar con los artefactos simbólicos ejemplificados por el celular, la casa y los colegios privados.

Así se “dibuja” el sector social que define el título, como si esas conductas les fueran exclusivas o aún predominantes.

El preconcepto se apoya en una crítica social puesta de moda a mediados del siglo XX por pensadores “nacional-populistas” entre los cuales descolló Arturo Jauretche, cuando, recién sumado al peronismo, pretendió expresar en varias de sus obras la descalificación tendenciosa de los opositores que, en su gran mayoría, pertenecían a los sectores medios.

Toda generalización es injusta, dice el apotegma. Valga decir, simplemente, que nuestro país muestra sus singularidades positivas en América Latina, curiosamente, como resultado de la acción de sus clases medias. Y ello ocurrió desde que nació el país.

Pertenecieron a las clases medias de entonces nuestros principales próceres. Moreno, Monteagudo, Castelli, Belgrano y la mayoría de los revolucionarios de Mayo. También los constituyentes de 1853. Y la mayoría de nuestros presidentes constitucionales.

Fue de clase media Domingo Faustino Sarmiento y lo fue también Yrigoyen, Frondizi, Illia, y el propio Perón. Se formaron en la educación popular de la clase media nuestros premios nóbeles –Leloir, Houssay, Milstein, Pérez Esquivel, y hasta podríamos mencionar a Saavedra Lamas, que a pesar de su apellido patricio se formó en un hogar de clase media.

Son de clases medias los millones de compatriotas que aportan su trabajo y esfuerzo en innumerables ONGs por las causas más diversas, desde la ayuda a los compatriotas necesitados hasta la solidaridad en la protección del ambiente, la biodiversidad, la prédica por la igualdad de género o la protección a la niñez, contra la trata y por una mejor convivencia.

Son los valores de las clases medias los que se ponen en cadena en la búsqueda de una sociedad con mayor seguridad y protección para nuestras familias y nuestros jóvenes. Son de clase media los integrantes de Cáritas y de las Madres del Dolor, los de Médicos sin Frontera y los de Un techo para mi país, los del Banco de Alimentos y los de las organizaciones de defensa de consumidores.

¿Que los hay también discriminadores, hipócritas, ladrones o tramposos? Seguramente. Como los hay entre los compatriotas de clases altas y bajas. Hay miserables entre todos. Como hay admirables y respetados también entre todos. Hay ricos que han dejado su fortuna por el bien común –tal vez, entre los políticos, Marcelo T. de Alvear sea el ejemplo paradigmático- y hay pobres de solemnidad que han marcado ejemplos de vida –como los innumerables y anónimos padres y madres de hogares humildes golpeados por el narcotráfico que les arrebata sus hijos y la trata que les secuestra sus jóvenes para explotación sexual, pero que no dejan de luchar por sus derechos y su dignidad ante políticos inescrupulosos –normalmente, enriquecidos- que intentan clientelizar su voluntad tomando ventaja de su pobreza y sus necesidades.
Y también hay pobres que cometen delitos atroces, sin justificación ni excusa razonable, tanto como ricos sin vergüenza ninguna al momento de enriquecerse con recursos públicos, contracara de las necesidades básicas insatisfechas de miles de jubilados, pensionados o compatriotas pobres. Las generalizaciones –repito- son siempre injustas.

Desde esta columna hemos expresado varias veces que admiramos a los valores de la clase media argentina. Ella nos dio el país empujando a los timoratos y pudientes –en tiempos fundacionales- hacia caminos de mayor audacia. Ella nos hizo un país con una educación ejemplar. Ella nos dio la Universidad para el pueblo. Ella colonizó nuestra pampa húmeda con la ética del trabajo, sobreponiéndose a la explotación de ricos estancieros. Ella habilitó la movilidad social y sembró de valores de honestidad, valoración del trabajo y el esfuerzo, el ahorro y el respeto.

Y ella, ya en tiempos contemporáneos, nos trajo la democracia y la defensa visceral por los derechos humanos, con el liderazgo de otro de sus hombres, Raúl Alfonsín, al frente de millones de argentinos que no se resignaban a la alianza autoritaria que daba sustento al salvajismo del proceso, y que comprendía un arco en el que algunos exponentes de los otros extremos –de arriba y de abajo- delataban, apresaban, torturaban y ejecutaban, sin sentimiento ni vergüenza, a miles de compatriotas.

Las cosas, entonces, en su lugar. Trabajemos por un país plural y abierto, dinámico y libre, justo y democrático. Construyámoslo entre todos –ricos, “medios” y pobres-. Recuperemos el orgullo de vivir en un estado de derecho con vigencia de la ley y el no menor orgulloso sentimiento de respetarnos los unos a los otros. 

Juntemos esfuerzos por mejorar nuestra convivencia tendiendo hacia cada vez más cuotas de equidad e inclusión social. Y entendamos que una sociedad plural nos necesita a todos, sin los fáciles y negativos clichés de los que –si tuviéramos mala intención- muy pocos quedarían exceptuados.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 1 de abril de 2015

Para debate y reflexión – Sobre Piketty: una mirada diferente

La tesis central propuesta en el libro de Tomás Piketty del que hablaron muchos durante 2014 puede resumirse en la afirmación: “Dado que la tasa de retorno del capital crece más rápidamente que la tasa de crecimiento de la economía, la tendencia es a incrementar la desigualdad y a desembocar en una sociedad más inequitativa”.

De esa afirmación se deduce que la brecha entre los poseedores de capital y las remuneraciones se incrementa automáticamente creando inequidades insostenibles que deterioran los valores del mérito en el que las sociedades democráticas están basadas.

Mucho se ha debatido sobre la obra. Algunos, sosteniendo que las afirmaciones que contiene forman parte del saber económico institucionalizado y no agregan nada. Otros, encontrando en ella fundamentos para tesis heterodoxas de mayor intervención pública en la economía en busca de reinstalar la equidad.

Desde nuestra perspectiva, observamos que hay sociedades con alta tasa de crecimiento e inequidad en la distribución del capital, claramente injustas, coexistiendo con otras que han logrado igual o mayor capital acumulado pero que, en razón de diseños impositivos inteligentes, se encuentran en el lote de las más equitativas. La sociedad china tal vez pueda ser catalogada entre las primeras -como algunas latinoamericanas- y las europeas nórdicas entre las segundas. En el medio, la mayoría, incluida la norteamericana.

De hecho, el coeficiente GINI en China, Chile y Brasil se acerca a 0.50, en USA alrededor de 0.37 y los países nórdicos europeos entre 0.25 y 0.27.

El artículo que se encuentra en el link al pie agrega algunas reflexiones que matizan el análisis.

En primer lugar, la característica crecientemente globalizada de la economía aconsejaría realizar los análisis desvinculados de sus raíces nacionales y analizar al mundo en su conjunto. De hecho, en las últimas décadas, el cambio de paradigma productivo ha convertido a la economía en global y no es técnicamente adecuado dividir por países las series, si se busca obtener un dato confiable y objetivo del mundo cómo es hoy. El mundo ya no es lo que era y cualquier medida de políticas públicas limitada a un país será inocua si no se inserta en el marco del escenario general debidamente asumido.

En segundo lugar, es necesario seguir el dato de la demanda efectiva, central para detectar el grado virtuoso o vicioso del proceso económico. El consumo de la economía global no se encierra ya en pocos países desarrollados occidentales y Japón, sino que ha agrega dos mil millones de asiáticos -aunque también latinoamericanos y africanos- incorporados en los últimos lustros a la sociedad de consumidores.

La "clase media" del planeta crece rápidamente, con lo que implica en todos sus efectos -desde el confort hasta la polución- matizando las cifras con una realidad que no siempre es reflejada en los análisis. La incorporación de esta demanda no ha sido "forzada" desahorrando y liquidando capital fijo -como en Argentina- sino resultado de un crecimiento real de la oferta de bienes y servicios.

El tercer punto es la nueva estructura de clases, que hace complicado -y tal vez, desmedidamente reduccionista- agrupar en dos (capital y trabajadores) los destinatarios de la distribución del ingreso.

La sofistificación de la economía y de las sociedades que están surgiendo incorporan actividades que no pertenecen ni a uno ni a otro polo, actuando tanto desde la oferta de nuevos bienes y servicios altamente calificados y fragmentados hasta nuevos escalones de demanda imprescindibles para dar combustible a la marcha de la economía.

Igualmente, hay actividades económica y socialmente valiosas que se encuentran en el campo de los bienes comunes y otras que generan bienes de alto valor agregado a precios cercanos a cero, ubicándose sin embargo en la frontera tecnológica: comunicaciones, entretenimientos, softs, música y videos on-line, programas, “apps” para teléfonos inteligentes, etc. ¿Cómo calificarlas? Son producidas por grandes empresas capitalistas, pero objetivamente incrementan en forma sustancial el nivel de vida y confort de cientos de millones de personas prácticamente sin -o "casi sin"...- costo para ellas.

Y el cuarto, tal vez el más importante, es la transformación científico técnica incremental y acelerada, que nos está llevando al borde de un nuevo paradigma no ya económico sino socio-tecnológico. Nuevas fuentes energéticas, disolución en el límite entre la mente y la máquina, la inteligencia artificial, la fabricación personalizada (3-D), la creciente generación de espacios virtuales más que físicos, el crecimiento de bienes no ya simbólicos sino reales para los consumidores pero virtuales en su esencia, la Internet de las cosas, etc.

Estos cuatro aspectos, y fundamentalmente el último, nos han colocado en la cercanía de una ruptura milenaria en la historia humana, cuyas simientes se notan en el ambiente y eclosionarán en los próximos dos lustros para abrir una etapa en la que el mundo nada tendrá en común con el que conocemos.

La investigación rompe los viejos límites entre ”básica” y “aplicada” y avanza en el conocimiento y “domesticación” de la materia. Las experiencias en el Gran Colisionador de Hadrones, el descubrimiento del Bosón de Higgs y otras partículas de alta energía, la fabricación de elementos útiles para la nanotecnología como el grafeno, la profundización del conocimiento sobre los q-bits que permitirán la extensión del uso de la mecánica cuántica en mayores aplicaciones de la vida cotidiana, la manipulación nano-genética para medicina y diseño, los implantes mecánicos y biomecánicos en el cuerpo humano, la nanotecnología y la robótica aplicadas a la producción y la creciente agregación de capacidad de cálculo a los circuitos informáticos que ha superado ya el límite del cerebro humano y marcha aceleradamente a su superación, son a esta altura simples ejemplos del portentoso avance científico técnico que sorprende al compararlo con el de hace apenas una década, pero que a la vez apasiona al percibir sus exponenciales perspectivas en los próximos años.

El debate que dispara la obra de Piketty, aún con todos los matices indicados, es propio de la última etapa del mundo que se va. No contamos todavía con la información suficiente para estudiar en profundidad los nuevos problemas, los del mundo que viene, simplemente porque todavía no ha terminado de nacer.

Sin embargo, poner las reflexiones en perspectiva será útil para evitar la tentación de crear sobre un informado esfuerzo intelectual como el que ha realizado el economista francés un choque demasiado apasionado sobre un mundo que, en los hechos, como ocurre con los grandes animales exhibidos en los zoológicos propios de hábitats desaparecidos o en extinción, pertenece ya al escenario del pasado y son, en última instancia, testimonios más históricos que prospectivos sobre los escenarios que vienen y cómo encararlos.

Ricardo Lafferriere





martes, 24 de marzo de 2015

Los últimos meses de un ciclo arcaico

China tiene cuatro billones de dólares (o sea, cuatro millones de millones de dólares) de reservas. No son divisas lo que –precisamente- le están faltando.

Necesita, sí, expandirse en el mundo para conseguir los insumos requeridos por su crecimiento, que, aún ralentizado a la “modesta” tasa del siete por ciento anual, necesita petróleo, litio, soja, mercados para su industria ferroviaria y fábricas de armamentos, madera, libre acceso a los mercados de consumo masivo y si es posible, zonas para desplegar sus redes de observación global de tecnología dual insertas en su competencia-cooperación con su partner norteamericano.

La Argentina, por su parte, se encuentra en el fin de un ciclo político y el agotamiento definitivo de un capricho económico: la autarquía, modelo que sólo comparte con Venezuela y Corea del Norte –ya que el otro socio, Cuba, marcha aceleradamente hacia su nueva vinculación con la economía global a partir de su reanudación de relaciones económicas y políticas con “el imperio”-.

En ese cambio de ciclo, una administración con plenos poderes ha decidido hacer lo indecible para llegar al final de su mandato sin implosionar. Para lograrlo, no trepida en recurrir a las medidas económicas más desaconsejables y disparatadas desde la perspectiva de una gestión sana.

Los pasos son múltiples. Financia su déficit fiscal con emisión de papel moneda, impulsando una inflación que impregna todos los eslabones del circuito económico. Multiplica el endeudamiento público intra-estado, apropiándose de reservas en divisas y canjeando activos del sector previsional –garantía de la solvencia para abonar a los pasivos- por bonos públicos sin valor. Imposta su incumplimiento de deuda externa, manifestando que paga, pero manteniendo los montos que dice pagar como “reservas” activas en la contabilidad del Banco Central. Canjea el circulante por bonos con intereses leoninos que alimentan la inflación con un déficit cuasifiscal que se va tornando inmanejable.

Pero éstas –y otras- medidas que no aconsejaría ningún economista ni político prudente, ni de “izquierda” ni de “derecha” no se limitan sólo al plano interno. La obsesión se ha traslado hacia la relación con China, dispuesta a avanzar con préstamos de corto plazo (los “swap”) que deberá devolver el próximo gobierno, a cambio de concesiones que harían palidecer no sólo a los que firmaron el Pacto Roca-Runcimann sino a los negociadores criollos con la Baring Brothers.

Diez u once mil millones de dólares, para China, son una propina. Dar esa propina a cambio de todo lo que necesita –entre muchas otras cosas desde la soja hasta el litio, desde la colocación de excedentes ferroviarios hasta la concesión de obras públicas sin licitaciones, desde petróleo hasta una base militar de seguimiento misilístico- es un gran negocio.

Para el gobierno argentino que se va, también. Con diez mil millones de dólares, en la dimensión de la economía argentina y sin obligaciones de racionalidad en el gasto –justamente, porque se van y porque el Congreso está dominado por sus “levantamanos todoterreno”- se pueden hacer maravillas. 
Como por ejemplo, mantener el jubileo del consumo hasta fin de año, cuando haya que devolverlos junto al pago demorado a los acreedores en mora y los créditos “dólar-linked” que deberá devolver también el próximo gobierno, junto al pago efectivo de las sumas que éste no paga y mantiene irónicamente como “reservas”.

No sólo eso. Con los dólares fáciles puede seguir lastrando la inflación –aunque al precio de seguir acentuando la recesión- y seguir rifando “dólar ahorro” al precio oficial, con divisas por las que debemos pagar no sólo los altísimos intereses que nos cobran, sino que se escamotean a las importaciones de insumos industriales y a los pagos que las empresas productivas deben realizar a sus proveedores del exterior, empujándolas a obtener esos dólares en mercados semi clandestinos, a un precio un tercio superior. O a despedir trabajadores, o cerrar.

Lo que está haciendo la gestión que termina podría ser calificado sin exageración de antipatriótico, pero no es el propósito de esta nota. La impunidad con que lo hacen anuncia un tiempo de desfiles en tribunales y fiscalías, como es usual en la Argentina –tal vez, como un eco de lejana resonancia de los viejos “juicios de residencia” de tiempos coloniales-. Son una figura más conocida y menos glamorosa: apenas aprendices de brujos, pretendiendo dominar el destino.

Los problemas generados reclamarán respuestas, y para ello el peor camino de la oposición sería el de disimular las falencias para poder atacar al próximo gobierno por los males generados por el actual.

La Argentina tiene frente a sí una posibilidad portentosa. Su retraso –incomprensible para el mundo- le ha abierto posibilidades de inversión en todo lo que se ha destrozado: transportes y comunicaciones, puertos y energía, autopistas y modernización estatal, equipamiento agropecuario e industrial, actualización del sistema ya obsoleto de servicios a la población. Las oportunidades no dependerán ya de buenos precios agropecuarios, sino de una gestión inteligente apoyada en la recuperación de la seguridad jurídica, “horrible palabra” para el actual ministro, pero plataforma imprescindible para todo el mundo que crece y se moderniza.

Esa seguridad jurídica necesita coincidencias mayores. Las elecciones seguramente generarán acuerdos de unos y otros para enfrentar con mejores chances la batalla por el acceso al gobierno. Es la lógica de la política agonal. Pero para gobernar el país se necesitará más, mucho más. Los acuerdos deben extenderse al punto de renovar el propio pacto nacional, el compromiso con el destino de todos compartiendo un país y cerrando definitivamente el absurdo enfrentamiento de la “grieta” que no nos deja conversar, sino que nos ha llevado a gritarnos desde trincheras unos a otros siguiendo el triste ejemplo presidencial.

Los acuerdos deberán olvidarse del “relato”. Dejar ir las épicas sepias de historias heroicas. Reemplazarlas por la mirada al horizonte, asentados en la realidad de una humanidad que está construyendo “la ciudad del futuro”, en la que la palabra de oro será “cooperación”, más que lucha.
Será el mayor desafío. Si lo logramos, el futuro de nuestro querido país estará asegurado. La Argentina es un milagro. Su sola existencia lo prueba, golpeada como está y a pesar de ello, renovando diariamente su trabajo, su esfuerzo y sus horizontes en la esperanza de su gente.

Sólo debe sacudirse la anquilosada verborragia que atrasa más de medio siglo. Levantar la mirada, girar la cabeza alrededor y observar no ya el mundo, sino la propia región.

Y volver a imbricarse con el mundo, incluso con China. Pero no para pasar la gorra entregando hasta la dignidad a cambio de una propina, sino discutiendo nuevos acuerdos en aquellos temas que habrán sido debatidos antes y generado consenso, como objetivos estratégicos nacionales, por la pluralidad democrática de la Nación expresada libremente en su lugar natural, el Congreso.



Ricardo Lafferriere

miércoles, 18 de marzo de 2015

La marcha del “Gran Juego”

El triunfo de Benjamin Netanyahu en las elecciones israelíes del martes agrega una complicación más a la ya de por sí delicada propuesta de Obama de avanzar en el acuerdo con Irán, en el que se conviene congelar por diez años su desarrollo nuclear pero, de hecho, se lo habilita una vez vencido ese plazo. En el ínterin, se acepta el desarrollo nuclear “pacífico” persa, con salvaguardas que están lejos de dejar tranquilos a los Israelíes.

Israel, a través de su primer ministro, protagonizó un hecho sin precedentes en la historia de las relaciones con Estados Unidos: habló en el Congreso norteamericano, invitado por las autoridades republicanas de la casa, oponiéndose en forma dura y hasta descomedida a la política exterior de ese país, específicamente a la propuesta del acuerdo con Irán impulsada por Obama.

Una coincidencia táctica, que puede parecer desconcertante para quienes no siguen de cerca el enredo del oriente medio, ha eclosionado en estos días con las declaraciones del Ministro de Relaciones exteriores de Arabia Saudita, el príncipe Turk Al Faisal. Ha expresado que, en el caso de avanzarse en el acuerdo, su país también impulsará nuevamente su programa nuclear, para mantener el equilibrio estratégico en la región.

Es que, en realidad, existen realidades subyacentes de raíz milenaria que en estos años están eclosionando por sus expresiones integristas. Ellas conforman lo que hemos dado en llamar la “guerra civil multidimensional” en el mundo musulmán, cuyos actores protagonizan juegos de alianzas cruzadas y cambiantes alterando la posición relativa de los demás.

La más profunda y permanente es la que confronta a los defensores de la fe tradicionales, los sunitas, cuyo “hermano mayor” es la Casa de Saúd, Arabia Saudita, custodia de los lugares santos de La Meca y Medina, con los rebeldes del Shia, los shiítas, liderados por Irán. Esta grieta no ha solido ser violenta, pero se ha mantenido con la profunda diferencia de visiones religiosas. Cuando no eclosionan en enfrentamientos abiertos, los fieles musulmanes sunitas y shiítas no tienen grandes problemas de convivencia e incluso suelen rezar en las mismas mezquitas. Pero una cosa distinta es la interpretación del Corán y las estructuras religiosas y políticas.

El segundo choque es interno del mundo sunita y enfrenta al “establishment árabe” – las monarquías del golfo- con los Jidahístas –Al Qaeda, Al Nusra, Boko Haram y, últimamente y en forma más destacada, el Estado Islámico o ISIS-. Éstos cuestionan al reino saudí su alianza con Estados Unidos, aunque los jidahistas también combatieron junto a Estados Unidos en ocasión de la resistencia a la invasión soviética a Afganistan.

El tercer choque se produce entre las diferentes fracciones del mundo musulmán contra Israel. Al generar una adhesión general en la opinión pública del Islam, el ataque a Israel es un catalizador al que ninguno de los sectores en pugna renunciaría, a pesar de las diferentes magnitudes con que es presentado. Entre los musulmanes “anti-israelíes” –que son virtualmente todos-, los que significan una mayor amenaza para el estado judío son los iraníes, que consideran como un objetivo permanente la destrucción del Estado de Israel y su “expulsión al mar”.

El cuarto choque es el que enfrenta a las diferentes fracciones Jidahistas entre sí. Aunque la de mayor conocimiento por parte del mundo occidental era Al Qaeda –pasó a la “fama” con su atentado a las Torres Gemelas, que provocó casi tres mil muertos-, a ellas se suman los Talibanes –derrotados por Estados Unidos que los expulsó del gobierno de Afganistán-, Al Nusra –su “sucursal” en Siria, rebelde frente a la dictadura shiíta “alawita” de Al Assad-, el Estado Islámico –desprendimiento de Al Nusra y rebelde ante la propia estructura de su generadora Al Qaeda-, Boko Haram –grupo terrorista con actuación principal en Nigeria- y otros grupos menores en diversos países del mundo árabe.

El quinto, es el que se produce en Siria como rebelión frente a la dictadura fuertemente represiva de Al Assad. Eclosionó con la utilización de gases venenosos por parte del gobierno sirio contra la oposición, hecho generador de una reacción norteamericana que respondió a la presión del ala progresista de la opinión pública yanqui y a la condición de garante del Tratado de Prohibición de armas Químicas y Bacteriológicas, que detenta Estados Unidos. Este conflicto “entrampa” la política exterior norteamericana con Al Assad, ya que la obliga a administrar su condición de enemigo –por su utilización de armas químicas- y a la vez de aliado táctico contra ISIS.

No puede olvidarse el conflicto entre los grupos Jidahistas “anti-Al Assad” y el resto de la oposición siria, que aunque poco numerosos, configuran un mosaico de culturas ancestrales –como los cristianos acadios, los cristianos de Mosul, los yazidíes –milenaria civilización sincretista de la herencia persa, sunita, etc- y aún de los sirios “modernos y occidentales” en su visión del mundo y en sus valores, tal vez los que más sufren la persecución, asesinato y pillaje.

La última dimensión es la protagonizada por los kurdos –pueblo milenario, emplazado en tres Estados (Siria, Turquía e Irán), con una población de más de 30 millones de personas y un territorio ancestral de cerca de 300.000 km2- que lucha en esos tres países para conseguir su secesión y su reconocimiento internacional. Han sido en estos últimos años los aliados más confiables de Estados Unidos, agregando un elemento latente de tensión frente a los Estados de la región que resisten renunciar a parte de sus territorios para el eventual nuevo estado kurdo.

Turquía, por su parte, que ha sido un país “occidental” desde la segunda posguerra –no olvidemos que fue sede de los primeros emplazamientos misilísticos de la OTAN apuntando a la ex URSS- tiene una rivalidad histórica con Irán. Aunque de población sunita, es el país más “laico” de la región, pero ante la nueva estrategia norteamericana está girando su alineamiento hacia un acercamiento con Rusia, de la que ha logrado el redireccionamiento del Gasoducto Sur, que proveerá gas a Europa sin necesidad de atravesar Ucrania, hoy tan complicada para cualquier cálculo geopolítico.

Este escenario es del que Estados Unidos desea evidentemente liberarse, retirando su presencia militar y su interés estratégico hacia donde considera que están los riesgos mayores a su seguridad nacional en el horizonte próximo, el Asia Pacífico. Está en el umbral de conseguir su autoabastecimiento energético, no puede sostener el papel de sheriff global y debe priorizar. En el fondo de la obsesión de Obama por llegar al acuerdo con Irán está este objetivo, que aunque es compartido en términos estratégicos por los republicanos, éstos aprovechan el desgaste que causa ante la opinión pública para montar sobre él una crítica despiadada.

Pero los perdedores son claramente los tradicionales aliados de Estados Unidos en la región: Israel y Arabia Saudita. Éstos se encuentran, de pronto, con que su principal rival, Irán, está en camino de convertirse en una potencia regional nuclear y hegemónica en el mundo árabe. Y expresan sus alertas, las que agregan nafta al fuego.

Un juego que sigue abierto. Por lo pronto, el Secretario de Estado ha debido reconocer el cambio de política con respecto a Siria. El apoyo de Al Assad es fundamental en la lucha contra ISIS, que hoy por hoy es la principal “piedra en el zapato” para  EEUU, por la repercusión de sus alevosos crímenes en la opinión pública. Sin embargo, ello implica facilitar aún más a Irán –con su brazo armado, Hezbollah, aliados de Siria- su despliegue en la región. Ya prácticamente dominan el gobierno de Irak, donde la presencia norteamericana es poco más que simbólica. Y mantienen la simpatía de Hamas y los hermanos Musulmanes en Gaza y Egipto, que aunque no son shiítas reiteran cada vez que pueden su admiración por Hezbollah.

“El gran juego”, decían los ingleses a fines del siglo XIX, en la frase popularizada por Rudyard Kipling en “Kim”. “El gran juego está de vuelta”, dijo Henry Kissinger hace una década. Juego que ante la letalidad del armamento actual, la interrelación del mundo,  la facilidad de transmisión de los mensajes, la rápida difusión de las ideas y el vacío político del mundo global puede escalar hasta recordarnos a todos que no hay conflicto en el mundo del que podamos escaparnos y que se hace cada vez más urgente la organización de un poder global en condiciones de garantizar los derechos humanos, encarrilar la economía, el crecimiento equitativo y el estado de derecho en todo el planeta.

 Antes que todo se escape de las manos…


Ricardo Lafferriere

lunes, 16 de marzo de 2015

Un paso adelante

Hace un par de semanas, en nuestra habitual columna semanal, sosteníamos a propósito de la elección de la ciudad de Mendoza, en la que triunfó una alianza liderada por el candidato radical:

… las placas tectónicas de la sociedad, en lo profundo de la opinión pública, están configurando los espacios políticos de los tiempos que vienen. Seguramente serán –como ha pasado en los  dos siglos de vida independiente- proyecciones de las improntas originarias, que todos esperamos puedan convivir, de una vez por todas, en una Argentina madura definiendo las bases de sus acuerdos estratégicos.
“Los grandes agrupamientos de la opinión pública comienzan a expresarse. Lo han hecho en Mendoza, donde –a diferencia del 2001- esta vez la fragmentación le toca a la corriente populista. Y, al contrario, la corriente democrática-republicana está logrando definir comunes denominadores atractivos para los ciudadanos, que están jerarquizando nuevamente su afecto al estado de derecho, a la Constitución, a la República.

La Convención de la UCR realizada en Gualeguaychú ratificó este rumbo.

Superando incluso la decisión final, no debe olvidarse que las posiciones en pugna –que, sumadas, lograron el virtual 100 % de los convencionales de todo el país, salvo una abstención- sostenían ambas el impulso a una política de alianzas alrededor de las convicciones democráticas y republicanas. O, en otras palabras, de priorizar la recuperación  del estado de derecho.

Desde la perspectiva de esta columna, fue el saldo más importante. Los radicales militantes pueden apasionarse en una u otra de las alternativas que se enfrentaron, ambas con sus posibilidades y dificultades. Obviamente, tienen todo el derecho de hacerlo y está bien que reflexionen, opinen y voten con los matices diferentes. En política, toda verdad es relativa.

Pero desde la perspectiva de un ciudadano independiente con vocación patriótica la decisión del radicalismo deja un saldo más amplio: observar que esta fuerza centenaria y equilibrante de la política argentina ha recuperado su vocación de poder, su papel articulador de una opción al populismo y la superación de una vieja tendencia al aislamiento que, revirtiendo las opciones de 1983 y de 1999 hacia frentes sociales amplios, se había adueñado del espíritu de muchos dirigentes y militantes llevándola al borde de convertirse en mero testimonio de una épica de pasado, sin chances de protagonismo en el escenario que viene.

Ambas alternativas consideradas en la Convención, con sus respectivos matices, rompían el auto-cerco y se abría a alianzas con compatriotas con la misma vocación neo-constituyente,  para terminar con la década de dislates institucionales y banalización del estado de derecho.

No corresponde abrir juicios, desde afuera, sobre la conveniencia o no para el radicalismo de las opciones en danza. Sólo saludar que este cambio ayude a conformar el reagrupamiento de la gran mayoría de los ciudadanos que creen en la Constitución y la ley como Biblias de la convivencia nacional. 

Lo hemos dicho alguna vez: aún desde la puerta de entrada del liberalismo se puede avanzar hacia formas socialdemócratas con protagonismo y lucidez. Por la puerta de entrada del populismo, por el contrario, sólo se derivan escenarios neofascistas, sean “bolivarianos”, “indigenistas”, "islamistas" o sencillamente autoritarios o dictatoriales.

El sentido común aconsejaría ahora definir los puntos centrales de un acuerdo programático a defender por el mega-espacio que confluirá en esta alternativa. Poner en blanco sobre negro las prioridades de la próxima etapa será un examen de madurez a la política argentina, que deberá tener la sabiduría de saber diferenciar los principios –o fines últimos- de cada fuerza, que corresponden exclusivamente al debate interno de cada una, de los objetivos programáticos acotados para los próximos cuatro años, en los que los participantes aunarán esfuerzos bajo la conducción de quien resulte triunfador en las PASO. Seguramente girarán alrededor de la recuperación de la centralidad constitucional y la reconstrucción del sistema político "representativo, republicano y federal", con todas sus implicancias expresas e implícitas de orden legal y respeto a los derechos ciudadanos.

El tiempo dirá cómo siguen las cosas. La realidad ha sido demasiado dura con los argentinos y ha dejado saldos que todos han asumido, al punto de entender que el país debe encontrar su rumbo en la imbricación con las corrientes avanzadas del escenario global sin descuidar los efectos polarizantes que todo cambio suele traer acarreado. Modernización consciente, dirían los politólogos, para una sociedad que sin dejar a nadie afuera o atrás, potencie su dinámica transformadora y su visión de futuro.

Desde esta página hemos dicho más de una vez que no creemos que la única opción de convivencia sea la fragmentación. Al contrario creemos en la necesidad de los grandes acuerdos que en nuestro caso argentino deberían darse entre los dos grandes espacios fundacionales, que han sido motores de nuestra historia y seguramente lo seguirán siendo de nuestro futuro, cualquiera sea su nomenclador partidario.

Para ello, deben desprenderse de sus aristas más intransigentes y potenciar sus perfiles dialoguistas. Hacia adentro de ambos, para lograr unificar alternativas de gobierno con posibilidades de gestión. Hacia afuera, porque aún en los aspectos de su política agonal contra el respectivo adversario deben recordar que forman parte del mismo país, del que todos somos ciudadanos. Com-patriotas…

Populistas y demócratas-republicanos, peronistas y radicales, PRO’s y socialistas, deben comprender que se deben a los ciudadanos, dueños últimos del país de todos, y que la acción política sólo encuentra su legitimidad si se interpretan las necesidades y aspiraciones del maravilloso colorido que conforma la pluralidad del pueblo argentino.

Superar la “grieta”, tender puentes, debatir sin descalificar, diferir sin agredir y, en última instancia, definir dentro del juego institucional libre y respetuoso, es la hermosa perspectiva que podría surgir de este comienzo de reconstrucción política de la que los radicales han decidido ser “punta de lanza” y que los argentinos debemos agradecerles.


Ricardo Lafferriere

lunes, 23 de febrero de 2015

"...la noble Igualdad..."

Los argentinos advertimos el creciente enrarecimiento del clima político.

Era previsible. El acercamiento del fin desata ansiedades y desesperación. Aparecen las cuentas sin saldar. Quienes recibieron un agravio tras otro y los soportaron en silencio, muestran el tenor del desquite, que hoy recién asoma pero que –¡qué duda cabe!...- se profundizará luego de entregado el poder a quien los argentinos decidan que sea el sucesor.

El fenómeno es viejo como la historia, y en el país tiene una vigencia demostrada por estas poco más de tres décadas de democracia.

Aún están en prisión, tras juicios amañados por el poder, numerosos argentinos a los que les alcanzó el estigma de la “lesa humanidad”, repartida sin mesura por el kirchnerismo cuando le parecía que su historia sería eterna: junto a verdaderos responsables de los ríos de sangre, hay en las cárceles “chivos emisarios” alegremente mandados a prisión por hechos que, en numerosos casos, son inferiores en gravedad a los cometidos por funcionarios en ejercicio del actual gobierno.

Lo vimos también al terminar la gestión peronista anterior, que –como es su estilo genético-, creyó igualmente que era imposible gobernar sin una justicia “amiga”. Sus jueces “amigos” terminaron actuando con más inflexibilidad que los de la “familia judicial”, para demostrar su “independencia”. La detención de Carlos Menem fue dispuesta por uno de “sus” jueces, que actuó aplicando la ley tal como está escrita y era jurisprudencia entenderla.

Difícilmente luego del 10 de diciembre las cosas sean distintas. Por eso hace mal la señora en declararles la guerra a los funcionarios judiciales que, justamente, son los que pueden garantizarle que la justicia no sea mezclada con la revancha. Los que seguramente aplicarán la ley, pero no animados por una sobreactuada independencia –como le pasó a su predecesor Carlos Menem- como ésta está escrita, por los procedimientos que le garanticen debido proceso como a cualquier ciudadano, sin otra pasión que la vigencia del estado de derecho esencial a una República madura.

Su alegato es de tiro corto. ¿Hasta cuándo puede durar la imputación de haber conformado un “partido judicial” porque los magistrados avancen en causas de corrupción que han inundado su gobierno? ¿ocho meses? ¿y después? ¿pretende que los procesos judiciales se paralicen hasta que su administración termine, para pasar de la Casa Rosada a Comodoro Py, privada ya hasta del privilegio elemental –que como Presidenta tiene- de declarar por escrito sin presencia en el Juzgado? ¿Qué gana con esto?

Al contrario. Pierde ella y pierde el país, empujado aún más al borde de su normalidad republicana.

¿Quiere forzar un conflicto de poderes, que en el mejor de los casos tiene plazo fijo, fin inexorable al terminar su poder? ¿O pretende sólo un atajo moral, para poder seguir repitiendo su malhadado “relato” luego de los –largos o cortos- procesos que la esperan?

La tensión que está instalando, en todo caso, achica cualquier espacio de benevolencia porque encrespa los ánimos ciudadanos, que serán más intransigentes que nunca al observar a las próximas autoridades y a los pasos de la justicia luego de diciembre.

La agresión puede servirle para endurecer su “propia tropa” con la ilusión de una –más- conspiración inexistente con la perversa e imaginaria intención de diluir su épica. O para hablarle al espejo. Pero la democracia no será detenida ni afectada por sus dislates, porque no lo permitirá la sociedad, en ninguno de sus estamentos, ni la realidad regional, ni la realidad internacional, ni siquiera su propia fuerza política. No está ya el mundo para tolerar rupturas institucionales y mucho menos para encubrir propósitos crudamente patrimonialistas.

Ya está. Ya fue. Por supuesto que el país estará alerta hasta el último día –y después…- Pero lo que diga la señora no afecta ya a la mayoría, que ha decantado su opinión sobre su gestión y sobre su persona. Puede doler advertirlo, pero ya nadie la escucha. Hasta los más acérrimos opositores prefieren leer al día siguiente la información sobre sus discursos que escucharlos en directo, por elementales razones de salud mental. Los ratings de la TV durante las cadenas nacionales son más que elocuentes.

Hoy los argentinos están dirigiendo su mirada a la sucesión. Están evaluando alternativas, escuchando candidatos, observando propuestas, reacciones, gestos, intuiciones. Su mirada ya no se siente atraída por los aullidos a la luna. Quieren ver futuro. Analizarlo. Definir bien.

Hasta en eso erra la señora. En lugar de ayudar al surgimiento de una sucesión madura, seria, de su propio espacio político, se encarga de dinamitar cualquier posibilidad de acumulación exitosa. Si hasta el milagro de Scioli, que había atravesado todas las locuras de la década relativamente indemne, empezó su inmersión arrastrado por el barco que se hunde sin remedio y que en su implosión pretende llevar todo lo que esté cerca.

Hoy las placas tectónicas de la sociedad, en lo profundo de la opinión pública, están configurando los espacios democráticos de los tiempos que vienen. Seguramente serán –como pasado en los dos siglos de vida independiente- proyecciones de las improntas originarias, que todos esperamos puedan convivir, de una vez por todas, en una Argentina madura definiendo las bases de sus acuerdos estratégicos.

Los grandes agrupamientos de la opinión pública comienzan a expresarse. Lo han hecho en Mendoza, donde –a diferencia del 2001- esta vez la fragmentación le toca a la corriente populista. Y, al contrario, la corriente democrática-republicana está logrando definir comunes denominadores atractivos para los ciudadanos, que están jerarquizando nuevamente su afecto al estado de derecho, a la Constitución, a la República.

Desde esta página hemos dicho más de una vez que no estamos convencidos de la fragmentación, sino que creemos en la necesidad de los grandes acuerdos entre los dos grandes espacios fundacionales, que han sido motores de nuestra historia y lo seguirán siendo de nuestro futuro. Para ello, deben desprenderse de sus aristas más intransigentes y potenciar sus perfiles dialoguistas. Hacia adentro, para lograr unificar alternativas de gobierno con posibilidades de gestión. Hacia afuera, porque aún en los aspectos de su política agonal contra el respectivo adversario deben recordar que forman parte del mismo país, del que todos somos ciudadanos.

Y que cada argentino, piense como piense, es ni más ni menos que un com-patriota. Compartimos la misma patria, su historia y su destino.

Lo lograremos si aceptamos todos las reglas de juego de la democracia republicana, con las que nació este país, que nos incluye a todos y que nos exige, como regla de oro, sea cual fuera el lugar que ocupamos en la sociedad, la igualdad ante la ley. La “noble igualdad”, –como dice el Himno, desde 1812 y lo cantamos desde entonces- es el único trono ante el que estamos obligados a postrarnos.


 Ricardo Lafferriere