Ha cambiado el mundo, ha cambiado el país y ha cambiado la
política.
Algunas veces nos hemos referido en esta columna a la
superación de los tiempos de la “democracia de partidos”, que pusiera en foco
hace ya tres décadas Bernard Manin, en una reflexión que ya fuera insinuada por
Rosanvallon con su idea de la “contrademocracia”.
En el mundo de hoy, al menos el mundo occidental en el que
vivimos, se ha visto un florecer de la independencia de criterio de las
personas, que rescatan las potestades que en otros tiempos delegaban en
colectivos en los que sentían representadas: partidos, gremios, iglesias,
asociaciones. Se ha entrado en la “democracia de audiencias”.
Eso no quiere decir “aislamiento” individual, sino la
ruptura de la continuidad y la permanencia en las adhesiones. Éstas cambian,
según la percepción que las personas tienen de su utilidad en cada momento.
Cambian y no generan obligaciones, en una muestra voluble de individualismo que
hubiera repugnado en otros tiempos pero que hoy no acarrean condenas públicas
sino comprensión o, en el peor de los casos, indiferencia.
¿Qué se hubiera pensado, hace apenas un par de décadas, de
un dirigente que sostuviera, sin sonrojarse “En la elección interna votaré a
fulano, y si pierde, a Mengano. Pero si no ganan ni uno ni otro, no votaré al
candidato ganador del espacio, sino al de una fuerza rival”? ¿Se hubiera
considerado siquiera la posibilidad de concederle una candidatura, aunque sea
secundaria –no ya el rol de liderazgo-? ¿Se le hubiera concedido –nada menos
que por un partido de tradición orgánica- ese papel a un dirigente que hubiera
atravesado tres espacios políticos diferentes en menos de una década, entre
ellos un papel sustancial integrando el gobierno del adversario principal,
otorgándole la más importante representación en juego?
Hoy, eso parece natural.
¿Se equivocan las encuestas, o es que esperamos de ellas que
obtengan fotografías de futuro, de acontecimientos que aún no han transcurrido
y por lo tanto, por definición, es imposible medir?
En tiempos del mundo “sólido”, adhesiones permanentes y
colectivos estables era más sencillo. Una persona que adhería a un partido
político, una religión o una agrupación gremial volcaba en ella una pasión
comparable a la adhesión al equipo deportivo de sus amores, tal vez el último
rincón de las pasiones permanentes que aún subsiste. Difícilmente cambiara, y
si lo hacía arriesgaba hasta el descrédito social.
En consecuencia, era más sencillo prever lo que ocurriría,
ya que al nivel de los “Main Streams” de cada sector las variaciones no serían
tan grandes.
Eso terminó. Las adhesiones hoy pueden durar 24 hs…
Una fuerza política votada en una elección podía descontar
el apoyo de sus seguidores, “apasionados” en cuanto partidarios, fuere como le
fuere en el gobierno. Eso se reduce cada vez más, aunque sus restos aún
persistan como arcaísmos vetustos en los bolsones más clientelizados de la
sociedad.
Cada proceso electoral es una demostración de esta voluble
variabilidad ciudadana.
¿Eso es negativo? Pues… así funciona la sociedad, y no es
una cuestión de valores, sino de hechos.
El desafío para la política agonal no es menor, ya que se ha
producido un desdoblamiento del “contrato de representación” sobre el que se
edificaron las democracias modernas.
En la idea clásica de la etapa de democracia de partidos ese
contrato incluía dos contenidos: la asignación eventual del gobierno a un
partido o coalición, bajo la contrapartida de que ese partido o coalición
llevaría adelante determinadas políticas públicas establecidas en sus
programas.
La incertidumbre del mundo globalizado, que Beck caracterizó
como “sociedad del riesgo global”, convierte ese contrato en uno de imposible
cumplimiento. Las situaciones internas dejaron de depender de decisiones de los
actores de la sociedad nacional para quedar sometidas a incertidumbres
imprevisibles relacionadas con un abanico de riesgos fuera del alcance de las
gestiones locales, desde climáticos hasta terroristas, desde crisis financieras
y deudas impagables hasta imprevistos energéticos, desde precios
internacionales que oscilan entre extremos hasta conflictos bélicos localizados
que afectan a todos los países, pero cuyas consecuencias deben enfrentarse en
cada país –donde tienen su efecto causando crisis sucesivas- porque no existe
un gobierno global que las encauce.
La consecuencia es que la asignación de un gobierno no
conlleva –y no pueda ya conllevar- obligaciones programáticas puntuales,
probablemente de cumplimiento imposible por más buena voluntad o dedicación que
se vuelque en la gestión, la que deberá enfrentar los imprevistos que
aparezcan. De ahí el recelo –comprensible- que los candidatos serios muestran
sobre sus “propuestas” o “programas”: saben que si gobiernan, probablemente
necesiten la mayor libertad de acción. Sólo se atreven a proponer medidas concretas cuando su llegada al poder
es muy lejana.
¿Qué tiene en cuenta el ciudadano, entonces, para decidir su
voto? En la convicción del autor, no es el contenido de las medidas
programáticas, sino la percepción sobre la capacidad y calidad de
gobernabilidad que la mayoría intuya ante las diferentes ofertas. Esa
percepción no responde a una mirada lineal y –ni siquiera- a una identidad
ideológica o programática, sino a la intuición sobre la capacidad de responder
en forma adecuada a los imprevistos que se generarán durante el período de
gobierno que se delegue. Se llama “confianza”, y se construye lentamente.
¿Cómo defienden las personas entonces, se preguntarían
muchos, los contenidos de las políticas que desearían ver aplicadas? Pues, con
la infinidad de formas de participación directa e indirecta que hay en la
sociedad moderna, desde las redes sociales hasta las marchas, desde los
piquetes hasta las huelgas, desde los petitorios hasta el castigo en las
elecciones. Derechos ciudadanos que no se delegan en nadie, ni siquiera en un
gobierno “propio” o afín, sino que se reservan en el fuero personal de cada
uno.
Seguramente a muchos le resultará curiosa la insistencia
obsesiva conque hemos defendido desde esta columna la necesidad de una
articulación sólida pero muy amplia del pensamiento democrático-republicano
sobre bases éticas, para crear una alternativa creíble de gobierno que generare
equilibrio al sistema político. Antiguos cofrades de mi vida anterior no
alcanzan a entender cómo puedo sostener, no ya desde la política sino desde una
simple tribuna ciudadana –no otra cosa son estas columnas- el acercamiento
entre protagonistas que en otros tiempos –y tal vez, en tiempos futuros-
pertenecían o pertenecerán a alineamientos diferentes.
La respuesta es sencilla y la dan los hechos. Si desde la
oposición a la actual gestión populista no hay capacidad de crear una
alternativa de liderazgo, organicidad, confiabilidad y capacidad de contención
a la mayoría de los sectores sociales, los ciudadanos seguirán votando a quienes
sí les generan esa sensación. El oficialismo lo entiende. Su primera muestra es
la capacidad de disciplinar a un arco que, aun proponiendo un candidato de
perfil históricamente “moderado”, logra sumar hasta los extremos que expresan
Bonafini y D’Elía. Otra, la del “amigo del Papa”, absolviendo el compromiso
narco en pos del poder a cualquier precio. Otra, de compatriotas de convicciones de
izquierda apoyando a gestores de historia personal poco clara en sus vínculos
con la dictadura, en la acumulación de su patrimonio o en la coherencia de su
vida política, que no otra cosa ha sido la familia gobernante en la última
década, a cambio de un discurso insustancial y buenos contratos.
Del otro lado, mientras tanto, se le sigue sacando la punta
al lápiz y buscando con lupa añejos archivos de pureza para justificar
fracturas impostadas de cara a los problemas que deban enfrentarse. O se invoca
como piedra filosofal una presunta “pureza generacional” olvidando que a la historia reciente de la Argentina la
han protagonizado compatriotas que no nacieron de un repollo sino que han
sufrido, trabajado, luchado y aportado su esfuerzo, desde uno u otro espacio,
para mantener en marcha nuestro país, con errores y con aciertos. Y son
ciudadanos de plenos derechos.
La política no es una simple sumatoria de agregados
numéricos llenando casilleros de encuestas. No es aritmética, sino ajedrez,
complicado al extremo por la independencia de las piezas, que no responden a la
decisión de los jugadores, sino que tienen vida propia. Es un juego que debe
entenderse en plenitud, con extrema humildad y alejado de la soberbia.
La consecuencia del error está ahora peligrosamente cerca.
Una vez más, estamos en el umbral de que ante la inexistencia de una
alternativa que genere la necesaria confianza mayoritaria, haya compatriotas prefieran
delegar el gobierno a quienes no aprecian y con quienes no coinciden,
simplemente porque los sienten en mejores condiciones de contener a la sociedad,
de “gobernarla”.
Nos hemos acercado mucho a esa alternativa, pero es evidente que lo
hecho no alcanza. El futuro es opaco, no está nada escrito y tal vez en un par
de meses se pueda adquirir un conocimiento acelerado de lo que falta. Pero
partimos habiendo dado una gran ventaja, que tal vez no hubiera existido de no
estar aferrados al canto de sirena de la autosuficiencia, la arcaica
impostación ideológica o el banal “purismo” de colores sino que, por el
contrario, se hubieran ampliado al máximo posible, con humildad, los márgenes
necesarios de la unidad.
En términos del tenis, ahora debemos levantar un “Match
Point”. Roguemos que no sea tarde.
Ricardo Lafferriere