martes, 5 de julio de 2016

Los primeros meses de Cristina y de Mauricio

Un saludable ejercicio de memoria trasladándonos a los inicios de la primera presidencia de la Sra. Cristina Fernández de Kirchner –para realizar un cotejo con los primeros meses de su sucesor- puede ayudarnos a poner en contexto lo que significa en el país un cambio de gobierno.

Hubo, es cierto, una diferencia fundamental. Ella recibió el gobierno de su marido. No tuvo problemas de transición, ya que tenía acceso a todos los escalones de la administración, con meses de anticipación. No debió luchar contra funcionarios “atornillados” a sus puestos, ni con cuentas ocultas –ya que es de suponer que conocía todas-. Tampoco tuvo que lidiar con una oposición dogmática ni –mucho menos- con un Congreso en el que no contara con mayoría en ninguna de ambas Cámaras: tenía una mayoría holgada en ambas ramas del poder legislativo.

Recordemos:

Apenas transferido el gobierno, se produce el episodio de la detención de Antonini Wilson, con una valija en la que –ya entonces- se encontraron Ochocientos mil dólares no declarados, que el portador luego confesó ante la justicia norteamericana que eran para aportar al financiamiento de la campaña de la presidenta recién electa. La reacción de la señora no fue de indignación con el delincuente, sino… ¡con la justicia de Estados Unidos, por haber esclarecido el hecho! Primer tropiezo, que ubicaría a su gobierno en un andarivel global hostil a la primera potencia mundial por un tema claramente desvinculado de cualquier interés nacional o estratégico para el país. El tema se vincularía con otro dato que se remonta a ese momento: la financiación de la campaña presidencial con dinero del narcotráfico, luego confesado en la causa del "Triple Crimen" de Gral. Rodríguez

Los primeros hechos notables fueron el acuerdo celebrado entre su Secretario de Comercio y el Gremio de los empleados de edificios para que éstos se convirtieran en comisarios políticos para el control del encendido de los aparatos de Aire Acondicionado en los edificios. Tal vez no se recuerde, porque eran tan disparatado el dislate que –por supuesto- no se llevó a la práctica. No sería lo único.

El siguiente episodio grotesco protagonizado por su Secretario de Comercio fue el telegrama enviado al entonces presidente de Shell Argentina para que “ratificara o rectificara” su afirmación de que al aumentar los precios de los combustibles disminuiría el consumo, por el efecto de la ley de la oferta y la demanda. El episodio no sólo rayaba en lo ridículo, sino que –por supuesto- también implicó una señal de lo que sería no sólo la gestión del mencionado funcionario, sino de todo el período de gobierno de la Jefa del Estado.

Inmediatamente se produce la medida que caracterizaría como una constante la gestión de la nueva presidenta: el dictado de la Resolución 125. Por la mencionada resolución, su gobierno se apropiaba de la totalidad del eventual incremento de precios internacionales de los productos agropecuarios, colgando en el cuello de los productores del campo una sanción expropiatoria de sus eventuales ingresos sin fundamento legal ni constitucional alguno.

La medida provocó lo que muchos seguramente recuerdan: movilizaciones de protesta en todo el campo argentino, que se trasladó paulatinamente a las ciudades. Desde poblaciones de pocos habitantes hasta la propia Capital de la República temblaron con cientos de miles de manifestantes protestando contra el dislate presidencial.

La discusión fue afortunadamente saldada en el Congreso Nacional, en una votación reñida en la que la lucidez del entonces Vicepresidente de la Nación evitó que el país cayera literalmente en un baño de sangre, ante la portentosa dimensión del enfrentamiento y la dureza de las posiciones públicas del gobierno y de los productores.

El primer semestre del año terminaría para la novel presidenta con una ruptura de su diálogo político con los inmensos sectores medios argentinos, que nunca volvió a recuperar plenamente. El acompañamiento sería desde ese momento receloso y obligado, ante la carencia de alternativas de una oposición desdibujada y fragmentada.

Pero terminaría también con un logro que –ese sí- podría ser exhibido –y aún puede- como único en la historia política argentina: convertirse en el Jefe de Estado en ejercicio que convocó los actos más numerosos en su contra. Más de medio millón de personas en Rosario y más de un millón de personas alrededor del Monumento de los Españoles en la Capital de la República expresaron su repudio, que se convertiría en aislamiento.

Así terminó el primer semestre del primer gobierno, en 2008. Un país dirigido a aislarse de la marcha del mundo global y a mantener relaciones residuales con lo peor del planeta, y un gobierno dirigido a aislarse de la mayoría sensata de la opinión pública, crecientemente encerrado en sí mismo hasta perder toda interacción con la ciudadanía no “encuadrada” en su visión militante.

Empezarían ocho años de tensiones, crecientes y dramáticos para el devenir nacional. A partir de ese primer semestre, desaparecería paulatinamente la inversión, se cortarían progresivamente los lazos con el mundo que importa, crecería el vaciamiento de todas las cajas y reservas de las finanzas públicas, se rematarían las reservas del Banco Central hasta dejar su patrimonio en negativo, se llevaría al país a un default innecesario que nos costó mucho levantar, se vaciaría el subsuelo de las reservas hidrocarburíferas conocidas sin reemplazarse por nuevas sometiéndonos a una dependencia energética en la que estaremos por varios años y se desataría una inflación que alegremente fogoneada por una emisión de dinero descontrolada nos llevaría al récord de lo que va del siglo XXI: 700 % acumulado en la década.

También hubo cosas buenas, que deben mantenerse y que se están profundizando. La política científica ahora cuenta con una economía dinámica y emprendedora con la que puede imbricarse, las políticas de equidad se profundizan, como el Ingreso Universal dirigiéndose a su objetivo de ser verdaderamente universal y no un mero instrumento clientelar, la protección a los compatriotas sin empleo se recupera con una actualización de valores que durante ocho años no se modificaron y los jubilados comienzan a vislumbrar la concreción de una esperanza de justicia que le fuera negada cerrilmente durante años.

Todo eso se inició en aquellos primeros seis meses de 2008, que –sería bueno- alguien cotejara con lo sucedido en los primeros seis meses del 2016. Fue en ese momento en que comenzó a desbordarse la inflación –imputada por la ex presidenta “al Arcángel Gabriel”, ¿recuerdan?-, que se anunciaba el control de precios, que el expresidente consorte atacaba a los alaridos a los “piquetes de la abundancia” y a los “nuevos comandos civiles”, que se anunciaba con bombos y platillos el “tren bala” que costaría 4000 millones de dólares y que los medios de comunicación más importantes del mundo comenzaban a destacar con preocupación el giro que había comenzado a tomar la política y la economía argentina. A menos de seis meses de gobierno, su respaldo de gestión se había derrumbado al 25 % del electorado, que se dedicaría a recuperar “yendo por todo” y liquidando alegremente todos los ahorros del país en un jubileo irresponsable, robándose lo demás.

Revertir hoy esa situación será posible, porque existe un gobierno de personas sensatas y una oposición que –afortunadamente- se está alejando de los cantos de sirena que la encantó ocho años y regresa a priorizar su responsabilidad de gobierno, aunque no le toque en este turno ser titular del mismo.

Pero será posible principalmente porque la dura experiencia de la década que pasó ha echado raíces en la conciencia de los argentinos, que así como en 1983 sentenciaron el fin para siempre de “los años de plomo”, ahora está dando vuelta la página –y Dios quiera sea por mucho tiempo- declarando el fin de “los años de robo”.

Los argentinos saben que la liquidación fue espantosa y terminal. Saben que deben recapitalizar un país que dejaron destrozado, aislado, dividido y desprestigiado. Saben que hay que reconstruir rutas y trenes, comunicaciones y energía, financiamiento y credibilidad. Y observan con más atención que nunca los pasos de los que están y de los que se fueron.

El gobierno tiene una responsabilidad central, porque debe ser modélico en su comportamiento y resignarse a que sus actos sean juzgados con una vara altísima, muchísimo más alta que la que se le puso al gobierno anterior. Pero también la oposición deberá asumir que los ciudadanos no son niños de Jardín de Infantes, susceptibles de aceptar comportamientos oportunistas que escondan intenciones de fracaso.

Exigirán a unos y otros recordar que están donde están para servir al país de todos, y que no perdonarán a nadie que ponga su interés particular o sectorial por encima del interés del conjunto. Lo harán con el gobierno y el parlamento, pero también con la Justicia, de la que esperan un resurgimiento del pantano a la que fue sometida –o se sometió- en el tiempo que pasó.

Aunque el futuro siempre es opaco, es posible entonces mirar lo que viene con medido optimismo. El país ha empezado un nuevo período de su historia con buen paso. Y tiene ilusión de mantener la marcha.

Ricardo Lafferriere


lunes, 27 de junio de 2016

El populismo es seductor

Tanto como imaginar la magia de que todo sea posible sin hacer nada para lograrlo. Una especie de paraíso terrenal “siglo XXI”, en el que los bienes pueden recogerse como la manzana del árbol del Edén, disfrutando de la felicidad eterna.

El populismo actúa como si no hubiera existido el pecado original y el Señor brindara lo que los hombres quisiéramos, por el sólo hecho de desearlo.

Lamentablemente, no es así. Pero también –lamentablemente- cuando el relato renace –y lo hace por doquier, cíclicamente- el entusiasmo que inspira suele llevar a situaciones de locura colectiva, como las que se han sufrido muchas veces en la historia humana. La felicidad del nazismo para el sufrido pueblo alemán de la primera posguerra, el feliz disciplinamiento del fascismo ante el caos italiano de comienzos del siglo XX, la felicidad del primer peronismo liquidando alegremente todas las reservas del país entre 1946 y 1949, y de los nuevos peronismos… o la felicidad de los venezolanos, embriagados de petróleo abundante dilapidado en consumos suntuarios y aventuras trasnochadas por el rudimentario escudo ideológico chavista, que amenazó con extenderse por varios países del Continente tras su "socialismo del siglo XXI" reducido en última instancia a vivir de rentas, creyendo que el petróleo era eterno.

El populismo es seductor. Casi sedujo a Grecia, que adoptó el libreto y hasta se animó a probarlo, con tan susto consecuente que en pocas semanas revirtió su decisión para asumir la realidad y partir de ella para cambiarla. Amenaza con una tormenta histórica a la vieja –y racional- Gran Bretaña, que puede quedar reducida a una “little Britain” decadente e intrascendente. Y casi sedujo a España, que parece estar zafando “por un pelo”.

Es que el populismo cuenta sólo la mitad y suele ocultar el resto, que se deriva a… la magia.

En estos días es usual escuchar a varios ex K y filo-K -ayer nomás vimos la última versión epistolar de los "intelectuales"- apabullados por la realidad de megacorrupción y latrocinios, buscar el flanco de ataque para escudar su arcaísmo en el “alevoso ajuste de las tarifas”. Adelanto que lo comparto: es alevoso. Pero es la mitad del relato. La otra mitad es que ese ajuste alevoso es el resultado de un alevosísimo retraso generado durante diez años de jolgorio de creer que el transporte es gratis, que la energía llueve como el maná del cielo, que el agua potable es tan accesible y sin costos como cuando se extraía con baldes del Río de la Plata o de algún pozo, y que el resto de los bienes se pueden obtener tan libremente como arrancar las manzanas del árbol del Edén.

Las tarifas eléctricas, salvajes y desbordadas, están pagando después del aumento sólo el 35 % de su costo. El resto (65 %) sigue siendo subsidio público, o sea impuestos e inflación. Pero resulta que tampoco se desea que haya más impuestos –al contrario, “hay que bajar el impuesto a las ganancias” y ni hablar del IVA...- y mucho menos que suba la inflación –“nos dijeron que iba a bajar en el segundo semestre y estamos esperando”. Pues entonces, ¿quién debe pagar ese 65 %? ¿O se está sugiriendo –sin decirlo- que debe recurrirse al endeudamiento para pagar un gasto tan corriente como los servicios?

La respuesta suele ser “sí, pero debieran haberlo hecho más gradual”. Perfecto. Si así fuera, habría que subir impuestos -no bajarlos-, o aceptar que la inflación sería mayor –porque tendríamos que pagar la diferencia con más emisión monetaria-. Y entonces la cantinela del neo-populismo-neo-k hubiera sido “La inflación es intolerable”.

Seamos serios, aún frente a la seducción del populismo. Las tarifas son menos altas que en cualquier país vecino, que en el caso del que nos sigue las duplica. Las duplican, sin ir más lejos, varias provincias argentinas. El esfuerzo fiscal para ayudar a los millones de compatriotas con acceso a tarifas sociales es un paliativo -siempre perfectible- pero no borra la realidad que estamos pagando todos los demás: la desinversión de la década que agotó los recursos por su falta de previsión y su alegre apuesta al puro consumo sin racionalidad ni límites. Y no olvidemos de sumar el costo del propio subsidio de las tarifas sociales, pagados por quienes no las tienen.

¿Y la nafta? ¿Por qué sube cuando el petróleo mundial baja?

Es cierto, parece absurdo. Pero… ¿y las banderitas en las bancas? ¿nos olvidamos que el 80 % del país aplaudió hasta sacarse callos en las manos la “soberanía energética” de volver a tener petróleo propio, incluyendo el dislate de la estatización de YPF pagando por una sigla devaluada más del doble de lo que valía? ¿Alguien cree que ese petróleo brota haciendo una perforación con una pala? Hoy mismo está la Patagonia al borde del incendio, con estas tarifas de nafta, porque los trabajadores piden no sólo la protección de sus puestos de trabajo, sino que no se caigan sus sueldos ¿Con qué pueden pagarse, sino con más aumento en las naftas? Entonces, digamos toda la verdad, no sólo la mitad populista.

Si queremos nafta barata importada, decidamos que recurriremos a ella sin ningún esfuerzo inversor buscando petróleo propio y digámoslo. Pero también digamos que la mayoría de la economía del sur basada en el petróleo se desmantelará, porque no estamos dispuestos a subsidiarla, aunque causemos una desocupación gigantesca. Si no, estamos haciendo trampa. Si realmente queremos tener petróleo propio, hay que pagar la inversión necesaria para explorar, perforar, extraer, destilar, distribuir. No es gratis.

Pero… ¿cómo era posible hasta ahora? ¿No estamos entonces en el paraíso?

Completemos el relato: nos comimos la manzana. La serpiente volvió a convencernos durante una década. Nos gastamos todo y se robaron mucho. En consecuencia hemos sido expulsados del Edén. Tenemos que  volver a la tierra, a “ganar el pan con el sudor de la frente”. Nada nos será regalado.

El populismo es seductor. Es mucho más sencillo culpar al gobierno, al ministro de Energía, al Secretario de Transportes y a la maldita AYSA. Y después, insultarlos porque se corta la luz, porque los trenes chocan y porque el agua no llega a todos los compatriotas.

Personalmente, dejé de escuchar a los monos sabios que impostan sus recetas dando consejos por la mitad. No diré que los desprecio, porque eso no debe hacerse nunca a un ser humano. Pero dejé de tratar de comprenderlos, aun encontrándose –como en algunos casos- entre las mayores “intelectuales”, los más valientes periodistas –hasta doctores…- o las mejores anfitrionas del país. Son todos ellos deliciosos en lo suyo. Pero cuando asumen el papel de monos sabios y recitan sólo la mitad populista del relato sin ofrecer ni una sola solución alternativa coherente, no le llegan a los talones ni al propio Maradona, ese sí verdadero campeón mundial de las sandeces.

Es que el populismo es seductor. Y adictivo. Quien alguna vez lo ha sufrido –y en nuestro país, son pocos quienes en algún momento no hemos sido contagiados- tienden a recaer ante el más suave estímulo.

Ricardo Lafferriere

viernes, 24 de junio de 2016

Brexit: ¿El fin de Camelot?

Las vueltas de la historia son impredecibles cuando se cruzan líneas independientes entre sí, pero coinciden en tiempo y lugar abriendo caminos insospechados.

La ambición de Cameron, cediendo a la presión de un grupo minoritario –pero imprescindible para sus aspiraciones políticas- del partido conservador; la ingenuidad oportunista de un liberal-conservador opositor a Cameron –Boris Johnson-; la persistente prédica filo-fascista del populismo de AKIP y su líder Nikel Farage con banderas chauvinistas similares a las que llevaron a Alemania a la Segunda Guerra Mundial; el banal desinterés de generaciones jóvenes alejadas de “la política” y omitiendo participar; todo eso montado en una crisis global ante la cual las dirigencias políticas no encuentran la forma de frenar al capital financiero desbordado, insistiendo con indiferencia en un burocratismo de las instituciones comunitarias que los ciudadanos ven cada vez más alejadas de sus problemas y necesidades, llevaron a esta situación que no es un salto al futuro, sino una vuelta a lo más peligroso del pasado.

Las causas que llevaron  la mayoría de los votantes del “leave” a su opción de retirarse de la Unión Europea son ciertamente banales. La inmigración –principal de ellas- no requería “irse de Europa” para reglamentarse o hasta impedirse: de hecho, Gran Bretaña no participa del “espacio Schengen” y varios países de la Unión Europea han reglamentado por sí mismos sus criterios con respecto a los migrantes. 

La crisis económica no se revertirá aislándose, sino todo lo contrario: las predicciones más creíbles auguran una larga recesión –o, en el mejor de los casos, de “estanflación”- convirtiendo a Gran Bretaña en un pequeño país decadente luego de su disgregación, con la muy posible separación de Escocia y tal vez la propia Irlanda del Norte, que de ninguna manera aceptarán alejarse de sus principales clientes, donantes de fondos e inversores, la mayoría de los cuales son de fuente comunitaria, ni renunciarán a los beneficios de la ciudadanía comunitaria para sus propios ciudadanos.

Gran Bretaña deberá “empezar de nuevo”. De hecho, lo primero que posiblemente deba enfrentar es su declinación como metrópolis financiera global, lo que golpeará en forma directa la economía londinense. Los principales bancos han anunciado la emigración de sus casas centrales. Lo segundo, la negociación de acuerdos comerciales para vender sus productos a Europa, ahora como “un tercero más”. Si su objetivo es proteger industrias obsoletas –como suele ser obsesión del populismo- sus costos de producción se incrementarán y ello los sacará de mercado, ante la pujanza tecnológica alemana y aún francesa. Y subirá el costo de los productos importados, afectando el poder de compra de los salarios ingleses.

En el plano interno europeo, la preeminencia alemana se remarcará aún más. Ello será especialmente sensible para los países de la antigua “Europa Oriental”, vulnerables al expansionismo ruso –al que temen- frente a un bloque que, aunque mantenga al Reino Unido en la OTAN, acentuará su acercamiento a Rusia por los fuertes lazos energéticos, comerciales y de inversión que la vinculan a Alemania, ampliando tácitamente los márgenes de maniobra tácticos –y aún estratégicos- de Putin.

Con respecto al equilibrio global, la gran perjudicada será la propia Gran Bretaña. Su “autonomía” se traducirá en un menor peso específico en los foros globales, donde dejará de contar con el respaldo descontado de sus ex socios comunitarios y deberá recurrir a la construcción de sus propias alianzas, las que serán un costo extra tanto en términos políticos como comerciales y económicos –como ocurre desde que el mundo es mundo-. La disgregación del gran Imperio con que ingresó al siglo XX habrá llegado a sus propias fronteras primarias, volviendo a los límites del siglo XVIII, antes de la unificación con Escocia.

El Brexit implicará una reformulación del equilibrio de fuerzas comunitario. El predominio alemán será más marcado –al retirarse la que era la segunda potencia económica europea-. El eje franco-alemán será nuevamente el soporte del proyecto de unidad europea, que posiblemente deberá ralentizar su marcha, al menos hasta que logre la superación de la crisis económica, para evitar los coletazos de brotes nacionalistas que ya se ven –y son importantes- en Austria, Holanda y la propia Francia. Este último fenómeno, el de la derecha francesa, debilitará también en ese eje al polo galo, reforzando de hecho al polo alemán. Es previsible el interés alemán de mantener unido el espacio europeo como su propio espacio primario de mercado, pero no debería descartarse incluso la implosión del proyecto común, lo que sacaría definitivamente a Europa del foro de “los grandes”, que quedarán reducidos a USA, China, Rusia, Japón y tal vez India.

Si ello ocurriera, el faro de futuro que significó la construcción europea durante más de medio siglo, alguna vez considerado “el Camelot del siglo XX”, habría llegado a su fin. Obviamente, no significará el fin del mundo. La humanidad seguirá trabajando para enfrentar sus problemas, con una agenda que pasará lista al peligro ambiental, los efectos del acelerado cambio tecnológico, la reformulación de las formas de distribución de la riqueza social ante la presencia creciente de la robotización y la polarización coyuntural de ingresos inherente a todo cambio de paradigma productivo.

La herencia del nuevo Camelot disgregado, de cualquier forma, pasaría a ser patrimonio de la conciencia universal. Derechos humanos, democracia, libertad, equidad, erradicación de las guerras, seguirán siendo utopías de los hombres de buena voluntad. Éste será su legado. Pero la idea de Europa corre el riesgo de convertirse un sepia telón de fondo, ecos de un pasado que parecía promisorio frustrado por la inesperada conjunción de circunstancias que con menos mediocridad política y más visión de estadistas no hubiera sido difícil evitar.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 22 de junio de 2016

Los peores de todos

La lucha política se define por la mayoría y por la fuerza. Se argumenta, se convence y hasta se compran los apoyos. Es un terreno del puro poder, un fenómeno antropológico más que filosófico.

La lucha gremial y económica se define también por el poder. Sindicatos, banqueros y empresarios, pugnando por la distribución de la riqueza generada por el trabajo humano y la inversión de capital. Es un terreno de intereses económicos, un fenómeno socio-económico más que filosófico.

La lucha intelectual, sin embargo, enfrenta ideas, conceptos, juicios, silogismos, valores. Quienes la libran eligen el campo de la abstracción, donde intentan construir sistemas coherentes para interpretar la realidad y sugerir orientaciones. Si en la política lo que importa es el poder y en la economía la creación y distribución de la riqueza, en el campo intelectual lo central es la búsqueda de la verdad.

Aún con lo inasible del concepto de “verdad”, éste se asienta en una obligación de raíz cartesiana: la honestidad con la propia conciencia. Ello significa no ocultar lo que se sabe, no afirmar lo que se conoce como incierto y ser leal a la coherencia del propio pensamiento.

Los resultados del debate intelectual orientarán a la política, que tiene poco tiempo para esas elucubraciones porque debe dedicarse a las urgencias del poder y que en no pocas ocasiones debe confiar en la palabra intelectual asumiendo su honestidad con escasa posibilidad crítica.

Por eso es que la actividad de los intelectuales es tan importante para la sana evolución de la sociedad. Herederos de los viejos “chamanes”, “magos”, “sacerdotes” y hasta filósofos, los intelectuales tienen la responsabilidad nada menor de acercar conceptos actualizados sobre la cambiante realidad global y local, mantenerse en el “cutting edge” de su respectivo campo, preservar fresco su intelecto para entender los fenómenos nuevos e interpretarlos y por último ir definiendo los valores que la evolución humana va depurando como deseables en cada tiempo, a la vez que explorando las formas de articularlos en una interpretación holística que los contenga.

Su tarea es, tal vez, la más elevada en capacidad de abstracción, la más alejada de las posibilidades de la vida diaria de las mayorías, que las sociedades respetan aun sabiendo de su esencial “improductividad” directa y de su probable inutilidad en las exigencias cotidianas del poder.

La mirada intelectual debe por eso, para ser honesta con su sociedad –que la financia, le garantiza respetabilidad e ingresos y confía en ella- mantener, como campo epistemológico, su independencia relativa de la política y la economía. Se convierte en bastarda si se pone al servicio de la lucha política cotidiana. Se hace despreciable si oculta hechos, elabora sofismas a sabiendas, o construye justificaciones “ad-hoc” para servir a fracciones o sectores. Y es especialmente inmoral si miente, aprovechando tanto su prestigio inherente como las dificultades del entendimiento común para ocultarse en el hermetismo de su léxico académico o profesional.

Puestos en inmorales, los intelectuales son los peores. Ese es el motivo por el que se habrá notado en algunas de estas columnas una especial valoración negativa de aquellos que desempeñan el triste papel que –en tiempos del estalinismo- se había definido como “intelectuales orgánicos”. Se trataba de quienes desde la credibilidad que generaba su respeto social –por su capacidad, inteligencia y conocimientos- se ponían al servicio de las causas más atroces, llegando a justificar los “juicios de ejemplaridad” apoyados en mentiras y las conductas más abyectas del poder, en nombre de abstracciones inexistentes.

Millones de personas murieron, fueron exiladas, sus vidas destrozadas y sus más elementales construcciones vitales –familias, trabajos, aficiones, propiedades- expropiadas para ofrendar salvajemente en el altar del poder. La mentira y la ausencia de compromiso con valores humanos básicos fueron siempre la nota dominante. Las personas se convirtieron en insignificantes frente a los “relatos”, los “proyectos”, las “líneas” o los “modelos”.

Pasó en el estalinismo, pero no fue una exclusividad. Lo hicieron los nazis, los fascistas y hasta burbujas esporádicas –pero extremadamente perversas- en las propias democracias, como ocurriera con el maccarthismo en Estados Unidos o las construcciones autoritarias nacional-populistas en muchos otros lugares del mundo. Las masacres de Camboya, los genocidios armenio, judío, Rwanda, Congo, los fusilamientos en Cuba, las represiones sanguinarias en dictaduras y populismos latinoamericanos, son sólo los ejemplos más notables, en todos los casos sostenidos y justificados por los “intelectuales orgánicos” de turno. ¡Recién en 2005, doce años después de saludar la llegada de los “kmers rojos” al poder en Camboya, que provocaron el genocidio de un tercio de la población del país, el diario Le Monde, vocero del “progresismo” francés, publicó su disculpa! ¿Tendremos los argentinos que esperar varios años para escuchar alguna disculpa de quienes saben que tienen que darla?

Porque aunque con menos sangre, no por ello  por aquí fueron menos repudiables. Proliferaron ejemplos por nuestros pagos, medrando alrededor del poder y alquilando neuronas privilegiadas con argumentos menos elaborados. 

La gesta democrática iniciada en 1983 puso una barrera muy fuerte para repetir entre nosotros las calles de sangre, pero llegó el turno a la corrupción, también salvaje, masiva, gigante. Que también mata en trenes que chocan, rutas que asesinan, narcos que masacran generaciones de jóvenes pobres u hospitales sin remedios. Todo esto fue lo justificado ahora por los “intelectuales orgánicos” del poder con sus Cartas y sesudos –tanto como herméticos- argumentos “filosóficos” para elaborar un relato a sabiendas mentiroso, repetido alegremente por una farándula que suele olvidar la diferencia entre la ficción –voluntarista e imaginada- y la realidad vivida.

Un obrero, un empresario, un desocupado, un artista, hasta un político, suelen equivocarse y hacen mal cuando luego de advertirlo no lo rectifican. Pero nada es tan negativo e injustificable como intelectuales que traicionan al pensamiento. Por eso la dureza de nuestros comentarios. Porque son los peores de todos, al traicionar lo más noble y sublime de la condición humana que es la capacidad de pensar, entender y valorar.


Ricardo Lafferriere

lunes, 20 de junio de 2016

Los peronistas, ¿son todos iguales?

Los acontecimientos políticos que conmocionaron estos días a la opinión pública –y lo vienen haciendo desde hace varios meses, sin solución de continuidad- han reverdecido una afirmación que muchos argentinos repiten, en algunos casos convencidos y en otros tal vez sin pensar pero arrastrados por una especie de “main stream” de la opinión pública: “los peronistas son todos iguales”.

La afirmación conlleva un singular desafío intelectual: determinar los límites de la identidad colectiva. Es indudable que “el peronismo” existe, como existe el Club Boca Juniors, el “radicalismo”, “los católicos”, “los judíos”, “los gallegos” o “los tanos”. También lo es que, en el campo político, la identidad suele estar determinada por los actos de gobierno, o de oposición, del respectivo colectivo. Pero también es evidente que la identidad es “polisémica”, en el sentido que define cosas diferentes, las que es necesario indagar para no cometer errores de análisis que lleven a conclusiones equivocadas.

“Los radicales”… ¿son todos iguales? ¿Son todos iguales “los católicos”? ¿Fueron –y son- todos iguales “los militares”? ¿o “los curas”? Es indudable que en cuanto agrupamientos integrados por personas, con todo lo que implica en el respeto a la condición de “única e irrepetible” que define a cada una, la afirmación del título conlleva un oxímoron. Es imposible la igualdad absoluta.

De hecho, y focalizados en ese interrogante, está claro que no son iguales un peronista de barrio que sólo siente y vota, pero nunca “se metió” en política, que –pongamos por ejemplo- un profesional de la escena política, se llame Cafiero, Menem, Kirchner o José López. Tal vez sea similar diferencia a la que existe entre un hincha de Boca y un dirigente profesional del Club, que tiene una agrupación y para el que las palabras “Boca Juniors” incorporan una visión de elecciones internas, contactos con los barras bravas, contratos para compra o venta de jugadores, concesión de merchandising o participación en la “Cueva” donde se cambian cheques non-sanctos. Sus mundos están separados por un abismo, ya que un modesto hincha boquense sólo apasionado por su identificación con el juego o la camiseta difícilmente siquiera entienda o le interese el entramado de líneas de poder y negocios que para el otro es inherente a su idea de “Boca Juniors”.

Afinando el análisis, tampoco es lo mismo en el segundo grupo el dirigente que con honestidad cree en las virtudes de la promoción del deporte en las generaciones jóvenes y vuelca todo su esfuerzo en la formación de las divisiones inferiores, por ejemplo, que el que ve en la “política interna” del Club oportunidades de negocios y poder que podría ejercitar sin mucho esfuerzo en cualquier otro espacio similar, sea un club deportivo, de Hockey Femenino o de Tenis.

“Los peronistas” no son todos iguales, como no son todos iguales los integrantes de los colectivos humanos. Sin haber compartido nunca la épica, la ética, la estética ni el estilo vertical del peronismo, me animo a afirmar que con toda su polisemia conforma una presencia importante en el funcionamiento de la sociedad argentina. Tanto, como los integrantes de Cambiemos, el otro gran espacio político-cultural argentino, hoy mayoritario y gobernante.

Ambos son plurales, diversos y funcionales al sistema político. Ambos necesarios y –me atrevo a decir- imprescindibles para el desenvolvimiento de una democracia moderna. Representan en lo profundo de su identidad dos estilos que no están separados tajantemente por los valores, que ciertamente responden más bien al espíritu de época que a sus esencias y en consecuencia impregnan a ambos y son cambiantes, sino en todo caso por el estilo más o menos vertical de su sistema de toma de decisiones, que pueden caricaturizarse pero que -hasta ellos- tienen una impregnación recíproca. Ni el peronismo es total y absolutamente vertical, ni Cambiemos es total y absolutamente horizontal, ya que correrse hacia esos márgenes los llevaría a abandonar su verdadera justificación social, que es la funcionalidad para la marcha del sistema político.

Lo hemos visto recientemente, con la exageración verticalista del gobierno que terminó el 10 de diciembre de 2015, como lo vimos a comienzos de siglo con la exageración horizontal del gobierno de la Alianza. El primero condujo a una corrupción gigantesca, el último a una implosión de poder que no permitió superar la crisis económica de cambio de siglo. En ambos casos terminaron en crisis con diferentes características, pero conmocionantes.

Ahora estamos en una situación promisoria. Esos dos grandes agregados político-culturales que motorizaron la historia argentina, que hoy expresan Cambiemos (representando el espacio que durante el siglo XX fue contenido por el radicalismo, enriquecido por mejor capacidad de gestión) y el peronismo (que buscará su reorganización depurándose seguramente de sus exageraciones verticalistas y sus aristas corruptas), ambos con sus ricos coloridos plurales, pueden ser los dos grandes pilares de la democracia argentina del siglo XXI.

Esta afirmación es una esperanza, pero también se insinúa en la realidad. En el mismo tiempo en que José López lanzaba el fruto de sus delitos por sobre las rejas de un convento buscando impunidad, la Cámara de Diputados con el aporte y el enriquecimiento intelectual de muchos legisladores peronistas votaba con números abrumadores la ley de reforma previsional y el blanqueo de capitales que la financiará, propuestas por el oficialismo de Cambiemos; y el Senado aprobaba por mayoría clara a los dos nuevos Jueces de la Corte Suprema, propuestos por el Presidente de la República sin conocerlos, aun sabiendo que en los antecedentes de ambos podían observarse lejanos parentescos axiológicos con los dos grandes espacios político-culturales argentinos a que nos referimos más arriba, y que la fuerza oficialista no contaba ni por asomo con la representación parlamentaria como para asegurar por sí sola este resultado.

Es que el país seguirá. Se depurará de sus lacras más lascerantes, pero retomará su marcha. En esa marcha, todos los argentinos somos necesarios y nadie debe quedar excluido. Seguramente Cambiemos mejorará su organización institucional y el peronismo avanzará en la suya, con nuevos escalones dirigenciales generacionalmente más actualizados. En el futuro gobernarán uno u otro, y el que no lo haga deberá ser una oposición lúcida con vocación de poder. Y si no cumplen, serán reemplazados por otras formaciones que tomen su lugar. Así funcionan las democracias modernas y así sería bueno que lográramos hacer funcionar la nuestra.

Ese es el desafío mayor de las generaciones que hoy protagonizan la primera línea de la política, la comunicación, la economía, la cultura y la intelectualidad del país. Soltar lastres y mirar el horizonte. Su responsabilidad no es el siglo XX –que ya pasó, no podemos cambiar y que está en manos de la justicia y el juicio histórico de la opinión pública-. Es el XXI, lo que viene, cuya agenda es demasiado densa como para perder el tiempo entretenidos más de la cuenta en la curiosa observación de lo que nos pasó, como no sea para aprender de los errores.


Ricardo Lafferriere

lunes, 30 de mayo de 2016

Un paso en el sentido del futuro

El crecimiento económico no necesariamente generará el empleo que llegue a todos. Lo hemos afirmado en varias oportunidades, simplemente observando la marcha del mundo: la economía se independiza cada vez más del trabajo humano, agrega tecnología, se robotiza.

No es un proceso lineal ni abrupto, pero sí inexorable y crecientemente acelerado. Tiene además una característica: es el que incorporan los sectores económicos de vanguardia.

La Argentina está en un momento “bisagra” en su evolución económica y social. Debe dar un gran salto en productividad y ello sólo será posible incorporándose a la vanguardia –tecnológica y productiva- del mundo global. No podrá hacerlo –ninguna sociedad puede hacerlo- apuntando al pasado, produciendo más caro, polucionando el ambiente y gastando más energía como si estuviéramos a mediados del siglo XX. Hoy es inteligencia aplicada, automatización, reducción de insumos caros, ajuste de costos, achicamiento de los eslabones de distribución y hasta fabricación por los propios consumidores de los productos finales a través de la revolución de las “impresoras 3D”. Hacia eso marcha la economía global y ningún salto adelante será posible sin sumarse a esa marcha. 

El interrogante es: ¿ésto es malo?

La consecuencia inexorable de esta evolución también está clara: el salario no será más el articulador de la distribución del ingreso, porque el empleo estable será cada vez menor. Esta afirmación conmueve, golpea y enoja. Pero peor es ignorarla, porque sería ignorar la realidad.

La conmoción de la coyuntura es como una neblina que no deja ver ese futuro, que no es tan lejano. Todavía los reflejos arcaicos que llevan a las viejas recetas surgen en forma instintiva, ante el congelamiento reflexivo de más de una década del debate nacional. Pero apenas superemos esta coyuntura aparecerá con toda su crudeza.

La transición –y los efectos del criminal decenio que terminamos, que desmanteló la educación, destrozó la calidad de la capacitación de los jóvenes y abandonó el esforzado trabajo por la excelencia educativa- nos condena a contar con un gran contingente de compatriotas sin capacitación para entrar en la carrera de los nuevos tiempos. Los argentinos escucharon –y muchos, demasiados, se creyeron- que la liquidación del capital con la que se financió el consumo en esa década era eterna, que jamás terminaría y que sería posible vivir por los siglos de los siglos consumiendo gas y electricidad gratis, viajando sin pagar y forzando a los productores agrarios a entregar sus productos por la tercera parte de su valor para subsidiar los alimentos. La realidad mostró que eso no era cierto, ni posible.

Esta transición nos muestra entonces un contingente de compatriotas sin capacitación, posiblemente condenados a no tenerla. El renacimiento argentino, que llegará con las inversiones que ya se están produciendo en nuevas tecnologías, en infraestructura, en nuevos modelos híbridos de automóviles, en comunicaciones, en energías renovables, en la modernización del Estado, en viviendas, podrá incorporar al trabajo a muchos, pero otros muchos quedarán afuera. Y no es posible dejarlos afuera, porque sería inmoral y porque, además, son los primeros de un gran contingente que los seguirá.

Por eso la necesidad de abrir el camino a otras formas de distribución de riqueza que no dependan del trabajo. El piso de dignidad humana debe garantizarse con programas y políticas públicas que vayan previendo la realidad que se acerca, creando instituciones que establezcan el límite por debajo del cual ningún argentino se encuentre situado.

Este límite no debe obstaculizar el crecimiento económico y debe por supuesto establecerse asumiendo las posibilidades de la economía. Tampoco debe significar un techo, sino un piso, que cada vez sea garantizado a mayor cantidad de compatriotas con el objetivo del “ingreso mínimo universal”, comenzando por los colectivos de mayor vulnerabilidad, pero asumiendo que no tendrá un límite temporal sino que su horizonte será su expansión. Ese piso le deberá dar la base de sus necesidades elementales sobre las que apoyarse para progresar, mejorar su nivel de vida y asegurar mejor futuro para él y sus hijos con la herramienta de su propio esfuerzo.

Esto no es un invento caprichoso. Hay ciudades en el mundo –hemos mencionado a Dongguang, en China, por ejemplo (http://www.elmundo.es/economia/2015/09/07/55e9d2f4ca4741547e8b4599.html )- que ya se han fijado como objetivo la robotización total de sus fábricas. En un país tan capitalista como Suiza (http://www.thelocal.ch/20160127/swiss-to-vote-on-guaranteed-income-for-all )–y también en Holanda y Finlandia (http://www.attac.es/2015/09/02/la-renta-basica-universal-en-finlandia-y-en-holanda-de-las-musas-al-teatro/ )- hay ciudades que están debatiendo y hasta ensayando programas “pilotos” de ingreso universal para sus ciudadanos. Son programas alimentados por ingresos públicos genuinos recaudados de las grandes empresas, que serán más posibles cuanto más avance la cooperación fiscal internacional.

Hacia allí marcha una economía global que, tras la locomotora científico-técnica, esboza otro principio fundamental de progreso: esa revolución científica no puede perjudicar a las personas, sino beneficiarlas. No puede producir pobreza, sino bienestar. Si genera “desocupados” por su tecnificación no puede ser para lanzarlos al subconsumo, sino mejorandoles la vida.

El anuncio del nuevo sistema de asignación universal para mayores de 65 años es un paso tal vez pequeño en su monto individual –porque la economía del país aún no puede sostener mayores niveles- pero gigantesco en lo conceptual, tanto como lo fue hace un par de meses la verdadera universalización de la asignación a la niñez y lo es también ahora la actualización del seguro de desempleo, congelado en montos de hace una década. Crea una institución destinada no a desaparecer, sino a acompañar el lanzamiento económico argentino incrementándose en la medida en que la productividad global también lo haga y los ingresos públicos se depuren de corrupción, ineficiencias y caprichos.  

La medida abre un camino que, en algún momento, deberá avanzar hacia la reorganización integral de todos los subsidios parciales logrados por muchas luchas durante décadas en forma de asignaciones familiares, planes sociales de diversa índoles y subsidios redistributivos varios, para hacer transparente la distribución de recursos públicos a los ciudadanos, pero muestra que los argentinos no vemos al futuro de un país avanzado desplazando compatriotas hacia la marginalidad, sino creciendo para incluir, para mejorar, para darles un piso cada vez más sólido en su realización personal, en la vanguardia del mundo. Y cumple –lo que no es menor- con una propuesta de campaña del actual presidente.

No se me escapa que el concepto es revulsivo de un debate aún teñido de reflejos añejos. Es seguramente difícil de comprender para quienes creen que los ingresos redistribuidos por el Estado son siempre nocivos y prefieren seguir apostando al viejo concepto del “ejército de reserva” con la ilusión de ganar productividad bajando impuestos y salarios al límite. También para quienes añoran la economía industrial modelo siglo XX, polucionante, alienante para los trabajadores por sus trabajos repetitivos y embrutecedores, pero también lleno de corporaciones profesionalizadas gremiales y empresarias en las que se trazan biografías estamentales privilegiadas asentadas en convenientes “relatos”. Ellos son la vieja derecha y la vieja izquierda, cuyos ecos aún retumban, aunque con cada vez menos repercusión. Ambas, repitiendo una verdad que atravesó el siglo XX como un paradigma que ya se agota: la creencia que el trabajo estable era el único articulador social posible.

Hoy, debemos agregarle otros mecanismos, más necesarios que aquél. Los debemos lograr con la cooperación, la articulación de consensos, la construcción de confianza, la racionalidad económica, la creación de inteligencia aplicada, el cuidado del ambiente y de la “casa común”, el respeto a la ley y a la amplia protección de la dignidad humana. De todos y cada uno de los compatriotas, comenzando por los más vulnerables.

Como lo hace este paso adelante que aplaudimos.

Ricardo Lafferriere




martes, 24 de mayo de 2016

Un mundo que no espera

Hace pocas semanas expresábamos nuestra preocupación por el hecho de que la discusión que ocupa el escenario político se concentre en forma casi excluyente en la corrupción. Obviamente, no lo hacíamos porque nos parezca mal que se investiguen los latrocinios de la década pasada, y se sancione a los culpables.

Nuestro punto iba dirigido a hacer notar que ese “maremágnum” estaba ocultando la verdadera opción que debemos enfrentar los argentinos en estos tiempos, que se refiere a si nos decidimos cambiar el sistema de política económica dirigido al país “autárquico”, que impregnó a todas las fuerzas políticas –civiles y militares- desde 1930, o si tomábamos nota de las fuerzas de vanguardia en el nuevo paradigma global, fuertemente cosmopolitizado, y a ocupar un espacio dinámico en las fuertes transformaciones que está protagonizando el mundo en forma acelerada.

Este enfoque no rehúye la crítica y la autocrítica sobre el pasado, que seguramente deberemos enfrentar todos con frescura intelectual y vocación de síntesis. Las recetas que hemos defendido con mayor o menor enjundia durante décadas pueden haber contenido aciertos y errores. Lo que está claro es que se referían a un mundo que ya no existe, con otros problemas, otro escenario internacional, otra dinámica global, otra realidad tecnológica y metas acordes con ese paradigma superado. Son más propias de la historia –y los historiadores- que de la política y los políticos.

No es por capricho que insistimos en el tema. Ignorar el cambio de escenario global, la diferente estructura de las fuerzas productivas más dinámicas, la transformación de la política en un mundo en el que los problemas parecen cada vez más de “política interior” que de “relaciones internacionales” y la portentosa y crecientemente acelerada revolución científico-técnica lleva a que cada día que perdemos en debatir la imagen del espejo retrovisor, es un día que perdemos en nuestras posibilidades de arrancar un nuevo ciclo de crecimiento en la nueva realidad.

El debate es necesario, porque también es cierto que los argentinos merecen mucho más que la riña de gallos en que parece insistir el debate institucional. Es imprescindible afinar los objetivos de infraestructura, la política poblacional, la forma en que encararemos la explotación de nuestros recursos naturales no renovables, el nivel del “piso de dignidad” que estamos dispuestos a garantizar a cada compatriota por el sólo hecho de serlo, el marco y grados de libertad económica que también garantizaremos al que arriesgue capital, esfuerzo y tiempo, y el definitivo marco fiscal que los sustente, las características de los bienes públicos y entre ellos en forma decisiva la capacitación que necesita el nuevo gran salto adelante, y los grados de tolerancia a las conductas delictivas que en definitiva estamos dispuestos a tolerar a quienes no acepten vivir en las condiciones que el sistema democrático y sus normas establezcan en forma general.

Por ahora, sólo se escucha incursionar en el futuro al presidente, incluso más que a su gobierno. No lo hace ciertamente la oposición, cerrilmente aferrada al retrovisor, y tampoco las instituciones del país del pasado, gremiales o empresarias. Los grandes desafíos que nos llegan del debate planetario –inteligencia artificial, revolución de la nano-genética, economía virtual, seguridad frente al terrorismo, contención de las finanzas desbordadas hacia mecanismos especulativos globales, protección de la “casa común”, e incluso la urgentemente necesaria formulación y fortalecimiento de instancias políticas colectivas de acción global brillan por su ausencia en las reflexiones de la política y de la academia.

El pasado, obsesivamente, insiste en anclar la inteligencia argentina. Y eso no es bueno, porque cuando los seres humanos no ponemos nuestras inteligencias en cadena y nuestra capacidad de acción en cooperación, la anarquía de la realidad se encarga de definir los rumbos. Allí se abren las grietas por donde pueden colarse los demonios del ayer, intentando adueñarse nuevamente de la agenda falsaria, pero congruente con privilegios corporativos, prepotencias violentas e instintos cleptómanos primitivos cuya consecuencia puede ser una sociedad sin cambios, crecientemente violenta, injusta, inestable y anómica.

Estamos en una bisagra. No alcanza con reclamar por la falta de empleo o con el consignismo inconsistente como si los números no existieran y todo fuera posible, y del otro lado tampoco con pedir “más despidos en el Estado” y “más ajuste rápido” como si el país fuera una tabla de cálculo y las personas fueran números.

La puerta del futuro exige otra visión, más dirigida al horizonte donde debe encontrarse el puerto para el barco común. Un puerto que no está en lo que ya hicimos –unos y otros- en nuestro pasado, sino en lo que podemos hacer para definir en conjunto el puerto al que debemos poner la proa del barco en el que estamos todos.

Ese puerto está en un mundo que no espera.

Ricardo Lafferriere