Hace unos años asumimos con mi esposa
el desafío de comprar un pequeño lote de terreno en Tigre, uno de
cuyos lados lindaba con un “arroyo” -curso insignificante de agua
al que el término le resultaba más que pretencioso-. Pensábamos
construir una cabaña isleña donde aislarnos a leer y tomar mayor
contacto con la naturaleza que el que ofrecía la ciudad.
De las características del lote un
hecho me llamaba la atención: bordeando ese arroyo casi seco, con un
cauce de alrededor de tres metros de hondura, había un albardón que
no debía tener más de 30 o 40 cms. de altura.
Pensé que era inútil, primero por la
escasa cantidad de agua del arroyo y segundo porque si había
creciente o una marea grande, lo superaría.
Un vecino de años en la zona me
explicó que el albardón estaba alineado con el nivel del Rio de la
Plata a una altura de 3,30 “sobre el cero de Riachuelo”, altura a
la que llegaban las mareas normales a esa altura del Delta. Al
principio no entendí mucho y luego -Internet mediante- comprendí lo
que significaba.
Durante varios años el agua no llegó
ni siquiera a desbordar el cauce, ni en las sudestadas más fuertes,
al punto que llegué a suponer -ingenuo de mí- que se debía al
cambio climático y que no vendrían más inundaciones como las que
ilustraban las fotos de las que había sufrido Tigre antes de la
construcción del Canal Aliviador.
Construimos la cabaña isleña de
madera, por las dudas con soportes -también de madera- de una altura
de dos metros sobre el nivel del piso. Y disfrutamos de la
exhuberancia delteña, mosquitos, humedad y cortes de luz -pero sin
crecientes ni mareas- durante un hermoso tiempo de felicidad.
Hasta que llegó la primera
experiencia. Una mañana de sol radiante, mientras desayunaba en la
terraza de la cabaña noté cómo el arroyo crecía, y crecía y
crecía con rapidez. Llegaba al borde del cauce. Y lo desbordaba. Estaba ya
llegando al albardón, y hasta su parte superior.
El primer desborde del albardón se
produjo en un sector cercano a la casa, por una hendidura de unos 20
centímetros de ancho, que rápidamente, pala en mano taponé con
tierra sintiéndome por unos segundos una especie de héroe de
entrecasa: ¡había parado una inundación! Cuando estaba terminando
la tarea, en el otro extremo apareció otra “filtración”, que
también taponé rápidamente. Al terminar de hacerlo, tres nuevas
filtraciones, en el centro del terreno, empezaban a superarme. Hasta
que de pronto las filtraciones eran ya cinco, ocho, diez... y todo
el albardón desbordado por la creciente, con el agua ingresando al
terreno que quedaba convertido en una gigantesca pileta.
La reacción de un “ciudadano”
-como yo- no podía ser otra que la impotencia. El agua subía,
subía, subía. Y no podía irme a la seguridad del asfalto y de mi
casa, ya que también la calle -de tierra- estaba totalmente cubierta de agua,
que alcanzaba ya más de la mitad de las ruedas del auto en su lugar
de estacionamiento, relativamente elevado. La impotencia se
transformaba en desesperación.
Hasta que de pronto, una multitud de
pequeñas embarcaciones apareció por todos lados, con chicos y
jóvenes festejando. ¡Hay marea, hay marea!...
Lo que para mí era un drama, para los
habitantes de la zona era una fiesta. De pronto, todo se transformó
en comunitario. Los botes andaban por las calles, por los terrenos,
por el arroyo...
Y comprendí que simplemente había que
tener paciencia, esperar, y enfrentar la situación con tranquila
resignación. Así que eso hice: instalé una cómoda reposera en la
terraza de la cabaña, me puse a leer un libro que tenía en lista de
espera desde hacía tiempo y a observar la diversión de los niños
en las canoas. No podía hacer mucho más.
En cuatro o cinco horas, el agua empezó
a bajar. Al día siguiente, salvo por algún charco perdido en algún
desnivel del terreno o de la calle, todo estaba normal. Y la vida
siguió.
…
¿Y eso? Puede preguntarse el amigo que
siguió el relato hasta aquí. Y... algo tiene que ver con la
pandemia.
Desde el comienzo escuchamos, tanto de
la OMS como de científicos de los que dicen que saben, que el virus
infectaría al 90 % de la población, inexorablemente. Que de ese 90
%, alrededor del 80 % serían asintomáticos -es decir, no notarían
estar infectados y clínicamente no mostrarían ningún signo de
enfermedad-. El 28 % restante era dividido en dos grandes grupos, de
dimensión similar. La mitad –o sea, alrededor del 14%- tendrían
síntomas leves, similares a una gripe común, y la otra mitad -14 %-
se dividirían a grandes rasgos a su vez en dos: la mitad sufriría
síntomas fuertes, de gran molestia, pero sin gravedad, y la otra
mitad -7%- tendrían síntomas severos, que podrían llegar a
provocar la hospitalización y hasta la muerte. En este último
agrupamiento estarían principalmente personas de edad -con su
sistema inmunitario debilitado-, personas con enfermedades
preexistentes que también hubieran debilitado el sistema
inmunitario, y los altamente expuestos al virus por coexistir con él
durante largas horas en lugares cerrados -principalmente, personal
sanitario cumpliendo su tarea-, que hubieran sufrido “alta carga
viral”.
Esas previsiones se cumplieron y fueron
repetidas en numerosas oportunidades por epidemiólogos. El gran
desafío público, se decía, era que “la curva” de contagiados
graves no saturara el sistema sanitario exigiéndole lo que no podía
brindar: equipamiento de respiradores y unidades de terapia
intensiva. Debía “aplanarse la curva” -se decía- para que ese
porcentaje de enfermos graves pudiera tener un tratamiento adecuado
en los centros de salud.
7% no es poco. En 1.000.000 de
habitantes, son 70.000. En un pueblo pequeño de 10.000 habitantes,
son 700. En un país de 45.000.000 de habitantes, son 3.150.000.
Difícilmente haya en el planeta un país con semejante cantidad de
respiradores y Unidades de Terapia Intensiva. Hay que “aplanar la
curva”, para que los enfermos graves lleguen de a poco, y no todos
juntos, para no “saturar” o “colapsar” el sistema sanitario.
De ahí se dedujo la estrategia del
encierro. Confinar a todos, para que “la curva” se “aplane”.
Nunca se dijo que el objetivo del confinamiento era detener la
pandemia, conscientes que hubiera sido un objetivo tan absurdo como
frenar el desborde del arroyo delteño. El virus no se puede frenar.
Sólo paliar su daño, en tres líneas: demorar su expansión -con el
confinamiento-, desarrollar rápidamente el reforzamiento de la
infraestructura sanitaria y acelerar lo más posible las respuestas
médicas para los casos en que se requirieran, elaborando protocolos
serios lo más rápido que permitiera el desarrollo de la ciencia. Todo ésto, acompañado por comportamientos individuales imprescindibles: mascarillas, distancia interpersonal, higiene.
Sin embargo, de a poco el objetivo
pareció ir cambiando. Se convirtió en parar la expansión de la
pandemia, y para ello se paralizó el mundo. Algunos países -con más
espaldas económicas- lo pudieron soportar, con una especie de
gigantescas vacaciones pagas hogareñas impuestas a sus ciudadanos.
Otros, destrozaron sus economías con la mirada puesta en los
titulares de la “incidencia acumulada” y los “nuevos casos”,
que se renovaron hasta el clímax cuando, generalizados los tests a
todos, tuvieran o no síntomas, los números empezaron a
relacionarse con los “infectados” y no ya con los enfermos.
Infectados que, como se ha dicho, habrán de llegar a la larga o a la
corta al 90 % de la población. Estén o no vacunados.
El curso de acción internacional fue
curioso. La “batalla de las vacunas” se transformó en el desafío
épico de la humanidad, y miles de millones de Euros, dólares, yenes
y rublos se adelantaron a empresas farmacéuticas de alta capacidad
de producción e investigación que -hay que reconocerlo- actuaron
con rapidez. Como no. “¡Hay pandemia, hay pandemia!” parecían
exclamar con la emoción de los niños jugando con las mareas en el
Delta.
Se conjugaron el “bien común”
interpretado por los gobiernos, con el beneficio económico atado a
países que, además, tenían reservas suficientes para pagar
cualquier cosa. Lejos de mí está cuestionar la limpieza de los
números. Sólo poner la atención un instante en lo que significa
para empresas privadas tener colocadas antes de producir -y antes
incluso de contar con los productos, que debían ser investigados y
elaborados- con sumas gigantescas de facturación que en tiempos
normales hubieran obtenido en varios años, quizás en lustros, en un
mercado cautivo. Cifras que, además, se mantienen en secreto...
Y así fue como a un costo inmenso,
hubo vacunas.
Sólo que, curiosamente, casi todas
-algunas expresamente, otras tácitamente, otras reticentemente-
advierten que su máxima efectividad se alcanza en personas adultas
-más de 18 años- que no superen los 55, 60 o 65 años. O sea,
aquellos a los que el virus, estadísticamente, les ataca con menor
fuerza -obviamente, con las excepciones naturales de cualquier
proceso biológico-. Esos miles de millones de dólares servirán
para proteger a los que -por decirlo de alguna forma- ya están protegidos (por su edad, por su salud y por su propio sistema inmunológico- que, ni aún vacunados, dejarán de ser posibles "portadores sanos". Pero no protegen a los vulnerables, a los que sí puede alcanzar
el virus con mayor “virulencia”.
A diferencia del peligro de la neumonía
-cuya vacunación se aconseja especialmente a mayores de 60 años,
más vulnerables a esta derivación de una gripe estacional-, en el
caso del COVID-19 los mayores son los menos cuidados, seguramente no
porque las vacunas sean malas sino porque al no haberse completado la
tercera fase de los ensayos clínicos, no se han segmentado lo
suficiente los efectos adversos y el análisis de las dosis adecuadas
en el afán por obtener una vacuna para los que no la necesitan, pero
que se vendería masivamente de inmediato, terror sanitario de por
medio.
La pregunta es obligada: ¿Se reforzó
el sistema de salud? ¿Se aprovechó el tiempo para desarrollar los
protocolos médicos para tratar adecuadamente a los enfermos “de
verdad”? ¿Existieron esas investigaciones? ¿Con cuánto se
financiaron?
Una ojeada a lo ocurrido en estos meses
nos muestra que hubo diversas experiencias, algunas serias, otras
menos serias y otras grotescas, que surgieron de diversos centros de
investigación, de la suerte, de la inventiva individual o de la
desesperación de médicos que debían enfrentar la enfermedad sin
contar con la adecuada información. Fueron numerosas y podemos citar
algunas:
En Israel, dos fármacos desarrollados
en sendos hospitales, denominados “EXO CD 24” y “Allocetra”
han mostrado resultados altamente favorables logrando revertir la
enfermedad en su estadio grave
(https://www.infobae.com/america/ciencia-america/2021/02/07/en-israel-probaron-con-exito-dos-farmacos-para-casos-graves-de-covid-19/)
En Argentina conocemos dos
experiencias, ambas en principio exitosas para tratar casos en
situación de gravedad intermedia: el Ibuprofeno hidrolizado,
desarrollado por Dante Beltramo, -Investigador Principal del CONICET-
para neutralizar la inflamación de los aveólos pulmonares -el
ataque más letal del virus- se aplica en Córdoba y otros lugares
del país con excelentes resultados (
https://www.infobae.com/salud/2020/08/07/un-tratamiento-con-ibuprofeno-inhalado-revirtio-casos-graves-de-covid-19-en-el-pais/)
y el COVIFAD (popularmente conocido como “plasma equino”), que
aprovecha la fortísima capacidad de producción de anticuerpos de
estos animales, multiplicando por 200 el efecto del plasma humano de
quienes han generado anticuerpos por el virus, reduciendo a la mitad
la mortalidad de enfermos graves y en un 24 % la necesidad de
cuidados intensivos
(https://www.scidev.net/america-latina/news/argentina-aprueba-suero-equino-como-tratamiento-para-covid-19/).
Se está aplicando en numerosos hospitales y ha sido adquirido en
cantidad por la provincia de Corrientes. En ambos casos fueron
investigadores o equipos médicos locales buscando con razonamientos
intuitivos exitosos los que lograron la importante reducción de
mortalidad.
En Canadá, se enfrentó la situación
con el uso de una medicación ancestral para el reuma, la Colchicina.
No necesitó protocolo especial salvo la comunicación entre los
médicos, porque es una droga existente y aprobada.
(https://theconversation.com/la-colchicina-un-farmaco-relativamente-toxico-publicitado-para-la-covid-19-por-una-nota-de-prensa-154231).
También se utiliza la Dexametasona, al parecer convertida en un
tratamiento poco menos que rutinario.
En Estados Unidos fue noticia la mezcla
de fármacos no aprobados por la FDA (cóctel
de anticuerpos REGN-COV2) que
llevaron a la recuperación rápida del entonces presidente Trump,
quien a pesar de su edad pudo enfrentar las obligaciones nada menos
que de una campaña electoral.
Casos como éstos hay muchos, en todos
lados. El bamlanivimab, el baricitinib, la melatonina o el lopinavir
de encuentran entre ellos, junto a muchos otros. Algunos seguramente
serán eficaces, otros menos y otros no. Mi punto es: ¿Por qué no
se los estudia en profundidad, destinándoles un porcentaje aunque sea mínimo
de los miles de millones de dólares gastados en inmunizar a los
inmunizados?
¿Cuántos de estos proyectos de
investigación recibieron el apoyo de los gobiernos, tan abiertos a
la compra de vacunas? ¿Con qué montos? ¿Qué coordinación
realizaron los gobiernos, para atender las necesidades de aquellos
colectivos desatendidos por la Gran Estrategia Vacunatoria Global por
ser viejos, enfermos o predispuestos? ¿Por qué no existió para
ellos la coordinación que si existió para las vacunas, o incluso para los confinamientos y encierros?
Y la pregunta más importante: ¿Cuáles
de estos medicamentos, los realmente importantes para salvar vidas,
fueron logrados, producidos o investigados por alguno de los grandes
“elefantes blancos” que fabrican las vacunas? ¿Lo fue alguno?
….
Hoy, iniciando el 2021, la pandemia se
ha extendido al planeta y ha llegado a los lugares más recónditos.
Hasta la selva del Amazonas se ha dado el lujo de contar con una
“cepa” propia del COVID-19. La discusión de tapa de los diarios,
sin embargo, es la batalla de las vacunas para los clínicamente
“sanos” -porque no tienen síntomas-. Las arcas de los gobiernos
están siendo vaciadas para comprar unidades de vacunas a precios
insólitos -desde los 3/5 dólares por unidad de Oxford-Astra Zéneca
hasta más de 30 dólares por unidad de Moderna o Sinofarm-. Y la
OMS fogonea la vacunación total de los 7.500.000.000 de
habitantes del planeta “para evitar la desigualdad”, garantizando con ésto un mercado cautivo virtualmente infinito, para cuidar a la
inmensa mayoría que no se enfermará, sin reclamar con igual fuerza
la investigación del tratamiento o los tratamientos adecuados para
los -muchos menos- que muy posiblemente sí lo hagan.
La respuesta surge sola. Unos son
muchos, muchos. Otros son, en relación, muy pocos. Para unos,
alcanza con un fármaco elaborado “con brocha gorda”, todos
iguales -porque son saludables y tienen defensas propias-. Para los
otros, hay que investigar más en detalle, en dosis, en situaciones
particulares. Para unos, el mercado es inmenso, rápido y cautivo. Para los
otros, lento, disperso y trabajoso.
Los que se enfermen... que se arreglen
con las investigaciones artesanales de los sacrificados médicos de
batalla, que deberán encontrar ellos sus propias respuestas. No
tendrán, seguramente, nombres “importantes”. Y hasta es probable
que ni siquiera se les permita procedimientos acelerados de
aprobación como los que graciosamente se le otorgaron a los grandes
laboratorios, eximiéndolos de pasos importantes -lógico, por la
urgencia- para garantizar buenos fármacos.
Lógico, para ellos, que además son
eximidos por leyes especiales -en todo el mundo- de cualquier
consecuencia de mala praxis. Eximición que no existe para el médico
que debe enfrentar el drama de su paciente lejos de cualquier apoyo
oficial, arriesgándose sí a los reclamos de “mala praxis” por
el eventual mal final de alguno de sus pacientes.
Quien ésto escribe no es “antivacuna”
sino decididamente “pro-vacunas”. La antivariólica logró
erradicar una enfermedad atroz que acompañó a la humanidad desde
tiempos prehistóricos. La antipolio es una vacuna excelente que,
donde se administró con eficacia, erradicó la poliomielitis.
Numerosas enfermedades están siendo cercadas y reducidas en su
letalidad por vacunas diversas, algunas de imprescindible uso
preventivo, como las anti-neumonía, o la antitetánica. Sólo que
ninguna de ellas recibió la masiva e indiscriminada laxitud en su
rigor técnico, ni mucho menos los favores económicos gigantescos,
que las anti Covid-19.
Los Estados, mientras, siguen con el
confinamiento como medida central. Enamorados de los encierros y cubriendo sus
falencias, para no ser condenados por la “opinión publicada”,
generadora de terror en la opinión pública y grandes ganancias en
las grandes firmas farmacéuticas. Y aprovechando para llevar adelante un
gigantesco experimento de disciplinamiento social -en las
democracias- y de abiertas conductas totalitarias -en los populismos
autoritarios- que desmerece y hasta ridiculiza los derechos humanos y
el daña estado de derecho, resultado de cientos de años de
civilización política. “En pandemia no hay derechos”, hemos
tenido que escuchar de dirigentes coyunturalmente importantes de un
país sedicentemente democrático, que ha llegado a tolerar campos de
concentración y encierros forzados.
He titulado esta nota de manera neutra,
porque lejos de mí aceptar ser “emblocado” en las trincheras que
se cruzan epítetos. Fui formado con la ética del pensamiento
crítico y del respeto a la razón, la ciencia y la moral. Y para
lograr todo ello, en la exigencia del abierto y fresco debate
democrático. Sólo busco eso. Y en todo el debate sobre el COVID 19,
no lo encuentro.
Ricardo Lafferriere
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