martes, 15 de enero de 2013

"...cloacas si, o cloacas no..."


                Es el ejemplo  que utilizó Hermes Binner como tema que podría dar lugar a una confluencia programática opositora amplia, y tácitamente como contraejemplo de las dificultades que generaría –en su opinión- encontrar acuerdos entre quienes tienen “bases conceptuales diferentes”, aunque sin cerrar –afortunadamente- las puertas a tal propósito.

                Humildemente, sugiero otros temas que pueden servir de ejes de acuerdo, además de las cloacas:

Estado de derecho sí, o estado de derecho no.
Independencia de la justicia sí, o independencia de la justicia no.
Federalismo si, o federalismo no.
Libertad de prensa sí, o libertad de prensa no.
Medios de comunicación oficiales plurales sí, o medios de comunicación oficiales plurales no.
Utilización partidista del poder sí, o utilización partidista del poder no.
Respeto al parlamento sí, o respeto al parlamento no.
Moralidad administrativa sí, o moralidad administrativa no.
Autarquía municipal sí, o autarquía municipal no.
Libertades públicas sí, o libertades públicas no.
Derechos y garantías sí, o derechos y garantías no.
Reemplazo de clientelismo por ciudadanía sí, o reemplazo de clientelismo por ciudadanía no.
Lucha anticorrupción si, o lucha anticorrupción no.
Políticas sociales de inclusión sí, o políticas sociales de inclusión no.

                En todos estos temas, es posible articular acuerdos que acerquen a argentinos con posiciones diferentes en lo político, en lo ideológico, en lo religioso, en lo regional. Permiten articular a izquierdas con derechas y centros, viejos con jóvenes, porteños con provincianos y hasta ricos con pobres. Sería una especie de “pacto neo-constituyente”, indispensable ante las ruinas en que el kirchnerismo dejará convertido al país cuando termine su gestión.

                Frente a la pesadilla populista que está terminando de desarticular lo que queda de la democracia, del estado de derecho, de la independencia de la justicia, de la libertad de prensa, de la moralidad administrativa, de los derechos y garantías de los ciudadanos, del federalismo y la autarquía de los municipios, vale la pena intentar que el acuerdo no se reduzca sólo a las “cloacas si o no”, sino que responda a las expectativas de la gran cantidad de argentinos que pretenden volver a colocar al país en la senda de una democracia madura, fresca, participativa, plural, tolerante y abierta.

                En todo lo demás, seguramente habrá miradas finalistas diferentes y está bien que así sea. Una confluencia de tal amplitud exige que cada participante conserve celosamente su identidad, porque esas diferencias fortalecerán la democracia en el juego de un estado de derecho auténtico. El debate político y parlamentario honesto decidirá en todo caso sobre aquellos temas en los que no exista acuerdo. Pero antes, hay que recuperar ese estado de derecho de una amenaza tan grave como no ha existido desde 1983.

                En suma, recrear un país para todos, en todos los sentidos de la palabra, conviviendo en paz y pluralismo y definiendo periódicamente su rumbo en un debate sin trampas.

Ricardo Lafferriere

lunes, 14 de enero de 2013

El problema está adentro



                No está mal que la presidenta recorra el mundo. Viajando, siempre se aprende. La pujanza en la diversidad del avasallante desarrollo tecnológico, la toma de conciencia del mercado global, la percepción de un nuevo paradigma planetario signado por el encadenamiento productivo mundial, son datos que –si se sabe observar- dejarán un buen agregado de conocimiento y experiencias.

                Desde ese enfoque, todos los viajes son positivos. Una recorrida como la que realiza ahora, por países de categorías diversas –Cuba, Arabia Saudita, Vietnam- se suma a los anteriores, a Libia, Egipto, Angola, agregados positivos, en suma, a los tradicionales desplazamientos a los países del primer mundo y del entorno regional sudamericano.

                Nos permitimos, sin embargo, acotar que gran parte del problema argentino se relaciona más con déficits internos que con nuestra inserción internacional. De nada servirá abrir los mercados cárnicos, por ejemplo, si los exportadores argentinos no pueden sacar su producción. O de trigo, o de maíz.

                A pesar de las buenas intenciones –que deben descontarse- de la señora presidenta, difícilmente su mensaje sea tampoco convocante a inversores de riesgo.  Éstos  observan escrupulosamente la vigencia del estado de derecho, el respeto a las normas y la existencia de una justicia independiente que pueda garantizarle sus inversiones según las reglas pactadas y vigentes, antes de decidir una inversión directa en el país, cualquiera sea su dimensión.

                No se trata, por supuesto, de renunciar a la independencia de criterio, ni de abrir el país en forma acrítica o irreflexiva, como lo propuso hace veinte años el anterior gobierno del partido de la señora presidenta. Al contrario, lo necesario es debatir con madurez y decidir la sanción de reglas estables que, una vez dictadas, deban cumplirse por todos.

                La propia inserción de eslabones argentinos del mejor valor agregado posible en el encadenamiento productivo global, que sería el paso más virtuoso para un gran salto adelante, se da de bruces con el voluntarismo y la discrecionalidad de decisiones tomadas verbalmente, cargadas de oportunismo o de ideologismo.

                Y, por último, el ranking de corrupción. La ubicación de nuestro país en el listado de países más corruptos del mundo y la tenaz resistencia a abrir las cuentas públicas y de los funcionarios al escrutinio de los ciudadanos obstaculiza esas decisiones, habida cuenta que el nuevo paradigma supone normas homologables internacionalmente: el “just on time” que no puede condicionarse por decisiones arbitrarias o intempestivas del poder político, los proyectos competitivos, la ausencia de costos ocultos, la libertad de provisión de insumos y de exportación de producción con normas estables, y, por último, la seguridad jurídica para todo el proceso.

                La justa protesta contra los desbordes asfixiantes de los mecanismos financieros desbocados generadores de la crisis que hoy golpea al planeta es justa y debe acompañarse. Deja de ser creíble, sin embargo, mientras sigan tolerándose entre casa enriquecimientos sin justificación con fondos públicos, prebendas ilegítimas a empresarios amigos, y privilegios a los allegados con protecciones de mercado sólo justificadas por la cercanía de sus beneficiarios a los esquemas de poder.

                El problema, en síntesis, no está tanto afuera. Está entre nosotros. Y quien tiene las herramientas para atacarlo no son los opositores, ni los gremialistas, ni –en alguna medida- los propios empresarios, sino el funcionamiento del poder hegemonizado por la propia primera mandataria, viciado por convicciones autoritarias y escasamente respetuosas de las normas que deberían regir las relaciones entre el poder y los ciudadanos.

Ricardo Lafferriere

domingo, 6 de enero de 2013

Dichos y hechos



                “Fíjense en lo que hago, no en lo que digo”, le expresó en su momento Néstor Kirchner a los empresarios españoles, cuando les anunciaba el comienzo de su política económica discrecional. Aunque en muchos aspectos hay un alejamiento de la consigna, la presidenta continúa en este rumbo.

                De seguir sus dichos, no habría forma de no alarmarse. Un ataque grosero e insolente a la justicia, esta vez a la Cámara Civil y Comercial; la grotesca e impostada solicitada en los diarios británicos por Malvinas, que colocó al país nuevamente en una posición de ridículo internacional; su puesto en escena de una extravagante decisión administrativa confiscando el predio de la Sociedad Rural, que se sabía desde el inicio que sería revocada judicialmente por su manifiesta ilegalidad;  su afiche de estética modernista, tan atrasada como su discurso, para proclamarse “Capitana” emulando a Eva Perón; su justificación del escatológico festejo en la ESMA que el kirchnerismo había convertido en el ícono de la memoria del horror; y por último su nota de cuatro páginas para contestar una pregunta de Ricardo Darín sin contestarla –porque no tiene cómo hacerlo- cargándolo de agravios y amenazas veladas. Tal es el saldo de la primera semana del año.

                Sin embargo, los hechos son distintos. Ha ofrecido específica y concretamente a los “Fondos Buitres” reabrirles la posibilidad del canje de la deuda, luego de haberlo negado con vehemencia hace poco tiempo y haber calificado de traidores a la patria a quienes le solicitaban normalizar los pagos externos; ha triplicado el precio del gas en boca de pozo a las empresas productoras, luego de haberlo negado expresamente durante casi una década; ha anunciado un incremento sustancial de los boletos de transporte urbano, en la línea señalada por la sensatez aunque sin prever el mantenimiento de subsidios para los sectores de ingresos fijos como le fuera indicado por la oposición; ha autorizado el incremento tarifario de la energía, en la misma línea, también desdiciéndose de su política anterior. Hechos, que se intenta ocultar tras una retórica vacua, cuyo efecto en la realidad no tiene el efecto atemorizante de otros tiempos –porque nadie la toma en serio- pero tampoco la virtud exaltadora de la pasión militante hacia los propios, ya desorientados por la bastardización del discurso y su escasamente modélica conducta personal.

                Tanto los dichos como los hechos dejan mucho que desear. Los dichos, por lo mendaces. Los hechos, porque se ocultan tras coartadas discursivas que evitan su comprensión por los ciudadanos para evitar mostrar con crudeza la situación económica a la que nos ha conducido su gobierno, por capricho, imprevisión e intereses escasamente virtuosos, cercanos a lo partidista más condenable y alejados de la visión de estadista con la que a menudo intenta vestirse, anglicismos aparte.

                Mirado el país desde el escenario global, es dolorosa la marcha inexorable hacia la intrascendencia. Ubicados en el plano interno, es imposible no sentir la decadencia.

                Aunque esta semana mostró también una foto de esperanza. Tal como en diciembre destacamos desde esta columna la convocatoria del radicalismo al arco opositor para acercar posiciones en defensa de la democracia, hoy debe destacarse la capacidad de diálogo, a contramano de la política oficial, de dos jefes de ejecutivos locales de diferente signo político, de la provincia de Buenos Aires y de la Capital, dando pasos conjuntos en la solución de problemas concretos de gestión, en este caso puntual referido al tratamiento de residuos urbanos.

Lo que debiera ser un hecho normal en un país democrático, significó sin embargo un fresco aire de cambio que muestra que es posible otro país. Es mucho más importante que cualquier dicho de circunstancia. Las dos fotos nos permiten imaginar que lo que viene será mejor, sustancialmente mejor, que la voz crispada gritándole al espejo.

Ricardo Lafferriere

sábado, 29 de diciembre de 2012

Aporte para la polémica



El futuro progresista

El “espíritu de época” en el que se formaron políticamente varias generaciones durante la segunda mitad del siglo XX podría resumirse en una creencia básica: el principal “issue” de la sociedad capitalista es que el capital “compra” trabajo y trata de pagar por él lo menos posible. Como en una grotesca tira de historietas, quien prefiriera el crecimiento se acercaría a las posiciones capitalistas, y quien dependiera de un salario sería socialista.

La vieja contradicción (aclaremos: propia de las sociedades centrales) era enfrentada desde el campo del trabajo por dos caminos ideológico - políticos: el revolucionario y el reformista. Del primero, surgieron los partidos comunistas con sus diversas ramas. Del segundo, la socialdemocracia en sus diferentes versiones. 

Ambos caminos para transitar “en el sentido de la historia” –era dogma en esos tiempos que la historia tenía un “sentido”…- culminarían con una sociedad que habría terminado con la propiedad privada, alcanzado la “socialización” de los medios de producción, no habría más asalariados ni empresarios, y tampoco “plusvalía”, “alienaciones” ni “explotación del hombre por el hombre”.

El campo del capital, por su parte, sería económicamente “liberal”, reclamando la menor cantidad posible de trabas a su acumulación y a la disposición de su propiedad.

Entrado el siglo XXI, haya sido o no verdad en su momento –el capital recurrió muchas veces a la acción del Estado, y los obreros reclamaron varias veces liberalización, como ocurrió en la Argentina con el socialismo temprano de Juan B. Justo-, esta afirmación ya no refleja realidades ni creencias. No pertenece más al “espíritu de época”, salvo en algunos que, atrasados, se niegan a mirar la marcha del mundo. El 95 % del planeta ha adoptado la organización capitalista arrinconando al socialismo real en Cuba, Corea del Norte y algún que otro exponente residual de la utopía revolucionaria del siglo XX.

Los “países líderes” en aquel camino socialista revolucionario son hoy los capitalismos más salvajes: Rusia y China. Los que adoptaron el rumbo reformista “socialdemócrata”, por su parte, volcaron su relato hacia el centro, simbiotizándose en tal medida con el funcionamiento del sistema que disputan con sus viejos adversarios la misma base electoral intercambiable, en una simbiosis expresada en propuestas periódicas que podrían ser de unos o de otros. Ambos enfrentan los mismos problemas con similares recetas, según a cuál de ellos les toque estar en el gobierno cuando asoman los tiempos de las crisis.

El “socialismo” no es más la utopía, o al menos no una utopía que justifique exterminar generaciones. Tampoco es ya el enemigo, o el rival, del capitalismo, la otra  utopía por la que se dejaban vidas. No lo es porque el componente salarial dejó de ser el determinante de la ganancia, debido a que el éxito de las organizaciones gremiales y la conciencia política solidaria del género humano en su conjunto establecieron niveles de retribución del trabajo aceptables a grandes rasgos por ambas partes.

El exponencial avance científico-técnico ha independizado cada vez más la producción del trabajo humano directo. En su lugar, la humanidad busca mejorar los aspectos de su convivencia que considere en cada momento y lugar incompatibles con su ideal de justicia, que además está siempre en evolución. Capitalismo y socialdemocracia son conceptos imbricados definitivamente en la esencia de la sociedad moderna. La propuesta de volver a separarlos no es un avance, sino intentar volver la historia atrás.

La sociedad de productores –diría Bauman- de empresarios y obreros, que enmarcaba el antiguo conflicto, se ha transformado en una sociedad de consumidores, de la que ambos son accionistas. Y ello no se ha reflejado aún en una contextualización que, al estilo del marxismo durante los siglos XIX y XX, configure una cosmogonía que explique lo que pasa y sugiera hacia dónde ir. 

La novedad es que fuera de ese juego, hay cada vez más excluidos, no contemplados por la reflexión central del viejo análisis. Los viejos rivales y actuales socios son interpelados por los que quedaron afuera, que son cada vez más. Los conflictos entre ellos ya no reclaman la épica de los viejos tiempos sino ajustes periódicos en paritarias, impuestos y condiciones de trabajo.

Antes estaba claro: una política progresista debía ampliar los salarios, incrementar el consumo, mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, virtualmente con el cielo como techo. Desde la mirada rival, el salario debía reducirse para ampliarse la ganancia, con ese excedente ampliarse la inversión y de esa forma incrementar la producción. También con el cielo como techo.

Hoy, leyes que limitan el tiempo de trabajo, que establecen pisos salariales, que reglamentan las discusiones paritarias –condiciones de labor y de retribución-, que prevén las indemnizaciones por accidentes y enfermedades, que organizan los sistemas previsionales, han creado alrededor del trabajo un entramado defensivo que, aunque dinámico y en permanente rediscusión, es previsible y ha alejado a sus protagonistas de sus límites. Ni los trabajadores están al borde de la inanición, ni los empresarios están amenazados por los quebrantos. Al menos, no a causa del conflicto de clases.

El capital, a su vez, ya no es el “señor” de su propiedad. Está limitado por leyes impositivas, reglamentaciones societarias, normas anti-monopolio, reglas ambientales, y un entramado normativo que acota su “libre disposición”. Y ambos, por fin, están objetivamente limitados por la finitud de los recursos naturales y energéticos del planeta.

Los obreros y trabajadores en general, en las sociedades maduras, han obtenido mejoras sustanciales en sus niveles de consumo, y los empresarios han logrado ganancias que exceden largamente las necesidades de inversión. Obreros –con la socialdemocracia- y empresarios –con los partidos propietarios- se han corrido al centro, compartiendo la mayoría de las políticas.

Los excluidos del poder

El problema de hoy no son obreros contra empresarios, que han llegado a una “pax romana” con apenas algunos escarceos anuales de discusiones marginales de salarios. El problema son los excluidos –de la economía, de la política, del poder-.

Entre los excluidos, los hay de muchas categorías. Los mayoritarios y en condiciones éticamente más condenables son aquellos excluidos de todo. Están en umbrales de miseria, sin capacidad de presión, sin huelgas en las que apoyar sus reclamos y sin mecanismos de defensa dentro del sistema con los cuales luchar para mejorar su vida. No tienen leyes sociales, salarios mínimos ni paritarias. No tienen obras sociales, aportes previsionales ni futuro.

Pero no son los únicos. Enormes contingentes de antiguas y nuevas clases medias sufren hoy –en todo el mundo- situaciones crudamente peores que muchos escalones de la clase obrera organizada, a pesar de su capacitación, su esfuerzo en mejorar su calificación profesional y sus crecientes horas de trabajo.

Miles de docentes y médicos, enfermeras y abogados, ingenieros y comerciantes, productores y pequeños emprendedores, reciben ingresos sumamente inferiores a la de los obreros escalafonados, no tienen protección social, son cercados en forma inmisericorde por las políticas impositivas, sus regímenes previsionales son rudimentarios y misérrimos, y sienten el desinterés –cuando no la hostilidad- del poder político, por su resistencia a incluirse en organizaciones burocráticas con los que “acordar” y su tenacidad en mantener su independencia de criterio, de juicio y de valores. Económicamente son menos excluidos que los pobres de solemnidad, pero no mucho menos excluidos de la política real.

La política, por su parte, no los entiende. Organizada con las pautas  de mediados del siglo XX, sigue razonando en clave del viejo conflicto de “obreros vs. empresarios”.  Socialdemócratas y “nacional-populares”, liberales y revolucionarios de viejo cuño, se conjugan en su desprecio. La insistencia en descalificar su desmarque de las antiguas épicas –que no los representan, ni los motivan- los hace receptores de miradas de impostada superioridad, como la de los profesores de dudosa sapiencia invocando el “principio de autoridad” para no tener que fundamentar sus afirmaciones.

Y a veces, de descalificaciones plenas de soberbia, como la de “gorilas pequeñoburgueses”, “malditas clases medias”, “egoísmo posmoderno” y otras similares, expresadas por quienes adueñados de las estructuras del “sistema” han logrado posiciones de privilegio que sienten peligrar por la creciente transparencia con que el mundo hiper-conectado deja al descubierto, ora su apropiación rentística, ora su desinterés o su incomprensión de la situación injusta padecida por muchos.

Y sin embargo, esos muchos son la  nueva mayoría social. Están entre los sectores bajos excluidos, medios-medios y hasta algunos medios-altos. No hay que ir lejos para detectarlos. En la Argentina vimos los últimos en el 2008, a los segundos en setiembre y noviembre del 2012 y a los primeros en los saqueos de diciembre. La propia huelga general del 20 de noviembre de  2012 expresó reclamos más propios del “conjunto social” –como la vigencia de la Constitución, la denuncia a la inflación y la propia falta de independencia de la justicia- que demandas sectoriales.

Son la masa desarticulada de una sociedad posmoderna, sin estamentos. En el 2008 no fueron “organizados” por la Mesa de Enlace, a la que los “autoconvocados”, verdaderos protagonistas de la gigantesca protesta, miraron sólo como indicador de referencia. En las imponentes marchas del 2012 no respondieron a partidos políticos ni organizaciones sectoriales, los que se sumaron al final luego de reiterar prevenciones y recelos porque de pronto advirtieron con sorpresa que estaban conformadas por sus tradicionales votantes, también autoconvocados a través de las redes sociales. Y en los saqueos de diciembre, los impulsores no fueron las “organizaciones piqueteras”, en tranquila coexistencia con el poder que ya las cooptó, sino, también, ciudadanos sueltos, nuevamente “antoconvocados”, sumergidos en la pobreza sin horizontes y ansiosos de compartir siquiera las migajas del festín del consumo.

Protestas varias, autoconvocados diversos

Cada uno protestó con las herramientas a su disposición, las que obtuvo con su estadio educativo, sus creencias y convicciones –o ausencia de ellas- y su nivel de indignación, tolerancia o reclamo.

¿Éticamente repudiables? Por supuesto que sí, desde la ética abstracta oficial a la cultura del sistema, especialmente “los que no robaban plasmas precisamente para comer”, como repetían en cadena el gobernador de Buenos Aires Daniel Scioli,  el exdirigente gremial y actual diputado Recalde, el actual dirigente sindical Yaski y el coro de la Cámpora para condenar a los excluidos que saquean.

Destaquemos, antes que nada, que una generalización de la descalificación ética se parece más a una coartada discursiva que a un análisis profundo. Los profesionales del caos impulsando los desmanes –muchos de ellos, integrantes de las “barras bravas” que se alquilan a quien pague- no son lo mismo que las amas de casa de hogares carenciados, con sus hijos, que aprovecharon la oportunidad de abarrotarse de fideos, gaseosas y aceite. Ambos son marginales y aprovechan las grietas que se les abren por los conflictos políticos donde, de pronto, su acción vale. Pero ellas no cargaban los televisores que ellos privilegiaban. Y ellas seguramente no cobraban por los servicios prestados.

Curioso, sin embargo, que las condenas éticas desde el “escenario” hacia los que se llevaron plasmas en el desorden no hubieran sido antes dirigidas a los que, con muchas menos necesidades, se quedaban con terrenos públicos a precios de miseria en el sur, a los que confiscaron empresas privadas por encima de cualquier marco legal, a los que se enriquecieron con negociados de salud vaciando las obras sociales y a los que saquearon los ahorros previsionales privados para financiar con ellos sueldos orgiásticos en empresas públicas que les sirven de cobertura, o de coartada.

Omitamos calificar la autoridad moral para un cuestionamiento ético por el robo de electrodomésticos de quien antes se ha apropiado de lo ajeno –o ha silenciado su condena a robos igualmente repudiables- en condiciones imposibles de justificar por ninguna necesidad vital. Lo que importa al respecto de este análisis es que la crítica se realiza –una vez más- en el marco de un sistema en el que los que hablan son los socios del viejo tejido de poder hoy burocratizado, que de pronto advierten que ya no están solos sino que otros, la mayoría, quiere participar –o mejorar su participación- en la distribución de la torta.

Ni las voces capitalistas ni las socialistas o “socialdemócratas” entienden a estos marginales de todos los sistemas e instituciones. Han coincidido con repudios automáticos y viscerales las voces empresarias, pero también las de respetados –y valiosos- dirigentes socialistas. El más claro, Hermes Binner, fue tajante: los saqueos –dijo- no responden a hambre, ni a necesidades. “Son actos vandálicos” que “no están ligados a la pobreza”, fue su diagnóstico, para exculpar rápidamente de cualquier sospecha de participación en los eventos a la CGT o a dirigentes gremiales.

Mauricio Macri, por su parte, abordó el tema con un discurso no muy distinto, aunque con un matiz más contemporizador: “la mayoría son jóvenes que ni estudian ni trabajan”, expresó, para luego condenar a “líderes de poca monta, escondidos tras quienes tienen reales necesidades”.

El radicalismo y el peronismo tradicional, salvo sus exponentes más dogmáticos, comprendieron mejor el fenómeno, porque están más cerca, siquiera por antiguos reflejos, de sus viejos representados. Nunca adhirieron en forma expresa ni miraron al mundo tras las lentes de la “lucha de clases” ni de la formidable intelectualización marxista del capitalismo central, sino que han convivido siempre con la dinámica de una sociedad plural y compleja, cuya estructura está alejada del prisma ideológico de las sociedades maduras.

Saben, por experiencia, que cuando el terreno está preparado, cualquier chispa es capaz de encenderlo, y que esa chispa puede llegar desde cualquier lado: un ladronzuelo de poca monta, una interna de algún grupo piquetero o por alguna discusión por pequeñas o grandes influencias, izquierdas o derechas…y hasta por pícaros contendientes del escenario político que aprovechan la situación explosiva. Una vez desatado el incendio, su capacidad de extensión es grande y en última instancia depende de lo preparado que esté el terreno.

En consecuencia, también saben que la discusión sobre de dónde partió la chispa normalmente oculta el verdadero análisis: por qué se llegó a tener el terreno preparado. Lo otro es circunstancial y aleatorio, porque si no hay condiciones adecuadas, no hay chispa que tenga capacidad de encenderlo. El verdadero análisis sobre las causas debiera alejarse de las “chispas” y enfocar por qué existe ese terreno preparado luego de los años más extraordinarios con que el mundo obsequió a la economía argentina durante las gestiones kirchneristas.

Las propias nomenclaturas ideologizadas que se bloquean en la confusión, reaccionan por instintos pero con la duda íntima de no sentir sus posiciones “encuadradas” en un contexto ideológico que han declarado oficial, pero que no interpreta los problemas ni ofrece soluciones. Curiosamente, encuentran más comodidad en viejos próceres pre-ideológicos como Leandro Alem, identificado genéricamente con los "desposeídos", el "sufragio libre", la "honestidad en el manejo de los fondos públicos" y la "vida municipal" que en la intelectualizada visión de sus socios actuales.

Intuyen que algo no está bien, por ejemplo no haber condenado al menos con la misma dureza los hechos puntuales de corrupción de funcionarios de la máxima cúpula del poder que al robo de un radiograbador o un televisor en el marco de una turba desatada en una situación de pobreza y exclusión.

Las reacciones opositoras no fueron “socialdemócratas” ni “procapitalistas”. Fueron de sentido común, entendiendo la exclusión, el corrosivo influjo de la inflación en los ingresos de todos y en la propia convivencia, la negativa influencia del efecto demostración de los jerarcas oficiales enriquecidos por la corrupción y el peligro general que implica el deterioro institucional.

Hasta que llegó –cuando no- “ella”. Su diagnóstico desubicó a varios. El peronismo, que ella integrara, habría sido el gran motor de los desbordes, los de antes –ayudando a derrocar gobiernos radicales- y los de ahora, que buscarían derrocarla a ella… Por supuesto, como ya es costumbre, su voz hablando al espejo no tuvo más que respuestas simbólicas o de circunstancias, sin interlocutores que la tomaran en serio.

¿Cómo organizar entonces todo esto? ¿Cómo recomenzar?

El camino “revolucionario” implosionó con el  cambio de rumbo en China a partir de 1977, el derrumbe de la URSS y la caída del muro de Berlín. El “socialdemócrata”, por su parte, se diluyó paulatinamente a la evolución del mundo, y su diálogo estructural con los “partidos populares” desembocó exitosamente en un estadio exponencial de crecimiento de las fuerzas productivas globales, apoyado en el desarrollo científico técnico, la revolución de las comunicaciones y la reformulación de las cadenas productivas y mercado global. Y mientras tanto, el aislamiento y los modelos autárquicos pusieron techo al crecimiento de quienes insisten en él, desde Cuba y Venezuela hasta Corea del Norte y Argentina.

Debe reconocerse que una gran novedad interpela la reflexión de “suma cero” que justificaba las viejas ideologías: no se trata ya de quitar a unos para darle a otros, enfrentando clases contra clases. La presión impositiva argentina sobre aquellos “a los que se les saca”, por ejemplo, se encuentra ya entre las más altas del mundo.

Hay ciudadanos –como los emprendedores rurales- a los que, entre el diferencial cambiario, las retenciones a la exportación y los impuestos directos e indirectos, se les extrae más del 80 % del valor de su producción. No es imaginable “sacarles más” porque están en el límite de su apuesta a la generación de riquezas.

Los problemas de hoy responden a otra matriz, en la que si hay quien se queda con recursos ajenos no es quien los produce, sino el que se los apropia. Es obvio que quien más recursos tiene, más debe aportar para sostener las políticas públicas. El problema está en hacer racional esa carga y en la correcta aplicación de esos recursos, que permitirá reducir esa presión fiscal para recuperar capacidad de inversión y crecimiento.

La socialdemocracia, entonces, ya no es una receta porque cambió la enfermedad. Tampoco lo es el camino revolucionario, porque de pronto queda claro que “la historia” no tiene un sentido inexorable, sino muchos posibles, redefinidos a cada paso.

Ni siquiera los “avances sociales” tienen exclusivo origen socialista, o "socialdemócrata". Los propios partidos patronales reclaman su “royalty”. Empezaron con el Bismark, en Alemania. Y se extendieron por encima de ideologías y regímenes políticos a la Inglaterra victoriana de hegemonía conservadora, la Italia fascista, la Argentina conservadora-radical-peronista, la Francia bonapartista y luego de la Tercera República, el Uruguay de Batlle, el Brasil de Vargas…

La socialdemocracia -se dirá- ya es diferente a su origen de partido de clase. Hoy su objetivo es mejorar la vida de las personas, hacer más equitativa la distribución del ingreso, proteger a los más débiles. Bien. Pero si ésto es así, no tiene diferencias sustanciales con todos los partidos de masas, aún los "populares", cuyos objetivos dicen ser los mismos. Las diferencias no ameritan justificaciones ideológicas, sino en todo caso eficacia en los resultados. En consecuencia, su raíz identitaria no se corresponde con su esencia actual.

¿Entonces qué?, se interrogan muchos.

De la dialéctica a la modernidad reflexiva

La forma de enfrentar los problemas que nos presenta la nueva sociedad, la “sociedad de riesgo” –como la definiría el neomarxista Ulrich Beck- tiene varios frentes, algunos de los cuales son de rápida implementación y pueden concitar un respaldo que atraviese la mayoría de los ciudadanos.

La sociedad actual, dominada por riesgos presentes e impredecibles, funciona en modo diferente a como lo sugería la dialéctica de las contradicciones. Y requiere, para enfrentarlos, una actitud diferentes que conlleva la búsqueda de acuerdos y consensos coyunturales que pueden afectar a viejos rivales de otros tiempos, hoy obligados a sumar esfuerzos para una defensa común. Tal vez el caso “macro” más claro sea la coincidencia entre rusos y norteamericanos, grandes enemigos de la guerra fría que mantuvieron al mundo en vilo durante siete décadas, hoy conjugando esfuerzos contra el terrorismo que los amenaza a ambos. O el riesgo planetario por el deterioro climático, que obliga a la búsqueda –compleja pero inexorable- de acuerdos ambientales internacionales que incluyan a los rivales más marcados.

Los riesgos de la Argentina  de comienzos del siglo XXI no están vinculados con “contradicciones sociales” sino con problemas de naturaleza funcional entre el poder y los ciudadanos que traban su evolución y su capacidad de crecimiento. Un poder burocrático-autoritario, legítimo de origen pero con acelerada pérdida de legitimidad funcional, borra el límite constitucionalmente permitido de la coerción, avanzando sobre los derechos de las personas.

Ese poder dispone de fondos públicos en forma arbitraria, recaudando y gastando en forma caprichosa. Omite los debates propios de una democracia participativa invocando sólo su legalidad de origen, mientras actúa violando los límites al ejercicio del poder establecidos por el sistema institucional vigente en un crudo ejercicio de las más conservadoras “democracias delegativas”. Avanza sobre la independencia de la justicia –último resguardo institucional de los derechos de las personas- y sobre la libertad de expresión. Persigue al periodismo crítico y demoniza a las voces opositoras. Impregna a la sociedad de una expansión sobre actividades propias de los ciudadanos, constitucionalmente alejadas de las facultades públicas, sobre clichés ideológicos que el país y el mundo superaron hace décadas a costa de sangre y muertos defendiendo las libertades.

El riesgo –grave, de consecuencias peligrosas- es la alteración de la paz social y la convivencia nacional. Y en consecuencia, ese riesgo abre la oportunidad para una gran confluencia de todos los damnificados por la falta de reglas, para reinstaurarlas y recomenzar la marcha. En esa otra etapa habrá otros alineamientos, otros protagonistas, otras demandas.

Por lo pronto, es urgente reconstruir el entramado institucional que ayude a generar mediaciones y a separar “la paja del trigo”, porque entre todos los niveles de los excluidos hay tanto honestos desesperados como pescadores de río revuelto. Recuperar la confianza en el estado de derecho, para volver a contar con un circuito virtuoso de inversión y crecimiento. Erradicar la inflación, para recuperar el control sobre la economía pública y privada. Ordenar las relaciones económicas y sociales sobre la base de la vigencia de la ley, desterrando el voluntarismo autoritario y los caprichos del poder.

“Cosmopolitismo consciente”, dirían algunos. Es el desemboque natural de la “modernidad reflexiva”, método que es más aconsejable que la dialéctica de las contradicciones que subyace epistemológicamente en los agrupamientos “socialdemócratas” y “neoliberales” y que, con mayor humildad, persigue el tratamiento de los problemas percibidos como tales por la mayoría de los ciudadanos, o por agregados de ciudadanos que sufren puntualmente una agresión a su vida, sus expectativas o sus intereses.

La modernidad reflexiva requiere lograr la culminación de la modernidad inconclusa, para utilizar sus herramientas en el abordaje de los problemas ocasionados por la propia modernidad. Este método agrupará ciudadanos –esencia de la política- tras la solución de problemas reales, cotejará propuestas, generará consensos, acotará los disensos y no pretenderá reemplazar los deseos de las personas por recetas ideológicas fabricadas para otras realidades (como la “socialdemolcracia”, el “neoliberalismo”, u otros similares diseños cosmogónicos) sino que tomará herramientas de unos y otros para enfrentar los problemas atacados.

Devolver poder al parlamento, a las provincias, a las legislaturas, a los municipios, a los Concejos Deliberantes. Discutir en forma transparente y participativa cada fuente de ingresos públicos y cada asignación de recursos. Terminar con el ocultamiento de la gestión estatal y evitar cuidadosamente su patológica utilización clientelar. Parafraseando a un “filósofo” popular, dejar de filosofar, “al menos por dos años” y abrirse a espacios de acuerdos a reales políticas de estado, sin insistir dogmáticamente en interpretaciones y recetas diseñadas hace varias décadas, para solucionar problemas de otras sociedades y recrear la condición ciudadana de las personas sin pretender imponerles conclusiones prefabricadas.

Reconstruir la convivencia política con una sólida base representativa impone también reconstruir los partidos desde sus estados de asamblea, para retornar savia vital a sus estructuras formales, buscando incluir a los excluidos dentro de sus marcos de reflexión y debate. Escuchar y contener, más que dirigir y “encuadrar”; respetar, más que alinear. Si, por el contrario, la tarea se confunde con la reproducción de las nomenclaturas, con procesos amañados, dogmas reciclados, opiniones alineadas, exclusiones reiteradas, puertas cerradas y mera competencia florentina o maquiavélica por un poder en vías de extinción, el resultado empeorará la anarquía.

El futuro progresista

El autor de esta nota intuye una bifurcación en el camino de ese espacio que en la Argentina insisten en conformar radicales con socialistas, reconociendo de antemano que todo futuro es opaco y que obviamente, puede estar equivocado.

Piensa que pueden pasar dos cosas: que el radicalismo se proponga y  logre atraer a los socialistas –los de su propio seno, y los de su primer marco de alianzas- a una mirada actualizada, abierta y transformadora, que formule los interrogantes de una sociedad en cambio imbricada íntimamente con el escenario global, decidida a protagonizar el futuro, con nuevos socios y alianzas sustancialmente ampliadas; o que quede anclado en la dogmática mirada de un mundo que murió, extinguiéndose lentamente  por acción de la esclerosis, aferrado a estructuras mentales y organizativas de otros tiempos y renunciando a aportar su experiencia histórica, su protagonismo y sus cuadros de gobierno a la construcción real de una sociedad de ciudadanos.

El “futuro de los ciudadanos”, en este caso, encontrará nuevos cauces, como ha ocurrido cada vez que en tiempos de cambios, los canales políticos existentes se han mostrado incapaces para expresar las nuevas aspiraciones y los nuevos rumbos. Porque los partidos políticos son categorías históricas, vigentes en cuanto les sirven a los ciudadanos para expresar sus problemas, proyectos y sueños. Si los que existen no lo hacen, los ciudadanos crean otros.

Leandro Alem, antes de fundar el radicalismo, fue senador por el Partido Autonomista de Adolfo Alsina. Hipólito Yrigoyen, antes de ser radical, fue diputado por el Partido Republicano. Ni uno ni otro partido respondieron a las expectativas y necesidades de los ciudadanos marginados de la época por lo que,  junto a otros prohombres, se apartaron para dar origen al mayor experimento político de la democracia argentina, la Unión Cívica Radical.

Su redefinición permanente, su imbricación con la democracia republicana plena, su desapego con modas ideológicas y su íntima vinculación con la sociedad le permitió adaptar sus propuestas al cambiante “estilo de época” del mundo y del país durante más de un siglo. Fue el partido por antonomasia de la modernidad política.

La culminación de esa modernidad política significa reconstruir la vida pública e institucional que creará los marcos para enfrentar los problemas –viejos y nuevos- con la herramienta del debate colectivo que traerá su componente reflexivo. Aplicado un camino provisoriamente aceptado, habrá nuevos problemas, algunos de los cuales surgirán como consecuencia no buscada de la solución para el problema anterior, simplemente porque así es la vida y porque el futuro es opaco y con alta dosis de imprevisibilidad. Habrá que crear otros marcos de debate, con otros protagonistas y posiblemente actuar con otros aliados, frente a rivales también diferentes.

Ningún “ísmo” viejo o actual puede adelantar el escenario que viene. Ningún antiguo “ísmo” tiene la solución para los problemas que hoy son la consecuencia de acciones tomadas antes. Ningún “ísmo” puede prever el contenido de valores y demandas de tiempos futuros. Esa es la condena y a la vez, el desafío de superar las construcciones ideológicas totalizadoras. Pero como contrapartida, es la portentosa potencialidad del debate permanente, de la superación de esclerosis, de la redefinición continua de objetivos.

O sea, de la propia vida.

Ricardo Lafferriere

domingo, 23 de diciembre de 2012

El modelo de los saqueos


El ideal kirchnerista de una sociedad sin represión es loable Sin embargo, el peligro es olvidar que se trata de una meta a alcanzar, no un punto de partida. Se llegará a él como consecuencia del éxito educativo. Y este éxito será, a su vez, la consecuencia de una acción persistente, lúcida, y con frutos en el largo plazo.

La convivencia organizada es resultado del juego de dos componentes fundamentales en la organización de una sociedad: la educación y la coerción. Cuanto más exista la primera, menos necesaria es la segunda.

La Argentina había alcanzado y estabilizado durante casi todo el siglo XX la ecuación “más educación – menos coerción” como resultado exitoso de un compartido modelo tácito de país. Lo iniciaron los conservadores que diseñaron la escuela pública a fines del siglo XIX, lo continuaron los radicales que impulsaron su desarrollo en las primeras décadas del siglo XX y luego los peronistas que, aún con cuestionables deformaciones en los contenidos, la expandieron significativamente a mediados del mismo siglo. Esa ecuación sufrió en las últimas décadas un enorme retroceso de su componente educativo.

La observación de los saqueos de estos días nos muestra a jóvenes entre adolescentes y los veinticinco años. De los integrantes de ese grupo etario, el cincuenta por ciento no estudia, no trabaja, y no tiene horizontes de vida. Han nacido y crecido en la última década del siglo pasado y la primera de este siglo.

Son el resultado de la educación -o la falta de ella- recibida durante las dos versiones del peronismo-gobierno, la primera que desmanteló y desarticuló la educación pública transfiriendo las escuelas a las provincias sin los recursos necesarios y dinamitando su unidad curricular, y la segunda que culminó la tarea vaciando de valores los contenidos educativos y dejando al sistema sin objetivos. 

Desde 2003 hasta ahora, la escuela pública ha perdido un promedio de 24.000 alumnos por año a pesar del aumento poblacional.

Una sociedad sofisticada, con un pueblo educado, habría hecho casi innecesario el componente represivo, limitado a casos puntuales de delitos que expresan disfunciones realmente excepcionales. En el otro extremo, una sociedad primitiva, sin educación, requerirá de ese componente represivo como la única forma de contener los instintos vitales primarios -comida, alimentación, reproducción, riqueza-.

La educación hace posible el juicio de valor de los propios actos, abre el camino a la realización personal, permite imaginar horizontes para perseguir, y brinda las herramientas para hacerlo. Incentiva, por último, la tendencia a la equidad.

La coerción no es igual en todas partes. Puede ser impuesta por una sociedad totalitaria o un gobierno crudamente represivo, o puede apoyarse en leyes penales debatidas públicamente, sancionadas por el Congreso que representa la sociedad y aplicadas por la justicia independiente en un estado de derecho.

No es posible la convivencia organizada en una sociedad sin educación ni coerción. Por supuesto que es preferible lo primero, con políticas públicas coherentes y adecuadas; pero si ellas no se dan, la coerción terminará siendo vista como la única solución ante la violencia desatada. La experiencia de 1976, con la mayoría de los argentinos recibiendo con alivio al “proceso” ante la violencia desatada por los grupos peronistas enfrentados que llenaban de sangre las calles es una experiencia para no olvidar.

Económica y socialmente, además, en la última década del siglo XX se alteró estructuralmente el índice de desempleo, llevándolo del tradicional 4/5 % al piso del 20 %. Desde fines de los 90 fue necesaria la implantación de "planes" que, aunque imprescindibles para establecer un piso de sobrevivencia, desjerarquizaron el valor del trabajo y terminaron generando un tejido clientelar - rentístico que significó una deformación también estructural del debate democrático y la participación política.

La "reducción del desempleo" de la primer década del siglo XXI tiene un componente fundamental en esta red de planes sociales, sin ampliar el trabajo productivo ni mejorar el adiestramiento de los ciudadanos para una economía dinámica y competitiva. No es igual un “empleado” de la economía productiva, que un “no desempleado” porque recibe algún plan de ayuda social, aunque la estadística los presente iguales.

El retroceso educativo de la sociedad no es una ocurrencia opositora. Lo evidencia cualquier indicador que adoptemos para medirlo, desde la captación y repitencia hasta la retención, y se hace patético cuando se evalúan imparcialmente los niveles con los que egresan los jóvenes de la primaria y la secundaria. Las pruebas internacionales de calidad educativa muestran a nuestros jóvenes superados ya por los de Cuba, Uruguay, Chile, Brasil, Paraguay y varios países centroamericanos.

Estos cambios alteraron el equilibrio social e hicieron que la convivencia en paz dejara de ser un valor compartido, para apoyarse en la capacidad de mantener financiado el entramado de planes.

Otro retroceso, el institucional, agrega dramatismo al cuadro. Ante la desarticulación del estado de derecho, la tendencia a la represión sin normas está a la vuelta de la esquina. Estamos en el límite mismo  de una sociedad estable, sólo protegidos por la autoconciencia de los argentinos, sin poder contar con la acción eficaz –ni educativa, ni represiva- de un gobierno prudente y respetuoso de la ley.

En la primer década del siglo XXI, un nuevo protagonista se incorpora al cuadro: el narcotráfico imbricado en complicidades políticas, policiales, judiciales y empresariales, sostenidas por el peronismo versión kirchnerista. La consecuencia inexorable de la combinación de estos elementos es el crecimiento estructural de la inseguridad y de la tensión social, a veces latentes, a veces desatadas, pero siempre presentes.

La ficción de que todo anda bien se mantuvo mientras pudo ocultarse tras una prosperidad ficticia, apoyada en saqueos periódicos  de riquezas ajenas (y no precisamente en los supermercados) y en la liquidación del capital histórico del país. Cuando éstos se acabaron y no hay más recursos fáciles para arrebatar, las heridas sociales quedan a flor de piel y prontas a sangrar, alimentadas por los ejemplos depredadores de las propias autoridades políticas.

Cualquier razonamiento elemental no puede dejar de considerar justificado avanzar sobre lo ajeno si observa al gobierno apropiarse de empresas, de fondos privados y hasta de bienes inmuebles -como lo ha hecho con el predio de la Sociedad Rural- o a los funcionarios adueñarse a precio vil de bienes públicos, como los ya famosos terrenos fiscales de Calafate entregados por centavos al patrimonio de la pareja que conformaron los dos últimos presidentes, cuyo conocimiento no está limitado a cenáculos áulicos sino que son del dominio público, porque en la sociedad hiperconectada que vivimos no hay secretos.

Lo demás viene solo, como un dominó. Si está preparado el terreno, cualquier chispa lo enciende. Y la reacción del oficialismo -siempre la misma- de intentar fabricar responsables políticos o demonizar a la pobreza desbordada en lugar de hacerse cargo de los problemas en forma concreta, rectificando su rumbo con humildad, nos ubica en la última etapa del drama, con final abierto porque difícilmente las cosas se arreglen por su propia dinámica en el escenario económico, tal como es previsible a fines del 2012.

La conclusión es, una vez más, la misma: la urgencia de un gran diálogo nacional, alejado del ideologismo -a esta altura, infantil- en condiciones de servir de relevo en el momento oportuno produciendo no sólo un cambio de gobierno, sino de época.

La alternativa...tal vez mejor ni pensarlo.

Ricardo Lafferriere


martes, 18 de diciembre de 2012

“Vamos con los Reyes Magos, todavía…”



                Tal habría sido la exhortación con que la presidenta de la Nación terminó su descalificación a Papá Noel, según ella una “creación ajena a nuestra cultura”. Así lo afirma Susana Viau en su nota periodística, al mencionar la crónica de la inauguración del pesebre navideño enviado por el Vaticano, realizada por Cristina Fernández días atrás.

                El tema de la “identidad” cultural es, a esta altura del mundo, una cuestión de muy difícil abordaje. No lo es menos el de la identidad “nacional”. Como diría Bauman, “cada vez que escucho hablar de “identidad”, me ´pongo en guardia”. Es que en nombre de la identidad se han realizado las discriminaciones más atroces, que han llegado hasta genocidios que aún pesan en la conciencia de la humanidad.

                Es conocida la anécdota de Einstein al llenar su formulario de inmigración, en ocasión de ingresar a los Estados Unidos y encontrarse frente al casillero que le demandaba definir su identidad racial. Luego de un instante de reflexión, escribió de su puño y letra “humana”. Más o menos así es la cultura, y la identidad nacional, con mucha más razón en países multiculturales, de orígenes diversos, como el nuestro –o los propios Estados Unidos-.

                El propio Bauman cuenta en su libro sobre identidad su historia personal. Distinguido profesor universitario en su Polonia natal, fue privado de su nacionalidad por el régimen comunista por su condición de judío –a pesar de ser, en su juventud, simpatizante del partido comunista-. 

Emigrado a Inglaterra, donde recibió la ciudadanía británica, era conocido por sus alumnos como “el profesor polaco” y él mismo sentía su duda, al ser requerido por su identidad, de mencionar la ciudadanía británica –que tenía por ley- en lugar de la polaca –de nacimiento, y la que sentía internalizada en su formación, lengua, costumbres y cultura, pero de la que estaba privado por la decisión de quienes estaban legalmente autorizados para administrarla-.

                La conformación de la Unión Europea le ayudó a encontrar un colectivo mayor que definiera una pertenencia. Al recibir su doctorado “Honoris Causa” en la Universidad de Praga, pudo encontrar al fin  una “identidad” que lo abarcara, y escuchar la Novena Sinfonía –himno de Europa- en homenaje a su pertenencia “nacional”. Allí descubrió que, ampliando los marcos de contención, al final todos tenemos la identidad invocada por Einstein.

                La llegada del tercer milenio encuentra a la humanidad en pleno proceso de redefinición de sus conceptos identitarios. El cosmopolitismo parece avanzar como el marco de pertenencia más solidario, avanzado y humanista, superando a los viejos “nacionalismos” e “internacionalismos”, ambos atravesados por exclusiones e intolerancias.

Cada persona es una identidad diferente, constituida por sus herencias y pertenencias originarias pero también por las adquisiones e influencias recibidas a lo largo de su vida, y mucho más lo son las identidades colectivas –concediendo provisoriamente que éstas fueran aún posibles-. Siempre ha sido así, pero en este mundo hiper-super-conectado, es ya la norma.

¿Qué identidad cultural acreditan los Reyes Magos? Sin dudas, la católica, recibida de españoles e italianos. No parece una tradición –pongamos por caso- muy ligada a las costumbres de los pueblos originarios, tan presentes en el “relato”. Los festejamos, porque configuran una de las ocasiones de renovación anual de afectos y vínculos familiares, tanto como Navidad con la tradición del “pesebre” y la llegada de Papá Noel, que se incorporó más tarde pero es celebrado con alegría por los niños, que lo intuyen como lo misterioso, alegre y festivo. Nadie –ni para Reyes, ni para Navidad- relaciona esos símbolos con banderas de combate, político o cultural.

Cada aspecto de la realidad conforma un “orden” que tiene sus propias creencias, afirmaciones y reglas. La religión, la cultura, el derecho, la economía, la política, la ética, son campos de la conducta humana con sus propios mecanismos intelectuales y epistemológicos.

Por supuesto que están imbricados, interactúan, se impregnan recíprocamente, en cuanto todos son expresiones de la conducta humana. Cada uno de ellos, sin embargo, ha elaborado en los miles de años de civilización un plexo de reglas que lo rigen, sin cuya existencia y  funcionamiento la propia vida civilizada sería incomprensible.

Compte Sponville, filósofo francés contemporáneo, aconseja adoptar el lema pascaliano de no confundirlos. La consecuencia de hacerlo –dice, recordando a Pascal- es caer en la “tiranía”.

 Pero, bueno. La tolerancia cosmopolita, la que muestra lo propio aceptando lo diverso, lo novedoso y lo que permite abrir diálogos con otros,  no es uno de los fuertes de la visión kirchnerista. Hasta las fiestas de fin de año ha llegado la obsesión por encontrar causas reivindicativas “nacionales y populares”, aunque rocen lo grotesco.

Los Reyes Magos  se sentirían seguramente en terreno más conocido con Papá Noel que con la Pacha Mama –bien “propia”, y tan “nacional y popular” como el Gauchito Gil y la Difunta Correa- a la que los condenaría una identidad caprichosa, convertida en bandera épica en lugar de punto de encuentro de afectos, culturas, historias y lenguajes, como fuera el sueño cosmopolita de los próceres y de los constructores del país que tenemos.

Una vez más, los argentinos viven, festejan y sueñan a pesar de su gobierno. Con los Reyes, con Papá Noel, con el Dios de la Tora y con Alá, con la Pacha Mama, con la Difunta Correa, con el Gauchito Gil, y con tantos otros en los que creen, con los que se emocionan y sin cuyos afectos se sentirían vacíos.

A todos ellos, felices fiestas y un año nuevo en paz y prosperidad.

Ricardo Lafferriere

domingo, 16 de diciembre de 2012

La foto de la semana


La foto de la semana


Para los analistas del escenario y aun para sus respectivas nomenclaturas, la foto osciló entre lo intrascendente y lo condenable. Sin embargo, mirando hacia la sociedad, configura la expresión de los pilares más importantes de la Argentina democrática - republicana. Para una mitad del país, fue una bocanada de aire fresco.

No son todo el país. La foto de la otra mitad, la de la Argentina populista - autoritaria, incluiría a la presidenta, flanqueada por Carlos Menem y Hebe Bonafini, o por Horacio González y Pacho O'Donnell, o por Yasky y Gerardo Martínez.

Los análisis político sociales tienen siempre algo de apuesta. No admiten límites absolutos, como una fórmula matemática, ni las definiciones precisas de las ciencias duras o de los propios sistemas filosóficos.

Para algunos, en la sociedad disputan izquierdas y derechas y así lo expresan en sus análisis. Para otros, el motor de la historia son las naciones, disputando entre ellas (o contra el mundo). Los hay para quienes las etnias o las clases sociales definen sujetos activos de los verdaderos conflictos. Seguramente para ninguno de ellos la foto de marras significa nada.

En esta columna venimos sosteniendo desde hace una década que los grandes bloques político culturales que conforman la Argentina, aún con bordes difusos e impregnaciones recíprocas, son los definidos al comienzo.
No es una originalidad. Pensadores importantes de la historia nacional han buceado en la interpretación de nuestras identidades profundas, tratando de encontrar las causas de impotencias y potencialidades. En tiempos contemporáneos, Daniel Larriqueta, en sus dos magníficas obras "La Argentina Renegada" y "La Argentina Imperial", hace una aproximación al tema con la que coincidimos medularmente.

 La sociedad  argentina incluye dos herencias sustantivas, por supuesto que enriquecidas por aportes diversos y por su propia interacción, la colonial "tucumanesa" y la revolucionaria "republicana", que él denomina "atlántica".

La primera incluye una idea del poder y su ejercicio con escaso apego a los límites normativos pero con un fuerte compromiso ordenancista. Fué la fundacional, la que tiñó los comportamientos de los 240 años de vida anteriores a la Revolución.

La segunda imagina al poder limitado por las leyes y la justicia, y a los ciudadanos como base final de legitimidad de todo el orden político. Su llegada al debate político se produjo con la Revolución de Mayo. Dice Larriqueta, como un recurso didáctico: "La Argentina tucumanesa, en estado puro, es Bolivia. La Argentina atlántica en estado puro, es el Uruguay".

Bolivia, fuertemente caudillista, con innegable impronta precolombina simbiotizada con la cultura feudal de la colonización temprana. Uruguay, con su política sofisticada, tradicional cultura de coaliciones y tolerancia, con intenso diálogo estratégico nacional. Nosotros no somos ninguno de ellos, pero somos ambos.

En la mirada del autor de esta nota, esos dos bloques culturales fundacionales sustantivos han impulsado la historia nacional, hasta hoy. Matizados con sus adjetivos "ideológicos" en ambos campos, han luchado, se han imbricado, han interactuado y han convivido. El país que tenemos es el resultado de esa convivencia dialéctica. Pero siguen conteniendo las miradas de los argentinos sobre el tema de fondo que los diferencia: la relación de las personas con el poder.

La segunda mitad del siglo XX, con su dinámica densa y compleja, nos presentó dos esqueletos políticos articuladores de estos bloques: el justicialismo y el radicalismo. El primero fue exitoso casi siempre, ayudado por su intrínseca naturaleza verticalista. El segundo lo logró en algunas ocasiones, siendo la más exitosa la recuperación democrática iniciada en 1983.

Dentro de cada bloque hay matices y diferencias, algunas muy marcadas, y está bien que así sea y siga siendo. Aún así es curioso que a pesar de que las distancias que separan -pongamos por caso- a Hermes Binner de Mauricio Macri sean infinitamente menores que las que separan a Ricardo Forster de Pacho O'Donnell, también sea más dificultoso articular entre los primeros un contenedor común, que los segundos logran rápidamente para sostener un poder compartido, con el liderazgo presidencial, de la misma forma que en los 90, el liderazgo de Carlos Menem contenía desde los Kirchner hasta Maria Julia Alsogaray.

Ambos bloques tienen ventajas y disvalores. La mayor debilidad del primero es su tendencia a impostar sus diferencias, lo que es sano para el debate democrático pero peligroso para el ejercicio del poder. La gran falencia del segundo es su tendencia a los desvíos autoritarios, aún al precio de vaciar tanto las formas como el contenido de la democracia.

El modelo kirchnerista se caracteriza por expresar la crudeza sustantiva del segundo, facilitado el terreno por la fragmentación adversaria.

Como decíamos en un comentario anterior, el tiempo dirá hasta dónde es necesario profundizar la acción común. Cuanto mayor sea la calidad democrática e institucional, más tolerará el sistema los debates sobre las políticas públicas.

Pero la contraria también es cierta: cuanto mayor sea el deterioro institucional y las desviaciones autoritarias, más necesaria será la unidad en la acción de las distintas vertientes de la Argentina democrática - republicana, entre las cuales -bueno es destacarlo- existen sectores importantes del propio peronismo.

Por esas razones, y por el rumbo que está tomando el oficialismo en estos últimos tiempos, es que la foto de la semana se ha convertido en un testimonio esperanzador en el sentido correcto.

Ricardo Lafferriere



Barletta flanqueado por Macri y Binner. El presidente de la Unión Cívica Radical junto a los presidentes del PRO y del Partido Socialista.