No está
mal que la presidenta recorra el mundo. Viajando, siempre se aprende. La
pujanza en la diversidad del avasallante desarrollo tecnológico, la toma de
conciencia del mercado global, la percepción de un nuevo paradigma planetario
signado por el encadenamiento productivo mundial, son datos que –si se sabe
observar- dejarán un buen agregado de conocimiento y experiencias.
Desde
ese enfoque, todos los viajes son positivos. Una recorrida como la que realiza
ahora, por países de categorías diversas –Cuba, Arabia Saudita, Vietnam- se
suma a los anteriores, a Libia, Egipto, Angola, agregados positivos, en suma, a
los tradicionales desplazamientos a los países del primer mundo y del entorno
regional sudamericano.
Nos
permitimos, sin embargo, acotar que gran parte del problema argentino se
relaciona más con déficits internos que con nuestra inserción internacional. De
nada servirá abrir los mercados cárnicos, por ejemplo, si los exportadores
argentinos no pueden sacar su producción. O de trigo, o de maíz.
A pesar
de las buenas intenciones –que deben descontarse- de la señora presidenta,
difícilmente su mensaje sea tampoco convocante a inversores de riesgo. Éstos
observan escrupulosamente la vigencia del estado de derecho, el respeto
a las normas y la existencia de una justicia independiente que pueda
garantizarle sus inversiones según las reglas pactadas y vigentes, antes de
decidir una inversión directa en el país, cualquiera sea su dimensión.
No se
trata, por supuesto, de renunciar a la independencia de criterio, ni de abrir
el país en forma acrítica o irreflexiva, como lo propuso hace veinte años el
anterior gobierno del partido de la señora presidenta. Al contrario, lo
necesario es debatir con madurez y decidir la sanción de reglas estables que,
una vez dictadas, deban cumplirse por todos.
La
propia inserción de eslabones argentinos del mejor valor agregado posible en el
encadenamiento productivo global, que sería el paso más virtuoso para un gran
salto adelante, se da de bruces con el voluntarismo y la discrecionalidad de
decisiones tomadas verbalmente, cargadas de oportunismo o de ideologismo.
Y, por
último, el ranking de corrupción. La ubicación de nuestro país en el listado de
países más corruptos del mundo y la tenaz resistencia a abrir las cuentas
públicas y de los funcionarios al escrutinio de los ciudadanos obstaculiza esas
decisiones, habida cuenta que el nuevo paradigma supone normas homologables
internacionalmente: el “just on time” que no puede condicionarse por decisiones
arbitrarias o intempestivas del poder político, los proyectos competitivos, la
ausencia de costos ocultos, la libertad de provisión de insumos y de
exportación de producción con normas estables, y, por último, la seguridad
jurídica para todo el proceso.
La justa
protesta contra los desbordes asfixiantes de los mecanismos financieros
desbocados generadores de la crisis que hoy golpea al planeta es justa y debe
acompañarse. Deja de ser creíble, sin embargo, mientras sigan tolerándose entre
casa enriquecimientos sin justificación con fondos públicos, prebendas ilegítimas
a empresarios amigos, y privilegios a los allegados con protecciones de mercado
sólo justificadas por la cercanía de sus beneficiarios a los esquemas de poder.
El
problema, en síntesis, no está tanto afuera. Está entre nosotros. Y quien tiene
las herramientas para atacarlo no son los opositores, ni los gremialistas, ni –en
alguna medida- los propios empresarios, sino el funcionamiento del poder
hegemonizado por la propia primera mandataria, viciado por convicciones
autoritarias y escasamente respetuosas de las normas que deberían regir las
relaciones entre el poder y los ciudadanos.
Ricardo Lafferriere
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