lunes, 28 de octubre de 2013

Las PASO ¿una ilusión?

                Cumplido ya el cronograma electoral del corriente año, es ineludible realizar la primera evaluación de su influencia en el escenario político y  del proceso que ha quedado lanzado con el comienzo de la despedida del decenio kirchnerista.

                “Todos ganaron”, leí en uno de los tantos blogs que sigo semanalmente como termómetros del estado de ánimo de los argentinos. Y, en realidad, da esa impresión. Claramente, el proceso político ha puesto su proa hacia su normalización, luego de la conmoción de cambio de siglo y el decenio que la siguió.

                “Todos ganaron” significa que las fuerzas aspirantes a la conducción del país pueden profundizar su construcción sin el lastre que significaba tener enfrente un proyecto negador de la democracia política. Esa situación anómala les aconsejaba disimular sus propuestas diferenciadoras en post de construir límites a la desbordante pujanza del oficialismo hacia la concentración del poder y la negación de la esencia republicana del sistema político.

                No siempre lo lograron, y ha sido la sociedad por sí misma la encargada de hacerlo. El kirchnerismo no se agotará por la acción virtuosa de conducciones republicanas, sino por la virtud intrínseca de una sociedad que comenzó a edificar esos límites en el 2008, con la rebelión del campo, y los hizo indestructibles con las masivas expresiones de setiembre y noviembre del 2012, abril del corriente año, y estos dos pronunciamientos electorales contundentes.

                Ahora, quienes aspiran al próximo turno podrán trabajar con mayor tranquilidad en madurar sus propuestas y sus estrategias. Y el kirchnerismo deberá terminar su gestión, para la que ha sido validado con la preservación de sus mayorías parlamentarias, que le alcanzarán para gobernar pero no ya para inventar dislates. Ni el “Cristina eterna”, ni los “diez años más” ni el “vamos por todo” tienen chance en un país que busca su modernización, su imbricación con el mundo y su racionalidad política.

                El proceso electoral deja otra enseñanza. Cuando se implantaron las elecciones primarias abiertas simultáneas y obligatorias el propósito invocado fue dotar a las fuerzas políticas y coaliciones de un mecanismo de selección de candidatos que estimulara la concentración y evitara la fragmentación.

                En pocos lugares estos propósitos han sido tan desvirtuados como en la provincia de Buenos Aires y en la Capital.

En el primer distrito, en lugar de evitar la concentración se produjo justamente la fractura de la fuerza gobernante, de la que ha surgido un liderazgo que hoy resulta una de las principales alternativas sucesorias.

Y en el segundo, no funcionaron como la culminación de un proceso consolidado de construcción de una alternativa política –que requiere contar en primer lugar con un programa, en segundo con una ingeniería de poder y en recién en el último la selección de los candidatos- sino como un amuchamiento táctico en el que confluyeron liderazgos con visiones disímiles –y en algunos temas, totalmente enfrentados- con una finalidad respetable, pero poco edificante desde la perspectiva de una democracia moderna: juntar fuerzas para lograr que candidatos en extremo minoritarios quedaran excluidos de los repartidores por su escasa representatividad.

Dicen los politólogos que sea cual fuere el sistema electoral, la sociedad termina eligiendo lo que quiere. Parece claro que, en nuestro caso, ha decidido marcar el fin del kirchnerismo, sin privarlo de las herramientas de gobierno necesarias para su última etapa.

Y ha dejado abierta la decisión sobre lo que vendrá habilitando espacios y liderazgos diversos, que deberán comenzar su construcción y dedicarse los próximos dos años a seducir un electorado saludablemente sorprendente y sofisticado.


Ricardo Lafferriere

               
               
               

                

martes, 22 de octubre de 2013

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domingo, 20 de octubre de 2013

Nubarrones oscuros

                “Ya van a ver cuando yo no esté… con qué le van a pagar a los jubilados…”

                La frase, atribuida a CFK luego de las elecciones primarias del 11 de agosto, es coherente con el rumbo impuesto a su política económica que lleva, inexorablemente, al estancamiento de la economía y al vaciamiento de los diferentes activos públicos y privados del país.

                El kirchnerismo y el peronismo que lo sostiene siguen comprometiendo a la Nación en luchas diversas, que en varios casos pueden calificarse de caprichosas. El frente interno se enrarece cada vez más ante la distorsión de precios relativos,  mientras en el frente externo se lanzan desafíos irresponsables a los vecinos y al mundo nada más que para traducirlos en clave ideológica de debate interno. El FMI, los “fondos buitres”, el Uruguay, Brasil, LAN, la Unión Europea, la Justicia norteamericana, el colonialismo inglés, las corporaciones, los formadores de precios, los monopolios, Magneto, Clarín, la “corpo”, son excusas adolescentes de una incapacidad de gestión que ha mostrado su límite.

Sigue comprimiendo la economía a niveles tales que cuando se libere, generará un daño mayor a los sectores de ingresos fijos, ya que los precios retrasados son justamente los que más los golpean: tarifas de servicios públicos y alimentos de primera necesidad.

                La nivelación se dará cuando terminen los recursos que se están dilapidando y con ellos la posibilidad de subsidiar los consumos populares. El oficialismo está haciendo lo posible que ello ocurra en el momento en que termine su mandato. Sin embargo, no está claro que lo logre.

                En los precios de los alimentos, alcanza con observar la brecha que se está abriendo mes tras mes entre los precios “congelados” y los libres. En determinados rubros alcanza a más del cien por ciento. El paso siguiente es el desabastecimiento, ante la imposibilidad de mantener producciones a pérdida. Maduro lo mostró en Venezuela, donde ya no hay ni papel higiénico.

                Pero eso será mínimo si ponemos el foco en las tarifas. Sólo buscar el equilibrio operativo para seguir contando con transporte, electricidad y gas llevará inexorablemente las tarifas a varias veces los niveles actuales.

                Según los datos de economistas que siguen el tema, nivelar las tarifas a un nivel que no requieran más subsidios, porque se acaba el dinero para subsidiar –es decir, que se pague lo que cuesta obtener el servicio- provoca escalofríos. La energía eléctrica domiciliaria, por dar un caso, debería multiplicarse por veinte. El gas, por veinticinco. El transporte urbano de pasajeros en la zona metropolitana debería aumentar no menos de diez veces, en todos los casos sobre los valores actuales. El rumbo de colisión marcha al compás de la pérdida de reservas, la insustentabilidad de la creciente inflación, la crisis fiscal y el creciente déficit comercial.

                Fácil es imaginar la reacción social que generará advertir que el “modelo” no era más que una ilusión, basada en la liquidación del capital público y privado, el endeudamiento público y el desmantelamiento de la economía productiva.

Cuanto más se demoren las medidas adecuadas, más duro será lo que venga. Y a tal efecto será indiferente si el gobierno sucesor del kirchnerismo es peronista o “gorila”. Será una necesidad matemática, no ideológica. Esta situación es observada con preocupación por el peronismo, que pondrá en juego todos sus espacios de poder –gobernaciones e intendencias- en el 2015 y parece poco dispuesto a perderlas.

Los aspirantes a la sucesión saben que el ajuste deberá ser tremendo y acompasan sus discursos y posicionamientos a la inminente realidad. Algunos, aún desde “adentro”, toman distancia del relato kirchnerista para evitar ser deglutidos por la crisis, aunque sin romper. Otros ya dieron el salto hacia afuera del kirchnerismo y aún del propio peronismo.

Lo curioso es que no se advierte la toma de conciencia en las fuerzas no peronistas de la gravedad de lo que viene y de la urgencia de diseñar un programa para la etapa, que debe ser de unidad nacional. Ese programa debe asumir con valentía las urgencias económicas, las responsabilidades sociales y las demandas más fuertes de una sociedad que se siente invadida por fenómenos que consideraba ajenos, como el narcotráfico y la violencia cotidiana.

Varias veces lo hemos repetido en esta columna: el futuro de la Argentina es promisorio, pero deberán atravesarse turbulencias fuertes para cambiar de rumbo y salir de ésto. Ninguno de ambos extremos debe olvidarse. El primero, porque el país sería tomado por el fatalismo y la desesperanza. El segundo, porque podría potenciar el exitismo ingenuo.

En realidad, si las cosas se hacen bien en el marco de un programa de unidad nacional que le confiera respaldo político y confiabilidad, la crisis podría atravesarse con mínimo costo social. Para ello, debieran tomarse decisiones urgentes, porque cada día que pasa nos hundimos más y nos acercamos al punto en el que las decisiones políticas no podrán evitar el desencadenamiento de un estallido socioeconómico, como los que ya conocemos. Ese es el límite de todos los cálculos.

En esta perspectiva, y proyectando hacia los próximos meses las actuales tendencias de inflación, caída de reservas, disolución de la moneda nacional y creciente déficit comercial, en pos de mantener el famoso “modelo”, se seguirán juntando nubarrones oscuros y el horizonte despejado difícilmente llegue al 2015.

Antes, vendrá tormenta.


Ricardo Lafferriere

lunes, 7 de octubre de 2013

Delegación presidencial y Constitución Nacional

El presidente es una figura central en la estructura constitucional. Representa a la Nación y a su soberanía, “de cara al mundo”.

De cara al país, es el Jefe de la Administración. La soberanía reside en el Congreso, representante del pueblo –o sea, de los ciudadanos- y de las provincias. Unos –los ciudadanos- y otras –las provincias- son anteriores a la Nación y a la propia Constitución.

Este es el juego de realidades y ficciones sobre las que se edifica y funciona la estructura política que enmarca nuestra convivencia como pueblo.

Cuando la Constitución reglamenta las condiciones de ejercicio de la presidencia, lo hace en forma armónica y teniendo en cuenta estos supuestos –que incluyen además la autonomía de las provincias, la independencia de la justicia, los derechos y garantías de los ciudadanos-.

Así ocurre en caso de cese, destitución o incapacidad del presidente de la Nación, como de todos los funcionarios –legisladores y jueces-. Ninguno es más que otros. Todos se deben al conjunto.

El presidente debe estar plenamente en condiciones físicas e intelectuales para ejercer el cargo (debe tener “ideoneidad”) y residir en la Capital de la Nación. En caso de ausencia (el Congreso debe autorizarlo para salir de la Capital) lo reemplaza el Vicepresidente.

En otros tiempos, cada viaje presidencial implicaba un debate parlamentario. En los tiempos modernos, en que los viajes son virtualmente constantes, se cumple con el recaudo constitucional con una ley que autoriza al presidente a viajar cuando lo considere necesario, en el transcurso del año parlamentario. Pero –destaco- el que autoriza es siempre el Congreso, a través de una ley especial.

En caso de destitución, el procedimiento está establecido en las normas del juicio político, que deben respetarse escrupulosamente. En ese caso, también es el Congreso el que toma la decisión, dividiendo las funciones entre una Cámara acusadora –la de Diputados- y una Cámara de Sentencia, presidida no ya por el Vicepresidente sino por el Presidente de la Corte Suprema de Justicia. En ambas etapas se requiere una mayoría especial.

En caso de enfermedad o incapacidad, el procedimiento es similar. Quien decide la transferencia del poder es el Congreso. No es una atribución presidencial, o una decisión del Vicepresidente. Si el presidente cae en la situación prevista, debe pedir una licencia al Congreso por motivo de enfermedad, y éste debe otorgarla –así como otorga anualmente los permisos para viajar-. De otra forma, se dejaría en la voluntad de uno de los órganos -el Poder Ejecutivo- la capacidad de modificar eventualmente las votaciones parlamentarias extrayendo al Vicepresidente del cuerpo que preside, lo que es contradictorio con el mecanismo de relojería establecido en la Carta Magna.

La delegación del mando en el Vicepresidente, sin autorización del Congreso y sin una ley especial que otorgue la licencia es de una endeblez institucional notoria. No está claro, incluso, si tiene validez para tomar decisiones del nivel presidencial, porque la delegación no ha sido autorizada por el órgano político correspondiente.

En notas anteriores hemos expresado que el mayor daño que ha realizado al país el kirchnerismo en estos años ha sido el desmantelamiento sistemático de sus instituciones. Superan incluso a la errática política exterior, o al vaciamiento económico.

Ésta es una nueva demostración de ese ninguneo. Ni siquiera en una situación extrema como la que se vive, cuando la señora presidenta recibe la simpatía y benevolencia de todos sus compatriotas que inclinan sus banderías en señal de respeto, se respeta a las instituciones del país.

Una vez más, y sin necesidad ninguna, se prefiere el atajo. Como una demostración más de soberbia e indiferencia ante el ordenamiento de un país que ya los ha tolerado demasiado, ha entronizado al Vicepresidente marginando las formas establecidas. Formas por las que, cuando asumió, juró respetar poniendo por testigo “a Dios y los Santos Evangelios”.

Una lástima, porque nada impedía actuar como se debe.

Por lo demás, nos sumamos al deseo de éxito en la operación a que será sometida por los mejores médicos argentinos. La necesitamos fuerte, tanto para que defienda con pasión sus convicciones como lo ha hecho estos años, como para poder cuestionarla sin atenuantes y con la misma pasión cuando discrepamos.

Ricardo Lafferriere



viernes, 27 de septiembre de 2013

El "massismo"

                La irrupción de Sergio Massa como una alternativa política nacida del kirchnerismo, pero que se invoca novedosa, sugiere un análisis de las continuidades y las rupturas que mantiene con su espacio de origen.

                Como lo hemos adelantado en un par de notas anteriores, nuestra mirada tiene dos enfoques. El primero está vinculado a lo que hemos dado en llamar “el escenario”, o sea el espacio que contiene las pugnas públicas efectuadas por los protagonistas del poder y el segundo a sus propuestas de fondo para el país.

El massismo reproduce en su seno similares contradicciones a las que se han expresado y se expresan en las fuerzas de representación política mayoritarias y con vocación de gobierno.

                Hay en su seno tanto exponentes del viejo populismo como actores decisivos de un país democrático y moderno. Incluye tanto a defensores de una economía autárquica fuera de época como a impulsores de un cambio modernizador que vincule a nuestro país con el mundo en forma virtuosa.

                En su morfología es innegable la predominancia de viejas estructuras clientelares del conurbano junto a alternativas más vinculadas a la vertiente democrática-republicana. Incluye dirigentes de origen progresista y moderado, obreros y ruralistas, sindicalistas y empresarios “protegidos” pero también la fuerte expectativa de los “condenados de Moreno”, aquellos que imbrican al país con el mundo a través del comercio.

                ¿Es esto malo? No parece. Cualquier frente de gobierno debe contener una pluralidad similar.

                Si esas diferentes expresiones de la sociedad se acercaran a conformar una propuesta clara, en negro sobre blanco, sobre la etapa que viene y el rumbo perseguido, su aporte sería trascendente.

                Esa tarea en forma ideal debiera realizarla un partido político a través de mecanismos de participación y debate, de formas democráticas de toma de decisiones y de objetivos definidos que le den previsibilidad a una gestión. En cambio, el massismo se asemeja más a un “amuchamiento” –Raúl Alfonsín en su momento lo hubiera calificado como “trato pampa”- de quienes, ante la percepción de cambio de humor en la sociedad, corren para “no quedar afuera” de una eventual nueva construcción populista.

                El hartazgo social con las formas kirchneristas le agrega un componente de “voto útil”, utilizado por quienes buscan cualquier camino para sacarse de encima lo que ya les resulta insoportable. Y aún con su circunstancialidad, seguramente ese apoyo ayude en la recuperación de un mínimo de respeto ciudadano, de formas democráticas y de reconstrucción institucional.

                Pero eso no alcanza, y sus límites se presentarán pronto.

                Y aquí llegamos al otro enfoque, al del país real, con sus potencialidades y limitaciones.

                No pareciera haber conciencia, ni en los actores que se amuchan ni en el “líder” en gestación -al menos, no aún, para otorgar el beneficio de la duda- que no sólo se ha agotado un estilo político autoritario sino también una forma de funcionamiento económico y social, impotente ya para proyectarse en el tiempo.

                Se ha agotado el mecanismo de construir poder extrayendo recursos de los sectores productivos para financiar con ellos una estructura clientelar, indiferente a la creación de riqueza genuina.

                No hay más –al menos, conservando una mínima formalidad democrática- reservas que arrebatar, recursos de los que apropiarse, mega-riquezas que confiscar, acreedores a los que burlar ni cajas que saquear.

La contracara es que, sin recursos, no se puede construir poder clientelar.

Quienes siguen la economía nacional sostienen, además, que para poner al país nuevamente en marcha es necesario incrementar en un 50 % la tasa de inversión (del 20 % actual, al 30 %). Un PBI, en diez años...

 Y para ponerlo en carrera, la inversión debiera ser aún mayor, tal vez un PBI y medio. “Ponerlo en marcha” significa sólo recuperar la modesta tasa de crecimiento histórico, resignados a participar de un pelotón de segundo nivel en América Latina. “Ponerlo en carrera” significa decidir dar un gran salto adelante en tecnología, educación, infraestructura, calidad de vida, presencia internacional y prestigio.

Ninguna de ambas alternativas está al alcance de una visión que sólo reproduzca, con más amabilidad, la alianza social actual del kirchnerismo que, en última instancia, no representa otra cosa que los empresarios prebendarios, sindicalistas y dirigentes de la vieja corporación burocrática bonaerense, con presencia y vínculos en diferentes fuerzas políticas.

El massismo, por ahora, no está dando muestras de superar este mecanismo ni esta visión. Sus principales emergentes no auguran cambios sustanciales. Podría contestarse que aún no ha definido su línea, y es cierto. Hasta que ello ocurra, las dudas subsisten.

En todo caso, corre con la ventaja que la alternativa de cambio tampoco se expresa en fuerzas competidoras, que expresan historias y actitudes más democráticas, pero que –al igual que el massismo- no las trascienden hacia el cambio estructural del sistema y en algunos casos, atrasan aún más.

El fin de ciclo en el que estamos ingresando no ofrece entonces, por ahora, otra cosa que un mejoramiento institucional. Cierto que abrirá las puertas de un debate nacional sobre el futuro, hoy cerrado por la intolerancia y el maniqueísmo, y eso no es poco. Pero tenerlo en claro ayudará a comprender sus límites y su necesaria circunstancialidad, para no entusiasmarse en inexorables próximas frustraciones.


Ricardo Lafferriere

martes, 24 de septiembre de 2013

Después del tiempo K

Habremos pasado casi tres lustros narcotizados por una mezcla de engaño, despilfarro, corrupción y cinismo, edificados sobre una angustiante necesidad de creer luego del dramático fin de época de "los noventa".

No habrá tiempo para demasiados reproches ante la urgencia de volver a juntar reservas, reconstruir lo destruido, volver a mirar al horizonte y retomar la marcha.

Pero habrá una enorme ventaja: predominará en el país una generación que aunque no había nacido en tiempos de los grandes desencuentros, tendrá el recuerdo cercano del terrible efecto colectivo que producen los discursos hirientes, la banalización del poder, la complicidad con las mafias, la corrupción y la ruptura de la solidaridad colectiva cuando es reemplazada por el desprecio mutuo y la intolerancia ante la diversidad.

Tendremos de nuevo un país plural, abierto al mundo en la búsqueda de su destino y apoyado en la capacidad creadora de su gente honesta, que es abrumadoramente mayoritaria.

Y recuperaremos el terreno perdido. Volveremos a jerarquizar la educación. De nuevo apoyaremos el esfuerzo emprendedor, que alguna vez nos hizo grandes. Respetaremos las leyes, fruto de un funcionamiento virtuoso de las instituciones recuperadas. Volveremos a dialogar entre iguales, en tono menor, buscando coincidencias que nos permitan generar espacios de consensos y políticas públicas estables.

Cualquiera podrá estar gobernando. Será seguramente un país que esté orgulloso de su colorido político plural trabajando en conjunto. Alguna vez tuvimos una Argentina con Presidente, Gobernadores e Intendentes de diferentes partidos trabajando sin fisuras por el bien de los ciudadanos, sus empleadores. Tiempos de Arturo Illia…

Todos los compatriotas deberán estar incluidos en este relanzamiento nacional, para lo cual tendremos que acentuar las políticas sociales inclusivas, sostenidas por una economía liberada de sus históricas deformaciones atávicas y relanzada a imbricarse con el portentoso avance del mundo global.

Inversiones y tecnologías, mercados y financiamiento, capacitación y cuidado del ambiente, utilización inteligente, racional y prudente de los recursos naturales, aportarán el marco virtuoso de un desarrollo armónico, social y territorialmente integrado en la dimensión continental de un país que volverá a inspirar respeto y afecto en "los libres del mundo", comenzando por sus vecinos.

No es un sueño. Será, al contrario, el despertar de una pesadilla.

Puede parecer hoy una voluntarista "fuga hacia adelante". Sin embargo, en los difíciles momentos que deberemos atravesar al fin de este triste ciclo decadente, será bueno tener en el pensamiento esa imagen del futuro, para evitar que las fuertes turbulencias nos confundan.

La Argentina es un gran país. El argentino es un gran pueblo. Sólo hace falta que lo dejen ser. Y que se anime a serlo. Lo espera un futuro cercano ciertamente portentoso.



Ricardo Lafferriere

jueves, 12 de septiembre de 2013

Frente a una nueva crisis política

Excedentes dilapidados. Tal podría ser una caracterización –benigna- de los diez años kirchneristas.

Llegaron al gobierno en pleno despertar del precio de la soja, con los salarios públicos licuados por la macrodevaluación duhaldista, sin pagar deuda externa a raíz de la declaración de Default de Rodríguez Saá y con los precios internos ultra-deprimidos por esa misma decisión.

Lo peor del derrumbe había pasado, con la gestión de Duhalde, que pagó el precio del caos que había ayudado a provocar.

Parafraseando a Domingo Cavallo, podría decirse que a la administración de Néstor Kirchner, ya desde el comienzo, “le brotaba la plata de las orejas”.

El superávit que generó la caída del 2001 –desemboque inexorable del megaendeudamiento de los 90, que le explotó en la cara al gobierno aliancista luego de la mecha encendida por el peronismo bonaerense y sus aliados- abría enormes posibilidades para cualquier conducción no ya impecable, sino sólo racional y con un mínimo siquiera de sentido común.

Entre las opciones, se eligió la peor. Los excedentes no fueron volcados a la inversión productiva, sino a disimular los desequilibrios volviendo a lo peor de la etapa de la economía “cerrada”, ya agotada en la crisis anterior, la de 1989. Fue acompañada de una sistemática tarea de demolición de la institucionalidad, de la desaparición del dialogo y de ataques a la unidad nacional.

El viento de cola hizo el resto. El país vivió diez años en un adictivo jolgorio consumista, aún frente a los alertas de opiniones más sensatas. Tal vez sea bueno recordar las advertencias de Roberto Lavagna y de Elisa Carrió –los candidatos adversarios de Cristina Kirchner- en el 2007: ralentizar ese jolgorio consumista y volcar recursos a la inversión. En lugar de “crecer” en forma engañosa al 8 % anual dilapidando recursos pero con un horizonte muy corto, hacerlo firmemente al 5 % con un programa inteligente de largo plazo.

La respuesta de Kirchner entonces fue “son neoliberales que quieren ajustar la economía”. De nuevo montó sobre el engaño una polarización tramposa.

Y así nos fue. Seguir con el voluntarismo nos costó volver al endeudamiento público –a esta altura, superior a la propia deuda defaulteada-, agotar las reservas petroleras, confiscar los ahorros previsionales, comerse las reservas del Central, liquidar el stock ganadero, dejar envejecer la infraestructura y, por último, volver a la inflación con el primitivo mecanismo de emitir dinero sin respaldo ni control.

Hasta aquí llegamos. El populismo se quedó sin capacidad de maniobra, porque todos los caminos se cerraron. Se agotaron, tanto las rentas como los recursos fácilmente “manoteables”.

El kirchnerismo nunca fue funcional a un crecimiento virtuoso, inteligente y moderno, diseñado para imbricarse en el mundo global participando de la revolución científico-técnica, de la potencialidad del mercado mundial y de la capacidad de iniciativa de los emprendedores argentinos.

La novedad ahora es que el kirchnerismo también dejó de ser funcional al propio populismo. Su continuidad sólo ofrece un fuerte ajuste recesivo –incompatible con su “relato” populista- o un desestabilizante estallido inflacionario de grandes dimensiones. O, en el “mejor” de los casos, una mezcla de ambos que combine recesión con inflación.

Sólo la recreación de nuevas fuentes de rentas de las que apropiarse podría otorgarle un período de gracia, prolongando la agonía. Las tres posibles –relanzamiento de la megaminería, superexplotación del Shale  y nuevo endeudamiento externo- están fuera de su alcance, por las características discrecionales de su estilo de gestión que espanta inversores y prestamistas.

En una dramática contradicción existencial, el kirchnerismo como expresión política cerró todas las chances de salvataje económico, ni racional ni populista. Nadie invertirá y nadie prestará dinero a la Argentina con ellos en el gobierno.

Sin funcionalidad con la economía, es difícil imaginar cómo atravesarán el desierto estos dos años. Ellos, y el país. En consecuencia, y aún sin contar con más información que la pública, es evidente que el país se mueve en la cercanía de una crisis política.

Usando la terminología de otros tiempos, la “contradicción principal” en la coyuntura engloba hoy al desarrollo y al propio populismo en un polo, y al kichnerismo en el otro.

Nadie sabe cómo será el final. Tal vez lo más inteligente, antes que un derrumbe estrepitoso, sería un retiro voluntario que permita procesar la transición en el marco democrático. Así lo hizo Fernando de la Rúa en el 2001 prefiriendo renunciar a su prestigio a provocarle al país un daño mayor.

Pero pocos imaginan este gesto en la presidenta y muy pocos lo quieren, no precisamente por afecto a la señora, sino porque implicaría tener que gestionar las consecuencias que, cualquiera sea el gestor, conllevarán fuertes turbulencias de las que sólo se podrá salir con decisiones audaces.

Con un agregado: en el marco de esas turbulencias habrá que saldar el debate sobre el rumbo definitivo que debe tomar el país, ya que aún caído el kirchnerismo, el viejo populismo no ha muerto y no está claro que el país nuevo esté aún listo para nacer.

Es una lástima tener nuevamente enfrente una crisis política originada en la rudimentaria gestión de gobierno que no sólo desaprovechó una excelente oportunidad internacional sino que vació al país de todas sus reservas estratégicas y nos retornó al punto de partida.

Cuando se remueva el velo de los números falsos y se apague el espejismo, quedará a la luz que los argentinos estamos sustancialmente más pobres que una década atrás, con menos recursos disponibles y con mayores problemas que resolver.

Sería bueno prepararse comenzando desde ya a discutir “el fondo del problema”, que en última instancia no es más que decidir entre el pasado que muere y el futuro posible. Será la forma de esperar la crisis adelantando tareas, para facilitar su salida.


Ricardo Lafferriere