jueves, 12 de septiembre de 2013

Frente a una nueva crisis política

Excedentes dilapidados. Tal podría ser una caracterización –benigna- de los diez años kirchneristas.

Llegaron al gobierno en pleno despertar del precio de la soja, con los salarios públicos licuados por la macrodevaluación duhaldista, sin pagar deuda externa a raíz de la declaración de Default de Rodríguez Saá y con los precios internos ultra-deprimidos por esa misma decisión.

Lo peor del derrumbe había pasado, con la gestión de Duhalde, que pagó el precio del caos que había ayudado a provocar.

Parafraseando a Domingo Cavallo, podría decirse que a la administración de Néstor Kirchner, ya desde el comienzo, “le brotaba la plata de las orejas”.

El superávit que generó la caída del 2001 –desemboque inexorable del megaendeudamiento de los 90, que le explotó en la cara al gobierno aliancista luego de la mecha encendida por el peronismo bonaerense y sus aliados- abría enormes posibilidades para cualquier conducción no ya impecable, sino sólo racional y con un mínimo siquiera de sentido común.

Entre las opciones, se eligió la peor. Los excedentes no fueron volcados a la inversión productiva, sino a disimular los desequilibrios volviendo a lo peor de la etapa de la economía “cerrada”, ya agotada en la crisis anterior, la de 1989. Fue acompañada de una sistemática tarea de demolición de la institucionalidad, de la desaparición del dialogo y de ataques a la unidad nacional.

El viento de cola hizo el resto. El país vivió diez años en un adictivo jolgorio consumista, aún frente a los alertas de opiniones más sensatas. Tal vez sea bueno recordar las advertencias de Roberto Lavagna y de Elisa Carrió –los candidatos adversarios de Cristina Kirchner- en el 2007: ralentizar ese jolgorio consumista y volcar recursos a la inversión. En lugar de “crecer” en forma engañosa al 8 % anual dilapidando recursos pero con un horizonte muy corto, hacerlo firmemente al 5 % con un programa inteligente de largo plazo.

La respuesta de Kirchner entonces fue “son neoliberales que quieren ajustar la economía”. De nuevo montó sobre el engaño una polarización tramposa.

Y así nos fue. Seguir con el voluntarismo nos costó volver al endeudamiento público –a esta altura, superior a la propia deuda defaulteada-, agotar las reservas petroleras, confiscar los ahorros previsionales, comerse las reservas del Central, liquidar el stock ganadero, dejar envejecer la infraestructura y, por último, volver a la inflación con el primitivo mecanismo de emitir dinero sin respaldo ni control.

Hasta aquí llegamos. El populismo se quedó sin capacidad de maniobra, porque todos los caminos se cerraron. Se agotaron, tanto las rentas como los recursos fácilmente “manoteables”.

El kirchnerismo nunca fue funcional a un crecimiento virtuoso, inteligente y moderno, diseñado para imbricarse en el mundo global participando de la revolución científico-técnica, de la potencialidad del mercado mundial y de la capacidad de iniciativa de los emprendedores argentinos.

La novedad ahora es que el kirchnerismo también dejó de ser funcional al propio populismo. Su continuidad sólo ofrece un fuerte ajuste recesivo –incompatible con su “relato” populista- o un desestabilizante estallido inflacionario de grandes dimensiones. O, en el “mejor” de los casos, una mezcla de ambos que combine recesión con inflación.

Sólo la recreación de nuevas fuentes de rentas de las que apropiarse podría otorgarle un período de gracia, prolongando la agonía. Las tres posibles –relanzamiento de la megaminería, superexplotación del Shale  y nuevo endeudamiento externo- están fuera de su alcance, por las características discrecionales de su estilo de gestión que espanta inversores y prestamistas.

En una dramática contradicción existencial, el kirchnerismo como expresión política cerró todas las chances de salvataje económico, ni racional ni populista. Nadie invertirá y nadie prestará dinero a la Argentina con ellos en el gobierno.

Sin funcionalidad con la economía, es difícil imaginar cómo atravesarán el desierto estos dos años. Ellos, y el país. En consecuencia, y aún sin contar con más información que la pública, es evidente que el país se mueve en la cercanía de una crisis política.

Usando la terminología de otros tiempos, la “contradicción principal” en la coyuntura engloba hoy al desarrollo y al propio populismo en un polo, y al kichnerismo en el otro.

Nadie sabe cómo será el final. Tal vez lo más inteligente, antes que un derrumbe estrepitoso, sería un retiro voluntario que permita procesar la transición en el marco democrático. Así lo hizo Fernando de la Rúa en el 2001 prefiriendo renunciar a su prestigio a provocarle al país un daño mayor.

Pero pocos imaginan este gesto en la presidenta y muy pocos lo quieren, no precisamente por afecto a la señora, sino porque implicaría tener que gestionar las consecuencias que, cualquiera sea el gestor, conllevarán fuertes turbulencias de las que sólo se podrá salir con decisiones audaces.

Con un agregado: en el marco de esas turbulencias habrá que saldar el debate sobre el rumbo definitivo que debe tomar el país, ya que aún caído el kirchnerismo, el viejo populismo no ha muerto y no está claro que el país nuevo esté aún listo para nacer.

Es una lástima tener nuevamente enfrente una crisis política originada en la rudimentaria gestión de gobierno que no sólo desaprovechó una excelente oportunidad internacional sino que vació al país de todas sus reservas estratégicas y nos retornó al punto de partida.

Cuando se remueva el velo de los números falsos y se apague el espejismo, quedará a la luz que los argentinos estamos sustancialmente más pobres que una década atrás, con menos recursos disponibles y con mayores problemas que resolver.

Sería bueno prepararse comenzando desde ya a discutir “el fondo del problema”, que en última instancia no es más que decidir entre el pasado que muere y el futuro posible. Será la forma de esperar la crisis adelantando tareas, para facilitar su salida.


Ricardo Lafferriere

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