martes, 3 de septiembre de 2013

Obsesivo arcaísmo

                Han vuelto a aparecer por estos días –en analistas políticos de los medios más que tradicionales, en algunos dirigentes partidarios y hasta en intelectuales setentistas tardíos- la pretensión de encuadrar la compleja realidad de estos años en las categorías de moda hace medio siglo, de “izquierdas” y “derechas”, o “progresistas” frente a “moderados”.

                Alguno –incluso- ha anunciado la formación de dos “bloques” en el país que, uno en el “centroizquierda” más “pro-Estado” y otro en el “centro-derecha” más “pro-mercado”, “ambos democráticos y republicanos", le den equilibrio a la democracia.

La posición es tentadora. Fue señalada como un objetivo ya por Néstor Kirchner –y, proyectándonos más en el tiempo, la de los propios militares brasileños, cuando organizaron para su sucesión dos partidos que imaginaban en ambos flancos del espectro ideológico de entonces-.

La realidad se impuso. El oficialismo brasileño hoy se estructura alrededor del Partido de los Trabajadores. La oposición, alrededor del Partido Movimiento Democrático Brasileño y del Partido socialdemócrata brasileño. Los tres tienen izquierdas y derechas.

En la propia Venezuela, donde el “socialismo bolivariano” pretende encarnarse como la revolución del siglo XXI, los hechos lo han llevado a expresar las políticas más conservadoras ante una oposición que ha generado un liderazgo, el de Enrique Capriles, nacido en posiciones históricamente progresistas, liderando un frente alternativo con un abanico de matices.

Desde esta columna hemos advertido repetidas veces sobre el arcaísmo que conlleva, a este punto de la evolución humana, pretender encasillar la política en categorías propias de la primera mitad del siglo XX.
Cierto es que la democracia necesita dos grandes coaliciones de gobierno, que le den equilibrio al funcionamiento político y eviten el desborde del poder. Estas grandes coaliciones se dan en las democracias exitosas.

No es tan cierto que respondan a contextos ideológicos cristalizados. Su efectividad, por el contrario, depende de su capacidad para organizar propuestas que hagan sintonía con las necesidades de cada momento, en el marco de las posibilidades que permite el escenario de la realidad, global y local.

Miremos Estados Unidos. ¿Son los demócratas la “izquierda progresistas” y los republicanos la “derecha conservadora”? Tal vez hoy así parezca. Sin embargo, los demócratas fueron los más fervientes sostenedores de la esclavitud –primero- y la segregación racial –luego-, ante los republicanos (el “gran viejo partido”) que lideraron el ingreso norteamericano a la modernidad, antiesclavista y proteccionista para impulsar su desarrollo industrial. Los republicanos fueron “la izquierda” de entonces, frente a “la derecha” cerril de las plantaciones sureñas. La historia invertiría los términos varias veces, hasta hoy.

Al enfrentarse con problemas parecidos, la respuesta del demócrata Obama no puede ser muy diferente de la del republicano George Bush, matices al margen.

El Partido Colorado, hoy visto como “la derecha” uruguaya, fue el partido de la modernidad, el que construyó el estado laico, la educación igualitaria, los derechos obreros y el incipiente desarrollo industrial. Se oponía al Partido Blanco, antes conservador y estanciero, reflejo del Uruguay rural. Los tiempos de la dictadura los encontraron invertidos, con Wilson Ferrayra Aldunate apareciendo como el líder del “progresismo” ante la “moderación” de Sanguinetti y los colorados. El Frente Amplio uruguayo, por su parte, conformó una fórmula exitosa de un ex Tupamaro con un economista que muchos frenteamplistas califican de “neo liberal”.

Entre nosotros, ¿podríamos encontrar una línea ideológica –en los términos que hablamos- que le de coherencia a las posiciones de Yrigoyen, Alvear, Frondizi, Illia, Alfonsín y de la Rúa, los presidentes radicales? ¿podríamos encontrar una línea de coherencia ideológica entre Perón, Cámpora, Isabel, Menem y Kirchner, los presidentes peronistas? ¿Tenía “coherencia ideológica” la excelente fórmula radical en 1983, que unía a un histórico renovador de Buenos Aires con un prestigioso representante de la sociedad cordobesa más tradicional?

Nuestra lectura no pretende alzarse contra la historia sino más bien interpretarla. Ella nos dice que las dos grandes coaliciones “político-culturales” de la Argentina no son ni de centroizquierda ni de centroderecha. Son estructuras cuya función es ejercer el poder articulando a la sociedad de la forma que mejor responda a las cambiantes realidades históricas.

Si algún común denominador debiera buscarse, éste estaría ajeno a lo ideológico. Es más lábil y se percibe como una forma de ejercer el poder más que por los objetivos también generales en los que pareciera no haber discrepancias profundas.

Ambas son coaliciones “inclusivas”. Esta característica parece ser una demanda de la mayoría de la sociedad, cualquiera sea su posición ideológica. Expresan la búsqueda de una sociedad más equitativa, sin grandes polarizaciones sociales, que aplaude la búsqueda de la igualdad –política, económica, social- y que reconocen la identidad nacional sobre la base de un piso apoyado en la educación popular que han sostenido conservadores, radicales y peronistas.

La diferencia, si hay que expresar alguna, se relaciona más bien con las formas de ejercicio del poder y en la relación del poder con los ciudadanos. Mayor apego a la ley, una. Más centrada en el ejercicio del poder discrecional, la otra. Más intransigente en la prolijidad ética, una. Más tolerante con la corrupción administrativa, la otra. Más confiada en el Estado, una. Más respetuosa de la libertad e iniciativa de los ciudadanos, la otra.

Sin embargo, son diferencias que no trazan líneas de división tajante. Hay innumerables peronistas honestos y radicales que han mostrado un excelente manejo del poder. Hay radicales que cuando han visto la conveniencia de una acción estatal no han dudado en hacerlo, y peronistas que cuando lo han considerado sido necesario, han descansado en lo privado.

La democracia necesita dos grandes coaliciones. Pretender darle a esas coaliciones una identidad ideológica permanente agrega una demanda “contra natura”, con una consecuencia: la fragmentación. Evita la conformación de una confluencia plural frente a otra confluencia plural. Otorga ventajas a la coalición que entiende con más inteligencia cómo funciona la etología de la política, la más básica, la relacionada con la antropología en su relación con el poder.

En términos prácticos, este obsesivo arcaísmo ideologicista garantiza a la coalición que sí entiende cómo funciona la sociedad su permanencia indefinida en el poder. El costo es hacer tenue el límite democrático y hasta le permita sucederse a sí misma, con la formación no ya de una coalición alternativa sino de una sucesoria.

Ricardo Lafferriere


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