Han
vuelto a aparecer por estos días –en analistas políticos de los medios más que
tradicionales, en algunos dirigentes partidarios y hasta en intelectuales
setentistas tardíos- la pretensión de encuadrar la compleja realidad de estos
años en las categorías de moda hace medio siglo, de “izquierdas” y “derechas”,
o “progresistas” frente a “moderados”.
Alguno –incluso-
ha anunciado la formación de dos “bloques” en el país que, uno en el “centroizquierda”
más “pro-Estado” y otro en el “centro-derecha” más “pro-mercado”, “ambos
democráticos y republicanos", le den equilibrio a la democracia.
La posición es tentadora. Fue
señalada como un objetivo ya por Néstor Kirchner –y, proyectándonos más en el
tiempo, la de los propios militares brasileños, cuando organizaron para su
sucesión dos partidos que imaginaban en ambos flancos del espectro ideológico
de entonces-.
La realidad se impuso. El
oficialismo brasileño hoy se estructura alrededor del Partido de los
Trabajadores. La oposición, alrededor del Partido Movimiento Democrático
Brasileño y del Partido socialdemócrata brasileño. Los tres tienen izquierdas y
derechas.
En la propia Venezuela, donde el “socialismo
bolivariano” pretende encarnarse como la revolución del siglo XXI, los hechos
lo han llevado a expresar las políticas más conservadoras ante una oposición
que ha generado un liderazgo, el de Enrique Capriles, nacido en posiciones
históricamente progresistas, liderando un frente alternativo con un abanico de
matices.
Desde esta columna hemos
advertido repetidas veces sobre el arcaísmo que conlleva, a este punto de la
evolución humana, pretender encasillar la política en categorías propias de la
primera mitad del siglo XX.
Cierto es que la democracia
necesita dos grandes coaliciones de gobierno, que le den equilibrio al
funcionamiento político y eviten el desborde del poder. Estas grandes
coaliciones se dan en las democracias exitosas.
No es tan cierto que respondan a
contextos ideológicos cristalizados. Su efectividad, por el contrario, depende
de su capacidad para organizar propuestas que hagan sintonía con las
necesidades de cada momento, en el marco de las posibilidades que permite el
escenario de la realidad, global y local.
Miremos Estados Unidos. ¿Son los
demócratas la “izquierda progresistas” y los republicanos la “derecha
conservadora”? Tal vez hoy así parezca. Sin embargo, los demócratas fueron los
más fervientes sostenedores de la esclavitud –primero- y la segregación racial –luego-,
ante los republicanos (el “gran viejo partido”) que lideraron el ingreso
norteamericano a la modernidad, antiesclavista y proteccionista para impulsar su
desarrollo industrial. Los republicanos fueron “la izquierda” de entonces,
frente a “la derecha” cerril de las plantaciones sureñas. La historia invertiría
los términos varias veces, hasta hoy.
Al enfrentarse con problemas
parecidos, la respuesta del demócrata Obama no puede ser muy diferente de la
del republicano George Bush, matices al margen.
El Partido Colorado, hoy visto
como “la derecha” uruguaya, fue el partido de la modernidad, el que construyó
el estado laico, la educación igualitaria, los derechos obreros y el incipiente
desarrollo industrial. Se oponía al Partido Blanco, antes conservador y
estanciero, reflejo del Uruguay rural. Los tiempos de la dictadura los
encontraron invertidos, con Wilson Ferrayra Aldunate apareciendo como el líder
del “progresismo” ante la “moderación” de Sanguinetti y los colorados. El
Frente Amplio uruguayo, por su parte, conformó una fórmula exitosa de un ex
Tupamaro con un economista que muchos frenteamplistas califican de “neo
liberal”.
Entre nosotros, ¿podríamos
encontrar una línea ideológica –en los términos que hablamos- que le de
coherencia a las posiciones de Yrigoyen, Alvear, Frondizi, Illia, Alfonsín y de
la Rúa, los presidentes radicales? ¿podríamos encontrar una línea de coherencia
ideológica entre Perón, Cámpora, Isabel, Menem y Kirchner, los presidentes
peronistas? ¿Tenía “coherencia ideológica” la excelente fórmula radical en
1983, que unía a un histórico renovador de Buenos Aires con un prestigioso
representante de la sociedad cordobesa más tradicional?
Nuestra lectura no pretende
alzarse contra la historia sino más bien interpretarla. Ella nos dice que las
dos grandes coaliciones “político-culturales” de la Argentina no son ni de
centroizquierda ni de centroderecha. Son estructuras cuya función es ejercer el
poder articulando a la sociedad de la forma que mejor responda a las cambiantes
realidades históricas.
Si algún común denominador
debiera buscarse, éste estaría ajeno a lo ideológico. Es más lábil y se percibe
como una forma de ejercer el poder más que por los objetivos también generales
en los que pareciera no haber discrepancias profundas.
Ambas son coaliciones “inclusivas”.
Esta característica parece ser una demanda de la mayoría de la sociedad,
cualquiera sea su posición ideológica. Expresan la búsqueda de una sociedad más
equitativa, sin grandes polarizaciones sociales, que aplaude la búsqueda de la
igualdad –política, económica, social- y que reconocen la identidad nacional
sobre la base de un piso apoyado en la educación popular que han sostenido
conservadores, radicales y peronistas.
La diferencia, si hay que
expresar alguna, se relaciona más bien con las formas de ejercicio del poder y
en la relación del poder con los ciudadanos. Mayor apego a la ley, una. Más
centrada en el ejercicio del poder discrecional, la otra. Más intransigente en
la prolijidad ética, una. Más tolerante con la corrupción administrativa, la
otra. Más confiada en el Estado, una. Más respetuosa de la libertad e
iniciativa de los ciudadanos, la otra.
Sin embargo, son diferencias que
no trazan líneas de división tajante. Hay innumerables peronistas honestos y
radicales que han mostrado un excelente manejo del poder. Hay radicales que
cuando han visto la conveniencia de una acción estatal no han dudado en
hacerlo, y peronistas que cuando lo han considerado sido necesario, han
descansado en lo privado.
La democracia necesita dos
grandes coaliciones. Pretender darle a esas coaliciones una identidad
ideológica permanente agrega una demanda “contra natura”, con una consecuencia:
la fragmentación. Evita la conformación de una confluencia plural frente a otra
confluencia plural. Otorga ventajas a la coalición que entiende con más
inteligencia cómo funciona la etología de la política, la más básica, la relacionada
con la antropología en su relación con el poder.
En términos prácticos, este
obsesivo arcaísmo ideologicista garantiza a la coalición que sí entiende cómo
funciona la sociedad su permanencia indefinida en el poder. El costo es hacer tenue
el límite democrático y hasta le permita sucederse a sí misma, con la formación
no ya de una coalición alternativa sino de una sucesoria.
Ricardo Lafferriere
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