Un default no es un festejo. Es trampear una deuda.
Es cierto que hay ocasiones en que no hay soluciones más
accesibles. Así pasó en el 2002, cuando hizo crisis el mega-endeudamiento
contraído en los 90.
No es un hecho para enorgullecerse, sino para avergonzarse.
La responsabilidad de caer en él es de quien pide prestado y no paga, porque no
sacó bien sus cuentas, porque gastó más de lo que podía, o porque simplemente
las cosas vinieron mal.
Ser un deudor fallido implica perder prestigio, dejar de ser
merecedor de la confianza para nuevos préstamos. Y por sobre todo, obliga a empezar
a hacer las cosas bien, para no caer en la misma trampa y demostrar a los demás
que se ha aprendido del error.
El pago ofrecido en su momento por el gobierno a los
deudores que aceptaran una quita –sustancial- fue un primer paso. Muchos
aceptaron y fue un éxito. Pero otros no. Quedaron afuera. Prefirieron esperar.
Estaban en su derecho. La prudencia hubiera aconsejado
comenzar conversaciones con ellos para incorporarlos a la normalización de los
pagos, máxime cuando la economía nacional comenzó a funcionar aceptablemente
bien y permitía ese camino.
Igual procedimiento debió seguirse con el Club de París, acreedores
públicos europeos con el que hubo hasta un anuncio presidencial que abrió esa
expectativa (¡un anuncio presidencial!...)
La irresponsabilidad prefirió el camino de convertir la
trampa en una épica, y muchos compatriotas se sumaron alegremente al “paga Dios”,
como si se tratara de una revolución
emancipadora. Y hasta se bautizó a los acreedores como “buitres”, por tener el
atrevimiento de pretender cobrar la deuda.
Por supuesto, los acreedores siguieron los juicios. Era
previsible. Y lograron convertir al país en un paria internacional, como los
deudores crónicos que tienen que cambiar de vereda cuando transitan por la
calle, para evitar los reclamos.
La presidenta no puede salir en un avión del Estado, porque
se lo pueden embargar. Las transferencias de dinero público necesitan inventar
mecanismos especiales, para evitar ser trabadas. Hasta la Fragata Libertad
debió sufrir la humillación de ser detenida por deudas en un puerto africano, y
su tripulación –incluyendo los oficiales invitados de Marinas hermanas-
debiendo regresar a sus países hasta solucionar el entuerto.
Y no hay créditos
para obras de infraestructura que el país necesita urgentemente, mientras se
debe reconocer al audaz que le preste a la Argentina un interés que multiplica
por cinco o por seis lo que se le cobra a Uruguay o Bolivia.
Demasiados avisos. Hasta el fallo de diciembre de 2012 del
Juez Griesa, en cuya jurisdicción litiga el Estado Nacional, por su propia
decisión al momento de emitir los bonos ejecutados y no porque lo decida “el
imperio”.
En ese momento no sólo nosotros sino la mayoría de los que
saben de estos temas alertamos sobre el plazo adicional que se abría para
intentar un arreglo con los acreedores “hold out”. Pero se prefirió insistir en
el discurso de la épica de utilería. La que ahora nos pone al borde del abismo,
“retrotrayéndonos al 2001”, como dice su Ministro de Economía. Tal parece que
la solución tantos años proclamada del “problema de la deuda” no era tal, sino
que estaba apoyada en cimientos de barro.
Ahora ha sido la Cámara de Apelaciones de Nueva York la que
confirmó el fallo, llegando a calificar a la Argentina de “deudor pertinaz”. Y
lo confirmará –porque jurídicamente no hay otra alternativa- la propia Corte
Suprema. Los voceros oficiosos de la presidencia argentina –dicen los diarios-
ahora imputan también a la justicia norteamericana conspirar para trabar la
reforma judicial argentina. No hay límites para el grotesco.
Sin embargo, parece que, a pesar de la histeria, “no come
vidrio”. La señora ha anunciado que abrirá una nueva etapa negociadora, la que
tantas veces negó de plano. Sería bueno que se aproveche, por el bien de un
país que su incapacidad ha vaciado a un límite que quedará al descubierto
apenas se libere la economía y las cosas tomen su real valor.
Ha dicho también que el fallo de la justicia norteamericana “es
injusto”. Olvidó lo que se enseña en la Facultad en la que estudió derecho: “dura
lex, sed lex” (“La ley es dura, pero es la ley”). El mismo principio que ella
aplicó, en sus tiempos de abogada exitosa a los deudores fundidos por la
Circular 1050 de la Dictadura, cuando ellos les decían que era “injusto” tener
que entregar sus viviendas por una deuda hipotecaria.
Seguramente es injusto. Tan injusto, que
debió preverlo cuando decidió insultar a todos para alimentar su ego de cartón en lugar de trabajar en silencio para evitar la injusticia con el objetivo que indica, simplemente, el sentido común: pagar lo menos posible dentro del marco de la ley y sin romper relaciones con nadie.
Ningún análisis estratégico. Ningún debate colectivo.
Llegamos a esto sólo por la histeria y la impostación ideológica fuera de
época, prefiriendo jugar con arcaicos símbolos movilizadores y decirle discursos al espejo.
Las consecuencias las pagaremos todos los argentinos, no
sólo el 54 % que la votó.
Ésta es la primera muestra. Dolorosa, indignante.
Verdaderamente injusta. No por culpa de la “justicia del imperio” sino por la
impericia de un gobierno que, en lugar de esforzarse para recuperar el
prestigio de la Nación, ha decidido convertirla en un “deudor pertinaz”.
Convertido, a pesar de ello y según sus propias palabras, en
caprichoso “pagador serial” aún de lo que no se debe –como el pago anticipado
al FMI- sobre el sufrimiento de su gente y sus posibilidades de futuro.
Ricardo Lafferriere
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