sábado, 3 de agosto de 2013

El gran rumbo

                Los procesos electorales concentran debates. En ese “maremágnum” los ciudadanos deben encontrar un rumbo que defina su voto.

                Temas coyunturales, pasiones, recelos, ilusiones, estrategias, tácticas, amistades, simpatías, lealtades, agradecimientos, revanchas, son, entre otros, los componentes de una gran ecuación realizada por cada ciudadano. Sin embargo, al final, todo se define en una sola acción: elegir una boleta e ingresarla en la urna.

                La democracia, punto de llegada de la evolución política de las sociedades civilizadas, se asienta en este enigmático conjunto de motivos diversos que los aspirantes a representantes se esfuerzan en alinear para llegar a los números “mágicos” que se elaboran en cada batalla.

                “Más del 30”; “no menos del 15”; “una ventaja de 10”; “el 5, para entrar en el reparto” “mayoría absoluta”; terminan operando como cifras fantásticas que otorgan triunfos, mantienen en carrera, habilitan negociaciones, alientan futuras ilusiones y sirven de base para las nuevas construcciones conceptuales y alquimias de poder.

                ¿Hay algún componente más importante que otros? Pareciera que varían. Cada ciudadano define su decisión según su propia tabla de valores, que cambia según cada circunstancia histórica.

                Quienes optan por la militancia política, participan en los debates internos de una fuerza con cuyas conclusiones deben alinearse, al saldarse esos debates. Esa actitud es tan necesaria para la democracia como la que adoptan los ciudadanos que prefieren mantener su libertad absoluta de reflexión y opinión.

Los partidos administran el poder en las coyunturas y ese papel es inherente a la esencia de la política como función constitutiva de la sociedad. Es el “componente agonal”, que necesariamente debe contar con una dosis de “encuadramiento”, “disciplina” y "espíritu de cuerpo".

Pero los debates abiertos incentivan levantar la mirada al horizonte, estimulan la reflexión creativa, generan trascendencia. Sin ellos, la lucha por el poder corre el riesgo de agotarse en el puro poder, perdiendo su legitimidad ética.

Una democracia sin partidos es imposible –lo estamos viendo-. Nada menos que el partido del gobierno ha estado al borde de su desaparición jurídica, por no cumplir con una vida interna ni siquiera latente. Ello repercute en un sistema político escaso de ideas y en un gobierno cada vez más aislado y débil.

Pero una democracia sin ciudadanos librepensadores también es imposible. La reducción del debate nacional al cruce de consignas propio de la lucha política agonal o a la repetición nostálgica de banderas de otros tiempos han raquitizado la reflexión estratégica. El país no sabe a dónde va. Nadie se anima a decirlo, y tal vez, nadie lo sabe.

El ejercicio de la ciudadanía analizando y participando del debate público “al margen” de la lucha por el poder enriquece las opciones, permite a los ciudadanos una visión de largo plazo y ayuda a orientar a quienes están en las trincheras de la coyuntura con reflexiones que, tal vez, no tienen cabida en su lucha cotidiana.

Miremos, por ejemplo, “Vaca Muerta”. Es comprensible la duda del ambiente político: miles de millones de dólares potenciales podrían ayudar –cualquiera sea el color del gobierno- a aliviar la gran dificultad de la política: obtener recursos de los ciudadanos para reorientarlos de acuerdo a sus programas y prioridades. Porque gastar es “lindo”, pero cobrar impuestos no lo es tanto.

El atajo de conseguir recursos del subsuelo es muy atractivo. Son fondos que no se le sacan a nadie –vivo-. Su efecto negativo se verá a largo plazo –cuando las personas y los políticos sean otros-. Y sus consecuencias ambientales directas afectan a un número ínfimo de votantes, comparándolo con el grupo al que habría que cobrarle impuestos.

Y una ventaja adicional: los recursos serían enormes. Como una lotería, ganada además, sin comprar billete.

Lo muestra la complejidad del debate neuquino. Obras públicas que difícilmente podrían realizarse en un plazo rápido, enriquecimiento económico, sensación de prosperidad… ¿cómo podría su gobernador oponerse? ¿Cómo resistir la tentación de “venderle el alma al diablo”, aunque signifique contaminar napas, agregar más polución al envenenamiento del agua potable, romper el subsuelo y sumarse a los odiosos mega-contaminadores globales causantes del cambio climático?

No es casual que –salvo, tal vez, la honrosa excepción de Pino Solana-, los principales candidatos capitalinos y bonaerenses eviten referirse al tema a pesar de su determinante -y patética- consecuencia en el perfil del país que resultará de esta operación.

Difícilmente pueda surgir desde la política una voz que alerte sobre los riesgos y, a la vez, conserve su chance de ser exitosa en su obligación primaria de llegar al poder. Pero alguien debe hacerlo, y es la función principal de los ciudadanos, intelectuales, académicos y organizaciones de la sociedad civil.

Esa función fiscalizará tanto la tendencia cortoplacista de la política agonal como las tentaciones de ganancia rápida de las corporaciones y preparará la conciencia ciudadana para hacer más fácil la tarea de la propia política al definir políticas públicas.

Definir el gran rumbo. Esa es la mirada estratégica. La gran ausente de nuestra convivencia, pero la que debemos hacer renacer con un comportamiento diferente en el seno de la sociedad civil, ya que es tan difícil hacerlo en el campo político por las características competitivas que le son propias.

Pero si no lo hacemos, el riesgo es seguir marchando en círculos, esterilizando esfuerzos, frustrando ilusiones y agravando esta gris decadencia que ya lleva más de ocho décadas.



Ricardo Lafferriere

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