viernes, 12 de marzo de 2010

Descarriló Lula...

La notable perfomance económica del Brasil en la última década –iniciada durante la presidencia de Fernando Henrique Cardoso y continuada prácticamente sin cambios durante las dos gestiones de Luis Ignacio “Lula” da Silva- ha sido motivo de análisis encomiables de prácticamente todo el arco político latinoamericano y hasta mundial.

Brasil ha llegado a acercarse al grupo de los países de mayor producto bruto interno del mundo, con las perspectivas ciertas de acceder al “top ten” en breve tiempo. Ese crecimiento ha sido acompañado de una adecuada articulación interna, que sacó de la pobreza a decenas de millones de personas, y amplió su clase media a un porcentaje que supera a su tradicional vecino, la Argentina, cuyo deterioro durante los últimos lustros no ha cambiado su rumbo de decadencia iniciado en 1930.

Brasil tiene energía, alimentos, industrias, mejoramiento social, reducción de la miseria, reservas internacionales, política ambiental. Cierto es que el azote del narcotráfico aún asola regiones muy pobladas de Rio de Janeiro, San Pablo y otras ciudades importantes, pero también lo es que el combate contra esta lacra ha sido constante, y está alejado de las complicidades políticas que muestra, por ejemplo, en el conurbano de Buenos Aires.

Su política interna ha sido, por lo que se sabe, democrática. El parlamento tiene un funcionamiento plural con un colorido diverso que no le ha impedido contar con el respaldo suficiente para su gestión de gobierno, y no existen denuncias serias por violaciones de libertades públicas –como en otros países del continente- o de presiones a la prensa, como en Venezuela, Bolivia o Argentina.

Por eso causaron tanto asombro sus últimas afirmaciones sobre la reiteración de la “doctrina Estrada” aplicada en su interpretación más extrema, reaccionando contra la saludable tendencia, iniciada luego de la segunda guerra mundial, de ubicar a los derechos humanos como un conjunto de derechos que supera en importancia a la soberanía de los estados, en razón justamente de la prioridad que la dignidad de las personas merece en el actual estadio del desarrollo de la civilización.

Los derechos humanos no tienen patria: son de todos. Su intento de limitar la protección a los derechos humanos tras las barricadas nacionalistas, que levantó con tanto énfasis el proceso militar argentino con el apoyo de la dictadura castrista y de la ex Unión Soviética es una antigualla repudiada por toda la opinión democrática del mundo.

La argumentación de Lula, de que “Cuba tiene sus propias leyes, que deben ser respetadas” ignora la ausencia no sólo de justicia independiente, de elecciones periódicas y competitivas para elegir gobierno, de prensa libre, de respeto a los derechos humanos establecidos en la Carta Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas -a la que Cuba está obligada- y de los derechos a los derechos más elementales a juicio imparcial, defensa confiable y neutralidad judicial: niega la jurisdicción supraestatal contra los delitos aberrantes, que la Argentina ha impulsado como política de Estado desde tiempos de Alfonsín, sostenida por Menem, De la Rúa, Duhalde y la propia gestión kirchnerista, impulsando el Tratado de Roma y la Corte Penal Internacional.

Y atacar a luchadores por la democracia cubana que se ponen en riesgo inminente de vida comparándolo con los narcotraficantes, asesinos y violadores de su país es indigno de alguien que, antes de ser presidente, compartió trincheras, movilizaciones y esfuerzos para que su patria recuperara la democracia, que tan buenos frutos le ha dado en sucesivas gestiones, incluso en la suya.

El giro dado por el presidente del Brasil en los ultimos tiempos es preocupante. Recibió al represor Amadinejah, viajó a Irán invitado por la dictadura fundamentalista y criminal de los Ayatollahs, y ahora condena con todo el peso político que implica la declaración nada menos que del presidente de la principal nación sudamericana a heroicos luchadores que enfrentan en forma desigual una dictadura indigna de la vocación libertaria de Martí.

Sería de desear que el presidente del Brasil recapacite urgentemente y comprenda el peligro para la democracia latinoamericana y para la causa de los derechos humanos que implican sus inexplicables declaraciones, sus acercamiento a dictaduras como las que en otros tiempo él combatió y su adhesión a teorías soberanistas propias del mundo de hace décadas, cuyas consecuencias lamentables fueron las guerras más atroces y las matanzas más sangrientas de la historia de la humanidad.


Ricardo Lafferriere

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