lunes, 5 de agosto de 2013

Estado, mercado... ¿discusión sin fin?

Ventana reflexiva
“…es noventista y promercado…”
Estado, mercado… ¿discusión sin fin?

El Estado y el mercado suelen ser presentados como los extremos de una contradicción. Sin embargo, el Estado y las grandes corporaciones parecen ser los grandes articuladores de las sociedades modernas.

El primero es el símbolo del poder. Las segundas, de la economía.

Uno, como responsable del orden y el bien común. Las otras, de generar bienes y servicios.

Ambos constituyen “organizaciones”, con normas y jerarquías internas. En los países democráticos, el primero está presuntamente asentado en los ciudadanos, cuya representación política invoca. Las segundas, en  el mercado y los consumidores, de los que se reivindican servidores.

Sin embargo, cada vez cuesta más identificar al Estado con la democracia y a las corporaciones con el mercado.

En la base de ambos, de acuerdo a la visión de los revolucionarios de los siglos XVIII y XIX, están los ciudadanos. Son las personas –y no ninguna abstracción conceptual o sujeto colectivo- los depositarios últimos de la libertad, del poder y de sus propios intereses. Democracia y mercado no nacieron rivales, sino socios. La novedad es que quienes hoy los invocan –Estado y corporaciones- suelen ser los verdaderos socios en su negación y comportamientos viciosos.

Los ciudadanos, a pesar de ser invocados por ambas organizaciones de poder –político y económico- están en estos tiempos cada vez más marginados de sus decisiones, virtualmente concentradas en sus respectivos gestores: los dirigentes políticos, en un caso; y sus accionistas y directorios, en el otro.

Los Estados modernos tienen componentes “democráticos” –las elecciones son su paradigma- pero también componentes “no democráticos”, ajenos a la decisión y escrutinio ciudadano. Éstos no pueden controlar ni incidir realmente en decisiones tan determinantes –entre muchas otras- como son los niveles inflacionarios, las asignaciones presupuestarias, las obras públicas que se construirán, las características de los servicios públicos o el contenido de la educación.

Las decisiones de las corporaciones que no son decididas por el “mercado” sino por sus propias políticas empresariales tampoco son menores, entre otras la orientación de sus investigaciones tecnológicas, la fuerte incidencia de sus decisiones de mercadeo en la generación de necesidades o las gestiones de “lobby” para obtener decisiones públicas favorables en detrimento de otros actores o valores.

La imbricación entre ambas concentraciones de poder conforma, por último, un estrato íntimamente relacionado por favores recíprocos porque la política necesita –para llegar al poder- del respaldo económico corporativo y las corporaciones necesitan –para mejorar sus balances-  medidas políticas alejadas de la ortodoxia de los mercados perfectos y del control estatal. 

Esa asociación –y no el “mercado”- fue la característica de “los noventa” que en varios aspectos se proyecta hasta hoy: corporaciones escapando al mercado, Estado escapando al control ciudadano, Estado y corporaciones socios en el poder y los negocios.

Sin embargo, Estado y corporaciones son necesarios. Es tan inimaginable una sociedad sin orden político como lo sería sin producción, avances tecnológicos, bienes o servicios. Los alimentos, el equipamiento médico, la producción de automóviles o las comunicaciones –que proveen las corporaciones- son bienes tan necesarios como la acción estatal contra la inseguridad, la violencia cotidiana o la ausencia de contención social. Sonaría tan fuera de época pretender que Samsung no fabricara más celulares o Bagó medicamentos como que el Estado se desentendiera de la inclusión social o de la educación.

Estado y corporaciones tienen mucho que dar y mucho dan para el bienestar ciudadano. Pero ambos tienden a fundamentar y justificar sus acciones en impostaciones éticas no siempre relacionadas con los principios que invocan, sino más bien con sus aspiraciones más directas: más poder, uno; más ganancias, las otras. No todo lo que hace el Estado es democrático, ni todo lo que hacen las corporaciones responde a las necesidades del “mercado”.

El secreto de un buen análisis consiste en “poner las cosas en su lugar”, para no errar en el diagnóstico ni en las soluciones. Confundir “mercado” con corporaciones es igual que confundir “democracia” con “Estado”. Un activismo social sofisticado e inteligente que los observe y controle debe ser el límite de ambos.

El activismo social, custodio de los valores diversos compartidos por los integrantes de sus diferentes grupos, no es una novedad de estos tiempos. Las ligas de consumidores existen desde hace décadas, así como organismos defensores de los derechos humanos. La novedad es la multiplicidad de vías posibles y de campos de acción, por la complejidad social, la revolución de las comunicaciones y la interactividad.

La aparición de peligros  nuevos como la superexplotación de recursos naturales, la extensión de las redes de delito global, el terrorismo y los desbordes en la lucha antiterrorista, la anulación de la privacidad, la corrupción pública-privada, la especulación financiera desenfrenada, la agresión al ambiente, la manipulación de la opinión pública y la colusión viciosa de ambos –Estado y corporaciones- sin control ciudadano son los espacios más necesitados del activismo social.

Por eso se exige al Estado más transparencia, a las corporaciones mayor cuidado ambiental y nada de comportamientos monopólicos y a ambos que no tengan una recíproca relación mañosa.

La política y los partidos políticos son vínculos necesarios entre el poder y los ciudadanos, aunque no tienen ya la exclusividad en la determinación y vigencia de los valores sociales. Deben asumir los nuevos espacios y comprender que el Estado no es ya el impoluto representante de la democracia sino que ha sido objeto de una cooptación sistemática, usualmente oculta, por parte del poder corporativo.

La acción partidaria debe impregnarse de la complejidad de la vida ciudadana, recreando y reforzando su legitimidad con  una imbricación respetuosa con la militancia social y estimular el debate abierto, fiscalizador del Estado y de las corporaciones.

El nuevo individualismo militante que llega de la mano del creciente poder ciudadano no niega el derecho a las ideologías. De hecho, defiende el derecho de cada uno a tenerla libremente. Lo que resiste es la ideología impuesta, y con más razón cuando intenta serlo desde el poder.

La democracia es la autonomía personal, diría David Held. No hay democracia cuando no hay autonomía. Esa autonomía es limitada, entre otras formas, por el clientelismo y por la manipulación del mercado. Es tan antidemocrático encerrar a los ciudadanos en un “corralito” político o ideológico, como limitar arbitrariamente sus opciones económicas –como productor, trabajador, empresario o consumidor- o mantenerlo en la extrema pobreza, limitación suprema de cualquier autonomía personal.

Las personas, cada vez más celosas de su identidad, su independencia y su libertad de elección, están tomando -y lo harán crecientemente- un papel activo y consciente en su propia defensa y en la de los valores en los que creen, sea que llegue la amenaza desde el poder político o desde el económico.

Han advertido los peligros y se auto-organizan para evitarlos. Los relatos que ocultan intenciones no expresadas (como el endiosamiento del Estado “nacional y popular”, o la presunta intangibilidad de “los mercados”) a costa de reducir el espacio de libertad y autonomía ciudadanas son superados por reclamos  relacionados con la agenda concreta. Eso significa más democracia.

 Es la buena noticia que llegó con este comienzo de siglo en todo el planeta y también en la Argentina.

La movilización del campo en el 2008, la “primavera árabe”, los “indignados” de Europa y Estados Unidos, las grandes marchas del 2012 y 2013 y la innumerable cantidad de iniciativas ciudadanas por temas diversos que ponen límites al Estado y a las decisiones corporativas conforman un nuevo escenario que está sin dudas destinado a ser característica permanente y saludable de los años que vienen.

El olvidado tercer actor se suma al debate. Son los ciudadanos.


Ricardo Lafferriere

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