viernes, 6 de marzo de 2020

Golpe de estado en cuotas o fuerza de ocupación

Un sector importante del partido mayoritario en la Argentina ha decidido abandonar el consenso constitucional que el país reinició en 1983 y se desliza hacia la anomia, a un ritmo inexorable.
Ha ocurrido en la historia que sectores políticos participantes de la vida democrática sufrieran internamente procesos de este tipo. Lo extremadamente peligroso para la convivencia es que el sector que hoy lo hace hegemoniza el gobierno nacional, llevando al país a una peligrosísima situación de anarquía.

La sucesión de pronunciamientos que, -en cuanto meras expresiones verbales y a pesar de su negativa influencia docente- no dejaría de ser más que la contracara ética de la democracia avanza hacia la concresión de decisiones de gobierno que atraviesan ya los límites del estado de derecho.

Y si no hay estado de derecho, hay estado de puro poder. Si estas decisiones se tomaran todas en sincronía no habría dudas en calificarlas de “golpe de estado”. La semántica impide utilizar el nombre de “golpe” a un proceso paulatino de desarticulación institucional, pero está claro que asistimos a una especie de “golpe en cuotas”, con la misma finalidad de los golpes tradicionales: concentrar el poder desarticulando todo el sistema de contrapesos y frenos, consustancial con nuestro ordenamiento constitucional.

El sistema civil -basado en el respeto al derecho de propiedad- y el penal -basado en la capacidad punitiva del estado, en nombre de la sociedad- son burlados con decisiones que han ascendido ya a la pretensión de romper el propio sistema constitucional, basado en la división de poderes, el respeto a las autonomías provinciales y la vigencia de los derechos y libertades de las personas.

No es un tema leguleyo. Mucho nos costó a los argentinos, antes y después, lograr convivir bajo la ley. En los albores del país hubimos de atravesar más de cuatro décadas anárquicas hasta que comenzamos el camino institucional sobre el que el país inauguró ochenta años de expansión y brillo. En lo más reciente, en 1983 logramos restaurar el consenso constitucional reencontrándonos en las normas de la Carta Magna, tanto en los derechos de los ciudadanos como en el acceso y ejercicio del poder.

Hoy, los derechos de los ciudadanos son crecientemente ignorados, con justificación expresa de actores decisivos a los que no ha sido ajeno el propio Poder Judicial. La impunidad que se pretende con el inefable e infantil relato del “lawfare” según el cual los condenados por delitos diversos son víctimas de una conspiración frente a la cual procedería una especie de reivindicación, abre el camino a una sociedad sin seguridad alguna, ni para los ciudadanos ni para sus bienes. Sin derecho penal, la sociedad queda indefensa y la ley del más fuerte y más delincuente se impondrá -se está imponiendo- sobre la convivencia igualitaria, pacífica y respetuosa de las normas.

El avance sobre los patrimonios de las personas se está convirtiendo en una normalidad. No se trata ya de la “expropiación por causa de utilidad pública”, reglamentada por la Constitución y las leyes, que subordina la vigencia del derecho a la propiedad privada al interés general, pero que para ser legítima debe ser “previamente indemnizada”. Al contrario, se trata de apropiarse de fondos particulares sin ninguna indemnización ni compensación, como ha ocurrido con millones de compatriotas titulares de su haber previsional, herido entre un tercio y la mitad de su poder adquisitivo, sin que el parlamento no sólo proteste sino que facilita, alineado como aparece su mayoría en el objetivo de concentración de poder.

La cínica reforma del sistema previsional del poder judicial está logrando su verdadero objetivo: un aluvión de renuncias de magistrados, que deberán ser cubiertos por el poder concentrado, cuya mayoría parlamentaria le garantiza la construcción de un poder judicial totalmente subordinado.

El poder concentrado carece de escrúpulos. El desmantelamiento de organismos del estado destinados a perseguir el narcotráfico y la corrupción siguen una línea inexorable. La iniciativa de intervenir el Poder Judicial de una provincia porque no decide la impunidad de una delincuente cercana en los afectos a la banda gobernante pretende atravesar otra línea roja rompiendo la autonomía de una provincia y abriendo el camino a similar atropello sobre cualquier otra.

Pero todo ésto, que hubiera podido suponerse un desgraciado tópico localizado y puntual adquiere gravedad inusitada cuando el partido del gobierno se suma a la algarada del “lawfare”, no ya para proteger a una líderesa que dejó una gigantesca estela de corrupción, sino para incluir en esa exculpación a decenas de ex funcionarios, empresarios y “personas con influencia” cuyos delitos contra el país han sido probados al extremo y en muchos casos confesado también expresamente. Innumerables peronistas de muchos años, que aún sienten su amor por el país, sufren -por ahora, en silencio- estos dislates que dejarán un baldón ilevantable en el partido fundado por Perón.

Un golpe de estado en cuotas. Eso es lo que por ahora parecieramos estar presenciando. Un golpe que ante el desinterés total por el bien común ni siquiera en lo declamado, más que un gobierno de un país democrático se asemeja cada vez más a una fuerza de ocupación.

Organizados institucionalmente, los canales de expresión, de protesta y de decisión previstos legalmente garantizan la paz social. Desmantelado el estado de derecho, esos caminos no serán otros que la fuerza y la violencia. Económica, social, política. La que ya conocemos lo que produce y de la que pudimos escaparnos de milagro hace casi cuatro décadas, pero que nuevamente asoma su cabeza amenazante.

Ricardo Lafferriere

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