¿Es el populismo un mecanismo creado por el peronismo?
Nada de eso. El populismo es una corriente cultural que hunde sus raíces en lo profundo de la formación del imaginario colectivo argentino y latinoamericano. Buceando en el pasado, vemos su origen en la vieja conjunción entre el poder colonial y las autocracias precolombinas indigenistas. Para ambas la ley es una entelequia, la modernidad es una subversión y el orden constitucional una molestia.
Ese populismo se proyectó hasta nuestros días inmerso en diferentes formas de pensamiento, y aunque hoy su núcleo central está en el peronismo, no está limitado a él. Su principal influencia está instalada en el pensamiento de izquierda esclerosada que, aunque de origen marxista, subordina esta identidad intelectual al “entrismo” político en el movimiento que considera indisociable del sentimiento popular. El populismo vive igualmente, en diferentes grados, en partidos conservadores y aún en ramas del radicalismo, rozando algunas líneas socialistas. Pero, indiscutiblemente, ha hecho su nido principal en el peronismo.
El proceso de complicó a comienzos de los años 60 con la llegada del foquismo, impregnando al propio populismo y a militantes peronistas agredidos por la proscripción. Esa confluencia nefasta llevó a la muerte a miles de jóvenes impulsados por una política que respondía a la más pura “realpolitik” de la Guerra Fría, ubicando a la Argentina en un juego mundial al que sus intereses eran ajenos. El error abrió el camino al trágico proceso violento que culminó con los “años de plomo” y ríos de sangre en las calles. Perón mismo había abierto esa puerta, que luego se le revertiría en su segunda presidencia al hacerce evidente su hipócrita doble juego, propio –otra vez- de su esencial populismo.
El proceso democrático iniciado en 1983 permitió a numerosos dirigentes peronistas de vocación institucional recuperar la dirección de esa fuerza. La “renovación peronista” encabezada por Cafiero, y luego el propio Menem, instalaron al peronismo como un protagonista central del juego democrático. Pero la crisis del 2001 despertó sus peores pesadillas y fantasmas ancestrales.
Lo mejor del peronismo se esfumó, y lo peor volvió en forma aluvional, recreando la estructura populista en su naturaleza expropiatoria más esencial, facilitada por dos elementos coyunturales que actuaron como pivote: la excelente recuperación de los precios internacionales agrarios, que le permitía disimular su expropiación parasitaria de ingresos agropecuarios, y la lascerante gravedad de la situacón social, utilizada como argumento desmatizado para transferir ingresos y construir poder sobre la base de la recreación del mecanismo “dádiva-subordinación”, inherente al populismo.
El viejo concepto colonial del “gobernador-propietario”, unido al cacicazgo violento-paternalista de las tolderías indias se instalaron en el presente, sumando, una vez más, a la vieja izquierda entrista, más esclerosada que nunca.
De esta conjunción emergió el “kirchnerismo”, extraña simbiosis entre discurso de izquierda y práctica populista que alteró los términos tradicionales de la ecuación de poder de otras veces, aunque en una impregnación recíproca que desnaturalizaría aún sus ilusiones transformadoras más rudimentarias.
En otras épocas, la izquierda entrista vinculó su suerte al peronismo, y resultó usada por éste. En este caso, los términos se invirtieron, y el peronismo pareciera ser el usado, pero en realidad es sólo una ilusión: su influencia populista fue mayor. Impregnó a la izquierda entrista de lo peor de sus prácticas –patoteras, violentas, antiéticas, incoherentes- y a lo peor de su funcionamiento político –las presiones, los aprietes, la subordinación a la corporación sindical y al uso del poder como forma descarnada de acumulación económica personal-. Y la alejó de sus esencias modernizadoras: democracia, tolerancia, racionalidad, respeto a las diferencias, honestidad, vigencia del estado de derecho, disposición constante al debate abierto y creador, coherencia. Esa izquierda esclerosada no ha descubierto aún a Lula, Bachelet, Tabaré y Felipe González. O al propio Rodríguez Zapatero.
Populismo no es lo mismo que socialismo. Este último, subproducto potente de la modernidad, supone la creciente socialización de los medios de producción. En ese proceso, la “plusvalía”, riqueza que –en la cosmogonía marxista- el trabajador genera para el capitalista, es limitada por leyes sociales, salariales e impositivas originadas muchas veces en reclamos socialistas en el marco del estado de derecho, apoyado en la soberanía popular. De esta forma, la naturaleza “expoliadora” del capitalista vuelve a revertirse hacia quienes generan esa riqueza con su trabajo. Es el mecanismo virtuoso de las sociedades democráticas desarrolladas.
El populismo, por el contrario, no asume la responsabilidad de generar riqueza, sino que recurre a la más directa forma medioeval de la apropiación lisa y llana. No es moderno, es pre-moderno. No le interesa crear bienes y servicios, sino apropiarse de los que crean otros. La ética del socialismo es la libertad y la justicia. La ética del populismo es la del relativimo moral. Los socialistas son revolucionarios, y en tanto tales, reivindican el dialéctico avance de la humanidad, en escalones sucesivos, hacia un mundo más perfecto. Los populistas son esencialmente rapaces, y no reivindican ningún avance social coherente que trascienda el momento. Los socialistas apoyan su construcción teórica en el trabajo creador, acción suprema de la dignidad humana. Los populistas, en su rapiña para financiar el ocio, la conformacion de fuerzas de choque o la construcción de un poder clientelar sin virtudes democráticas.
El capitalismo y el socialismo conviven en la modernidad, que les provee de instrumentos de mediación para procesar sus conflictos y acordar equilibrios transitorios. El populismo, por el contrario, odia a la modernidad, a la limitación al puro poder que implica respetar las leyes, la igualdad de todos ante el orden jurídico, la división de los poderes, la libertad de expresión, de conciencia y de prensa, y la opinión diferente.
La modernidad no admite faltarle el respeto al ciudadano, que es su creación intelectual y su razón de ser. Para el populismo, el ciudadano es una entelequia molesta para lograr su cometido, una creación extranjerizante que con gusto desterraría hasta del lenguaje.
En el fondo del drama argentino está la impregnación populista de su discurso y su praxis política. Los “K”, con sus incoherencias discursivas y angurria desbordada han llegado a un nivel orgiástico, pero no son los únicos. Se apoyan en un sistema de creencias conspirativas, análisis rudimentarios, maniqueísmos arcaicos, complejos de inferioridad y predisposición a la violencia –normalmente verbal, aunque en ocasiones con dramáticas consecuencias, como los golpes de Estado, las policías bravas, la masacre de Ezeiza, los atentados terroristas de los 70 y la represión ilegal que los siguió- de alcance más general, que ha impedido la entrada de la Argentina al mundo moderno.
En esa lucha, entrando en el siglo XXI, aún estamos.
Ricardo Lafferriere
www.ricardolafferriere.com.ar
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