Semanas atrás, en un juicio que mereció un artículo de opinión en este medio, reclamaba usted a los periodistas “mayor rigor” en sus notas y a los economistas lo mismo en sus análisis. Se desprendía de su reclamo –y de su mención a la llegada de la modernidad, que repitió al anunciar la licitación del tren “bala”- su adhesión a los valores del conocimiento científico, pilar fundamental junto a la confianza en el razonamiento, del ideario filosófico moderno.
Si este conocimiento ha sido importante para que la humanidad dé el gran salto adelante producido en los siglos XIX y XX, también lo ha sido para apoyar en él decisiones de gobierno, al menos en los límites en que lo permiten las ciencias sociales, cuya exactitud contiene el ingrediente aleatorio en mayor medida que las otrora calificadas como “ciencias duras”.
En realidad, ambas incluyen hoy la incertidumbre como ingrediente. “Las cosas”, como diría el maestro Sebrelli, han comenzado a fluctuar desde las sólidas convicciones de otrora, dejando una sensación de incomodidad en quienes conocieron las certidumbres absolutas, hoy convertidas por quienes las mantienen simplemente en convicciones cercanas a lo religioso. El reclamo del rigor conlleva hoy siempre el presupuesto de esa duda básica e intrínseca sobre la realidad, más esquiva que en los buenos tiempos del positivismo y la modernidad temprana.
La modernidad llegó a la historia de la mano de la democracia. Incorporó la razón a lo actos de gobierno (que deben ser “fundados” para ser válidos, ¿recuerda las lecciones de Derecho Político, cuando estudiaba Derecho?) y desplazó a los actos arbitrarios propios del feudalismo, la monarquía y el “antiguo Régimen” dinástico y monástico.
Las herramientas de la razón incorporaron el rigor que usted reclama para aplicar al análisis de los fenómenos más conocidos y racionalizados, entre los cuales la vida económica cuenta con fundamentos aceptados, desde Locke en adelante, incluyendo en esta serie a Carlos Marx, por la inmensa mayoría de los seres humanos.
Fundamentos y reglas, señora, con las que funciona más del 90 % de la población del mundo en una extensión –como lo hemos repetido en esta columna- que van desde China hasta Brasil, desde Canadá hasta Chile, desde Estados Unidos hasta Rusia, desde la India hasta Suecia. La base de toda esta construcción es el reconocimiento y sistematización de los hechos como cimientos de cualquier elaboración abstracta.
Sobre los hechos –sin negar ninguno, sin sesgar los resultados, sin preconceptos religiosos o mágicos- se pueden construir teorías. Negándolos, todo se vuelve un cuento –de hadas o de demonios- pero incierto o ilusorio.
Un hecho, señora, es que los precios están subiendo de manera generalizada. Lo puede observar en el dato –positivo- de la recaudación tributaria, reflejo de una actividad económica que no ha crecido, ni siquiera en las visiones más optimistas de sus economistas, en un 50 %. Ese dato bueno contiene el malo: recauda más, porque el dinero que recoge vale menos. Y vale menos, porque su gobierno está inundando de ese dinero –que, en sí, no es más que papel impreso- una economía que no refleja ese crecimiento.
Según sus expresiones, “no hay inflación, porque nuestra macroeconomía no la contempla”. Si eso usted cree, bueno, estamos en problemas: los hechos indican que los precios han subido de manera generalizada. Si prefiere creerle a su convicción antes que a los datos de la realidad, esa preferencia no tiene cabida ni en la ciencia, ni en la razón y se acerca más bien a una actitud religiosa, o simplemente caprichosa.
Significaría que su reclamo de modernidad habría retrocedido al pensamiento mágico, y que está usted más cerca de la visión precolombina de Evo Morales, que de sus admirados Hegel y Kelsen. Ni hablar de las herramientas actuales de la ciencia económica en el mundo global.
Pero no se quedó allí: también ha expresado que el alza de los precios –en esta frase sí admite que la hay...- se debe a que los empresarios se apropian del ingreso aprovechando su capacidad de fijarlos. Y que si no fueran los empresarios, habría que buscar los responsables en el Arcángel Gabriel o en su administración.
Como su administración no habría dado motivos –por su “macroeconomía”...- y el Arcángel Gabriel no tendría entre sus facultades bíblicas fijar precios en alza –sino traer las buenas nuevas, como la Anunciación a la Vírgen-, se deduce que los malvados hombres de empresa serían los únicos responsables de tan diabólico plan.
Sin embargo, nuevamente es la ciencia económica la que nos dice cómo se forman los precios: la capacidad de demanda de la población –que se expresa en la cantidad de dinero a su disposición- se “balancea” con la oferta de bienes y servicios disponibles, y de esa relación resultan los precios.
Si la cantidad de bienes y servicios es la misma, pero se inyecta más dinero en la economía, los precios de referencia suben –porque, en realidad, es el dinero que vale menos, al sobreabundar-. Y si no lo hacen porque su Secretario de Comercio los congela “arma en mano”, los bienes baratos se agotan y sobra dinero –que se destinará a comprar divisas, en una economía fuertemente desconfiada, como la Argentina de estos tiempos de su administración-. Comenzarán a faltar bienes, nuestro conocido “desabastecimiento”.
Recuerde que en la década de los años 90, en el anterior gobierno de su partido, los precios sufrieron deflación, con estos mismos empresarios y este mismo Arcángel. Y eso aunque, en términos de su visión mágica del mundo, los monopolios habrían estado más libres que ahora para fijar los precios, porque manejaba el país el odiado “neoliberalismo”... El “desabastecimiento” que viene, en consecuencia, no será provocado por los empresarios, ni por el Arcángel Gabriel, sino, señora, por su política económica “premoderna”.
Y lo mismo ocurre con la inflación, también provocada por su gobierno, más que por decisiones de los empresarios o del Arcángel Gabriel, al aumentar el gasto público en un 50 % de un año a otro –circunstancia en la que no tienen arte ni parte ni el Cielo ni los hombres de empresa-. Ese aumento es un dato científico –“moderno”- que puede usted verificar sencillamente preguntándoselo a su Secretario de Hacienda. Llanamente. Por ejemplo, así: “Secretario, ¿cómo ha evolucionado el nivel nominal de gasto público en el último año?”
Actuar negando los hechos la llevará –y lo que es peor, “nos” llevará- a situaciones peligrosas, que conocemos porque ya hemos sufrido. Usted también las conoce: no olvide –también lo dijo en su primer discurso de su campaña de Senadora en 2005- que fue luego de que una antecesora suya se empecinara en negar los hechos que se produjo el dramático golpe de estado de 1976, circunstancia que obligó a usted y su marido a emigrar al sur, a probar suerte (“y ganar dinero...” ) alejada del escenario del conflicto, que también había provocado el grupo político en el que usted militaba, al negar los hechos y ayudar con ello a desatar el baño de sangre que asoló al país en los años setenta.
Señora, siguiendo su reclamo: hay que ser rigurosos. Cuando se ocupa un lugar como el suyo, más que nadie y que nunca.
Los precios no suben por decisión de los empresarios, ni del Arcángel Gabriel. Suben porque la gestión económica de su marido y la suya propia inexorablemente conducen a ese resultado. Suben por los dislates de su Secretario de Comercio, que seguramente cree y hace lo que haría usted si estuviera en ese lugar, dinamitando cualquier tentación de inversión –y en consecuencia, de ampliar la oferta-.
Suben por la estrafalaria política de sostener el valor de una divisa extranjera como el dólar en lugar de defender el valor de nuestro peso. Suben por las caprichosas ocurrencias como el “tren bala”, que aumenta la deuda pública sin razón económica, social o productiva alguna, o los millonarios subsidios a empresarios amigos, con dinero que le sacan al sector de la producción y el trabajo, principalmente del campo al que se asfixia, impidiendo la reinversión y en consecuencia, limitando nuevamente la oferta. Eso dice la ciencia económica, en sus fundamentos que atraviesan todas las “visiones”, que pueden discrepar en los matices, pero que no se permiten negar los hechos.
Rigor intelectual, señora, es lo que nos gustaría escuchar en sus discursos. Los exabruptos de su marido, que todos creíamos que habían terminado con él, no pegan con su estilo. Y lo que es peor: nos llevan al abismo, como en 1976.
Con una diferencia: no podremos irnos todos a Santa Cruz, para tomar distancia y ganar dinero. Quizás esta vez ni siquiera lo puedan hacer ustedes.
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