sábado, 23 de agosto de 2008

¿Son también "destituyentes" las calificadoras de riesgo?

El embate de la presidenta contra las calificadoras internacionales de riesgo con argumentos relacionados con la lucha política interna vuelven a poner en el tapete una forma de razonamiento confuso, que en lugar de ayudar a recuperar el control de la situación perdida hace varios meses, persiste en el error de análisis y confirma la desconfianza de los argentinos en su capacidad de gobierno.
¿Es moral el precio de la soja? ¿son golpistas las calificadoras de riesgo? ¿son “destituyentes” los reclamos del campo?
Fue Blaise Pascal quien postuló por primera vez su concepto de los “órdenes”, como un “conjunto homogeneo y autónomo, regido por leyes, que adopta un determinado modelo, de donde deriva su independencia con respecto a uno o varios órdenes diferentes”. Aplicado al cuerpo humano destacaba tres: el cuerpo –que funciona según las reglas de la biología-; el espíritu –lo hace con las reglas de la razón-; y el corazón, o caridad, que lo hace con los sentimientos y la moral. Es recordada su sentencia “el corazón tiene razones que la razón no entiende”, lo que explica no sólo los amores contrariados que llevan a conductas irracionales, sino a actitudes heroicas movidas por la moral o el afecto enfrentadas con las leyes de la supervivencia y del razonamiento. La confusión sobre la naturaleza de los órdenes provoca caer en dos conceptos: el ridículo o la tiranía. El propio Pascal los definía: ridículo es la confusión de los órdenes; tiranía es el deseo de dominación universal y fuera de su orden.
El criterio de los órdenes nos ayuda a comprender con mayor claridad la desorientación de los Kirchner, haciendo oscilar entre el ridículo y la tiranía no sólo su discurso, sino su propia actuación.
Recurriendo a la interesante aproximación pascaliana, la realidad nos muestra tres o cuatro grandes “órdenes”, que funcionan con reglas propias y tienen sus propios límites: el primero es el “científico-técnico-económico”, el segundo el “político-jurídico”, el tercero el “moral” y –para algunos- un cuarto: el ético o del “amor”..
El primer orden, el científico-técnico-económico tiene como característica fundamental el criterio de verdad. Las cosas allí son o no son. Es cierto y verificable, o es incierto e inverificable. No depende de la acción humana, porque tiene componentes que trascienden la decisión de las personas e incluso de los gobiernos. Es “ridículo” –podría decir Pascal- dictar una ley que impida llover, que decida que las personas no morirán jamás, que las cosas caigan hacia arriba o que la cotización internacional de la soja sea de determinado nivel. Los hechos del órden científico-técnico-económico dependen de sus propias reglas y responden a ese conjunto homogéneo y autónomo. Sin embargo, sus consecuencias sí pueden ser atenuadas por otro orden, el “jurídico-político”. Pero “desde afuera”, no “desde adentro” del orden.
No se puede decidir por ley si llegará o no la inversión, ni tampoco –mucho menos- fijar arbitrariamente el precio de los productos. No se puede –sería ridículo- decidir desde el órden jurídico-político –o incluso desde el moral- cuánto vale el metro cuadrado de construcción en cada barrio de Buenos Aires. Y no se puede decidir que el comercio no existirá más. Sería ridículo o propio de una “tiranía”. Pero sí se puede compensar, con decisiones humanas, las situaciones que se consideren injustas producidas por el funcionamiento del propio órden científico-tecnológico-económico. Si no es posible impedir un diluvio, sí es posible ayudar a los damnificados e incluso prever sus consecuencias edificando viviendas en zonas no inundables; si no es posible prohibir que llueva, sí lo es construir un techo; si no es posible impedir una crisis, sí lo es tomar medidas que atenúen sus efectos en las personas más afectadas. Si la economía no genera naturalmente viviendas para todos, sí se pueden realizar planes de vivienda, desde el orden “jurídico-político” destinados a tal fin. “Desde afuera”, pero sin intentar cambiar las reglas que rigen el orden “por dentro”, ya que, en cuanto inherentes a la realidad, son inmodificables.
Lo que no se puede, entonces, es confundir los órdenes creyendo que con decisiones políticas podemos negar las reglas del funcionamiento económico, biológico, climatológico, físico o astronómico. Varias sociedades lo hicieron en el siglo pasado tratando de edificar una economía al margen de las reglas económicas y no sólo perdieron casi un siglo de su historia sino que debieron recurrir a medidas difícilmente justificables desde la moral o incluso desde la propia política, como fueron las dictaduras de partido y atroces violaciones de derechos humanos, hasta terminar en la gigantesca implosión de las dos últimas décadas del siglo XX. La economía, hoy identificada con el capitalismo triunfante mundialmente –ni siquiera los integrismos religiosos como los de Al Qaeda se oponen a sus reglas- terminó volviendo por sus fueros y no hubo “tiranía” suficiente para frenar su impulso.
¿Esto significa que hay que dejar a la economía librada a su propia acción? Sí, y no. Sí, porque sus reglas no son reemplazables, ya que están apoyadas en una antropología inmodificable, la propia de los seres humanos, entre los cuales el egoísmo y el propio interés es su principio articulador, y en general, en forma bastante exitosa. No, porque librada a sus propios límites los grados de injusticia a que puede llegar enfrentaría otro de los “órdenes” propios de la condición humana, el de los valores de la convivencia en paz que rigen el orden político-jurídico. En consecuencia, es posible, justo y adecuado tomar medidas que neutralicen los “efectos no deseados” entre los cuales uno de ellos es qué hacer con los que pierden.
Aquí llegamos al campo de la política, del orden “político-jurídico”, que funciona sobre los ejes “legal-ilegal” y “justo-injusto”. Político, porque es el que contiene la construcción y el funcionamiento del poder coactivo; jurídico, porque ese poder coactivo organizado tiene como lenguaje, en las sociedades modernas, el de las normas, el del derecho. Volviendo al ejemplo, la acción a tomar para neutralizar los efectos no deseados –de una inundación, o de una crisis- no será “interna” al orden científico-técnico-económico, sino externa, desde el orden político-jurídico.
Ese orden es menos imperativo que el cientifico-técnico-económico cuando trata los hechos, pero más fuerte cuando trata las relaciones entre personas. Es el que las personas utilizamos para garantizar la paz, la inclusión de los excluídos, la protección de los menos capacitados –niños, ancianos, enfermos, discapacitados- e incluso los efectos más lacerantes de algunas relaciones económicas básicas –regulación de condiciones de trabajo, salarios, impuestos, vacaciones, dentro de las posibilidades reales que la economía puede tolerar sin implosionar-.
Por último, el orden moral, con su dicotomía “bueno-malo”, “correcto-incorrecto”, se convierte en una guía de acción para las personas en su relación extra-jurídica, la que no se encuentra normada por el edificio político-institucional. Y quienes agregan el cuarto órden el del “amor”, lo conciben atravesando todos los demás: el amor a la verdad –base del orden científico-técnico-económico; el amor a la libertad, la justicia y la legalidad –base del orden político-jurídico- y el amor al projimo –base del orden moral-.
¿Qué confunden los “K”? Pues los dos órdenes primarios. El científico-técnico-económico, con el jurídico-político, y caen sin advertirlo en el ridículo de querer controlar los precios –regidos crudamente por el orden 1- mediante medidas políticas como el control policial –“tiranía”- o la falsificación de los índices –“ridículo”-. O de querer modificar las cotizaciones de los títulos públicos emitidos por su propio gobierno –orden 1- mediante el cambio de las condiciones pactadas en su origen –orden 2- (“tiranía”); o atribuyendo “intenciones” a mecanismos objetivos y automáticos de medición que incluyen datos de mercado y no dependen de decisiones personales (“ridículo”). En este juego del ridículo y la tiranía están rematando la credibilidad de su administración y poniendo en juego una regla fundamental del orden jurídico-político democrático: el respaldo de las mayorías al gobierno, regla de oro no sólo de las sociedades democráticas, sino del funcionamiento de cualquier gobierno, como lo explicó el propio Maquiavelo hace cinco siglos.
Ese es el licuamiento que se siente hoy. No buscado por la oposición, ni por la “oligarquía” o las calificadoras de riesgo, sino por la peligrosa confusión de la pareja gobernante, que al no comprender los límites del orden a que debieran limitar su acción, pone en peligro el funcionamiento armónico de la sociedad entera y la estabilidad de su propia gestión.


Ricardo Lafferriere

No hay comentarios: