Los argentinos nos autoconvencimos que era posible un cambio de rumbo en la gestión nacional luego de la derrota épica sufrida por el kircherismo en manos del campo, que aún frente a la incredulidad de muchos, le impidió convertir en un botín el fruto de su trabajo y logró evitar el gran despojo.
Era lógico. No sólo los productores sino la inmensa mayoría de la población –que apoyó eufórica el voto del Vicepresidente Cobos- no podía suponer que un gobierno nacido con respaldo popular y escasa oposición pudiera continuar en una senda que lo llevó a derrumbarse en la expectativa pública desde más del 50 % a apenas un respaldo de mísera subsistencia en apenas seis meses. Hasta quienes miran la política con ojos de aficcionado imaginaban un golpe de inteligencia que, tomando nota de la derrota, se pusiera al frente del cambio de rumbo reconstruyendo el capital político licuado. Porque el país –no sólo la presidenta- necesitaba y necesita eso.
Sin embargo, comenzó a desarrollarse no ya la sátira, sino el sainete. El discurso del Chaco, el antológico decreto que dispuso la “limitación” de la resolución 125, la infantil amenaza con la renuncia de la presidenta, los rumores de malos tratos físicos en la pareja presidencial que habrían descolocado a la propia Edecán, la convocatoria a los legisladores “del sí” –ni siquiera a todos los oficialistas- para arengarlos en la negación de la realidad (“no hemos sido derrotados”), la aparición en un acto público con su esposo a quien hizo objeto de una ponderación sobreactuada y la esotérica decisión de estatizar una empresa que la propia administración “K” forzó a la quiebra incrementando la deuda pública en 890 millones de dólares, son hitos escatológicos que ni siquiera pudieron ser tolerados por el ex Jefe de Gabinete Alberto Fernández, quien sin dudas era el único integrante del microclima presidencial que podía leer correctamente la realidad.
Esa renuncia precipitó las decisiones y permitió avizorar con más claridad la reacción del kirchnerismo residual. Giuseppe Tomassi, príncipe de Lampedusa, en su inmortal y única novela “El Gatopardo” describe con genialidad esta táctica política de todas las épocas cuando llegan fuertes demandas de cambio. En la obra, el tradicional aristócrata siciliano Fabrizio Corbera recibe el ofrecimiento de ser Senador de la nueva Italia, conmovida por la gesta garibaldina que culmina con la unidad peninsular. Consciente de los nuevos aires políticos y de su fuerte vinculación con el régimen que desaparece, declina la oferta pronunciando su histórica sentencia: “Algo debe cambiar para que todo siga igual”.
Y llegó Mazza.
Flanqueado por los innombrables. Expresando que no ha tenido tiempo de analizar el proyecto de ley de radiodifusión, pero anunciando –como primer acto de su gestión- la estrambótica estatización de Aerolíneas.
Pero además, a seis meses de haber sido elegido por su pueblo para la gestión local de uno de los municipios más prósperos del conurbano –obra de la gestión de su antecesor-, en lugar de tomar la correcta decisión de renunciar y convocar a elecciones municipales por haber sido llamado a ocupar el segundo lugar en importancia en la Aministración Nacional luego del Presidente de la Nación, pide licencia y hace designar a su esposa como funcionaria ... ¡del equipo de su sucesor! Difícilmente puedan encontrarse en sólo una semana tal sucesión de dislates.
Algo debe cambiar ... Los nuevos tiempos, de argentinos hartados del conflicto, parecen reclamar un metrosexual aséptico en lugar de un gladiador acorazado. Pero hasta ahí llega.
Para que nada cambie... sino que se reafirme una concepción del poder que sigue creyendo que, por haber ganado una elección se poseen facultades para gobernar por encima de la propia Constitución Nacional. Y que desde el poder se puede mantener la actitud de desprecio a la ciudadanía olvidando que es la base y justificación última de la existencia y legitimidad del poder.
Ricardo Lafferriere
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