viernes, 24 de octubre de 2008

Calidad institucional

            En las postrimerías de la gestión de Néstor Kirchner, el balance de la opinión pública para la evaluación presidencial mostraba claroscuros, más de los que le hubiera gustado al autor que desde el comienzo desconfió de los peligrosos antecedentes políticos institucionales del patagónico, pero sin dudas conjugaba un mix de aciertos –recuperación de la autoridad presidencial, cierta disciplina macroeconómica, atisbos de renovación en el peronismo- con un claro déficit: el retroceso en la calidad institucional.

            El reclamo mayor hacia el gobierno, sobre mediados del año pasado, no era tanto la inflación –que recién se insinuaba-, ni la desocupación –que venía en descenso-, sino el creciente hastío con un estilo de gobierno que privilegiaba la confrontación e impedía la generación de consensos estratégicos, llave de oro de calquier lanzamiento sólido hacia un período de crecimiento de largo plazo.

            Las causas de tal estilo fueron evaluadas por la ciudadanía no tanto como el necesario método de construcción política para un proyecto que no podía confesar  abiertamente sus objetivos cleptómanos, como el necesario ejercicio de facultades excepcionales para encarrilar una situación nacional evidentemente desmadrada.

            En aquellos tiempos, desde esta columna marcábamos la disyuntiva: el kirchnerismo debería elegir –y mostraría a los demás...- si Néstor Kirchner era el saludable Cincinato del siglo XXI, que una vez cumplida su tarea se retiraba a su granja mientras la República retomaba su ritmo de normalidad, o si –como lo suponía el autor- el autoritarismo formaba parte de la esencia de un proyecto político para el que el bienestar de la población, los derechos de los ciudadanos y el éxito nacional no forman parte de la agenda.

            En ese contexto, la articulación de la fórmula presidencial dejaba abiertos ambos caminos, y en realidad no terminaba de disipar la incógnita. Para los incrédulos por naturaleza –entre los que me contaba- CK proyectaba un escalón superior de soberbia, la más peligrosa de todas: la de quien sin saber, cree que sabe. Pero para muchos argentinos expresaba la modernización política, el ejercicio del poder con mayor decoro y el paso hacia la normalidad que el propio Néstor Kirchner exaltó al repetir en varias oportunidades la “calidad institucional” que significaría el nuevo período, el de Cristina.

            La figura de Cobos integraba ese mensaje. Emergido de un exitoso radicalismo mendocino, su aporte a la “Concertación Plural” ayudó a configurar la oferta electoral del oficialismo ante una opción del radicalismo tradicional que, al encolumnarse tras la figura de otro –prestigioso- justicialista, restaba nitidez a su alternativa. El sentimiento tradicional de las clases medias argentinas, verdadero “field” de la balanza social nacional, se dividió en una tensión entre quienes prefirieron creer, forzando su optimismo, en la honestidad del discurso oficialista, y quienes, prevenidos contra él, tampoco se encontraban cómodos en la alternativa que le ofrecía la formalidad del viejo partido. Muchos de esos votantes se “desgranaron” hacia la Coalición Cívica, sin confiar en ninguna de ambas propuestas.

            La fórmula de la Concertación Plural ganó con un mensaje sintetizado en el excelente corto publicitario de su cierre de campaña, en el que toda la historia argentina, con los próceres paradigmáticos de las diferentes corrientes de opinión, se conjugaban con los hombres y mujeres que, en toda al geografía del país, trabajan cotidianamente por su futuro. “Cristina, Cobos y vos”, era el lema. Fue el lema que ganó –aunque, bueno es recordarlo, sin romper ningún récord, sin “que le sobrara nada”...

            Empezó el gobierno, y en lugar de mejorar las cosas empeoraron. La reiteración de los superpoderes fue el primer hito, que en un gesto de magna hipocresía la recién llegada dejó promulgarse por el transcurso del tiempo, como si el país fuera un Jardín de Infantes que no supiera leer gestos y actitudes. Y luego, Antonini, el ataque a la justicia norteamericana por descubrir el delito en lugar de ayudarla a “zafar”, el papelón de Néstor en la selva colombiana, el papelón presidencial en la Cumbre Presidencial que trató el conflicto entre Colombia, Venezuela y Ecuador, y de ahí en más, la debacle.

            La vocación cleptómana renació con toda su fuerza ante el intento de imposición de las retenciones móviles, que resistida al comienzo por el campo concitó la oposición de gran parte del electorado de “Cristina, Cobos y vos”. No sería aventurado afirmar que en esa batalla primero se fue “vos”, y luego se fue Cobos.

            El paso fue casi natural. Había sido convocado para una “concertación plural”, y a los cinco meses de gestión se lo pretendía arrastrar a un “divisionismo sectario”, teñido de invocaciones a hechos trágicos del pasado. Los alaridos del ex presidente imputando a los opositores de reproducir los “grupos de tareas” del proceso y hasta los “Comandos Civiles” de 1955, no fueron un exabrupto aislado: fueron avalados por diferentes intervenciones de la propia nueva mandataria en varios discursos en los que achacó a quienes no se dejaban robar de conformar “piquetes de la abundancia” y tener “proyectos destituyentes”. La claque clientelizada, los escribidores de la izquierda esclerosada añorante de la guerra fría y los socios en el proyecto cleptómano se abroquelaron en una cáscara de dogmatismo y exclusión que ya nada tenía que ver con la propuesta electoral y mucho menos con el aporte que a esa propuesta hiciera la historia, valores y convicciones del Vicepresidente.

            Hoy ya la situación está institucionalmente tanto o más desmadrada que al comienzo de la gestión kirchnerista. El oficialismo se ha convertido en un conglomerado muy cercano a una asociación ilícita, para la que no existen límites constitucionales ni legales. El hecho de que las palabras “democracia” y “estado de derecho” hayan estado ausente de los discursos oficiales en estos años es sólo un muestra. La violencia cotidiana cada vez más insoportable y los descubiertos vínculos del narcotráfico con el financiamiento de la campaña electoral presidencial agregan su nota de dramatismo.

La recreación del clima de enfrentamiento de los años de plomo ensañándose con una de las partes del conflicto violento, mientras se apaña cínicamente a la otra y se oculta pragmáticamente a quienes desencadenaron el proceso con atentados criminales y aún a quienes firmaron los decretos –de un gobierno constitucional- que ordenó la aniquilación del terrorismo, busca polarizar falsamente a la sociedad para construir un discurso plagado de intolerancia. El insolente destrato al vicepresidente Cobos –electo, en todo caso, por los mismos argentinos que votaron a la presidenta- por parte de funcionarios sin estilo ni escrúpulos, nada más que porque ha tratado de cumplir su compromiso electoral, avanza en la misma línea.

Y el sólo anuncio del propósito de confiscar los aportes previsionales de quienes, protegidos por la ley y la Constitución, optaron por el sistema de capitalización y son propietarios exclusivos de sus aportes, abre la peligrosa compuerta de la ruptura definitiva del estado de derecho y del propio pacto constitucional. En efecto: si los ciudadanos no tienen la protección del Estado para defender sus derechos, nada les impedirá defenderlos por sí mismos. Néstor y Cristina habrían logrado, al frente de una verdadera asociación ilícita, llevar al país a una situación anterior a la sanción de la propia Constitución Nacional, abriendo la puerta no ya a la institucionalidad con calidad sino a la más pura y violenta ley de la selva.

Hace unos meses, también desde esta columna, exhortábamos a la presidenta a una reacción. Repetimos ahora la misma exhortación, aunque –parafraseando a Almafuerte: “cada incurable tiene cura cinco segundos antes...”-, cada vez queden menos esperanzas de que se encuentre en voluntad y condiciones de hacerlo.

 

 

Ricardo Lafferriere

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