La euforia por la sanción de la apropiación de los ahorros previsionales, leída en clave triunfalista, pareció ofrecer al oficialismo el terreno libre para proseguir con su tarea de destrucción institucional, esta vez avanzando sobre una figura que la Constitución, con sabiduría, colocó como reserva frente conmociones institucionales graves.
El medido estilo del Vicepresidente y su sensatez política –que lo llevó en su momento a evitar un incendio generalizado del país, y ahora a no poner obstáculos artificiales como el eventual veto a una iniciativa confiscatoria que, a pesar de no contar con su consenso, obtuvo la clara mayoría de los legisladores de ambas Cámaras-, contrastó con la desfachatez del ex presidente y la verborragia enfermiza de su ministro, que tiene ya acostumbrados a los argentinos a su repetida insolencia.
Ni uno ni otro representan a nadie. Uno, porque su período presidencial ya terminó y no fue votado por la gente en el 2007 –elección que no se atrevió a enfrentar, ante el deterioro creciente e ilevantable de su consideración públca-. El otro, apenas un secretario que, aunque lo sea “de Estado”, carece de funciones claras, ya que no está en la jurisdicción de su cartera ni los temas de seguridad, ni la relación con la justicia, ni la protección de los derechos humanos y al parecer sólo funciona como vocero oficialista ad-hoc para las cuestiones sucias. Triste destino para una cartera que alguna vez tuvo entre sus titulares a Guillermo Rawson –durante la presidencia de Bartolomé Mitre-, a Domingo Faustino Sarmiento –presidencia de Nicolás Avellaneda-, a Julio A. Roca –Ministro del interior de Carlos Pellegrini-, a Francisco Beiró –Ministro del Interior de Hipólito Yrigoyen-, o en épocas más recientes, a Nicolás Matienzo –del presidente Alvear-, Alfredo Vítolo –Frondizi- y Antonio Tróccoli –Alfonsín-. La sola enunciación de los nombres de sus antecesores marca el abismo con lo que sufrimos.
En política, nadie es inocente. La reacción de algunos dirigentes simpatizantes del Vicepresidente, en tono de repuesta argumental –“esto se resuelve con un plebiscito”- trajo tácitamente al debate una realidad que resulta patética para la pareja gobernante: la comparación en la consideración pública con la presidenta o el ex presidente. Por supuesto, el retroceso oficial fue inmediato, aclarándose que “no se pediría la renuncia a Cobos”, como si esa fuera una facultad que alguna norma constitucional dejara en manos del jefe del partido del gobierno, de la presidenta o del ministro del Interior.
Cobos –se ha dicho hasta el cansancio- obtuvo la misma cantidad de voluntades que la presidenta Fernández. Tiene idéntica legitimidad de origen. Y en cuanto a su legitimidad de ejercicio, la que surge de la consideración pública, dobla con creces a cualquiera de ambos integrantes de la pareja presidencial.
Cobos de ninguna manera y bajo ningún concepto debe siquiera considerar la hipótesis de su renuncia. Su figura es un reaseguro democrático, sensato y prudente para todos los argentinos. Para eso fue votado. Ese es su rol institucional.
Y políticamente, es un bálsamo para las heridas al sentido común, a la dignidad republicana y a la propia salud mental de los ciudadanos.
Ricardo Lafferriere
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