domingo, 16 de agosto de 2009

Legalidad e ilegitimidad

Diputados legales, pero ilegítimos, le han conferido al gobierno, también legal pero ilegítimo, potestades legislativas enfrentadas con la letra y el espíritu de la Constitución de la Nación.
La afirmación que antecede no es caprichosa. La base del edificio institucional del país, lo que da “legitimidad” al poder, es la voluntad popular. Así lo establece el artículo 1 de la Carta Magna, al establecer el sistema “representativo, republicano y federal” como base de la organización política.
Pero así también figura en los pronunciamientos liminares de la formación del país. Cuando Cornelio Saavedra contesta al entonces Virrey Cisneros que “es el pueblo el único que confiere autoridad y mando”, abriendo las puertas para la formación de la Primera Junta de gobierno patrio, estaba enunciando una consigna que sería fundamental para el nuevo país y que navegaría a través de nuestra historia hasta que logró estamparase en las normas de la Constitución.
Fue este propio gobierno y este propio congreso los que decidieron, enfrentando las voces maduras y sensatas de la oposición, someter su legitimidad a un proceso electoral adelantado. Convocaron al pronunciamiento del pueblo varios meses antes de lo previsto por las leyes vigentes, maquinando maquiavélicas composiciones de “candidaturas testimoniales”, indiferencia a la representación territorial, desprecio por los mecanismos de relojería con que los partidos políticos deben funcionar y seleccionar sus candidatos y grosero desborde clientelista cuyas consecuencias económicas estamos pagando.
Y el pueblo habló, deslegitimando al gobierno y a la mayoría del congreso.
Ambos siguen siendo legales, porque sus plazos de gestión no se han cumplido, pero ambos han perdido la legitimidad que responde a la consigna fundacional. El primero, por haber perdido el apoyo del 70 % de quienes confieren con exclusividad “autoridad o mando”. El segundo, porque está integrado por legisladores que responden al estado de la opinión política, a la “voluntad popular” vigente hace dos años, no a la actual. Mientras no lo haga, representa a una voluntad popular que no existe, ya que la vigente cuando fueron electos ha cambiado, en forma rotunda, a partir de la gesta de 2008, desatada por la resistencia ciudadana a los intentos del poder de avanzar sobre los derechos de las personas. El 28 de junio pasado se pronunció con una claridad meridiana.
La propia Constitución prevé la forma de recuperar la legitimidad. El art. 101, incorporado por la reforma de 1994, permite al gobierno rearmar su gabinete representando la nueva mayoría. Y el propio antecedente de 1989, cuando se adelantó el recambio presidencial, mostró que cuando existe buena fé republicana la mayoría ficticia puede y debe ponerse al servicio de la nueva mayoría real. Los diputados radicales, que conservaban mayoría en la Cámara de Diputados, facilitaron la sanción de todas las leyes remitidas al Congreso por el nuevo presidente, conscientes de que a pesar de conservar sus bancas legalmente, no tenían ya la legitimidad de origen, el respaldo de “quien confiere autoridad o mando”. Y no fue necesario para eso distribuir canonjías, promesas de cargos futuros o premios inconfesables.
No se vea en estas reflexiones una vocación destituyente. Lejos está de quién esto escribe postular un regreso a las manipulaciones vergonzosas con que se digitó el destino de los argentinos en la dramática sucesión de presidentes cambiados como calesita hasta que decantó la lucha interna del peronismo y los factores golpistas de entonces. Es, sencillamente, un recordatorio o si se quiere, una advertencia, a quienes tienen en sus manos los resortes del gobierno: su gestión tiene el sello de la provisoriedad. No están gobernando en nombre del pueblo, que les volvió la espalda. Están gestionando el Estado hasta que la legitimidad vuelva a coincidir con la legalidad.
La sanción delegatoria es lo “destituyente” de la legitimidad popular, acercando peligrosamente la estabilidad política al borde de la tolerancia. Porque una cosa es administrar el Estado hasta que la nueva realidad política se exprese en el poder, y otra cosa es pretender gobernar directamente contra el pueblo que lo ha repudiado en forma expresa.


Ricardo Lafferriere

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