El 15 de junio de 1964, el Presidente Arturo Umberto Illia promulgaba la ley del Salario Mínimo, Vital y Móvil, sancionada por el Congreso sobre la base de un proyecto de su autoría. La misma norma creaba el Consejo del Salario integrado por representantes del Estado, empresarios y trabajadores, para mantener actualizado su nivel. En sus fundamentos, lejos de las letanías seudideologizadas de los decretos de hoy, simplemente decía que buscaba asegurar el nivel de vida de los trabajadores más pobres con un haber adecuado a sus necesidades básicas.
Los haberes jubilatorios seguirían esos niveles, por cuanto estaba vigente un sistema de determinación de prestaciones previsionales organizado por las Cajas respectivas, que sostenían porcentajes cercanos al haber en actividad –al no descontársele el aporte previsional a los pasivos, que sí realizaban los activos-. Fue la última época del país en paz, funcionando con Estado de Bienestar, crecimiento económico, movilidad social y libertad plena. El peronismo, proscripto desde 1955, concurriría a su primera elección libre triunfando por escaso margen frente al gobierno en la renovación parcial de diputados de 1965.
El 28 de junio de 1966 se acabó esa Argentina. Fuertes intereses económicos y sindicales terminaron convenciendo a los militares del derrocamiento de este gran presidente. Los monopolios de medicamentos, los intereses petroleros y los burócratas sindicales juntaron fuerzas para crear un ambiente de caos social mediante la toma de fábricas, y los sindicalistas se vistieron de traje y corbata para asistir a la jura de Juan Carlos Onganía.
Las décadas siguientes fueron de estancamiento en lo económico y retrocesos en lo social, sosteniendo una densa y confusa lucha política donde se diluyeron paulatinamente los valores que daban cohesión a la sociedad, mientras crecía un desentendimiento visceral que impediría en adelante el diseño de objetivos nacionales compartidos.
El sistema previsional sintió ese retroceso, cuya línea de coherencia dependía exclusivamente del poder que cada sector tuviera para apropiarse de un pedazo de la “torta” económica. Los jubilados, como sector más debil del escenario junto a la niñez, retrocedieron sistemáticamente, tanto como la educación pública. La Argentina otrora orgullosa del trato a los viejos y los niños sistematizó el genocidio silencioso de sus ancianos y el embrutecimiento creciente de sus generaciones jóvenes, que dejaron de destacarse en el continente para pasar a revistar entre los menos capacitados de la región.
El veto de la presidenta –para más, peronista, partido cuyo lider proclamó en su momento el paradigma de niños y ancianos como únicos privilegiados...- avanza un paso significativo en el rumbo de la decadencia. Si el “salario mínimo, vital y movil” es, como lo dice su nombre, el mínimo ingreso compatible con la dignidad humana, sostener que garantizar el 82 % de ese ingreso para los pasivos más pobres “llevaría a la quiebra al Estado” es indignante. Pero se transforma en inmoral si esa misma funcionaria se vanagloria de entregar subsidios desvergonzados a empresarios amigos, financiar nuevos modelos de automóviles a multinacionales, pagar las costosas transmisiones de TV para el fútbol, sostener con cientos de millones de dólares una línea aérea ultradeficitaria o prestar en cincuenta cuotas a quienes quieran comprarse un receptor televisivo de última generación.
La gota que colma el vaso se conoció en estos días: los juzgados de la seguridad social, que atienden los reclamos de los jubilados, tienen que paralizar sus trámites porque corren el riesgo de hundirse –literalmente- por el peso de tantos expedientes, cuyo número se acerca ya al medio millón.
¿Correrá el Estado riesgo de quebrar si paga lo que debe, dando a nuestros viejos un trato parecido a los organismos internacionales de crédito, como hizo Kirchner con el FMI?
Ricardo Lafferriere
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