viernes, 10 de diciembre de 2010

Indoamericano

“En esa época, Evo, ustedes eran nuestros...”

La frase, grosera como pocas pronunciada por el presidente de un Estado a un par, fue dirigida por la presidenta Fernández de Kirchner al presidente de la República de Bolivia, Evo Morales, al recibir en 2008 a varios presidentes latinoamericanos en San Miguel de Tucumán, en oportunidad de la reunión anual del Mercosur. Hacía referencia a un tiempo en que el antiguo Virreynato no se había aún fracturado y el Alto Perú era un campo de batalla entre el dominio realista y el gobierno revolucionario con sede en Buenos Aires. “Nosotros” vendría a ser el gobierno porteño, que justamente perdió esa batalla, cambiando para siempre la configuración económica, social y política del antiguo Virreynato con la derrota de La Madrid en Sopachuy (1817), que significaría la “pérdida” definitiva del Alto Perú, sobre el que luego se formaría Bolivia.

Los tiempos de la globalización están reconformando viejas cercanías, al compás de las migraciones que son característica del nuevo escenario planetario. En nuestro caso, los episodios que están ocurriendo en este momento marcan el agotamiento de los viejos argumentos “nacionales” y la instalación de un paradigma que vuelve a cruzar líneas interpretativas llevándolas al límite de su virtualidad. Bolivia y el Paraguay se imbrican íntimamente con nuestro país, a través de sus ciudadanos que han decidido dejar su territorio nacional e instalarse en el nuestro y más precisamente, en el conglomerado de Buenos Aires.

Es natural. Aún con las dificultades de convivencia que ofrecen las villas, donde mayoritariamente se asientan, son más tolerables que las que sufrían en sus zonas de origen. La prensa da a conocer algunos argumentos, a cuento de los episodios del Parque Indoamericano: “Hasta me pude operar de vesícula sin pagar un centavo”. “Allá no te dan nada, acá por lo menos tenemos planes sociales”. Las hilachas de un país que construyó en la primera mitad del siglo XX un estado de bienestar relativamente amplio, asentado en una población en extremo tolerante y culturalmente plural, permite aún hoy actitudes que no tienen siquiera los países desarrollados más exitosos con la población externa que recibe.

Vivimos tiempos de reformulación de límites. No los geográficos, ni los históricos, cuando los conceptos de “territorio”, “nación” y “Estado” tenían fronteras superpuestas. Las nuevas fonteras son más difusas y polifacéticas, con bordes culturales, comunicacionales, axiológicos, políticos, religiosos que atraviesan “territorios”, “naciones” y “Estados”. Mientras, espontáneas y efímeras“identidades de guardarropa” aparecen y desaparecen, no sin antes gritar con fuerza afirmaciones conmovedoras. No en vano la “globalización” clama a gritos por el diseño de una gobernanza global que permita encauzar estos fenómenos novedosos.

Pero mientras tanto, el Estado-nación es el único mecanismo con que contamos para responder a las conmociones más primarias. Desarticularlo antes de tiempo tiene consecuencias como las que vemos. Los enemigos de la convivencia en paz y de la construcción de sociedades plurales –narcotraficantes, delincuencia global, extremismos fundamentalistas, intolerancias- bien por el contrario se articulan y crecen. La actitud adolescente de alzarse de hombros o escudarse en consignas primitivas (“no criminalizar la protesta social”, “no vamos a reprimir de ninguna forma”) simplemente abre las puertas a la ley de la selva, ya que la otra no tiene quien la aplique. La diferencia entre la decisión de Lula y el infantilismo de Cristina al tratar temas similares marca la diferencia entre un líder maduro y un gobierno de opereta.

Frente a los escenarios dantescos que se aproximan y que adelantan su muestra en el Parque Indoamericano –curiosa reminiscencia semántica de una nueva pero también vieja identidad político cultural- el llamado angustiado es a una política mayor de edad, que cambie su conducta instintiva de mirarse el ombligo y escaparle a sus responsabilidades y por el contrario asuma con madurez su obligación de reflexiónar, decidir y actuar en conjunto frente a los problemas que enfrenta la sociedad que les paga el sueldo.

A la presidenta y al Jefe de Gobierno. Y a sus oposiciones, que bien podrían por un instante dejar de mirar todo con las anteojeras de la ventaja miserable y aportar esfuerzos para la solución de los problemas, en lugar de pretender aprovecharlos echando leña al fuego.


Ricardo Lafferriere

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