El cambio en el mundo en las últimas décadas ha sido
gigantesco. Por supuesto, en la tecnología, en la economía, en las
comunicaciones.
Pero también en la política. El "empoderamiento"
de las personas comunes, que eclosionó con la caída del Muro de Berlín
-producido sin intervención de gobiernos ni partidos políticos, sólo impulsado
por una multitud de personas comunes desarmadas- no paró de extenderse.
Hoy, multitudes protagonistas cambian la historia de países
que parecían fortalezas. La primavera árabe terminó con autocracias
consolidadas y legiones de "indignados" y nuevos fenómenos
autogestionarios obligan a una nueva interpretación de la sociedad, la política
y sus actores.
Algunos se resisten a entender los cambios. Reproducen
debates y se alinean en posiciones ideológicas que interpretaron el mundo de la
primera o la segunda mitad del siglo XX. Obviamente, no pueden comprender cómo
es que "la gente" no los entiende.
"La gente" son personas que nacieron cuando ya el
mundo no era bipolar, cuando no existía la confrontación ruso-norteamericana y
cuando China y Estados Unidos ya funcionaban -igual que ahora- como los grandes
partners de la economía y la política global. Un mundo de celulares
inteligentes, tabletas y redes sociales, de productos tecnológicos y mercados
globales.
El viejo mundo -¨sólido", diría Bauman- alineaba
claramente ideologías, clases, partidos y naciones. Las personas eran
secundarias. Los temas de conflictos estaban claros, definidos, previsibles.
Liberación o dependencia. Proletariado o burguesía. Democracia o dictadura.
Socialdemocracia o Liberalismo. Imperialismo o liberación nacional.
Ese mundo acabó, y con él esa forma de alinear voluntades
para la acción colectiva, que es de lo que se trata la política. Los ciudadanos
han reivindicado una muy fuerte autonomía personal, al punto de llevar al más
brillante intelectual neo-marxista contemporáneo, el austríaco Ulrich Beck, a
afirmar que hoy, "las contradicciones sistémicas tienen soluciones
biográficas", para horror de sus viejos cofrades, aún desorientados por
los rumbos que toma la realidad.
La consecuencia principal del cambio, de cara a la acción
política, es potente: la posibilidad de empezar de nuevo. La superación de las
construcciones intelectuales totalizadoras necesita un reemplazo y Beck lo
sugiere: la teoría del riesgo. Ante el agotamiento de los grandes sistemas
ideológicos coherentes, sugiere volver a las fuentes de la solidaridad humana:
unirse para superar las amenazas y los problemas comunes.
La agenda no derivará ya de las visiones
"ideológicas" de largo plazo, los "proyectos de país" o
"de sociedad" de unos u otros, sino de los más cercanos y pedestres
problemas concretos, originados por los logros de las viejas ideologías de la
modernidad. El deterioro ambiental se generó en Occidente y Oriente, los
recursos naturales se descuidaron allá y acá, y los derechos humanos se
violaron por unos y por otros.
Los riesgos pueden ser globales, como ocurre con el
deterioro climático, las consecuencias del nuevo paradigma económico y del
encadenamiento productivo habilitado por los mercados abiertos o la acción
desenfrenada del capital financiero liberado de los controles estatales.
Pero también pueden ser locales: la inseguridad cotidiana,
el deterioro ambiental localizado, la crisis de las fuentes energéticas no
renovables, la quiebra de los sistemas previsionales o la desaparición del
trabajo estable sobre el que se edificó el contrato de convivencia de las
sociedades industriales o en vías de industrializarse del viejo paradigma.
Empezar de nuevo llevó a rusos y norteamericanos, rivales
implacables que tuvieron al mundo en vilo durante siete décadas, a unir sus
políticas contra el nuevo riesgo del terrorismo global. Chinos y
norteamericanos, sólidos contrincantes ideológicos de la segunda posguerra,
edifican juntos la simbiosis sobre la que se apoyó el gigantesco salto
productivo mundial de las últimas décadas.
Volvamos a lo nuestro. Los problemas argentinos de hoy no
tienen raíz ideológica. Desde ya que no tienen relación con el enfrentamiento
de peronistas contra radicales de mediados del siglo XX, y muchísimo menos con
las discusiones entre radicales y conservadores del primer centenario.
Tampoco con los temas de agenda en los años 70 del siglo pasado,
entre insurgencia y contrainsurgencia, como parecían entenderlo Néstor Kirchner
y luego su señora.
En esta lógica, creer que es posible, viable o
potencialmente exitoso para el país reproducir un alineamiento ideológico
propio de mediados del siglo XX es vetusto. O, como diría Talleyrand al
cuestionar ante Napoleón la ejecución del duque de Enghien, "peor que un
crimen, Sire. Es un error".
La política argentina requiere nuevos alineamientos. Sería
necio negarlo. Pero esos alineamientos deben responder a las necesidades de la
agenda ciudadana, no a las utopías colectivas de otras épocas que ya no
reflejan ni representan a grupos amplios y estables de ciudadanos, aunque sí lo
hagan de valiosas y respetables -pero antiguas- nomenclaturas partidarias.
La agenda de hoy no es ideológica. Las respuestas tampoco
requieren identidad de objetivos finalistas, devenidos en tan provisorios como
la cambiante realidad. Al contrario: el alineamiento ideológico puede hasta ser
disfuncional con los problemas que deben enfrentarse. Éstos requieren la
gigantesca modestia de trabajar sin anteojeras ni preconceptos ante los riesgos
concretos percibidos por los ciudadanos.
Restablecer pautas de convivencia que conformen un piso de
seguridad; garantizar a todos el goce de los derechos humanos, tal como los
entiende hoy la conciencia universal; dotar a los poderes públicos de una
racionalidad homologable con el estado de derecho; marchar hacia fuentes
energéticas renovables y modificar las conductas energéticas dispendiosas;
abrir la economía a la integración con el encadenamiento productivo del nuevo
paradigma mediante una transición que garantice la inclusión social; proteger
el entorno y el ambiente; cuidar los recursos naturales; proteger los esfuerzos
y el trabajo creador de quienes deseen mejorar su vida. Todos estos reclamos
ciudadanos son compatibles con identidades de izquierdas y derechas.
Estos temas de agenda demandan respuestas que "toman
prestadas" herramientas de las diferentes viejas ideologías, tal como los comunistas
chinos conduciendo a su país al enorme salto de las últimas tres décadas con
herramientas de mercado, y los capitalistas norteamericanos saliendo de una
crisis que parecía terminal con tradicionales herramientas estatistas. Ni unos
ni otros hubieran sido exitosos aplicando sus recetas "ideológicas"
puras, que más bien fueron las que provocaron los problemas sufridos por ambos.
Bienvenida, entonces, la apertura a coincidencias. Son un
paso adelante. Pero sólo eso: un paso. El verdadero cambio se dará cuando las
coincidencias no sean sólo entre viejos cofrades o entre quienes antes han
pensado parecidos objetivos finalistas, sino entre quienes aporten hoy miradas
diferentes y sean capaces de trabajar sin anteojeras en el tratamiento de la
agenda del presente y del futuro. De lo contrario poco ayudará a solucionar los
problemas de los argentinos de hoy.
El desafío que se abre es avanzar hacia una gran
coincidencia mucho más amplia, o como diría Juan José Sebrellli, hacia una gran
"coalición de coaliciones" unida por un programa común explícito y
concreto, que avente el peligro de quedar reducida a una alternativa de otra
época y como tal, a ser ignorada por los ciudadanos. Éstos, contra lo que pueda
pensarse, ya no delegan sus convicciones en ninguna estructura o ideología
heterónomas. Reclaman, simple pero firmemente, soluciones concretas y eficaces
para reducirles los riesgos y facilitarles la vida.
Ricardo Lafferriere
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