El retroceso en el debate público se ha marcado a fuego en la última década. Las turbulencias del cambio de siglo se proyectaron en la vuelta de un esquema de país que se resiste a morir, a pesar de pertenecer al estilo de otros tiempos. Se agotó simbólicamente a fines de la década del 80, cuando concluyó el mundo bipolar, la pretensión de autarquía, el aislamiento comunicacional y el predominio de las grandes “estructuras”.
En el mundo, pero no acá. Montado en el sacudir de los sepulcros de los caídos en tiempos de la orgía de sangre en las calles, la crisis de cambio de siglo permitió renacer el sistema de la vieja Argentina. Dejamos de bucear en el futuro y preferimos referenciarnos de nuevo en el ayer.
Pareció más seguro porque convocaba certezas ancestrales. En lugar de enfrentar los problemas nuevos, preferimos reciclar los que ya conocíamos y en gran medida estaban superados. El golpe fue fuerte y cual un aprendiz infantil de ciclista, preferimos volver a la seguridad de los brazos paternos en lugar de insistir, aprendiendo del error.
Ese ha sido, tal vez, el mayor peso negativo de la herencia kirchnerista: el renacer del populismo. A su compás se ha destrozado el país que quedaba, su infraestructura, sus reservas, sus instituciones, su capacidad de convivir. Todo fue volcado a la fiesta del consumo y la corrupción. Y su consecuencia: seguir razonando como niños.
Cierto que han existido, cual los intervalos lúcidos de los dementes, chispazos de sentido común. Entre ellos un reflejo ancestral de parciales decisiones justicieras. Pero aún éstas fueron distorsionadas por la manipulación clientelar, la soberbia autoritaria y la apropiación del sentir colectivo. No fueron montadas en la construcción de una ciudadanía madura, sino en la grosera apropiación de banderas ajenas. No crearon ciudadanía sino clientelismo.
El regreso populista impregnó el centro de gravedad de la conciencia política nacional. El peronismo fue arrastrado a sus perfiles menos democráticos, de los que había logrado alejarse desde 1983. El radicalismo dejó de hablar de Parque Norte, cada vez más aturdido por la marea del regreso al pasado. El “Frente Renovador”, invocando juventud, se sumerge de cabeza en la visión arcaica de la economía, al anunciar su iniciativa de enfrentar la desocupación con herramientas de la más pura cepa populista.
Cierto es que la Argentina moderna subyace en todas partes. Hay peronistas que saben lo que pasa y radicales que prefieren sostener su mirada en el horizonte, resistiendo la fuerte presión facilista. Hay liberales que comprenden la diferencia entre la libertad y la deformación monopólica o delictiva de las corporaciones, y socialistas que también perciben la ausencia de las visiones modernas de sus cofrades europeos, o regionales de Chile, Brasil o Uruguay, que han acertado en la articulación virtuosa de un Estado responsable y respetuoso del mercado. Debe reconocerse sin embargo que su tarea no es sencilla, ni mayoritaria.
Enfrentar un paradigma dominante, con mucha más razón en el campo de la política, no es gratis. Las figuras conceptuales del pasado son muy funcionales al debate cuando la crisis aún no se ha desatado en plenitud y las mentes lúcidas sufren al comprender que por no mirar lo que pasará –y que ellas saben- serán arrastradas a un torbellino del que será cada vez más difícil salir sin sufrimientos.
Sin embargo, de eso se trata la política.
Aun crecientemente acelerados en el tobogán, queda la sensación que el rumbo correcto sería una especie de rendición culposa, no un triunfo. Está claro que así es para el populismo, que llegó a su límite y depende hoy de sus rivales simbólicos: que el salvaje enemigo financiero externo –y aún los repudiables “fondos buitres”- le faciliten salir de la autoencerrona, que los monopolios petroleros extranjeros acepten invertir para extraer petróleo, que la vil oligarquía del campo le adelante algunos dólares de la cosecha que viene a cambio de un premio de tasas generosas…
En cambio, no se advierte una reflexión potente de la imbricación virtuosa con el escenario global, obvio camino de superación inteligente del encierro en el que nos metió descaradamente el populismo. Alternativa que ya no tiene secretos, porque seremos casi los últimos en llegar si es que también hasta Cuba y Corea del Norte nos ganan de mano.
Un Estado democrático y respetuoso de la ley. Una justicia independiente. Un mercado trabajando libremente en el marco de reglas de juego fijadas por la Constitución y la soberanía popular, a través del Congreso. Provincias autónomas. Contratos que se respeten, especialmente por los organismos públicos. Construcción franca y sólida de ciudadanía, dando poder a los ciudadanos y limitando sustancialmente la discrecionalidad de los funcionarios. Un Congreso que discuta con creatividad y pluralismo los objetivos de cada momento. Organizaciones estatales con funcionamiento transparente y responsable, con información abierta, gastando lo que hayan decidido los cuerpos legislativos y cobrando los impuestos que allí se hayan establecido. Sin delegaciones, sin trampas, sin palabras con doble sentido –o sin ningún sentido-.
Reingresar al mundo teniendo claros nuestros objetivos nacionales. Ni más, ni menos. Esa es la salida. No, por supuesto, para los que recitan de memoria sino para quienes conservan la mente abierta, la actitud dialoguista y la vocación de cambio.
Ricardo Lafferriere
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