“Los que reclamaban el ajuste, ahora se oponen” (J.
Capitanich, Jefe de Gabinete de Ministros)
Hubiera podido decir, con la misma veracidad: “Los que
negábamos el ajuste, ahora reconocemos que ellos tenían razón”.
Toda verdad a medias rayan en el engaño.
El ajuste es necesario por el desajuste previo, que fue
advertido por la oposición por lo menos en el último lustro. Desde esta columna
lo dijimos antes, ya en el 2004.
Un mega-ajuste como el que corona “la década ganada” tiene
poco que ver con sorpresas ajenas. No hubo caída de precios internacionales
–como le pasó a Alfonsín-, no hubo crisis sistémicas que nos alcanzaran, como
la de Rusia, México o la devaluación de Brasil que golpearon a Menem en los 90.
No hubo tampoco una suba exponencial de tasas de interés en el mundo que
castigara a los deudores, como ocurrió con de la Rúa, en el 99.
Acá hubo buenos precios, buenas exportaciones, no se pagó
deuda, existió récord de recaudación, y hubo salarios en dólares ínfimos
durante una década. Lo que también hubo fue una pésima gestión que desajustó la
economía cuando había excedentes, y debe ajustar cuando se acabaron las
reservas.
Las diferentes oposiciones alertaron sobre la inviabilidad
de esta política desde el comienzo y fueron acentuando las alertas en los
últimos años. Las respuestas fueron soberbias, intemperantes y condenatorias. Y
en lugar de reconocer ese error y convocar con humildad a la unidad nacional,
imprescindible para corregirlo generando confianza, se persiste en la misma soberbia
autista.
Así se hizo en el tema energético, en el del congelamiento
de tarifas de servicios públicos que llevaban a la crisis de todos los
sistemas, en la megacorrupción del transporte, en el vaciamiento del BCRA y en
la virtual liquidación de la ANSES.
Mientras el gobierno no reconozca su error, su mensaje no
será creíble. En lugar de ayudar a la comprensión general de la situación
económica, prefiere seguir manipulando estadísticas, ocultando datos y
escondiendo el crecimiento real de la pobreza al dejar de elaborar las
estadísticas que, con los números más cercanos a la verdad a que son obligados
por aquellos a los que pasa el sombrero, queda a la luz.
El propio escandaloso grotesco del cálculo del PBI es otro
baldón. Por supuesto que es mejor pagar poco que mucho. Pero a condición de ser
honesto. Decidir la evolución del PBI por un capricho presidencial en lugar de
mostrar en forma transparente los números en los que se basa puede rendir en el
corto plazo como una mentira fraudulenta, pero será un nuevo baldón que se le
facturará al país.
Tal vez a la Señora y al “mundo K” vivir trampeando le
parezca sólo una picardía sin contenido moral. Para la gente normal que nos
mira y tiene negocios con Argentina, la conclusión es otra: otra vez mintiendo.
Otra vez en las andanzas. Otra vez trampeando.
Como diría Battle: “…del primero
al último”…
Ricardo Lafferriere
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