sábado, 26 de abril de 2014

Lógicas

 “Los partidos políticos agrupan a personas que tienen una similar ideología”, se podía leer –palabras más, palabras menos- en los manuales que abordaban la política en tiempos de la modernidad, en que las ideologías, elaboradas por las lógicas, reinaban en el mundo reflexivo.

La crisis de las ideologías y las cosmovisiones puso en fuerte conmoción esta afirmación. No hay ya ideología que pueda sostener su vigencia con pretensiones de verdad absoluta. Siguen existiendo, pero cada vez más recluidas en el fuero íntimo de las personas, que elaboran sus mapas de vida y de valores tomando “de aquí y de allá” las creencias sobre los temas que antes conformaban los gigantescos edificios ideológicos del liberalismo, el socialismo, el comunismo, el nacionalismo, el desarrollismo o el propio nacionalismo popular.

Las ideologías no han muerto. Están más vivas que nunca, pero se han multiplicado por tantas personas como existen en el mundo. Lo que ha muerto es la posibilidad de imponer la propia ideología a los demás y con menos razón desde el poder. Subsisten valores, creencias, opiniones, pero no ya las sesudas articulaciones conceptuales colectivas que movieron pasiones.

¿Qué reemplaza a las ideologías en este mundo fragmentado de la modernidad tardía?

La pregunta no es banal. Si las ideologías, al retraerse al fuero íntimo, dejan seriamente de conformar la argamasa de los partidos políticos, es necesario buscar su reemplazo. La política como actividad humana sigue existiendo. Es el esfuerzo moderno por tomar las riendas de la realidad en lugar de resignarse a que ésta siga el rumbo señalado por Dios, el destino o la suerte. La respuesta al agotamiento de la modernidad “dura” no puede ser el regreso a la premodernidad plagada de creencias irracionales, temores ancestrales, dogmas o supersticiones.

Los partidos son los instrumentos modernos que permiten el funcionamiento de la política sobre bases racionales. Simplemente es necesario buscar la lógica que los haga nuevamente funcionales en tiempos del mundo global, el paradigma cosmopolita y la creciente autonomía ciudadana.

La invocación a la solidaridad ideológica no sólo es antigua: es disfuncional con la agenda que debe enfrentar la política de estos tiempos. Los alineamientos, herramientas y creencias utilizadas para los problemas del siglo XIX y XX tienen escasa conexión con los de hoy, entre otros la interdependencia e inestabilidad económica, la polarización social extrema, el desarrollo tecnológico, el debilitamiento de los Estados Nacionales, el cambio climático, la violencia cotidiana, la enorme cantidad de excluidos, el delito global.

Es probable que la solución para estos problemas no se encuentre en uno u otro de los conocidos mapas ideológicos, sino que tome herramientas de diferentes espacios. Tal vez el ejemplo de EEUU, líder del capitalismo, saliendo de la crisis financiera con herramientas estatistas sea tan elocuente como lo fuera China, dando su gran salto adelante sobre las recetas neoliberales de Milton Friedman, adoptadas por el Tercer Plenario del XI Congreso de su Partido Comunista.

Los partidos deben darse nuevos argumentos convocantes. Por supuesto que el proceso no será lineal. Sus adhesiones emocionales superan normalmente sus elaboraciones racionales. Pero los electorados modernos no se atan con la misma solidez a identidades emotivas y requieren funcionalidad. Pueden apasionarse, pero en convocatorias eficaces para solucionar sus problemas. Y allí está, tal vez, el meollo de la reflexión: quién define la agenda.

En los viejos tiempos lo hacían los cuerpos partidarios sobre la base de la “ideología” compartida, trás un “proyecto de país” que unificaba anhelos y utopías. Eso ya pasó. Ningún Estado Nacional –herramienta suprema de la política- ha logrado construir una sociedad utópica, porque los seres humanos en su libre albedrío conciben a la política tan sólo como un capítulo de su existencia, a la que no les delegan pacíficamente los demás: religión, proyectos de vida, economía, libertad de elegir, planificación familiar, gustos, deseos, aspiraciones. Las personas custodian su autonomía y terminan definiendo su propia biografía. Son ellas, y no ya los partidos, quienes deciden la agenda de lo público.

Las personas esperan de la política que les facilite el camino. No que les absorba su derecho a decidir su cosmovisión, sino que les reduzca los temores de sufrir la violencia personal, perder su trabajo, ser privadas del fruto de su esfuerzo, se les envenene su agua, polucione su aire, destruya su entorno o anule su futuro. En otras palabras, que les “prevea los riesgos” y si se producen, las ayude a atenuar sus efectos.

Ese es el gran cambio: la relación entre las personas y el poder. La agenda hoy está en manos de los ciudadanos. Seguir razonando con la lógica de las “ideologías” movilizará a las nomenclaturas respectivas pero seducirá cada vez menos a los electores, que aspiran a superar el circo romano de Schmidtt y de Laclau para reemplazarlo por la construcción de la convivencia cooperativa de Hannah Arendt, Ulrich Beck y Zygmund Baumann.

La nueva lógica implica el “fin de lo obvio”, pero también abre la gigantesca posibilidad de “empezar de nuevo”. Viejos rivales podrán sumar esfuerzos para enfrentar riesgos y problemas sin las ataduras ancestrales de los dogmas y sin la exigencia de coincidencias finalistas, entre otras cosas, porque éstas ya no existen sino que se renuevan en cada paso, no ya para los grupos sociales sino para cada persona, dueña de su biografía.

Liderazgos frescos y creativos deben abrir espacio al nuevo estilo,  cambiando “lo obvio” de la vieja lógica político-cultural. Será muy difícil sin el duro “trabajo de topo” de los movimientos sociales, que allanan el camino entusiasmando a los ciudadanos en las nuevas causas. Pero no advertirlo neutralizará en luchas estériles los esfuerzos recíprocos terminando de convertir en impotente a la política por no entender la lógica de época, que no acepta ya más presuntuosos “legisladores” de la sociedad ideal sino apenas –pero nada menos- que  perspicaces “intérpretes” de seres con infinidad de miradas diferentes cooperando para hacer más llevadera la vida.

Ricardo Lafferriere

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