lunes, 8 de diciembre de 2014

Estrategia y construcción política

El historiador griego Tucídices, que se animó a incursionar por primera vez en la historia de la humanidad en el relato de lo pasado sin pretensiones de novelar o poetizar sino buscando narrar los hechos como sucedieron, en su “Guerra del Peloponeso” definía a la estrategia como el conjunto de decisiones que debía tomar un general, teniendo en cuenta el objetivo de la guerra, la naturaleza de las fuerzas con que cuenta y las fuerzas del enemigo.

Machiavelo volvería, muchos siglos después, sobre el mismo concepto: los límites de la estrategia del Príncipe no son sus deseos, sino sus posibilidades. El Príncipe debe tomar sus decisiones entre las opciones que le presenta cada situación, las que responden a realidades que escapan a su voluntad. Es, por así decirlo, preso de su momento.

Carlos Marx, por último, nos diría –hace poco más de un siglo y medio- su recordado concepto: a la historia la hacen los hombres, pero eligiendo sobre las realidades que se le presentan. No tienen libertad absoluta, sino relativa. Son cautivos de límites que no establecen ellos, sino que vienen definidos por la realidad en la que se desenvuelven.

Los tres, en épocas tan disímiles como la antigua Grecia, el Renacimiento y la segunda Revolución Industrial reflexionarían, en última instancia, sobre la naturaleza del poder y el entramado social en el que se ejerce.

Los liderazgos tienen, obviamente, márgenes de acción. Esos márgenes, sin embargo, responden a las características de la sociedad en la que se generan, pero también a la naturaleza y cantidad de la fuerza que poseen, la que deriva del entramado de relaciones que los sostiene. Y por otro lado, de su capacidad de defender a sus representados frente a sus rivales en cada momento, lo que impone los otros imperativos a sus decisiones.

Tucídices sostiene en este sentido la inexorabilidad de determinadas decisiones por parte de los líderes. Éstos no tienen todo el poder del mundo, sino que representan realidades. Se deben a ellas, porque para eso han recibido su reconocimiento de liderazgo. Si no actuaran como sus liderados esperan de ellos, serían superados –por los rivales-, o removidos -por sus propios representados-.

Veinticinco siglos de historia hacen mucho para definir estas pocas verdades en su fuerte dimensión antropológica, aunque la historia de la cultura las incorpore, pulidas y racionalizadas, a la sociología y a la política.

Los liderazgos responden a un entrelazado de relaciones que necesitan determinadas decisiones, frente a otras relaciones que necesitan otras. El traje del dirigente puede ser de un modelo u otro –igual que el color de sus ojos, su porte o su elegancia-. Lo que ninguno puede hacer ni hará es tomar decisiones que enfrenten a sus representados.

Desde esta perspectiva, para predecir las decisiones que eventualmente tomarán los liderazgos en pugna por el poder, es necesario conocer los límites que impondrá el escenario -global y local- en tiempos de sus gobiernos, pero también la composición del “centro de gravedad” de su acumulación política, sus “representados” principales.

El peronismo tiene en la política argentina tres pilares decisivos.

El primero de ellos es su entramado relacional en el conurbano. Se expresa en “los intendentes”, aunque no se agota en ellos. Incluye complicidades extralegales e ilegales, policía y justicia, redes de corrupción y nacrotráfico, clientelismo y negocios –lícitos o ilícitos- atados al Estado.

El segundo es su soporte económico en el empresariado rentista, protegido y vinculado a decisiones públicas. Su existencia depende de un país cerrado, de la obtención de rentas extraídas de otros sectores productivos y de la prolongación de la vigencia del “modelo autárquico”, desvinculado de los condicionantes internacionales, de la productividad global e incluso de los sectores tecnológicos de vanguardia del mundo actual.

El tercero es el aparato sindical burocrático, cuya vigencia depende más del reconocimiento estatal que de la expresión libre y transparente de sus bases, apoyado en la clientelización de sus relaciones con los trabajadores –a través de las Obras Sociales y demás beneficios que administra en forma semiforzosa- y en la exclusión de dirigentes ajenos a sus reglas de juego tácitas y expresas.

Con estas realidades, parece claro que la propuesta política del kirchnerismo, así como la que con uno u otro matiz (Scioli, Randazzo, Rossi, Uribarri) pueda presentar el peronismo oficial serán, con los cambios estilísticos que requiera el escenario que viene, más o menos los seguidos hasta ahora por los Kirchner. No son muy diferentes –aunque parezcan las antípodas- a los que exhibió la gestión menemista, a la que le tocó un escenario global de euforia por los mercados abiertos y la moda descarnada del “Consenso de Washington”, pero que no descuidó ni a los Intendentes del conurbano, ni a los empresarios protegidos, ni a los sindicalistas a los que convirtió en mega-empresarios de servicios estatales privatizados y del Estado desguasado.

¿Y Mazza? Parece diferente. Ha convocado a peronistas, radicales, C.Cívicos, independientes… 

Pero… ¿dónde está el centro de gravedad de su acumulación? ¿Con quiénes consulta sus propuestas? ¿En quiénes jerarquiza su construcción política?

Adelanto que no creo que exista vinculación narco en su persona. Ni siquiera creo que conscientemente apunte a un país cerrado, clientelar y prebendario. Pero no parece posible decir lo mismo sobre el entramado de relaciones sobre los que construye su base política-electoral. Tampoco de sus equipos, virtualmente idénticos a los que organizó, en su momento, el kirchnerismo en su etapa fundacional. Con otros nombres, Intendentes, sindicalistas, empresarios y equipos no son cualitativamente diferentes a los del peronismo oficial. El minué de Insaurralde tal vez sea la mejor demostración de la íntima identidad política de ambos “espacios”.

Ni bueno, ni malo. Sólo que para quienes estamos convencidos que el camino posible de la Argentina es el de su imbricación virtuosa con el mundo global, en la necesidad de potenciar el sector emprendedor, que la economía sólo crecerá apoyada en el fuerte desarrollo de su capacidad de innovación, que la limpieza de la vigencia institucional plena es un componente esencial e ineludible de la ecuación del país posible, que a la reproducción de clientelismo debe oponérsele construcción de ciudadanía, y que la decencia debe volver a reinar en el ejercicio de la función pública, la fuerza –socio política y cultural- que está edificando el Frente Renovador se ubica claramente en un andarivel diferente.

Ello no quiere decir que debamos plantear la diferencia en términos de enemistad, y mucho menos de conflicto irreversible. Porque también hemos sostenido que la Argentina tiene dos vertientes con imbricaciones recíprocas, la “nacional y popular” –organicista, con tendencias autoritarias- y la “democrática republicana” –abierta, igualitaria, tolerante y plural-. Hoy, la primera no tiene posibilidad alguna de conducir el país hacia un renacimiento exitoso, porque enfrenta su esencia, supera sus límites y perjudica a sus “beneficiarios”.

Su modelo está agotado porque llegó al límite de sus posibilidades. Sin embargo, debe estar presente y participar en el debate grande porque es esencial, tanto como la otra, para la convivencia en paz. El país incluye a ambas y hemos tardado demasiado tiempo en comenzar a advertirlo. Algunas políticas deben ser compartidas, porque el país así lo requiere. En otras, las diferencias son amplias.

El diálogo siempre es bueno. Sólo que para tener una democracia madura, no podemos confundirnos, ni mucho menos confundir a nuestros compatriotas con mensajes difusos. Para que el diálogo sea exitoso, debe plantearse desde posicionamientos claros. Lo contrario será seguir sembrando frustraciones.


Ricardo Lafferriere

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