Los historiadores contemporáneos nos hablan de dos procesos
históricos que conformaron “bisagras” de cambios de época a partir del ingreso
en la modernidad: la Primera y la Segunda “Revolución Industrial”.
La primera se caracterizó por el predominio de la máquina de
vapor: movió grandes instalaciones fabriles y desarrolló la primera ola de
ferrocarriles. La segunda, por la incorporación de la energía eléctrica y del
motor de combustión interna. Cambió literalmente la vida: iluminación,
transportes, artefactos del hogar, hasta llegar a su producto insignia, el
automóvil, que caracterizó la sociedad del siglo XX.
En la segunda mitad del siglo XX llegó una Tercera. Su
soporte fue la sistematización de la información, y aunque sus primeros pasos
se habían dado desde antes, con los bulbos de vacío, el gran salto lo
protagonizó el desarrollo exponencial de la digitalización. Abrió
camino a las comunicaciones –recordemos las primeras radios “Spika” o “Speaker”
o las primeras calculadoras de bolsillo- los satélites, las fibras ópticas, las
redes de datos, el surgimiento de los mercados financieros globales en tiempo
real, el salto exponencial del “capital simbólico” y “virtual”, las
computadoras, el complejo audiovisual de consumo, hasta llegar a su verdadero
producto insignia: la Internet.
Ahora estamos –dicen- comenzando a atravesar los umbrales de una Cuarta. Es la
revolución de la Inteligencia Artificial (IA). La creciente capacidad de
cálculo de los circuitos electrónicos y la complejidad agregada de programas que
generan patrones acumulados de procesamiento de información permite avanzar
sobre lo más íntimo de la materia e impregnar todas las áreas de la realidad… y
hasta crear realidades virtuales que comparten con la realidad “real” la
existencia de las personas.
Robótica, microrobótica, bio-nano-tecnología, mega y micro
sistemas complejos controlados por IA, sistemas de realidad virtual para la
medicina, la defensa y seguridad, los entretenimientos, la exploración espacial,
la investigación de las más pequeñas formaciones de la materia y hasta de la
estructura del mismo espacio-tiempo, son entre otros campos del conocimiento y
de la tecnología abordados y alcanzados por la gigantesca revolución
científico-técnica que estamos viviendo.
Pero esta revolución, en lo tecnológico, se abre a la
participación de más personas que los tradicionales protagonistas del “complejo
científico-técnico” y ello potencia sus aplicaciones y alcance. Su “nave
insignia”, avanzando lenta pero inexorablemente en su expansión, son las
impresoras –y armadoras- “3D”.
Aunque no son nuevas, sí lo es su reducción de costo, que ha
caído en pocos años de cientos de miles de dólares la unidad, a decenas de
miles hace un lustro y un par de miles hoy, en la mitad de la segunda década
del siglo XXI. Con esa progresión no sería aventurado imaginar que en un lustro
más no habría hogar sin una impresora 3D entre sus artefactos, a un precio que
no superaría algunos cientos de dólares.
¿Cuáles son sus ventajas? Nada menos que volver a convertir
a las personas en artesanas de su hábitat. Desde adornos hasta repuestos de
bienes de uso, desde prótesis hasta comida, desde ropa hasta zapatos, todo lo
imaginable se anuncia como posible con el solo requisito de contar con los
insumos adecuados –que estarán disponibles como hoy lo están las pinturas, las
herramientas, los hilos, agujas y botones o los productos de droguería- en
tiendas especializadas y a costo diverso, pero accesible.
Un camino en esa dirección son las “Fab-Lab”. Nacidas a
comienzos del nuevo milenio en Estados Unidos, son los sucedáneos
contemporáneos de los talleres con torno de hace décadas, abiertos al uso de
los interesados que lo deseen con el pago de pequeñas tasas de uso y dotados de
maquinarias de alta precisión entre las que no faltan laminadoras laser,
Scanner de precisión, procesadoras de alto poder y, por supuesto, impresoras 3D
profesionales.
Cada vez “fabrican” más cosas. Comenzaron con modelos de
productos. Hoy las hay que fabrican armas, casas, ropa, adornos, muebles, juguetes,
“bijou”, relojes, automóviles ¡y hasta aviones! Y no sólo productos inertes:
también tejidos biológicos, prótesis, órganos artificiales para transplantes,
comida. Lo decíamos en una nota anterior: en Gran Bretaña se está
experimentando hasta la fabricación de carne, con técnicas de corte de la
cadena de ADN luego “cultivadas” en nutrientes adecuados, sin nervios y sin
necesidad de contar con un animal que deba ser sacrificado. La experiencia
piloto ha atravesado incluso el paladar de chefs de alto nivel, sin diferencias
con la carne “natural”. Aunque el costo experimental es muy elevado, la
fabricación en escala reduciría sustancialmente el costo a un nivel inferior
sustancialmente inferior al de producir carne animal. Y tendría la ventaja
–nada menor- de no necesitar matar para comer.
“Fab-Lab” fue el acrónimo que muchos relacionaron con
“Fabricas-laboratorios”, otros como “Laboratorios fabulosos”. Cuando –hace un
par de años- hacíamos desde esta columna la descripción del fenómeno nos
preguntábamos si llegaría a los países pobres. Investigando, la sorpresa fue la
información que varios de ellos estaban ya funcionando en regiones aisladas del
África Subsahariana, con singular éxito al promover y contener a jóvenes con
inquietudes e iniciativa, y a poblaciones que lograron, gracias a ellos, fabricar
sus paneles solares, sus bombas de agua potable, e incluso sus herramientas de
labranza, simplemente operando las máquinas según las instrucciones y planos a
los que accedían… por Internet. Su “salto tecnológico” fue de la Edad de Piedra
al mundo de la alta tecnología, en apenas un par de años.
La siguiente pregunta fue cuándo llegarían a la Argentina.
La otra sorpresa fue que ya había varios de ellos funcionando en el país. Para
destacar es la iniciativa “El Reactor” (https://www.fablabs.io/fablabbuenosaires
), que funciona en Palermo desde hace varios años y que tiene entre sus
objetivos, junto con el “Fab-Lab Buenos Aires” (https://www.fablabs.io/fablabbuenosaires)
y otros replicar la iniciativa reduciendo su costo, de los US$ 80.000 estimados
internacionalmente, a USD 10.000, a fin de facilitar su reproducción. La
iniciativa, el impulso y la realización ha corrido por cuenta de jóvenes
emprendedores –científicos, artistas, ingenieros, - que se convocan por una
pasión: “fascinados por el potencial de la convergencia entre Bits, Atomos,
Neuronas y Genes (BANG!)”, definen en su sitio Web.
Pero no sólo existen en Buenos Aires: también en Córdoba,
donde se desenvuelve CREAFABLAB (http://www.creafablab.com/),
en La Plata “Fablab La Plata” (https://www.facebook.com/fablabLaPlata),
en Bariloche “FAB LAB BRC” (https://www.facebook.com/fablabbrc?fref=ts
) , en Mar del Plata “FAB LAB MDP” (https://www.facebook.com/FabLabMardelPlata/)
y seguramente en otros lugares del país que no conocemos.
Los FAB-LAB conforman ya una red internacional interactiva
que, trascendiendo el valioso impulso del MIT que le dio origen, intercambia
proyectos y experiencias globales. Son la “punta de lanza” del futuro en el
mundo en desarrollo y la herramienta de transformaciones que permiten a las
sociedades y personas aisladas de las posibilidades que daba el mundo urbano e
industrial, participar de la construcción del mundo que viene. Más democrático,
más humano, más inteligente, más inclusivo.
Y es estimulante observar que en lo profundo de la sociedad
argentina subsiste este germen heredado de la vocación emprendedora que hizo
grande al país que nos enorgullece. Y que esta nueva etapa que se abre cuenta
con ellos como protagonistas fundamentales en la construcción de una sociedad
mejor y así los deberá tratar.
Ricardo Lafferriere
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