Gobernar no es para improvisados.
Si esto se nota en los niveles más básicos de la
administración –como los municipios-, qué no decir de los estratos más altos,
como un país, o el país más rico y poderoso del planeta.
Gobernar es complejo.
Es totalmente diferente a conducir una empresa propia, donde
las decisiones del dueño tienen internamente la fuerza de una orden, y donde su
voluntad no puede ser contradicha por nadie.
Gobernar requiere, además, una visión amplia, superadora de
los límites estrechos de la propia administración y atenta a las reacciones de
los demás, tanto de adentro como de afuera.
No en vano las sociedades modernas han diseñado y
estructurado complejos sistemas de gestión, resultado de experiencias propias y
ajenas, que incluyen reparticiones especializadas, jerarquías normativas,
contrapesos y frenos, distribución de competencias, facultades y límites.
Si alguien aspira a desempeñar el trabajo más importante de
todos en una sociedad moderna, el de la Jefatura del Estado y del Gobierno –que
en nuestros países presidencialistas se confunden en una sola cabeza- debe
estar capacitado para abordar esta complejidad con frescura intelectual, mente
abierta e inteligencia estratégica.
“Voy a hacer el muro y lo pagarán los mexicanos”. Ahí está
la promesa. Empantanada. Afortunadamente.
“Los productos mexicanos pagarán un arancel adicional del 25
%”. Hasta que le hicieron saber que ese incremento lo pagarán los ciudadanos
norteamericanos con incremento de precios. Ídem con China. Por supuesto, la medida
está congelada “mientras se estudia su implementación”.
“No entrarán musulmanes al país”. Esta prohibición no está
admitida por la Constitución y los jueces –cuya misión no es defender al gobierno
si no proteger a los ciudadanos- se lo hicieron saber. Afortunadamente.
“La OTAN está obsoleta”. No tardó una semana en revertir la
afirmación: EEUU sigue tan comprometido con la OTAN como siempre.
“Nuestros aliados del Sudeste Asiático (Japón, Corea del
Sur, eventualmente Taiwan, paréntesis propio) deberán defenderse solos”. En
menos de diez días, el Secretario de Defensa debió desmentir a su presidente en
su viaje a la región.
Las reacciones primitivas de un rudimentario comentario de
sobremesa, en un bar o pontificando donde nadie se atreva a desmentirlo no
alcanzan para gobernar. Pasar del permitido autoritarismo de un Jefe Absoluto de
una empresa privada a la gestión normada, limitada y compleja de una sociedad
altamente plural e informada requiere un cambio cultural difícilmente lograble
en pocos días.
Es lo que estamos viendo. Esto es, tal vez, el mayor peligro
de llegar a una función pública de esa magnitud sin absolutamente ninguna
experiencia previa de gobierno. El propio ex presidente Reagan, que llegó a la
política luego de toda una vida como actor, antes de ser presidente fue ocho
años gobernador de California y –valoraciones ideológicas aparte- nadie puede
cuestionar su capacidad de gestión.
Similar fenómeno vimos por nuestros pagos, en los que el
presidente Macri, formado en la cultura de la empresa, supo entrelazarla con la
experiencia de ocho años de Jefe de Gobierno y un paso fugaz por el Congreso
así como en la propia gestión deportiva, donde pudo aprender que conducir una
sociedad de iguales requiere contemplar las opiniones ajenas, tanto como los
límites que deben respetarse fijados por la Constitución y las leyes.
El ejemplo vale como contraejemplo. Trump, teniendo mayoría
absoluta en ambas Cámaras, ha debido retroceder en todas sus iniciativas.
Cambiemos, con una marcada minoría en el Congreso, ha logrado cambios
trascendentes manteniendo el respaldo popular con el que llegó al poder.
En nuestro caso, escuchando a la oposición y madurando las
decisiones hasta lograr lo posible. En aquel, ignorando hasta a los propios
partidarios y quedando cada vez más solo.
Dos estilos que hablan bien de nuestro sistema político,
pero también de que la política no es una tarea para improvisados, aunque sean
millonarios. Requiere experiencia, apertura, disposición a acuerdos,
concesiones y comprensión de los intereses diversos.
Pero fundamentalmente la conducción política democrática
exige la convicción que gobernar no es administrar caprichosamente un bien
propio sino gestionar con prudencia la sociedad de todos, en la que cada
ciudadano tiene diferentes funciones pero exactamente los mismos derechos que
el máximo representante del país, que al fin y al cabo no es más que un
mandatario, con sueldo, funciones y
término limitado en su trabajo.
Ricardo Lafferriere
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