sábado, 17 de diciembre de 2022

Las distintas dimensiones de la integración al mundo



El proceso de globalización acelerado protagonizado a partir de la octava década del siglo XX se ha desdoblado. Sigue potente en lo económico, alimentado por la instalación altamente irreversible de las cadenas de producción y la internacionalización financiera, pero ha tomado en lo político la característica de un enfrentamiento -a veces abierto, a veces larvado- entre dos formas, con sus matices, de entender la organización social: la democrática liberal y la populista autoritaria.

Ello agrega complejidad a la política exterior de los Estados. Éstos deben encontrar la convivencia virtuosa para sus intereses entre la necesidad de participar del mundo económico global -donde se produce la “realización de la ganancia” de cualquier actividad económica- en forma pautada para potenciar al máximo los beneficios y neutralizar los peligros, pero a la vez la necesidad de precisar los niveles de acuerdos, solidaridades y alineamientos que sean posibles en el plano político.

En lo primero, manda la economía y sus reglas. Muy pocos -si alguno- se alza contra ellas. Desde China a USA, desde India a la Unión Europea, desde Brasil hasta los países árabes, todos participan en el juego según las reglas también por todos aceptadas, aún por aquellos que aspiran a cambios parciales de algunos de sus aspectos.

Esas reglas no son muy complicadas: mercados abiertos, honrar las deudas, respetar la propiedad y, en general, actuar en un espacio global en el que lo normal es cumplir lo pactado. El realismo más rancio reina en un campo en el que las interferencias de lo público sobre los mercados son mínimos, y en todo caso se centran en evitar los posibles males que la libertad absoluta de los mercados puede provocar en los países o las personas. Los sucesivos documentos del G20, con participación de todos, muestra esta realidad -por encima de la vigencia del propio G20-.

Distinto es el campo político. El contencioso aquí debe articular el realismo con los principios y valores que cada sociedad ha elegido para sí, lo que además no es un tema sencillo para aquellas que no han terminado de definir con claridad a los que adhiere.

Sobre estas condiciones debe elaborarse una política exterior creíble y posible, sensata, respetable y armónica con los principios culturales, políticos y sociales del país, que aconsejarán la cercanía o lejanía -en términos políticos- con los diferentes protagonistas globales y regionales.

La adecuada integración del país al mundo requiere concentrar los campos de reflexión y acción en dimensiones diferentes, cada una con sus propias reglas.

La primera dimensión es, claramente, la regional. Ser amigo de los vecinos, planificar y ejecutar una sólida unión con aquellos que conforman el primer círculo de interés para el crecimiento económico, profundizar la seguridad común, desarrollar una potente infraestructura de vínculos que permitan a la región ampliar sus mercados nacionales y avanzar hacia la construcción de un espacio de confianza y acción conjunta de defensa y promoción de nuestros países. Zona de paz, libre circulación de personas y productos, desarrollo de grandes obras de infraestructura y hasta defensa común.

La segunda dimensión es la económica. No existen en el mundo economías exitosas desde el aislamiento. La vinculación a las corrientes de comercio, inversiones, financiamiento, tecnologías y flujos turísticos, entre otras cosas, demanda una acción inteligente de promoción pública-privada para facilitar la inserción del país en el mundo económico global. Éste tiene sus reglas, expresadas en organismos multilaterales de comercio, de finanzas, de trabajo, de comunicaciones, reglas cuya negación no es impune y cuyo respeto genera confianza y respetabilidad internacional. Cuidar y profundizar los vínculos con quienes nos compran, quienes nos venden y quienes nos financian. Un ejemplo claro lo da -en un extremo- el propio sistema financiero. Japón debe dos veces y medio su PBI -que es treinta veces mayor que el argentino- pero su tasa de riesgo apenas supera los 34 puntos. La Argentina, sin embargo, con una deuda treinta veces menor, tiene un riesgo país 75 veces la de Japón. En lugar de prestarnos al 0,34 % anual, nos prestan al 20 % anual. No hay en esto ningún secreto: Mientras el Japón jamás ha “defolteado” su deuda, la Argentina lo ha hecho más de diez veces. Nadie duda en prestarle a Japón lo que necesite. Prestarle a la Argentina, por el contrario, se ha convertido en una actividad reservada a aventureros y especuladores, que salvo el FMI -que maneja dinero público-, cobran por ello lo que cobran.

La última integración es tal vez la más delicada: el alineamiento político. No se trata de hacer pactos militares con nadie, pero sí de tener bien en claro a quienes nos acercamos en la forma de valorar la vida, los derechos humanos, la convivencia, el sistema político, el respeto a la soberanía y la integridad territorial de los países y la solución pacífica de las controversias.

En nuestro caso, esos principios están definidos muy claramente en el Preámbulo de nuestra Constitución. No descubrimos la pólvora si afirmamos que su fundamento básico es la libertad, la convicción que la soberanía reside en el pueblo -en cada ciudadano- y que el Estado se concibe como una necesidad para la convivencia sana, sin detentar ninguna potestad que los ciudadanos no le hayan delegado por el pacto constituyente.

Nuestro lugar de pertenencia es el mundo occidental, aún calificando esa pertenencia a la parte del mundo occidental, la del sur, que tiene aún mucho camino que recorrer para sentirse satisfecha con sus logros. Claramente, la Argentina no se define a sí misma como un país populista, autoritario, tolerante con las discriminaciones, subordinada al poder que no surja de la voluntad libre de los ciudadanos a través del sufragio. No se formó por herencia de reyes, zares o emperadores, sino por la decisión de “Nos, los representantes del pueblo de la nación”... y su causa fundacional la expresó San Martín en Lima con su clara vocación cosmopolita, al definir a nuestra revolución emancipadora como “la causa del género humano”.

Esta tercera “dimensión de la integración”, la que nos dice con quiénes nos sentimos más afines, nos servirá de guía de acción en los temas políticos globales e incluso de defensa estratégica. Su claridad nos permitirá recuperar respeto y confiabilidad internacional y nos orientará para marchar en el mundo globalizado con tranquilidad de conciencia, con la obvia prudencia que nos aconseje nuestra fuerza relativa y nuestra situación interna.

Estas tres dimensiones deben confluir en una ecuación flexible que aconsejará en cada momento, ante cada decisión y cada situación, el grado posible y conveniente de compromiso. Sin embargo, conforman una guía estratégica que debería recordarse con arte y madurez de estadistas por quienes conducen el país y definen su política exterior.

Ninguna de estas tres “dimensiones de integración” ha sido honrada en los últimos años. Recelados por los vecinos con quienes debiéramos tener una gran actitud de apertura y respeto, parias internacionales por la costumbre que ya caracteriza a nuestro país de violar las normas comerciales y financieras mientras cierra su economía y actúa al margen de la ley con  ciudadanos y empresas, y un acercamiento internacional al bloque del cual no podemos estar más alejados en principios y valores, los argentinos hemos dejado de ser mirados con respeto para convertirnos poco menos que en una curiosidad étnica, desde el presidente hasta empresarios, obreros y políticos.

Estamos a tiempo. El sol sale todos los días. Sin embargo, de no reaccionar pronto, los peligros que se ciernen sobre la Argentina pueden ser muchísimo más graves y llegar a rozar la propia existencia nacional. Lo que hubiera parecido imposible hace apenas pocos años, hoy es una posibilidad cada vez más cercana: la implosión del país, convertido en un “estado fallido”.

No nos merecemos eso.

RICARDO LAFFERRIERE

No hay comentarios: