El proceso de globalización acelerado protagonizado a partir de la octava década del siglo XX se ha desdoblado. Sigue potente en lo económico, alimentado por la instalación altamente irreversible de las cadenas de producción y la internacionalización financiera, pero ha tomado en lo político la característica de un enfrentamiento -a veces abierto, a veces larvado- entre dos formas, con sus matices, de entender la organización social: la democrática liberal y la populista autoritaria.
Ello agrega complejidad a la política exterior de los
Estados. Éstos deben encontrar la convivencia virtuosa para sus intereses entre
la necesidad de participar del mundo económico global -donde se produce la
“realización de la ganancia” de cualquier actividad económica- en forma pautada
para potenciar al máximo los beneficios y neutralizar los peligros, pero a la
vez la necesidad de precisar los niveles de acuerdos, solidaridades y
alineamientos que sean posibles en el plano político.
En lo primero, manda la economía y sus reglas. Muy pocos -si
alguno- se alza contra ellas. Desde China a USA, desde India a la Unión Europea, desde
Brasil hasta los países árabes, todos participan en el juego según las reglas
también por todos aceptadas, aún por aquellos que aspiran a cambios parciales
de algunos de sus aspectos.
Esas reglas no son muy complicadas: mercados abiertos,
honrar las deudas, respetar la propiedad y, en general, actuar en un espacio
global en el que lo normal es cumplir lo pactado. El realismo más rancio reina
en un campo en el que las interferencias de lo público sobre los mercados son
mínimos, y en todo caso se centran en evitar los posibles males que la libertad
absoluta de los mercados puede provocar en los países o las personas. Los
sucesivos documentos del G20, con participación de todos, muestra esta realidad
-por encima de la vigencia del propio G20-.
Distinto es el campo político. El contencioso aquí debe
articular el realismo con los principios y valores que cada sociedad ha elegido
para sí, lo que además no es un tema sencillo para aquellas que no han
terminado de definir con claridad a los que adhiere.
Sobre estas condiciones debe elaborarse una política
exterior creíble y posible, sensata, respetable y armónica con los principios
culturales, políticos y sociales del país, que aconsejarán la cercanía o
lejanía -en términos políticos- con los diferentes protagonistas globales y
regionales.
La adecuada integración del país al mundo requiere concentrar
los campos de reflexión y acción en dimensiones diferentes, cada una con sus
propias reglas.
La primera dimensión es, claramente, la regional.
Ser amigo de los vecinos, planificar y ejecutar una sólida unión con aquellos
que conforman el primer círculo de interés para el crecimiento económico,
profundizar la seguridad común, desarrollar una potente infraestructura de
vínculos que permitan a la región ampliar sus mercados nacionales y avanzar
hacia la construcción de un espacio de confianza y acción conjunta de defensa y
promoción de nuestros países. Zona de paz, libre circulación de personas y
productos, desarrollo de grandes obras de infraestructura y hasta defensa
común.
La segunda dimensión es la económica. No
existen en el mundo economías exitosas desde el aislamiento. La vinculación a
las corrientes de comercio, inversiones, financiamiento, tecnologías y flujos
turísticos, entre otras cosas, demanda una acción inteligente de promoción
pública-privada para facilitar la inserción del país en el mundo económico
global. Éste tiene sus reglas, expresadas en organismos multilaterales de
comercio, de finanzas, de trabajo, de comunicaciones, reglas cuya negación no
es impune y cuyo respeto genera confianza y respetabilidad internacional.
Cuidar y profundizar los vínculos con quienes nos compran, quienes nos venden y
quienes nos financian. Un ejemplo claro lo da -en un extremo- el propio sistema
financiero. Japón debe dos veces y medio su PBI -que es treinta veces mayor que
el argentino- pero su tasa de riesgo apenas supera los 34 puntos. La Argentina,
sin embargo, con una deuda treinta veces menor, tiene un riesgo país 75 veces
la de Japón. En lugar de prestarnos al 0,34 % anual, nos prestan al 20 % anual.
No hay en esto ningún secreto: Mientras el Japón jamás ha “defolteado” su
deuda, la Argentina lo ha hecho más de diez veces. Nadie duda en prestarle a
Japón lo que necesite. Prestarle a la Argentina, por el contrario, se ha
convertido en una actividad reservada a aventureros y especuladores, que salvo
el FMI -que maneja dinero público-, cobran por ello lo que cobran.
La última integración es tal vez la más delicada: el
alineamiento político. No se trata de hacer pactos militares con
nadie, pero sí de tener bien en claro a quienes nos acercamos en la forma de
valorar la vida, los derechos humanos, la convivencia, el sistema político, el
respeto a la soberanía y la integridad territorial de los países y la solución
pacífica de las controversias.
En nuestro caso, esos principios están definidos muy claramente
en el Preámbulo de nuestra Constitución. No descubrimos la pólvora si afirmamos
que su fundamento básico es la libertad, la convicción que la soberanía reside
en el pueblo -en cada ciudadano- y que el Estado se concibe como una necesidad
para la convivencia sana, sin detentar ninguna potestad que los ciudadanos no
le hayan delegado por el pacto constituyente.
Nuestro lugar de pertenencia es el mundo occidental, aún
calificando esa pertenencia a la parte del mundo occidental, la del sur, que
tiene aún mucho camino que recorrer para sentirse satisfecha con sus logros.
Claramente, la Argentina no se define a sí misma como un país populista,
autoritario, tolerante con las discriminaciones, subordinada al poder que no
surja de la voluntad libre de los ciudadanos a través del sufragio. No se formó
por herencia de reyes, zares o emperadores, sino por la decisión de “Nos, los
representantes del pueblo de la nación”... y su causa fundacional la expresó
San Martín en Lima con su clara vocación cosmopolita, al definir a nuestra revolución
emancipadora como “la causa del género humano”.
Esta tercera “dimensión de la integración”, la que nos dice
con quiénes nos sentimos más afines, nos servirá de guía de acción en los temas
políticos globales e incluso de defensa estratégica. Su claridad nos permitirá
recuperar respeto y confiabilidad internacional y nos orientará para marchar en
el mundo globalizado con tranquilidad de conciencia, con la obvia prudencia que
nos aconseje nuestra fuerza relativa y nuestra situación interna.
Estas tres dimensiones deben confluir en una ecuación flexible
que aconsejará en cada momento, ante cada decisión y cada situación, el grado
posible y conveniente de compromiso. Sin embargo, conforman una guía
estratégica que debería recordarse con arte y madurez de estadistas por quienes
conducen el país y definen su política exterior.
Ninguna de estas tres “dimensiones de integración” ha sido honrada
en los últimos años. Recelados por los vecinos con quienes debiéramos tener una
gran actitud de apertura y respeto, parias internacionales por la costumbre que
ya caracteriza a nuestro país de violar las normas comerciales y financieras
mientras cierra su economía y actúa al margen de la ley con ciudadanos y empresas, y un acercamiento
internacional al bloque del cual no podemos estar más alejados en principios y
valores, los argentinos hemos dejado de ser mirados con respeto para
convertirnos poco menos que en una curiosidad étnica, desde el presidente hasta
empresarios, obreros y políticos.
Estamos a tiempo. El sol sale todos los días. Sin embargo,
de no reaccionar pronto, los peligros que se ciernen sobre la Argentina pueden
ser muchísimo más graves y llegar a rozar la propia existencia nacional. Lo que
hubiera parecido imposible hace apenas pocos años, hoy es una posibilidad cada
vez más cercana: la implosión del país, convertido en un “estado fallido”.
No nos merecemos eso.
RICARDO LAFFERRIERE
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