“No hay viento favorable para el que no sabe dónde va”
Séneca
La desorientación parece ser el estado de espíritu de la pareja presidencial.
Un paso hacia un lado, retroceso. Mirada hacia el otro. Avance sobreactuado. Retroceso. Mirada alrededor.
Desorientación.
Tomando distancia, la situación que ofrece el poder en la Argentina es la de la inexistencia. Y el país, el de un barco en el ojo de la tormenta con el timonel “groggy”.
Para tomar el rumbo que quisiera, no tiene fuerzas ni posibilidades de adquirirla. Afortunadamente.
Y para tomar el rumbo que debiera, no tiene convicción ni conocimientos. Desgraciadamente.
Hacia cualquier lado que ponga la proa, se enfrentarán turbulencias. Justamente lo que al poder le da náuseas. Y también a la tripulación, que vendríamos a ser los ciudadanos.
Sin embargo, no hay atajos. El peligro, quedándose quietos, es hundirse en un remolino interno o ser absorbidos por el vórtice externo.
“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta Serrat. La verdad que hoy tenemos es la consecuencia de la irresponsable gestión de los últimos años, desechando las advertencias y llamados de atención de toda la opinión seria del país. “Neoliberales”, “noventistas”, “al servicio de intereses económicos inconfesables” eran los más suaves adjetivos recibidos por quienes alertaban sobre la crisis energética, el retraso tarifario, la ausencia de inversión, el jubileo en el gasto descalzado con los ingresos, la asignación voluntarista y caprichosa de los recursos, las obras públicas faraónicas, los subsidios a empresarios amigos, el ocultamiento de la realidad, la falsificación de las estadísticas oficiales, el capitalismo “de amigos” y la corrupción rampante.
Sobreactuar la persecusión a nonagenarios militares procesistas para reabrir las heridas de los “años de plomo” miradas con un solo ojo fue el método político –moralmente miserable, por su cínico utilitarismo e injusta parcialidad- que utilizaron para acumular poder tras un proyecto vacío de contenido estratégico, reflejo de los rudimentarios sofismas de rápida caducidad imaginados por la cabeza más adornada de la pareja presidencial.
Y aquí estamos. Con la crisis energética, que necesita inversión. Con la infraestructura al límite, que necesita inversión. Con la industria, que para lograr capacidad exportadora y retomar impulso necesita inversión. Con el complejo agropecuario, que para aprovechar plenamente la potencialidad internacional necesita inversión.
Y con la inversión que no llega, por los dislates del gran charlatán, el aislamiento internacional, los manotazos cleptómanos y la inseguridad jurídica lograda en cinco años de gobernar a los gritos y por decretos, designar y remover jueces independientes y desmantelar la justicia.
Les gustaría tomar el rumbo de Chávez, de Evo y quizás hasta de Fidel –que está de vuelta, tras el “modelo chino”- Pero no tienen petróleo ni gas para extraerles super-rentas que financien ocurrencias, entre otras cosas porque se apropiaron de la rentabilidad para construir clientelismo, y en consecuencia no ha habido exploración para mantener, ni siquiera, abastecido de combustibles al mercado interno. Ven las ganancias del campo y se abalanzaron sobre ellas, pero se encontraron con ciudadanos decididos a defender sus derechos con la solidaridad de toda la población y el respaldo del arco político, incluyendo amplios sectores de su propio partido. Se quedan sin “caja” y en lugar de ahorrar, se lanzan a proyectos faraónicos como el Tren Bala, que aumenta la deuda pública en más Cuatro mil millones de dólares y la “estatización” de Aerolíneas luego de provocar su asfixia, que lo hace en casi mil millones de dólares, adquiriendo además obligaciones exigibles antes de fin de año por más de doscientos millones de dólares. Durante largo tiempo ignoraron el reclamo de los jubilados a los que no se les ha cumplido su derecho constitucional de movilidad, hasta que la propia Corte Suprema –que los cubrió durante cinco años- cumplió con su deber y condenó al Estado a pagar lo que debe. Rompieron con el FMI para liberarse de las auditorías y poder mantener en secreto las cuentas públicas, y ahora sólo pueden recurrir a Chávez para conseguir fondos, pagando una tasa en los niveles de default, la más alta del mundo (15 %, frente al 5 % que paga en el mercado internacional Brasil, Chile o Perú).
Les gustaría avanzar hacia el modelo cerrado y autoritario de Venezuela. Pero la Argentina tiene una sociedad civil que les demostró que no lo permitirá. Deberían hacerlo hacia una integración paulatina a la economía mundial, al estilo de Brasil o Chile, pero no saben cómo y ni quieren siquiera escuchar hablar de ello.
En consecuencia, los próximos tiempos serán los de un barco marchando en círculos, sólo tratando de evitar el vórtice y el remolino.
Con ese comportamiento, el único destino es languidecer hasta que, agotados, sea el destino el que decida lo que pase. Y lo que pase, salvo el milagroso dedo de Dios, no parece precisamente prometedor.
Eso lleva la reflexión a la alternativa, a la que llegaremos más tarde o más temprano, de una transición crítica cuya profundidad dependerá de los dislates K en los tiempos que quedan hasta una vida más normal.
Esa alternativa no puede ser sectaria, parcial, intolerante o cerrada. El principal saldo del período “K”, si buceamos en la búsqueda de una moraleja positiva, es habernos mostrado las consecuencias de la falta de política y recuperado la necesidad de enriquecer el debate público, ampliar exponencialmente el espacio de tolerancia, racionalizar ingresos y gastos del Estado, institucionalizar absolutamente todas las decisiones políticas desde la Nación hasta las provincias y municipios y respetar en forma escrupulosa los derechos constitucionales de los ciudadanos. Una “gran coalición” de visión estratégica, cualquiera sea el titular del gobierno, al estilo de la vigente hoy en Alemania.
Esa será la demanda de la Argentina que viene. Llegará a todos los partidos, desde la Coalición Cívica al peronismo “no K”. Desde el Pro hasta la UCR.
Será una Argentina que no abrirá espacios para los discursos altisonantes e impostados, tomados por el ideologismo o dominado por abstracciones.
La próxima etapa es la de un país reencauzado en la vigencia constitucional, en la que los ciudadanos no aceptarán que sólo se discuta el poder entre los participantes de la escena, sino que exigirán el respeto de lo que son sus propios derechos, los que no han delegado en nadie y que ningún poder, con ningún argumento, está legitimado para arrebatarles.
Esa Argentina, la que viene cuando termine la “pesadilla K” y el país se reencuentre con el resto del mundo, sí que será entusiasmante.
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
sábado, 23 de agosto de 2008
Condenados a languidecer
“No se cambiará ni una coma”.
Tal la declaración del entonces Jefe de Gabinete de Ministros (¿recuerdan?), repitiendo la frase del ex presidente, cuando la resolución 125 que imponía las retenciones móviles fue remitida al Congreso para su ratificación.
La frase pudo ser dictada por la soberbia –como lo entendió el país- o por la sincera convicción de que, contando el oficialismo no sólo con mayoría y quórum propio de ambas Cámaras sino con casi los 2/3 del cuerpo en una de ellas, era impensable que hubiera dificultad alguna en el trámite legislativo, al que imaginaron como eso: un mero trámite.
Producida la derrota estrepitosa a raíz del desgranamiento persistente de propios y aliados y el final desempate del Vicepresidente en contra de la ratificación, los analistas políticos –y los argentinos comunes- supusieron que la gestión kirchnerista y específicamente la presidenta aprovecharían la situación para rectificar un rumbo que condujo al país a un enfrentamiento como no se veía desde hacía décadas, y además consolidaba la tendencia a la grisitud persistente, continuando la decadencia estructural que comenzó en 1930.
No era dificil el diagnóstico. A raíz de la obsesión presidencial se dividió el bloque oficialista en la Cámara de Diputados, se reforzó el atractivo del rival bonaerense como catalizador de desconformidades internas en el peronismo, se desperdició en seis meses todo el entusiasmo que generan los nuevos mandatos, se provocó la mayor imagen negativa presidencial de la historia en un período inicial, se generaron los actos más importantes de la vida democrática argentina en contra de un presidente en ejercicio en toda la historia nacional con más de un cuarto de millón de personas cada uno en las ciudades más importantes del país, se estancó la economía, se paralizó la producción de la pampa húmeda, zona económica más dinámica, se perdió una votación en el Senado donde el bloque oficialista bordeaba los dos tercios de sus integrantes, se rompió la alianza de gobierno denominada “Concertación plural”, se abrió una fuerte grieta política entre la presidenta y el vicepresidente...
Quizás falten enumerar efectos negativos. Como la pérdida de confianza del consumidor, el renovado aliento inflacionario, el estancamiento de varios sectores productivos encabezados por la construcción, que por primera vez desde que comenzó la recuperación económica mostró una caída interanual. Se agravó la crisis energética, se esfumó la respetabilidad internacional... pero lo cierto es que el listado podría tranformarse en interminable.
¿Cómo no pensar que una pareja de políticos avezados no leería bien esa realidad –económica, social, política- y la aprovecharía para un relanzamiento?
¿Cómo no entender que el gigantesco apoyo al voto del vicepresidente que tranquilizó el país el día después fue multimensional y polisémico interpretando a un gigantesco abanico de argentinos con diferentes preocupaciones, a quienes se oponían a las retenciones pero también a los cansados de la soberbia, los hartos de Moreno, D’Elía y Moyano, los críticos de la chabacanería del expresidente, los hastiados de los negociados descomunales a la vista de todos ignorados por la justicia atemorizada, los molestos con el intento de revivir antinomias dolorosas de medio siglo y aún de sobreactuar los años de plomo reciclando heridas que el cuerpo social quiere terminar de cerrar? ¿Cómo no entender que la frase balbuceante del voto “no positivo” expresaba al campo y la ciudad, a la vocación cívica de los ciudadanos que valoran la libertad y respetan a las instituciones, a los jóvenes que por primera vez en su vida descubrieron la política hipnotizados frente al televisor hasta las cuatro de la mañana mirando una sesión parlamentaria? ¿Cómo no interpretar que la tranquilidad y la alegría del día siguiente era un capital gigantesco para poner en marcha la Argentina del futuro, en una etapa que cerrara el dogmatismo divisionista e intolerante y tomara el camino de una rápida imbricación con la potencialidad del mundo global?
Presidenta, ¡hasta Maradona –que no debe tener idea de que son las retenciones-felicitó eufórico a Julio Cobos por su voto!...
La mayoría de los argentinos pensó en un cambio. En un cambio, si no convencido, al menos inteligente.
Lamentablemente, pareciera que estaban en un error.
La patética conferencia de prensa plagada de mentiras, contradicciones, soberbia y groseros errores conceptuales indica que el régimen “K” prefiere continuar, sin fuerzas y sin posibilidades, tirando el país hacia su frustración permanente. No le interesa que se estanque la economía, que se amplíe la brecha social, que florezca la violencia cotidiana a niveles atroces, que perdamos (o nos “desacoplemos” de) un tren mundial al que vemos pasar nuevamente por nuestra estación por primera vez en casi ocho décadas. No le preocupa repetir sandeces, como la de que el Estado puede “redistribuir riqueza” al margen de los procedimientos constitucionales y legales que juraron respetar, o reciclar la desconfianza inversora con nuevos sofismas para defender lo indefendible de la manipulación de las estadísticas oficiales, o hipotecar la propia imagen presidencial atándola a los arranques patoteros y delictivos de uno de sus funcionarios emblemáticos. Nada de eso parece importar. Sólo la soberbia de insistir en un rumbo repudiado por el país y por su propio partido, al que sin embargo insiste en arrastrar en su derrumbe.
Ha elegido que el país siga languideciendo mientras ella lo presida. Porque a estar a lo expresado en Olivos, no hay más opciones. Si decide no cambiar el rumbo (“Volvería a hacer todas y cada una de las cosas que hice”), sólo puede profundizar el que tiene –para lo cual no cuenta ni contará con respaldos políticos suficientes, ni internos ni externos, porque es imposible retroceder décadas en la historia- o persiste en oponerse al pujante rumbo de la Argentina que renace, que se expresó masivamente en la lucha de estos meses, con lo cual seguirá luchando por frustrar el crecimiento de un país libre, optimista, integrado, democrático, con ciudadanos dueños de sí mismos, integrados a la portentosa marcha del cambio global del segundo milenio. Y entre ambas opciones, ha elegido oponerse al futuro, mientras le quede aliento. Ser intransigentemente conservadora, pero no de lo bueno que merezca ser conservado, sino de los caprichos incomprensibles de su dogmatismo. No quiere ponerse al frente de un país pujante y en crecimiento. Prefiere ser Juárez Cellman, más que Pellegrini.
Eligió languidecer.
Es una lástima, porque mientras ella sea presidenta –y lo será hasta dentro de... tres siglos y medio...- deberemos ver cómo el mundo y la region avanzan sin los argentinos. Y deberemos nosotros, mientras el pais oficial languidece, prepararnos para el gran salto adelante que deberemos protagonizar cuando, por fin, termine la pesadilla K.
Ricardo Lafferriere
Tal la declaración del entonces Jefe de Gabinete de Ministros (¿recuerdan?), repitiendo la frase del ex presidente, cuando la resolución 125 que imponía las retenciones móviles fue remitida al Congreso para su ratificación.
La frase pudo ser dictada por la soberbia –como lo entendió el país- o por la sincera convicción de que, contando el oficialismo no sólo con mayoría y quórum propio de ambas Cámaras sino con casi los 2/3 del cuerpo en una de ellas, era impensable que hubiera dificultad alguna en el trámite legislativo, al que imaginaron como eso: un mero trámite.
Producida la derrota estrepitosa a raíz del desgranamiento persistente de propios y aliados y el final desempate del Vicepresidente en contra de la ratificación, los analistas políticos –y los argentinos comunes- supusieron que la gestión kirchnerista y específicamente la presidenta aprovecharían la situación para rectificar un rumbo que condujo al país a un enfrentamiento como no se veía desde hacía décadas, y además consolidaba la tendencia a la grisitud persistente, continuando la decadencia estructural que comenzó en 1930.
No era dificil el diagnóstico. A raíz de la obsesión presidencial se dividió el bloque oficialista en la Cámara de Diputados, se reforzó el atractivo del rival bonaerense como catalizador de desconformidades internas en el peronismo, se desperdició en seis meses todo el entusiasmo que generan los nuevos mandatos, se provocó la mayor imagen negativa presidencial de la historia en un período inicial, se generaron los actos más importantes de la vida democrática argentina en contra de un presidente en ejercicio en toda la historia nacional con más de un cuarto de millón de personas cada uno en las ciudades más importantes del país, se estancó la economía, se paralizó la producción de la pampa húmeda, zona económica más dinámica, se perdió una votación en el Senado donde el bloque oficialista bordeaba los dos tercios de sus integrantes, se rompió la alianza de gobierno denominada “Concertación plural”, se abrió una fuerte grieta política entre la presidenta y el vicepresidente...
Quizás falten enumerar efectos negativos. Como la pérdida de confianza del consumidor, el renovado aliento inflacionario, el estancamiento de varios sectores productivos encabezados por la construcción, que por primera vez desde que comenzó la recuperación económica mostró una caída interanual. Se agravó la crisis energética, se esfumó la respetabilidad internacional... pero lo cierto es que el listado podría tranformarse en interminable.
¿Cómo no pensar que una pareja de políticos avezados no leería bien esa realidad –económica, social, política- y la aprovecharía para un relanzamiento?
¿Cómo no entender que el gigantesco apoyo al voto del vicepresidente que tranquilizó el país el día después fue multimensional y polisémico interpretando a un gigantesco abanico de argentinos con diferentes preocupaciones, a quienes se oponían a las retenciones pero también a los cansados de la soberbia, los hartos de Moreno, D’Elía y Moyano, los críticos de la chabacanería del expresidente, los hastiados de los negociados descomunales a la vista de todos ignorados por la justicia atemorizada, los molestos con el intento de revivir antinomias dolorosas de medio siglo y aún de sobreactuar los años de plomo reciclando heridas que el cuerpo social quiere terminar de cerrar? ¿Cómo no entender que la frase balbuceante del voto “no positivo” expresaba al campo y la ciudad, a la vocación cívica de los ciudadanos que valoran la libertad y respetan a las instituciones, a los jóvenes que por primera vez en su vida descubrieron la política hipnotizados frente al televisor hasta las cuatro de la mañana mirando una sesión parlamentaria? ¿Cómo no interpretar que la tranquilidad y la alegría del día siguiente era un capital gigantesco para poner en marcha la Argentina del futuro, en una etapa que cerrara el dogmatismo divisionista e intolerante y tomara el camino de una rápida imbricación con la potencialidad del mundo global?
Presidenta, ¡hasta Maradona –que no debe tener idea de que son las retenciones-felicitó eufórico a Julio Cobos por su voto!...
La mayoría de los argentinos pensó en un cambio. En un cambio, si no convencido, al menos inteligente.
Lamentablemente, pareciera que estaban en un error.
La patética conferencia de prensa plagada de mentiras, contradicciones, soberbia y groseros errores conceptuales indica que el régimen “K” prefiere continuar, sin fuerzas y sin posibilidades, tirando el país hacia su frustración permanente. No le interesa que se estanque la economía, que se amplíe la brecha social, que florezca la violencia cotidiana a niveles atroces, que perdamos (o nos “desacoplemos” de) un tren mundial al que vemos pasar nuevamente por nuestra estación por primera vez en casi ocho décadas. No le preocupa repetir sandeces, como la de que el Estado puede “redistribuir riqueza” al margen de los procedimientos constitucionales y legales que juraron respetar, o reciclar la desconfianza inversora con nuevos sofismas para defender lo indefendible de la manipulación de las estadísticas oficiales, o hipotecar la propia imagen presidencial atándola a los arranques patoteros y delictivos de uno de sus funcionarios emblemáticos. Nada de eso parece importar. Sólo la soberbia de insistir en un rumbo repudiado por el país y por su propio partido, al que sin embargo insiste en arrastrar en su derrumbe.
Ha elegido que el país siga languideciendo mientras ella lo presida. Porque a estar a lo expresado en Olivos, no hay más opciones. Si decide no cambiar el rumbo (“Volvería a hacer todas y cada una de las cosas que hice”), sólo puede profundizar el que tiene –para lo cual no cuenta ni contará con respaldos políticos suficientes, ni internos ni externos, porque es imposible retroceder décadas en la historia- o persiste en oponerse al pujante rumbo de la Argentina que renace, que se expresó masivamente en la lucha de estos meses, con lo cual seguirá luchando por frustrar el crecimiento de un país libre, optimista, integrado, democrático, con ciudadanos dueños de sí mismos, integrados a la portentosa marcha del cambio global del segundo milenio. Y entre ambas opciones, ha elegido oponerse al futuro, mientras le quede aliento. Ser intransigentemente conservadora, pero no de lo bueno que merezca ser conservado, sino de los caprichos incomprensibles de su dogmatismo. No quiere ponerse al frente de un país pujante y en crecimiento. Prefiere ser Juárez Cellman, más que Pellegrini.
Eligió languidecer.
Es una lástima, porque mientras ella sea presidenta –y lo será hasta dentro de... tres siglos y medio...- deberemos ver cómo el mundo y la region avanzan sin los argentinos. Y deberemos nosotros, mientras el pais oficial languidece, prepararnos para el gran salto adelante que deberemos protagonizar cuando, por fin, termine la pesadilla K.
Ricardo Lafferriere
Gatopardo metrosexual
Los argentinos nos autoconvencimos que era posible un cambio de rumbo en la gestión nacional luego de la derrota épica sufrida por el kircherismo en manos del campo, que aún frente a la incredulidad de muchos, le impidió convertir en un botín el fruto de su trabajo y logró evitar el gran despojo.
Era lógico. No sólo los productores sino la inmensa mayoría de la población –que apoyó eufórica el voto del Vicepresidente Cobos- no podía suponer que un gobierno nacido con respaldo popular y escasa oposición pudiera continuar en una senda que lo llevó a derrumbarse en la expectativa pública desde más del 50 % a apenas un respaldo de mísera subsistencia en apenas seis meses. Hasta quienes miran la política con ojos de aficcionado imaginaban un golpe de inteligencia que, tomando nota de la derrota, se pusiera al frente del cambio de rumbo reconstruyendo el capital político licuado. Porque el país –no sólo la presidenta- necesitaba y necesita eso.
Sin embargo, comenzó a desarrollarse no ya la sátira, sino el sainete. El discurso del Chaco, el antológico decreto que dispuso la “limitación” de la resolución 125, la infantil amenaza con la renuncia de la presidenta, los rumores de malos tratos físicos en la pareja presidencial que habrían descolocado a la propia Edecán, la convocatoria a los legisladores “del sí” –ni siquiera a todos los oficialistas- para arengarlos en la negación de la realidad (“no hemos sido derrotados”), la aparición en un acto público con su esposo a quien hizo objeto de una ponderación sobreactuada y la esotérica decisión de estatizar una empresa que la propia administración “K” forzó a la quiebra incrementando la deuda pública en 890 millones de dólares, son hitos escatológicos que ni siquiera pudieron ser tolerados por el ex Jefe de Gabinete Alberto Fernández, quien sin dudas era el único integrante del microclima presidencial que podía leer correctamente la realidad.
Esa renuncia precipitó las decisiones y permitió avizorar con más claridad la reacción del kirchnerismo residual. Giuseppe Tomassi, príncipe de Lampedusa, en su inmortal y única novela “El Gatopardo” describe con genialidad esta táctica política de todas las épocas cuando llegan fuertes demandas de cambio. En la obra, el tradicional aristócrata siciliano Fabrizio Corbera recibe el ofrecimiento de ser Senador de la nueva Italia, conmovida por la gesta garibaldina que culmina con la unidad peninsular. Consciente de los nuevos aires políticos y de su fuerte vinculación con el régimen que desaparece, declina la oferta pronunciando su histórica sentencia: “Algo debe cambiar para que todo siga igual”.
Y llegó Mazza.
Flanqueado por los innombrables. Expresando que no ha tenido tiempo de analizar el proyecto de ley de radiodifusión, pero anunciando –como primer acto de su gestión- la estrambótica estatización de Aerolíneas.
Pero además, a seis meses de haber sido elegido por su pueblo para la gestión local de uno de los municipios más prósperos del conurbano –obra de la gestión de su antecesor-, en lugar de tomar la correcta decisión de renunciar y convocar a elecciones municipales por haber sido llamado a ocupar el segundo lugar en importancia en la Aministración Nacional luego del Presidente de la Nación, pide licencia y hace designar a su esposa como funcionaria ... ¡del equipo de su sucesor! Difícilmente puedan encontrarse en sólo una semana tal sucesión de dislates.
Algo debe cambiar ... Los nuevos tiempos, de argentinos hartados del conflicto, parecen reclamar un metrosexual aséptico en lugar de un gladiador acorazado. Pero hasta ahí llega.
Para que nada cambie... sino que se reafirme una concepción del poder que sigue creyendo que, por haber ganado una elección se poseen facultades para gobernar por encima de la propia Constitución Nacional. Y que desde el poder se puede mantener la actitud de desprecio a la ciudadanía olvidando que es la base y justificación última de la existencia y legitimidad del poder.
Ricardo Lafferriere
Era lógico. No sólo los productores sino la inmensa mayoría de la población –que apoyó eufórica el voto del Vicepresidente Cobos- no podía suponer que un gobierno nacido con respaldo popular y escasa oposición pudiera continuar en una senda que lo llevó a derrumbarse en la expectativa pública desde más del 50 % a apenas un respaldo de mísera subsistencia en apenas seis meses. Hasta quienes miran la política con ojos de aficcionado imaginaban un golpe de inteligencia que, tomando nota de la derrota, se pusiera al frente del cambio de rumbo reconstruyendo el capital político licuado. Porque el país –no sólo la presidenta- necesitaba y necesita eso.
Sin embargo, comenzó a desarrollarse no ya la sátira, sino el sainete. El discurso del Chaco, el antológico decreto que dispuso la “limitación” de la resolución 125, la infantil amenaza con la renuncia de la presidenta, los rumores de malos tratos físicos en la pareja presidencial que habrían descolocado a la propia Edecán, la convocatoria a los legisladores “del sí” –ni siquiera a todos los oficialistas- para arengarlos en la negación de la realidad (“no hemos sido derrotados”), la aparición en un acto público con su esposo a quien hizo objeto de una ponderación sobreactuada y la esotérica decisión de estatizar una empresa que la propia administración “K” forzó a la quiebra incrementando la deuda pública en 890 millones de dólares, son hitos escatológicos que ni siquiera pudieron ser tolerados por el ex Jefe de Gabinete Alberto Fernández, quien sin dudas era el único integrante del microclima presidencial que podía leer correctamente la realidad.
Esa renuncia precipitó las decisiones y permitió avizorar con más claridad la reacción del kirchnerismo residual. Giuseppe Tomassi, príncipe de Lampedusa, en su inmortal y única novela “El Gatopardo” describe con genialidad esta táctica política de todas las épocas cuando llegan fuertes demandas de cambio. En la obra, el tradicional aristócrata siciliano Fabrizio Corbera recibe el ofrecimiento de ser Senador de la nueva Italia, conmovida por la gesta garibaldina que culmina con la unidad peninsular. Consciente de los nuevos aires políticos y de su fuerte vinculación con el régimen que desaparece, declina la oferta pronunciando su histórica sentencia: “Algo debe cambiar para que todo siga igual”.
Y llegó Mazza.
Flanqueado por los innombrables. Expresando que no ha tenido tiempo de analizar el proyecto de ley de radiodifusión, pero anunciando –como primer acto de su gestión- la estrambótica estatización de Aerolíneas.
Pero además, a seis meses de haber sido elegido por su pueblo para la gestión local de uno de los municipios más prósperos del conurbano –obra de la gestión de su antecesor-, en lugar de tomar la correcta decisión de renunciar y convocar a elecciones municipales por haber sido llamado a ocupar el segundo lugar en importancia en la Aministración Nacional luego del Presidente de la Nación, pide licencia y hace designar a su esposa como funcionaria ... ¡del equipo de su sucesor! Difícilmente puedan encontrarse en sólo una semana tal sucesión de dislates.
Algo debe cambiar ... Los nuevos tiempos, de argentinos hartados del conflicto, parecen reclamar un metrosexual aséptico en lugar de un gladiador acorazado. Pero hasta ahí llega.
Para que nada cambie... sino que se reafirme una concepción del poder que sigue creyendo que, por haber ganado una elección se poseen facultades para gobernar por encima de la propia Constitución Nacional. Y que desde el poder se puede mantener la actitud de desprecio a la ciudadanía olvidando que es la base y justificación última de la existencia y legitimidad del poder.
Ricardo Lafferriere
domingo, 20 de julio de 2008
Aerolíneas y el cinismo "K"
Novecientos millones de dólares de incremento de la deuda externa costará la re-estatización de la empresa aérea, cuyos servicios utilizan principalmente personas de buenos ingesos, de clase media alta y acomodada. Mucho más de lo costaría lograr que millones de personas que utilizan diariamente las líneas San Martín y Sarmiento viajen ... simplemente como personas, en lugar de hacerlo en condiciones peores que las vacas y novillos remitidos a Liniers para su venta.
Luego de tres meses de iracundias encendidas ante la resistencia de los productores a entregarles el botín agropecuario, los “K” se lanzan a su nueva aventura: incrementar la deuda externa en casi mil millones de dólares para mantener la ficción de una “línea de bandera” que ya no poseen ni Estados Unidos, ni Brasil, ni España, ni muchos países con menos problemas económicos y necesidades que la Argentina.
Decir falta de criterio es poco: irresponsabilidad, por la que debieran responder en el futuro con sus propios patrimonios. Seguramente invocarán los “patrióticos” designios de tener aviones pintados celeste y blanco, como si los juegos cromáticos fueran más importantes que las miserables condiciones de vida de millones de personas. Dirigencias sindicales burocratizadas y enriquecidas encontrarán otro espacio de negocios y suculentos sueldos en alguna segura “codirección” para la que no han hecho otro mérito que forzar en acción conjunta con el gobierno kirchnerista el quebranto de la empresa hasta ahora gestora, atenazándola entre la anarquía generada por los paros sorpresivos y el asfixiante congelamiento tarifario.
Los que viajan en avión tendrán pasajes subsidiados con las retenciones cobradas a los chacareros. Los trenes... seguirán igual. Como los subtes y los colectivos, mostrando el cinismo que esconde la “redistribución del ingreso” kircnerista, bandera demagógica cuya constante es castigar a los pobres y favorecer la situación de los menos necesitados. Como el precio del gas, en el que una familia obrera que usa garrafa debe abonar entre 50 y 100 pesos por mes, frente a los 16 que paga un piso en Recoleta, o Barrio Norte; o la electricidad, con la que los hogares populares apenas pueden prender un par de lamparitas y es virtualmente regalada para los sectores acomodados.
Aerolíneas antes que trenes. Desprecio a los pobres. Tren bala, antes que subtes. Esa es la línea populista del modelo kirchnerista, gritada voz en cuello por el gran charlatán por unos días silenciado en su exilio dorado del Calafate, que ahora sumará a su listado de empresas petroleras, capitalista del juego y socio oculto en obras públicas, el nuevo negocio aéreo. Por supuesto, con dinero que no pone él, sino el Estado. O sea, los chacareros y productores con las retenciones, todos los argentinos con el IVA, los jubilados con sus créditos que no se pagan, y quienes confiaron en el Estado argentino para prestarle, estafados una vez más por la manipulación del INDEC.
Cuesta admitir que esta locura -incrementar en 900 millones de dólares una deuda externa que ya llega al paroxismo- pase la aprobación del Congreso. Una vez más, deberán ser los legisladores quienes frenen la irresponsabilidad pensando en el interés general. Confiemos en que la revalorización del Congreso lograda por la masiva movilización popular traiga una vez más racionalidad a las deciciones públicas.
Ricardo Lafferriere
Luego de tres meses de iracundias encendidas ante la resistencia de los productores a entregarles el botín agropecuario, los “K” se lanzan a su nueva aventura: incrementar la deuda externa en casi mil millones de dólares para mantener la ficción de una “línea de bandera” que ya no poseen ni Estados Unidos, ni Brasil, ni España, ni muchos países con menos problemas económicos y necesidades que la Argentina.
Decir falta de criterio es poco: irresponsabilidad, por la que debieran responder en el futuro con sus propios patrimonios. Seguramente invocarán los “patrióticos” designios de tener aviones pintados celeste y blanco, como si los juegos cromáticos fueran más importantes que las miserables condiciones de vida de millones de personas. Dirigencias sindicales burocratizadas y enriquecidas encontrarán otro espacio de negocios y suculentos sueldos en alguna segura “codirección” para la que no han hecho otro mérito que forzar en acción conjunta con el gobierno kirchnerista el quebranto de la empresa hasta ahora gestora, atenazándola entre la anarquía generada por los paros sorpresivos y el asfixiante congelamiento tarifario.
Los que viajan en avión tendrán pasajes subsidiados con las retenciones cobradas a los chacareros. Los trenes... seguirán igual. Como los subtes y los colectivos, mostrando el cinismo que esconde la “redistribución del ingreso” kircnerista, bandera demagógica cuya constante es castigar a los pobres y favorecer la situación de los menos necesitados. Como el precio del gas, en el que una familia obrera que usa garrafa debe abonar entre 50 y 100 pesos por mes, frente a los 16 que paga un piso en Recoleta, o Barrio Norte; o la electricidad, con la que los hogares populares apenas pueden prender un par de lamparitas y es virtualmente regalada para los sectores acomodados.
Aerolíneas antes que trenes. Desprecio a los pobres. Tren bala, antes que subtes. Esa es la línea populista del modelo kirchnerista, gritada voz en cuello por el gran charlatán por unos días silenciado en su exilio dorado del Calafate, que ahora sumará a su listado de empresas petroleras, capitalista del juego y socio oculto en obras públicas, el nuevo negocio aéreo. Por supuesto, con dinero que no pone él, sino el Estado. O sea, los chacareros y productores con las retenciones, todos los argentinos con el IVA, los jubilados con sus créditos que no se pagan, y quienes confiaron en el Estado argentino para prestarle, estafados una vez más por la manipulación del INDEC.
Cuesta admitir que esta locura -incrementar en 900 millones de dólares una deuda externa que ya llega al paroxismo- pase la aprobación del Congreso. Una vez más, deberán ser los legisladores quienes frenen la irresponsabilidad pensando en el interés general. Confiemos en que la revalorización del Congreso lograda por la masiva movilización popular traiga una vez más racionalidad a las deciciones públicas.
Ricardo Lafferriere
viernes, 18 de julio de 2008
"lo que le dijimos a la gente, allá en octubre..."
¿Quién no recuerda el magnífico corto televisivo en el que la fórmula “Cristina-Cobos” proponía al país unir la historia de sus grandes próceres, recordar en conjunto a los de todos los partidos, incluir a todo el país con sus regiones y su gente? ¿Qué le decía al país “allá en octubre” el mensaje electoral de una fórmula integrada por la esposa del entonces presidente, con un gobernador radical de reconocida experiencia de gestión modernizadora?
La respuesta es obvia. Se le proponía superar el pasado, pasar por encima de sus divisiones y poner la mirada en lo que viene.
Muchos no adherimos a esa propuesta, quizás porque las prevenciones que generaba la constante violación constitucional del presidente de entonces no nos permitía abrir el espíritu para creer en un cambio tan rotundo. Otros sí lo creyeron, y los votaron.
¿Qué pasó, al contrario, “allá por mayo”?
El ex presidente decidió volver a lo peor del peronismo. Refugiarse en sus burocracias patoteriles. Olvidar el mensaje electoral. Reproducir el enfrentamiento de seis décadas anteriores. Recrear la violencia verbal y hasta físico. La presidenta siguió esa línea, con varios discursos sucesivos, contradictorios pero intolerantes. El “acuerdo transversal” a que había convocado, indudablemente se rompió. Y no fue precisamente Cobos el que tomó esa decisión. Por el contrario, no sólo los opositores sino los peronistas más modernos, con experiencia de gobierno, lo habían precedido en esa distancia. ¿Cómo podía coincidir Cobos con una propuesta política exactamente inversa a la que había expresado en las elecciones en la que consiguió el triunfo?
Presidenta: le guste o no, el Vicepresidente ha sido más leal al mensaje electoral que llevó al triunfo a su fórmula, que usted. No ha sido Cobos el que cambió. Fue la otra parte del “acuerdo”. La sensación de paz que transmitió su decisión a millones de argentinos, transformando milagrosamente la angustia en esperanza, merece destacarse como uno de los grandes gestos políticos de la historia democrática.
Y para los que no los votamos, ha tenido la virtud de reforzarnos en nuestra convicción en las virtudes de la democracia.
Ricardo Lafferriere
La respuesta es obvia. Se le proponía superar el pasado, pasar por encima de sus divisiones y poner la mirada en lo que viene.
Muchos no adherimos a esa propuesta, quizás porque las prevenciones que generaba la constante violación constitucional del presidente de entonces no nos permitía abrir el espíritu para creer en un cambio tan rotundo. Otros sí lo creyeron, y los votaron.
¿Qué pasó, al contrario, “allá por mayo”?
El ex presidente decidió volver a lo peor del peronismo. Refugiarse en sus burocracias patoteriles. Olvidar el mensaje electoral. Reproducir el enfrentamiento de seis décadas anteriores. Recrear la violencia verbal y hasta físico. La presidenta siguió esa línea, con varios discursos sucesivos, contradictorios pero intolerantes. El “acuerdo transversal” a que había convocado, indudablemente se rompió. Y no fue precisamente Cobos el que tomó esa decisión. Por el contrario, no sólo los opositores sino los peronistas más modernos, con experiencia de gobierno, lo habían precedido en esa distancia. ¿Cómo podía coincidir Cobos con una propuesta política exactamente inversa a la que había expresado en las elecciones en la que consiguió el triunfo?
Presidenta: le guste o no, el Vicepresidente ha sido más leal al mensaje electoral que llevó al triunfo a su fórmula, que usted. No ha sido Cobos el que cambió. Fue la otra parte del “acuerdo”. La sensación de paz que transmitió su decisión a millones de argentinos, transformando milagrosamente la angustia en esperanza, merece destacarse como uno de los grandes gestos políticos de la historia democrática.
Y para los que no los votamos, ha tenido la virtud de reforzarnos en nuestra convicción en las virtudes de la democracia.
Ricardo Lafferriere
No, Jorge. No es así
A Jorge Lanata
En tu columna de Crítica de hoy miercoles 16 de julio de 2008, en una nota titulada “El país de Bombita Rodríguez”, reclamás con insistencia sobre la escasa importancia del debate sobre el campo, que en forma simpática, quizás para distender su dramatismo, caracterizaron en tu diario, desde que comenzó, como “La guerra gaucha”.
En la nota mencionada, palabras más palabras menos, afirmás que no se puede convertir la discusión por una alícuota en una guerra a muerte. Y ponés varios ejemplos –sería redundante repetirlos- sobre lo que, a tu juicio, serían verdaderos temas importantes. Adelanto que coincido con toda la línea argumental de la nota, que muestra la irracionalidad del discurso oficial en estos meses.
Sin embargo, el “issue” de la guerra gaucha no es un tema menor, sino que, por primera vez en décadas –o al menos, por primera vez desde la democracia- implica cuestionar quién tiene el derecho de disponer del fruto de su trabajo, si su dueño o el sistema político.
Nada me gustaría más que coincidir con restarle dramatismo al tema, pero es imposible. La decisión del gobierno y de la mayoría parlamentaria de aplicar un impuesto que equivale en algunos casos a más del 100 % de la ganancia de una explotación rural –vale decir, para pagarlo no alcanza con la totalidad de la cosecha, sino que hay que vender capital- coloca a la decisión en un guiness internacional (en Estados Unidos e Italia, los países con mayores tasas de imposición a las ganancias, el límite es el 40 %).
La decisión no es una simple fijación de alícuota: es cambiar el sistema legal y económico que constitucionalmente rige en el país, pasando por encima de normas constitucionales a las que todos, gobierno y gobernados, deben atarse.
No es válido reclamar respeto al gobierno representativo porque fue elegido en elecciones –cuyo valor constitucional es implícito- y a la vez reconocerle a ese gobierno la facultad de pasar por encima de los derechos constitucionales de las personas.
A partir de esta decisión política del Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria, en el país han comenzado los saqueos. En este caso, los comenzó el gobierno. Las consecuencias, como en todos los casos históricos de rebeliones fiscales, se prolongarán en el tiempo por encima de los razonamientos e invocaciones ideológicas. Y las sufriremos todos.
No se trata de una simple abstracción, una elaboración intelectual más o menos progresista, o una inocua medida de gobierno. Reconocer pacíficamente que el poder del Estado tiene facultades para disponer de los recursos de las personas en una extensión mayor que lo permitido en la Constitución implica terminar con todos los límites a ese poder. Más allá de que para algunos esté éticamente justificado o no, lo cierto es que no está jurídicamente justificado. Para cambiar esta realidad, hay que cambiar la Constitución. O resignarse a que sea definitivamente una letra muerta, que si lo es en esto puede serlo luego en cualquier otro campo, como desgraciadamente lo está siendo en la independencia de la justicia, en la absoluta y limpia libertad de prensa y en la distribución de las rentas públicas entre la Nación y las provincias.
El gobierno puede ganar o perder en el Senado. Para la estabilidad de la democracia y del propio gobierno, quizás el mejor resultado sea perder, y que en veinte días nadie se acuerde del tema. Con el “triunfo” abriría una herida que lo desangraría hasta el fin de su mandato. Y al país, con ellos. Ya han provocado que se pierda este año –que promedia su almanaque-, con una reducción sustancial de la siembra de trigo. Es posible que el desaliento a la siembra que conlleva la medida conduzca a que se reduzca también la siembra de soja. Ya no hay rentabilidad en carne, ni en aves, ni en leche. Está bien: son apenas chacareros. Te recuerdo, sin embargo, que todo lo que está “arriba” de esa producción primaria, en este original modelo “productivo”, necesita una fuerte producción agraria para subsidiar las ineficiencias y retrasos del resto. Además de su esencial ilegalidad, la consecuencia de esta batalla de “la guerra gaucha” puede dejar a toda la economía nacional nada menos que sin sus cimientos. No será nada gracioso, ni menor.
En fin. El gobierno ha resuelto que no sigamos el camino no ya de Australia y Canadá, sino ni siquiera de Brasil, en el que el único gobierno de un partido obrero en el continente está a punto de lograr su incorporación en la alta gerencia mundial, con una política exactamente inversa a la nuestra. No sólo será el inalcanzable quíntuple campeón mundial: ahora será también el granero del mundo.
Una última enmienda: el hotel de Calafate no cuesta quinientos dólares la noche sino mil trescientos la doble. Para obtener un ingreso bruto equivalente al de una habitación del hotel de Cristina en seis meses, un chacarero debería obtener una cosecha exitosa, con los rindes promedios de Entre Rios, de Ciento veinte hectáreas de soja. Con una diferencia: a ella le quedarán en la mano los Trescientos sesenta mil pesos obtenidos por rentar esa habitación. El chacarero, por el contrario, tendrá que entregar toda su cosecha, y quizás vender la camioneta o el arado para abonar la deuda que le quedó con el Banco, la Cooperativa o el contratista.
No es un tema menor.
Ricardo Lafferriere
En tu columna de Crítica de hoy miercoles 16 de julio de 2008, en una nota titulada “El país de Bombita Rodríguez”, reclamás con insistencia sobre la escasa importancia del debate sobre el campo, que en forma simpática, quizás para distender su dramatismo, caracterizaron en tu diario, desde que comenzó, como “La guerra gaucha”.
En la nota mencionada, palabras más palabras menos, afirmás que no se puede convertir la discusión por una alícuota en una guerra a muerte. Y ponés varios ejemplos –sería redundante repetirlos- sobre lo que, a tu juicio, serían verdaderos temas importantes. Adelanto que coincido con toda la línea argumental de la nota, que muestra la irracionalidad del discurso oficial en estos meses.
Sin embargo, el “issue” de la guerra gaucha no es un tema menor, sino que, por primera vez en décadas –o al menos, por primera vez desde la democracia- implica cuestionar quién tiene el derecho de disponer del fruto de su trabajo, si su dueño o el sistema político.
Nada me gustaría más que coincidir con restarle dramatismo al tema, pero es imposible. La decisión del gobierno y de la mayoría parlamentaria de aplicar un impuesto que equivale en algunos casos a más del 100 % de la ganancia de una explotación rural –vale decir, para pagarlo no alcanza con la totalidad de la cosecha, sino que hay que vender capital- coloca a la decisión en un guiness internacional (en Estados Unidos e Italia, los países con mayores tasas de imposición a las ganancias, el límite es el 40 %).
La decisión no es una simple fijación de alícuota: es cambiar el sistema legal y económico que constitucionalmente rige en el país, pasando por encima de normas constitucionales a las que todos, gobierno y gobernados, deben atarse.
No es válido reclamar respeto al gobierno representativo porque fue elegido en elecciones –cuyo valor constitucional es implícito- y a la vez reconocerle a ese gobierno la facultad de pasar por encima de los derechos constitucionales de las personas.
A partir de esta decisión política del Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria, en el país han comenzado los saqueos. En este caso, los comenzó el gobierno. Las consecuencias, como en todos los casos históricos de rebeliones fiscales, se prolongarán en el tiempo por encima de los razonamientos e invocaciones ideológicas. Y las sufriremos todos.
No se trata de una simple abstracción, una elaboración intelectual más o menos progresista, o una inocua medida de gobierno. Reconocer pacíficamente que el poder del Estado tiene facultades para disponer de los recursos de las personas en una extensión mayor que lo permitido en la Constitución implica terminar con todos los límites a ese poder. Más allá de que para algunos esté éticamente justificado o no, lo cierto es que no está jurídicamente justificado. Para cambiar esta realidad, hay que cambiar la Constitución. O resignarse a que sea definitivamente una letra muerta, que si lo es en esto puede serlo luego en cualquier otro campo, como desgraciadamente lo está siendo en la independencia de la justicia, en la absoluta y limpia libertad de prensa y en la distribución de las rentas públicas entre la Nación y las provincias.
El gobierno puede ganar o perder en el Senado. Para la estabilidad de la democracia y del propio gobierno, quizás el mejor resultado sea perder, y que en veinte días nadie se acuerde del tema. Con el “triunfo” abriría una herida que lo desangraría hasta el fin de su mandato. Y al país, con ellos. Ya han provocado que se pierda este año –que promedia su almanaque-, con una reducción sustancial de la siembra de trigo. Es posible que el desaliento a la siembra que conlleva la medida conduzca a que se reduzca también la siembra de soja. Ya no hay rentabilidad en carne, ni en aves, ni en leche. Está bien: son apenas chacareros. Te recuerdo, sin embargo, que todo lo que está “arriba” de esa producción primaria, en este original modelo “productivo”, necesita una fuerte producción agraria para subsidiar las ineficiencias y retrasos del resto. Además de su esencial ilegalidad, la consecuencia de esta batalla de “la guerra gaucha” puede dejar a toda la economía nacional nada menos que sin sus cimientos. No será nada gracioso, ni menor.
En fin. El gobierno ha resuelto que no sigamos el camino no ya de Australia y Canadá, sino ni siquiera de Brasil, en el que el único gobierno de un partido obrero en el continente está a punto de lograr su incorporación en la alta gerencia mundial, con una política exactamente inversa a la nuestra. No sólo será el inalcanzable quíntuple campeón mundial: ahora será también el granero del mundo.
Una última enmienda: el hotel de Calafate no cuesta quinientos dólares la noche sino mil trescientos la doble. Para obtener un ingreso bruto equivalente al de una habitación del hotel de Cristina en seis meses, un chacarero debería obtener una cosecha exitosa, con los rindes promedios de Entre Rios, de Ciento veinte hectáreas de soja. Con una diferencia: a ella le quedarán en la mano los Trescientos sesenta mil pesos obtenidos por rentar esa habitación. El chacarero, por el contrario, tendrá que entregar toda su cosecha, y quizás vender la camioneta o el arado para abonar la deuda que le quedó con el Banco, la Cooperativa o el contratista.
No es un tema menor.
Ricardo Lafferriere
"Igualdad no es igualitarismo..."
“Igualdad no es igualitarismo. Éste, en última instancia, es también una forma de explotación: la del buen trabajador por el que no lo es, o pero aún, por el vago”.
¿Quién puede ser el autor de esta frase? ¿algún dirigente ruralista cercano a la “oligarquía”? ¿algún político “neoliberal”, alejado de los intereses “nacionales y populares”? ¿algún “ricachón” al que no le interesa la “redistribución del ingreso”?
Sorpréndase: lo acaba de proclamar Raúl Castro, presidente de Cuba, al anunciar el incremento de la edad de jubilación en cinco años (a los 65 años, en lugar de 60) y el comienzo de una etapa “realista” que elimine los subsidios excesivos y sea económicamente sostenible.
De ahí a caer en la excomunión por el santuario progresista hay apenas un paso. No sería de sorprender que en pocos días más, la inefable Hebe –la de las docenas de cheques sin fondos que no investiga ningún fiscal- nos sorprenda con su descalificación total al líder cubano, que se ha atrevido a tener un intervalo lúcido de sentido común. Es probable que lo acuse de “vendido al oro del imperio”.
Desde estas columnas, hace un par de meses, expresábamos un concepto similar, al separar claramente al socialismo del populismo. Y es oportuno, ante la violenta intención de apropiación del trabajo y la propiedad ajena en la que está empeñado el kirchnerismo, volver sobre el tema.
Populismo no es lo mismo que socialismo. Este último, subproducto potente de la modernidad, supone la creciente socialización de los medios de producción. En ese proceso y mientras ello no ocurra, la “plusvalía”, riqueza que –en la cosmogonía marxista- el trabajador genera para el capitalista, es limitada por leyes comerciales, sociales, salariales e impositivas originadas muchas veces en reclamos socialistas en el marco del estado de derecho, apoyado en la soberanía popular por los procedimientos y límites acordados en la Constitución. De esta forma, la naturaleza “expoliadora” del capitalista vuelve a revertirse hacia quienes generan esa riqueza con su trabajo. Es el mecanismo virtuoso que, por encima de las sofistificaciones ideológicas, han adoptado las sociedades democráticas, y más profundamente las capitalistas exitosas, generando un entramado de formas mixtas de propiedad que incluyen en muchos casos la copropiedad accionaria por los propios trabajadores.
El populismo, por el contrario, no asume la responsabilidad de generar riqueza, sino que recurre a la más directa forma medioeval de la apropiación lisa y llana de la riqueza ajena. No es moderno, es pre-moderno. No le interesa crear bienes y servicios, sino apropiarse de los generados por otros. La ética del socialismo es la libertad y la justicia. La ética del populismo es la del relativimo moral. Los socialistas son revolucionarios, y en tanto tales, reivindican el dialéctico avance de la humanidad, en escalones sucesivos, hacia un mundo más perfecto. Los populistas son esencialmente rapaces (algunos dirían directamente ladrones) y no reivindican ningún avance social coherente que trascienda el momento. Los socialistas apoyan su construcción teórica en el trabajo creador, acción suprema de la dignidad humana. Los populistas, en su rapiña para financiar el ocio, la conformacion de fuerzas de choque o la construcción de un poder clientelar sin virtudes democráticas. O –como lo sugiere Raúl Castro- en explotar a los que efectivamente trabajan.
El capitalismo y el socialismo conviven en la modernidad, que les provee de instrumentos de mediación para procesar sus conflictos y acordar equilibrios transitorios, siempre dinámicos. El populismo, por el contrario, odia a la modernidad, a la limitación al puro poder que implica respetar las leyes, la igualdad de todos ante el orden jurídico, la división de los poderes, la libertad de expresión, de conciencia y de prensa, y la opinión diferente. Por eso los socialistas más lúcidos apoyan la lucha del campo, generador de riqueza social, de fuentes de trabajo y de progreso económico que beneficia a todos, mientras que los populistas adoptan la rapaz intención kirchnerista de manotear groseramente los ingresos ajenos sin importarle las consecuencias. No existe ninguna contradicción en el apoyo de Castells y Toti Flores al reclamo del campo, y en el alineamiento desmatizado de los funcionarios D’Elía, Pérsico y Cevallos con la rapiña “K”.
La modernidad no admite faltarle el respeto al ciudadano, que es su creación intelectual y su razón de ser. Para el populismo, el ciudadano es una entelequia molesta para lograr su cometido, una creación extranjerizante que con gusto desterraría hasta del lenguaje. Por eso la mayoría “ciudadana” apoya al campo, y la minoría populista se indigna con su resistencia a entregarles tranquilament el “botín”.
En el fondo del drama argentino está la impregnación populista de su discurso y su praxis política. Los “K”, con sus incoherencias discursivas y angurria desbordada han llegado a un nivel orgiástico, aunque no sean los únicos. Se apoyan en un sistema de creencias conspirativas, análisis rudimentarios, maniqueísmos arcaicos, complejos de inferioridad y predisposición a la violencia –normalmente verbal, aunque en ocasiones con dramáticas consecuencias, como los golpes de Estado, las policías bravas, la masacre de Ezeiza, los atentados terroristas de los 70 y la represión ilegal que los siguió- de alcance más general, que ha impedido la entrada de la Argentina al mundo moderno.
Sin embargo, estos meses han hecho avanzar la conciencia de la sociedad sobre sus derechos, los límites del poder, la autonomía de los ciudadanos y la defensa de sus libertades más que cualquier otro momento desde la recuperación democrática. Por eso cabe el optimismo.
La Argentina que viene, terminada la pesadilla “K”, será –en gran medida, gracias al campo-, democrática y solidaria, respetuosa de la ley y homologable ante el mundo, preocupada de sus problemas e inequidades y alejada de los discursos grandilocuentes –pero vacíos- pronunciados en tono admonitorio con el dedito levantado. Será la Argentina moderna del crecimiento económico, la integración al mundo, el progreso social y el avance tecnológico. Pero por sobre todo, será la Argentina que habrá retomado la base moral de su ley fundamental: la igualdad ante la ley, para la que nadie vale más que nadie.
Aunque grite fuerte, amenace periodistas, siembre miedo o convoque a la violencia.
Ricardo Lafferriere
¿Quién puede ser el autor de esta frase? ¿algún dirigente ruralista cercano a la “oligarquía”? ¿algún político “neoliberal”, alejado de los intereses “nacionales y populares”? ¿algún “ricachón” al que no le interesa la “redistribución del ingreso”?
Sorpréndase: lo acaba de proclamar Raúl Castro, presidente de Cuba, al anunciar el incremento de la edad de jubilación en cinco años (a los 65 años, en lugar de 60) y el comienzo de una etapa “realista” que elimine los subsidios excesivos y sea económicamente sostenible.
De ahí a caer en la excomunión por el santuario progresista hay apenas un paso. No sería de sorprender que en pocos días más, la inefable Hebe –la de las docenas de cheques sin fondos que no investiga ningún fiscal- nos sorprenda con su descalificación total al líder cubano, que se ha atrevido a tener un intervalo lúcido de sentido común. Es probable que lo acuse de “vendido al oro del imperio”.
Desde estas columnas, hace un par de meses, expresábamos un concepto similar, al separar claramente al socialismo del populismo. Y es oportuno, ante la violenta intención de apropiación del trabajo y la propiedad ajena en la que está empeñado el kirchnerismo, volver sobre el tema.
Populismo no es lo mismo que socialismo. Este último, subproducto potente de la modernidad, supone la creciente socialización de los medios de producción. En ese proceso y mientras ello no ocurra, la “plusvalía”, riqueza que –en la cosmogonía marxista- el trabajador genera para el capitalista, es limitada por leyes comerciales, sociales, salariales e impositivas originadas muchas veces en reclamos socialistas en el marco del estado de derecho, apoyado en la soberanía popular por los procedimientos y límites acordados en la Constitución. De esta forma, la naturaleza “expoliadora” del capitalista vuelve a revertirse hacia quienes generan esa riqueza con su trabajo. Es el mecanismo virtuoso que, por encima de las sofistificaciones ideológicas, han adoptado las sociedades democráticas, y más profundamente las capitalistas exitosas, generando un entramado de formas mixtas de propiedad que incluyen en muchos casos la copropiedad accionaria por los propios trabajadores.
El populismo, por el contrario, no asume la responsabilidad de generar riqueza, sino que recurre a la más directa forma medioeval de la apropiación lisa y llana de la riqueza ajena. No es moderno, es pre-moderno. No le interesa crear bienes y servicios, sino apropiarse de los generados por otros. La ética del socialismo es la libertad y la justicia. La ética del populismo es la del relativimo moral. Los socialistas son revolucionarios, y en tanto tales, reivindican el dialéctico avance de la humanidad, en escalones sucesivos, hacia un mundo más perfecto. Los populistas son esencialmente rapaces (algunos dirían directamente ladrones) y no reivindican ningún avance social coherente que trascienda el momento. Los socialistas apoyan su construcción teórica en el trabajo creador, acción suprema de la dignidad humana. Los populistas, en su rapiña para financiar el ocio, la conformacion de fuerzas de choque o la construcción de un poder clientelar sin virtudes democráticas. O –como lo sugiere Raúl Castro- en explotar a los que efectivamente trabajan.
El capitalismo y el socialismo conviven en la modernidad, que les provee de instrumentos de mediación para procesar sus conflictos y acordar equilibrios transitorios, siempre dinámicos. El populismo, por el contrario, odia a la modernidad, a la limitación al puro poder que implica respetar las leyes, la igualdad de todos ante el orden jurídico, la división de los poderes, la libertad de expresión, de conciencia y de prensa, y la opinión diferente. Por eso los socialistas más lúcidos apoyan la lucha del campo, generador de riqueza social, de fuentes de trabajo y de progreso económico que beneficia a todos, mientras que los populistas adoptan la rapaz intención kirchnerista de manotear groseramente los ingresos ajenos sin importarle las consecuencias. No existe ninguna contradicción en el apoyo de Castells y Toti Flores al reclamo del campo, y en el alineamiento desmatizado de los funcionarios D’Elía, Pérsico y Cevallos con la rapiña “K”.
La modernidad no admite faltarle el respeto al ciudadano, que es su creación intelectual y su razón de ser. Para el populismo, el ciudadano es una entelequia molesta para lograr su cometido, una creación extranjerizante que con gusto desterraría hasta del lenguaje. Por eso la mayoría “ciudadana” apoya al campo, y la minoría populista se indigna con su resistencia a entregarles tranquilament el “botín”.
En el fondo del drama argentino está la impregnación populista de su discurso y su praxis política. Los “K”, con sus incoherencias discursivas y angurria desbordada han llegado a un nivel orgiástico, aunque no sean los únicos. Se apoyan en un sistema de creencias conspirativas, análisis rudimentarios, maniqueísmos arcaicos, complejos de inferioridad y predisposición a la violencia –normalmente verbal, aunque en ocasiones con dramáticas consecuencias, como los golpes de Estado, las policías bravas, la masacre de Ezeiza, los atentados terroristas de los 70 y la represión ilegal que los siguió- de alcance más general, que ha impedido la entrada de la Argentina al mundo moderno.
Sin embargo, estos meses han hecho avanzar la conciencia de la sociedad sobre sus derechos, los límites del poder, la autonomía de los ciudadanos y la defensa de sus libertades más que cualquier otro momento desde la recuperación democrática. Por eso cabe el optimismo.
La Argentina que viene, terminada la pesadilla “K”, será –en gran medida, gracias al campo-, democrática y solidaria, respetuosa de la ley y homologable ante el mundo, preocupada de sus problemas e inequidades y alejada de los discursos grandilocuentes –pero vacíos- pronunciados en tono admonitorio con el dedito levantado. Será la Argentina moderna del crecimiento económico, la integración al mundo, el progreso social y el avance tecnológico. Pero por sobre todo, será la Argentina que habrá retomado la base moral de su ley fundamental: la igualdad ante la ley, para la que nadie vale más que nadie.
Aunque grite fuerte, amenace periodistas, siembre miedo o convoque a la violencia.
Ricardo Lafferriere
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