martes, 23 de septiembre de 2008

Terminen con ese engendro...

Los episodios ocurridos en la última reunión del Consejo de la Magistratura han llegado al límite de lo escatológico. Por impulso de la senadora Conti se ha decidido dejar sin efecto un concurso para designación de magistrados porque ninguno de los que obtuvo mejores perfomances era cercano ideológicamente al gobierno. Difícilmente pueda imaginarse un dislate de tal magnitud en una república democrática...
Poco queda de las reformas que ilusionaron a muchos demócratas en 1994.
El federalismo sigue inexistente, subordinado a la discrecionalidad del poder central por la falta del dictado de la Ley de Coparticipación Federal de Impuestos, que debió ser sancionada antes del 31 de diciembre de 1996.
El “tercer senador por provincia”, destinado a garantizar pluralismo en la representación federal, fue burlado con las divisiones artificiales del partido mayoritario, para obtener tanto las representaciones mayoritarias como las de la minoría.
La delegación legislativa, expresamente prohibida, se ha convertido en una norma, alterando el equilibrio de relojería de mayorías relativas, representación popular y representación provincial previsto en la Constitución para la sanción de las leyes al igual que los decretos de “necesidad y urgencia”, con su reglamentación amañada que permite que el presidente y la mayoría simple de una Cámara sancione una ley válida.
La autonomía de la Capital Federal ha mejorado con la elección directa de su Jefe de Gobierno, es impotente por la falta de policía, la demora en la transferencia de la justicia, la ausencia de control de Personas Jurídicas, la dependencia del gobierno central en la política de transporte metropolitano y de grandes obras públicas y la ínfima coparticipación impositiva.
El Jefe de Gabinete de Ministros, como “fusible” ante las crisis políticas, no sólo fue inocuo para evitar la crisis política del 2001 sino que se ha transformado en un engendro institucional desmarcado de control por los superpoderes presupuestarios, que le permiten actuar discrecionalmente sin control parlamentario. Sus informes al Congreso, sin admitir réplicas ni abrir el debate, son inútiles. El verdadero jefe de la administración, por su parte, no puede ser convocado al Congreso porque no tiene funciones formales, aunque resida en Olivos.
El Ministerio Público “extra poder” ha sido subordinado al Poder Ejecutivo, que ejerce sobre el cuerpo de fiscales un control estricto para impulsar o evitar la causas según la conveniencia de la administración.
Y el Consejo de la Magistratura, por último, se ha convertido en una especie de Comisariato político, a través del cuál el poder ejecutivo mantiene atemorizado al poder judicial, con amenazas veladas de apertura de procesos amañados y de filtros ideológico-partidistas para acceder a la carrera judicial, como el demostrado días atrás por iniciativa de la Diputada Conti.
De todos los dislates, el último mencionado es el peor para la salud republicana. En los países en los que existe, el Consejo de la Magistratura es la garantía de profesionalidad, calidad técnica e independencia de la justicia y es indemne a cualquier intromisión política. A diferencia de la Argentina –principalmente luego de la reforma impulsada por la entonces Senadora Kirchner-, no incluye representantes políticos sino académicos, magistrados y abogados. En la Argentina es una herramienta de control de los jueces para garantizar impunidad y un comisariado ideológico para asegurar la parcialidad en la aplicación de las leyes penales.
La reconstrucción del Estado de Derecho deberá incluir entre sus capítulos más importantes terminar de una vez con este engendro y marchar hacia la construcción de una justicia independiente, alejada de la intromisión política y con garantía de inamovilidad.

Ricardo Lafferriere

Alto cinismo en tres dimensiones

“BUSH – Entregá al prófugo Antonini Wilson”, rezan los afiches excelentemente impresos, pegados con profusión en la Capital Federal. Como se recordará, el venezolano fue el portador de la valija con 800.000 dólares de contrabando destinados, según sus propias declaraciones, a la campaña electoral de Cristina Kircher. Al día siguiente del episodio aduanero, conocido de inmediato por el entonces presidente Kirchner y por el entonces –y actual- ministro de Planificación Federal, el venezolano fue invitado de honor a la Casa de Gobierno, asistiendo a reuniones en el Salón Blanco con funcionarios nacionales.
Por supuesto, Antonini Wilson salió del país sin problemas. Y fue detenido en Estados Unidos por cargos federales, al haber participado de hechos delictivos cometidos en ese país, por los que está siendo juzgado. En el transcurso de ese juicio salen todos los días a la luz nuevas implicancias del vergonzoso episodio que embarra la política argentina en un tribunal de justicia extranjero, con todos los medios de prensa del mundo cubriéndolos. En un infantil ejercicio de cinismo, se ha tapizado la Capital Federal con los afiches mencionados, como si el nivel intelectual de la opinión pública argentina fuera tan rudimentario como la elaboración intelectual de quien los planificó y ejecutó.
“Cecilia Pando: dónde está López”, dicen otros afiches, también fijados en la Capital. Diversas opiniones pueden tenerse sobre la señora Pando. Desde quienes la identifican con la vocera de uno de los bandos de los años de plomo y defiende a quienes consideran criminales, hasta los que la califican poco menos que heroína con tanta valentía como las mujeres guerreras de la independencia. Sin embargo, hay un punto en que ambos, por silencio o por acción, han coincidido: no tiene imputación por delito alguno y su mayor falta, en todo caso, es la ausencia de mesura que, si fuera delito, no la tendría sin embargo como la mayor culpable, ya que sería precedida por el ex presidente cuyos exabruptos frente al atril diabólico y en su tribuna partidaria frente al Congreso ha sido sustancialmente más incendiaria e intolerante. Que se le pretenda imputar a Cecilia Pando la desaparición de Julio Jorge López es otro infantil ejercicio de cinismo, máxime teniendo en cuenta que no se han investigado las pistas reiteradamente denunciadas por Christian Sanz que atribuyen al mismo gobierno kirchnerista la responsabilidad de su desaparición.
“Mientras el primer mundo se desploma como una burbuja, los argentinos seguimos firmes”, anunció en otra de sus frases de antología la señora presidenta. No ha observado que la disolución a que hace referencia no impide que miles de personas formen fila en todo el mundo para comprar bonos del tesoro del gobierno norteamericano presidido por el demonizado George W. Bush, a los que consideran la inversión más segura aún en la gigantesca crisis –mientras que por estos pagos hacen cola, pero para sacarse de encima con urgencia los bonos que ha emitido el gobierno de su marido Nestor Kirchner y el suyo propio-; ni que mientras la tasa de interés en Estados Unidos se mantiene en sus mínimos históricos sin que por eso disminuya la demanda de bonos del tesoro, por estos pagos que ella preside el “riesgo país” alcance los niveles de default, los más altos de todo el mundo, a pesar de la autoasignada “fortaleza” cada vez más identificada con un cuento chino; ni que la gente no busca el peso de la economía “sólida” sino al contrario, huye hacia el dólar de la economía presuntamente “disuelta”-. Es el tercer ejercicio de cinismo, expuesto con la autosuficiencia que Morales Solá ha calificado de “inmodestia” en su nota de La Nación para no usar la castiza y más propia definición de “soberbia”.
La expresión presidencial, una vez más, ha caído en el mal gusto y la falta de decoro para referirse a problemas que hoy se sienten en los mercados financieros globales y sufren ciudadanos de otros países, pero que inexorablemente llegarán al país –o mejor dicho, ya están llegando-. En esa línea, no sería extraño que cuando la Argentina comience a sentir esos efectos, el discurso cínico pase a culpar de la situación a lo que sucede en el mundo, olvidando que durante los cinco años de auge provocados por la economía global en crecimiento fueron muchas las voces –entre otras, la de esta columna- que advirtieron una y otra vez sobre la irresponsable gestión económica “K”, que de seguir en ese rumbo nos llevaría a una nueva crisis.
Ni Bush ni Cecilia Pando ni las petulantes sentencias presidenciales podrán servirles entonces para ocultar su incapacidad de gobierno y los catastróficos resultados para los argentinos.


Ricardo Lafferriere

sábado, 6 de septiembre de 2008

¿Vuelve el radicalismo?


            La política se reorganiza. Como decíamos días atrás desde esta misma columna, los argentinos están reformulando su representación ensayando formas de articular la compleja realidad nacional con las demandas de una agenda adecuada a los nuevos problemas.

            La “etapa K” está virtualente superada y pocos reparan ya en ella. Es fuera del universo “K” donde se notan los movimientos e inquietudes más notables.

¿Cómo será la dinámica del reordenamiento político?

            ¿Lograrán los peronistas opositores “despegar” su futuro del desgaste irreductible del kirchnerismo o serán arrastrados por su derrumbe, llevándolo a una implosión como la sufrida por el radicalismo en el 2002? ¿Logrará la Coalición Cívica organizar sus formaciones territoriales, definir su plan de gobierno y organizar un sólido plantel de cuadros con capacidad de gestión ejecutiva? ¿Será exitoso el Pro en su administración porteña y se expandirá orgánicamente a todo el país? ¿Podrá resurgir el radicalismo, curiosamente revitalizado con el voto opositor de su afiliado más encumbrado –pero más denostado previamente-, al punto de concitar nuevamente la atención de la mayoría de la población? Y por último ¿confluirán, como es previsible, los espacios opositores en un acuerdo de gobierno que ofrezca credibilidad de gestión?

El futuro, por definición, está abierto, incluso a  los imprevistos más rotundos. Cualquier pronóstico deberá pasar el filtro de la realidad. Sin embargo, parecen dibujarse algunas tendencias que –bueno es destacar- no merecen aún el calificativo de “consolidadas”.

            Los movimientos de opinión en el nuevo tiempo argentino parecen marchar en dos direcciones: la primera, retomando la marcha interrumpida en 1930, orientada hacia el cumplimiento del programa de la primera modernidad: estado de derecho, calidad institucional, respeto a los derechos de los ciudadanos, homologabilidad de la gestión pública, federalismo. Es una dirección que incluye ponerle límites al Estado frente al ciudadano, potenciar la autonomía de las personas frente al poder y distribuir claramente ese poder entre las jurisdicciones previstas en la Constitución –nación, provincias, municipios- dentro del sistema de contrapesos y frenos propios de la democracia y el estado de derecho. Intolerante, además, frente a la corrupción.

            La segunda mira más al futuro, o como se dice en estos tiempos, hacia la “posmodernidad” o “segunda modernidad”. Incluye la agenda que atraviesa todo el mundo global, desde el justo tratamiento a las nuevas formas de trabajo y piso de dignidad para los excluidos, hasta el cuidado del ambiente; desde la necesidad de obtener nuevas fuentes primarias de energía ante el agotamiento del petróleo, hasta combatir el calentamiento global; desde extender la salud pública a todas las personas hasta prevenir las nuevas enfermedades y pandemias; desde aprovechar en plenitud los avances tecnológicos de difusión masiva, hasta participar creativamente en el entramado generador de ciencia y tecnología universal.

La nueva tareas van desde diseñar un sistema de transporte que optimice el consumo energético, esté al alcance de todos e integre el territorio, hasta garantizar a todos los argentinos el acceso a los servicios públicos de agua potable, saneamiento, energía, comunicaciones e internet. Desde reorganizar la educación para garantizar la adecuación de sus contenidos a la dinámica actual de la globalización y la revolución científico técnica y su accesibilidad universal hasta ubicar a algunas de nuestros centros de altos estudios en el nivel de excelencia planetaria –en cuyos quinientos primeros lugares no aparece ninguna universidad argentina-. Y desde garantizar la seguridad ciudadana sin tolerancia a ninguna clase de delitos, hasta desmantelar las redes de complicidades de varios escalones “glo-cales” (globales-locales) que trasladan la violencia global a la vida cotidiana de los argentinos.

            Esas dos direcciones son una expectativa vigente y atenta en los ciudadanos, aunque no se vean reflejadas en la acción actual de la dirigencia, impregnada en diversos grados por el ideologismo retardatario impuesto por el régimen “K” al debate argentino. Ese ideologismo es funcional al entramado decadente de sindicalistas enriquecidos y empresarios protegidos, de burocracias políticas ligadas a la corrupción policial y judicial del conurbano bonaerense y a engañosas “ONGs” de consignas falsarias actuando, como los partidos revolucionarios en los 70, de vasos comunicantes con un juego geopolítico ajeno a los intereses nacionales. Ideologismo que no calza en ninguna de las categorías actuales de “izquierdas” y “derechas” sino que responde a la más cruda pre-modernidad, ajena a la democracia, desconfiada de los ciudadanos y justificatoria de la violación de los derechos de las personas cuando conviene a sus objetivos políticos.

            En ese escenario debe ubicarse la refexión sobre el renacimiento del radicalismo. Partido instrumentador de la “primera modernidad”, tuvo un papel significativo en la articulación del debate nacional masificando la democracia. El radicalismo logró que los ciudadanos encarnaran el sistema político alberdiano, con la herramienta del sufragio, incorporando al funcionamiento institucional a las grandes mayorías. Su rol no fue “ideológico”, sino culminador del proyecto constitucional.

Nunca se identificó totalmente con las ideologías que motorizaron el siglo XX, porque el país nunca alcanzó a completar el programa del siglo XIX, y renació con fuerza cada vez que la democracia era mediatizada, negada o violada y los ciudadanos extrañaban su vigencia. Incluyó en su seno alas “progresistas” y “moderadas”, los Yrigoyen y los Alvear, procesando sus visiones en el marco democrático y de esta forma consolidó un espacio democrático-republicano frente a las visiones más autoritarias y populistas, menos apegadas al proyecto modernizador o al “progreso sin democracia”.

El siglo XX fue testigo de su incomodidad frente a los debates ideológicos y a la forzada interpretación de sus epopeyas por unos u otros, sin lograr encontrar las divisiones ideológicas claras en sus numerosas épicas. Alem fue revolucionario en 1890 junto a Mitre y otros próceres de la generación del 80. Yrigoyen y Alvear protagonizaron juntos la revolución de 1905. Yrigoyen fundó YPF y Alvear le dio su primer impulso enviando al Congreso la Ley de Nacionalización del Petróleo, que no pudo ser aprobada. Alvear fue un luchador sin cuartel contra el fraude de la década de 1930 y hasta los hasta hace poco denostados Tamborini y Mosca levantaron un programa avanzado que convocó a la opinión democrática-republicana, con socialistas y comunistas, ante lo que se sentía como llegada al país de la oleada autoritaria de la primera mitad del siglo XX. Hoy vemos sus consecuencias.

            Sus errores fueron también los errores de gran parte de la intelectualidad argentina. Fue luego de su derrota, en 1945, que algunos de sus pensadores se sumaron al naciente peronismo, inaugurando el “entrismo”que luego intentara la izquierda hasta su reciente experiencia “K”, en un camino que busca el éxito sin las molestias de la lucha. Quienes resistieron a la tentación del poder, se refugiaron, como tantas veces, en el republicanismo democrático, en la Constitución que ya Yrigoyen definiera como “programa partidario”. Y hubo de sufrir muchas veces las ironías y juicios despectivos de sucesivos intelectuales de diversas generaciones por su limitada programática. Hasta que se sentía su ausencia, se enseñoreaba el autoritarismo y el país volvía la mirada al viejo partido.

            Siempre tuvo dos prevenciones. De un lado, a quienes había vencido en 1916, los del “progreso sin pueblo”. Del otro, a quienes lo vencieron en 1945, los del “pueblo sin progreso”. Y siempre intuyó que el programa modernizador debía completarse incluyendo a unos y otros, con la herramienta de la democracia. Ni unos ni otros terminaron –ni terminan- de comprenderlo. Para unos, se trata de un partido que no comprende “las leyes de la economía” a las que conciben sin frenos, orientaciones ni límites y no comprenden que la democracia fue diseñada por los hombres para neutralizar los efectos más salvajes a que llega la economía libre cuando no tiene la orientación de la política. Para otros, se trata de un partido de miedosos, que no se anima a ejercer el poder cuando lo tiene, sin comprender que la democracia no da todo el poder al Estado, sino que está apoyada en el respeto fundamental a los derechos de los ciudadanos, entre los cuales la libertad económica es tan importante como el resto de sus libertades personales. Lo que el peronismo ve como “temor” es “responsabilidad democrática republicana” en el ejercicio del poder.

            Por supuesto que muchas veces se equivocó. Entre otras, cuando privilegió sus conflictos internos –y llego hasta dividirse- o cuando exageró sus afinidades ideológicas –y se hizo internamente intolerante-. Esos errores lo debilitaron en su principal misión en la política argentina: consolidar la democracia constitucional.

            Mientras tanto, el mundo se hizo más complejo y la Argentina se estancó en su debate de hace décadas. En ese escenario, el radicalismo busca hoy su papel indagando su utilidad para los tiempos que vienen.

            En ese “movimiento de placas tectónicas” a que hacía referencia más arriba, hay uno que tiene en el radicalismo, su ética y sus valores, un componente esencial: el programa de la modernidad, que como tantas veces en la historia, sigue pugnando por aparecer. Los ciudadanos que tradicionalmente han votado alguna vez al radicalismo se alinearon sin duda alguna en respaldo a la lucha del campo, por ejemplo, aún los que habían votado a Cristina Kirchner esperando que corrigiera los desatinos de su esposo. El voto de Cobos en el Senado los representó, y representó en ese instante decisivo la historia radical. No hubiera podido ser entendido un voto distinto, salvo una renuncia a la historia y los valores de su pertenencia identitaria.

            Ese pronunciamiento reabrió el debate de la necesidad –o utilidad- del reagrupamiento. Tomando distancia, pareciera que tal camino será necesario –o util- si fuera necesario profundizar el reclamo democrático republicano, en una actitud que no puede agotarse en la confluencia, sino que requiere ampliarse a partir de allí a todo el arco político. La democracia necesita que todos los actores del país la abracen con sinceridad. El radicalismo será imprescindible, aunque insuficiente. El triunfo mayor del radicalismo sería ver en el mismo escenario constitucional, funcionando limpiamente y sin deformaciones, a sus viejos rivales conservadores y peronistas. Cuando ello ocurra, el país habrá entrado en el mundo moderno, habrá soldado su unidad alrededor de la Constitución Nacional.

            Pero no agotará la demanda de los ciudadanos. Porque lo que sigue, inmediatamente –y me atrevería a decir, paralelamente- es encarar la agenda del nuevo siglo. Será un nuevo desafío, para cuyo éxito será imprescindible despegarse de las “durezas ideológicas” del siglo XX. Los nuevos desafíos reclaman nuevos tipos de alianzas, incluso de viejos rivales. Y requieren elaborar marcos conceptuales adecuados, más en línea con los debates que enfrenta el mundo global, del que la Argentina foma parte aunque su dirigencia se resista a tomar nota. Pero la mayoría de los argentinos lo saben: es una etapa de menos estructuras y más ciudadanos.

El radicalismo podrá ser util en esta nueva etapa si levanta la mirada a los años que vienen y prevé los desafíos que enfrentará el país en ese mundo global: educación, ambiente, energía, articulación económica adecuada al nuevo paradigma, piso de inclusión social, desarrollo científico-técnico, nuevas amenazas internacionales, delito global y complicidades “glo-cales” que traen el infierno a la vida cotidiana de la mano de las redes de tráfico de estupefacientes, armas, personas, lavado de dinero y marcas falsificadas; participación en la “alta gerencia” internacional –en cuyas puertas ya se encuentra Brasil, invitado periódico al G 8-. Las respuestas a esos problemas no están en la Carta de Avellaneda, como no lo están en las “Veinte Verdades Peronistas”, ni el el Manifiesto Comunista. Son nuevos problemas, propios del éxito de la modernidad –no de su fracaso- que abren nuevas demandas, que deben ser analizadas desde la “modernidad reflexiva”. La Coalición Cívica lo está entendiendo, al igual que el Pro.

            Si el radicalismo reduce su debate al limitado escenario de las anécdotas, perderá su ventaja. Podrá discutir con los socialistas quién es más socialdemócrata y con los liberales si es más racional que ellos en el manejo económico ––con lo limitado que ambas cosas significan en el mundo actual- y con los peronistas si es o no más “popular” que ellos en la construcción de clientelismo...; podrá discutir si es adecuado sancionar una “amnistía” que nadie pide o si “abre las puertas” de la vieja estructura a Julio Cobos –como si a la sociedad le interesara la vieja estructura...-. Perderá el tiempo, y perderá la historia, porque mientras tanto los ciudadanos es probable que busquen –y seguramente encuentren- una expresión política nueva, que no mire tanto al siglo XX sino que afine su mirada a las dramáticas pero apasionantes imágenes que se abren en el siglo XXI.

            Por el contrario, si el radicalismo sobre la base de la tolerancia democrática republicana se proyecta en foro de debate, reflexión y decisiones para esos nuevos problemas; si se convierte en un faro de luz y atracción a quienes se sienten soldados de la democracia republicana e ilumina el complicado escenario de los años que vienen; si se dedica a articular sin sectarismo las distintas visiones del pan-radicalismo y desde allí a generar un amplio consenso estratégico nacional; si actúa con la madurez de comprender que el papel de una organización política sólo se legitima si le sirve a los ciudadanos y a la sociedad, como lo ha hecho tantas veces en su historia, entonces sí tendrá muchos años por delante de utilidad y servicio a la democracia argentina.

 

Ricardo Lafferriere

Pagar deudas está bien

Disponer del dinero ajeno, no.

 

            ¿Cómo discrepar con un principio ínsito en el comienzo de la civilización, como es pagar lo que se debe? El deber de honrar las deudas es tan ancestral que algunos biólogos opinan que los pre-homínidos –y hasta algunos mamíferos superiores, como los perros- lo respetan como base de su convivencia... En ese sentido, el pago que el país hará a sus acreedores del Club de París es tan correcto como lo sería pagar a los “hold out”, acreedores a los que no les pareció bien la oferta que la Argentina les realizo años atrás de reducirle su acreencia en casi un 70 por ciento y aún esperan que le paguemos lo que se les debe, o a los jubilados que se les congeló su haber en el 2000...

            Pero... ¿está bien analizar una decisión de política económica internacional con el mismo cartabón con que analizan sus obligaciones los primates pre-homínidos? ¿O existen algunos elementos de sofistificación que debieran agregarse a este análisis desde la perspectiva, usos, costumbres y conveniencias de la economía internacional, de la propia convivencia nacional y el estado de derecho?

            Recordemos, para juzgar esta decisión, varios puntos:

  1. Es cierto que la deuda está vencida en su mayor parte. Tanto como que los acreedores son gobiernos amigos y existe en ellos la disposición a renegociarla en los términos usuales para las negociaciones públicas entre Estados, a la tasa comunmente aceptada por el FMI, alrededor del 5 %.
  2. No existen condicionamientos de política económica para el eventual acuerdo, salvo lo que de cualquier forma es obligación del país como miembro del FMI y de la comunidad internacional: mostrar en forma transparente las cuentas públicas, obligación ésta que es aceptada por todo el mundo, desde China hasta Bolivia, desde Cuba hasta Japón, desde Estados Unidos hasta la India y que es obligación de cualquier gobierno que haya superado la arcaica confusión entre los dineros públicos y el patrimonio personal de los gobernantes.
  3. El dinero dispuesto para abonar esa deuda no es patrimonio personal de la señora presidenta sino de los argentinos que contribuyeron a atesorarlo: los productores que abonaron un tercio del valor de sus exportaciones, a través de las retenciones. Los trabajadores que aportan los diversos impuestos con que se gravan sus salarios. Los empresarios a través del impuesto a las Ganancias y varios más, y hasta los cartoneros y desocupados, que cuando adquieren algo tan elemental como un kilo de yerba, un litro de aceite o un cuaderno para la escuela de sus hijos le pagan al fisco el 21 % del precio en concepto de IVA. Ese dinero es el fruto del esfuerzo común de toda una sociedad.
  4. Por eso mismo, la Constitución y las leyes disponen que no se pueden realizar gastos públicos sin una ley discutida y aprobada por el Congreso. Ello garantiza un piso de transparencia y un debate plural en el que se analicen las prioridades, las urgencias y las conveniencias de asignación de recursos públicos. En un estado de derecho, no hay impuesto ni libramiento sin ley que los autorice.
  5. Si no se cumplen los procedimientos, el gobierno está disponiendo ilegalmente de dinero ajeno, aunque quienes reciban el pago saluden efusivamente y muestren su alegría con melosos comunicados de agradecimiento.

¿Está bien lo que anunció la señora presidenta, en el sentido de “instruir” al Ministro de Economía que realice el pago de la deuda? Claramente, no. Salvo que esa instrucción se reduzca a elaborar la propuesta legislativa correspondiente, que debería enviarse al Congreso, responsable constitucional de “arreglar el pago de la deuda exterior de la Nación”, como lo dispone el artículo 75 incs. 7 y 4 de la Carta Magna.

Allí, en el parlamento, a la luz pública y con un debate transparente, debería analizarse la propuesta presidencial, escuchar sus argumentos y decidirse si es conveniente para el país realizar ese pago, si hay otras prioridades, o si, simplemente, habría otras alternativas más favorables que pagar en su totalidad una deuda cuya cancelación no es exigida, que genera una tasa de interés inferior a la mitad de la que se está contrayendo a través de los títulos adquiridos por Venezuela y que debilita la posición líquida del Estado en un momento en que existen coincidencias en los analistas internacionales sobre la incertidumbre que se prevé para los próximos meses en la economía internacional y en el valor de los comodities, pilares fundamentales de los recursos públicos y del dinamismo de la economía argentina.

La opción elegida no avanza en dirección a la calidad institucional. Más bien parece el resultado de un impulso adolescente, descalzado de un proyecto integral, generador de nuevos problemas (“hold out”, juicios en CIADI, debilidad en las reservas, revitalización de justos reclamos por la “deuda interna” como jubilados, militares retirados, docentes, etc.), problenas que el mercado ya descontó con un nuevo incremento del riesgo país y una nueva caída en el precio de los bonos públicos.

Pagar lo que se debe, está bien. Disponer de dinero ajeno, no. Y hacerlo sin facultades por un “decisionismo” ajeno a la institucionalidad, pues... eso sí que aumenta los problemas. Para todos los argentinos, ahora. Y seguramente para la propia presidenta, cuando termine su mandato y le llegue el turno, como a sus predecesores, de recorrer junto a su marido los juzgados federales.

 

 

Ricardo Lafferriere

"Ni se les ocurra..."

            ¿Recuerdan? El grito de Luis D’Elía convertido en “slogan” de los afiches kirchneristas cuando al gran charlatán se le ocurrió calificar de “golpista” la resistencia del campo a su ofensiva cleptómana...

            Sonaba amenazante. Y está bien que así fuera, en la tosca lógica del rudimentario esquema del “poder K”. Aún con los dislates, la incapacidad, la corrupción, la soberbia y la desvinculación de la realidad, se trataba –se trata...- de un gobierno que ha cumplido con los ritos formales de la democracia y que, para finalizar, debe cumplir su mandato, ser destituido por Juicio Político, o eventualmente ser su Jefe de Gabinete de Ministros objeto de una Moción de Censura, con la consencuencia inexorable de una administración de base parlamentaria (art. 101 CN de la Constitución reformada) cohabitando con el Poder Ejecutivo electo. Son las únicas alternativas posibles en el marco constitucional que los argentinos venimos intentando consolidar desde hace un cuarto de siglo.

            El recordatorio viene a cuento de la proliferación de rumores sobre la posible finalización del mandato por renuncia y auto-exilio de la pareja presidencial, ante las graves dificultades económicas, sociales y políticas que se avecinan y se extenderán por los próximos dos años. Desde esta columna, que ha sido persistente y coherente en su crítica irreductible a la administración “K” desde el 2003 hasta hoy, le advertimos con claridad: Señora presidenta, ¡ni se le ocurra!

            El país no les tolerará una huida. Mal que le pese, tendrá que cumplir su obligación constitucional y guiar a la Nación a través del campo minado que nos dejó su marido, no sólo a usted, sino a todos los argentinos. Aislados del mundo, subordinados a las dislocadas aventuras caribeñas, sumergidos en una orgiástica violencia cotidiana, inmersos en las redes de narcotráfico a las que agregó las fábricas locales de narcóticos organizadas por los aportantes a su campaña electoral y protegidas por sus funcionarios, presenciando la mayor corrupción sistémica de la que se tenga memoria, sufriendo nuevamente la inflación que habíamos desterrado hace tres lustros, soportando los recreados enfrentamientos entre argentinos que habíamos superado hace años, perdida una oportunidad histórica como no se daba desde hace más de ocho décadas... todo eso es lo que su antecesor le provocó al país y que es su responsabilidad corregir.

            No se escapará, porque no la dejaremos. Al menos, hasta que los argentinos hayamos construido la opción de relevo, que –no le quepa duda- llegará. No antes. Porque tampoco toleraremos que su incapacidad nos deposite nuevamente en un regreso al pasado golpista de la pesificación asimétrica, el robo a los salarios y ahorristas, a la reiteración de la defraudación a quienes le han prestado al país luego de haber sido robados, o a la expropiación de ingresos de los argentino que invierten a través de una nueva macrodevaluación. Todo indica que eso se está fraguando en su propio partido.

            Señora: ¡ni se le ocurra! A pesar de nuestros propios afectos y gustos, a pesar de nuestra discrepancia con su estilo soberbio y sus modales maleducados, a pesar incluso de nuestros propios instintos primarios de autodefensa de la integridad sicológica, le exigiremos que termine su mandato. Porque aunque descontemos que será un tiempo perdido para la historia chica de la Argentina, la experiencia política que están haciendo los millones de compatriotas que la votaron será imborrable para la historia grande del país y ayudará a que, en adelante, se piense y se jerarquice más el instrumento del sufragio, que tanto nos costó conseguir hace casi un siglo.

            No le quepa duda: nos libraremos de usted. Pero será por elecciones, en el momento que dispone la Constitución. No por el atajo golpista de sus “compañeros”.

 

Ricardo Lafferriere

lunes, 25 de agosto de 2008

Hacia el reordenamiento político

Los movimientos en el escenario son densos. Se nota en el espacio oficial y también en el opositor. Se reacomodan los alineamientos y se imaginan nuevas alianzas en uno y otro lado. Sin embargo, pocos parecen advertir que el cambio mayor que está ocurriendo en la política argentina se encuentra en la conciencia de los ciudadanos.
¿Es una visión voluntarista? Más bien es una observación cauta, aunque desde la objetividad, sobre los temas que conforman la agenda de la vida cotidiana de los sectores más dinámicos, que se expresaron con claridad y masividad durante la “batalla del campo”.
Lo que se está produciendo en lo profundo de la visión de los argentinos sobre su política es un doble fenómeno: por una parte, una reivindicación del espacio ciudadano no delegado en la política, reorientando en forma copernicana una tendencia iniciada en 1930 cuya dirección había sido –con uno u otro signo y virtualmente en todos los procesos políticos incluyendo a los militares- hacia la justificación del creciente poder del Estado frente a los ciudadanos. La “línea demarcatoria” constitucional establecida en el capítulo I de la Carta Magna (“Declaraciones, derechos y garantías”) protegiendo los derechos de las personas no delegados en el Estado fue cediendo posiciones a favor de la política. Su justificación fue un presunto y fantasmagórico “interés general”, introducido de contrabando a partir del golpe de 1930, interpretado a su turno en forma diversa por quien ocupara el poder pero siempre limitando crecientemente los derechos ciudadanos, en la moda de la primera mitad del siglo XX en todo el mundo. Esta reivindicación alcanza a todos. Y por otra parte, un escrutinio más cercano sobre los movimientos “del escenario”, en el que se mueven los representantes políticos, gremiales, empresariales y de las diversas estructuras funcionales al proceso mencionado en primer término, que integró una red de complicidades con las crecientes potestades –y justificación ideológica- del Estado y la política.
En el primer campo, los ciudadanos comenzaron a dibujar nuevamente los límites. Como ocurre a menudo en los procesos políticos-sociales, el detonante fue fiscal (las “retenciones”). Pero ese detonante desató un proceso al que se sumaron masivamente casi todos. El voto de Cobos tuvo diferentes valores semióticos casi para cada argentino. Por supuesto, quienes estaban directamente involucrados en el conflicto lo entendieron como un apoyo a su lucha. Pero también expresó a ciudadanos indignados por la violencia verbal –y hasta física- con que comenzó a tratarse a opositores al gobierno, a otros también indignados por la soberbia con que eran considerados por los voceros oficiales, a otros indignados por la creciente inflación generada por las autoridades que les expropia día a día sus ingresos, a otros preocupados por el aislamiento argentino del mundo que importa y las dificultades que ello conlleva para numerosas actividades económicas, culturales y sociales en cuyas redes están inmersos con independencia del gobierno, etc. etc. La síntesis de todos estos valores podría englobarse en un reclamo: no se metan con mi vida. Sería quizás aventurado sostener que existe –como diría Marx- “conciencia para sí” en esta nueva actitud ciudadana, pero lo que es innegable es que reapareció la “conciencia en sí”, que venía en retroceso y que se instaló –afortunadamente- para dar un nuevo impulso hacia la modernidad política y económica contenida en el programa modernizador de 1853, cuyo rumbo fue abandonado en 1930. Con una diferencia: antes se trataba de un proyecto modernizador de las élites que participaban. Hoy se trata de la acción masiva de personas comunes que viven su vida y la defienden, quizás hasta sin conocer los textos constitucionales.
El segundo aspecto es menos directo y más complejo. Se relaciona con la reconstrucción de la mediación política. Es complejo porque la gran mayoría de la dirigencia nacional, también virtualmente de todos los partidos, razona y actúa sobre el supuesto de la “primer modernidad” –Ulrich Beck dixit- o de la época de los “intelectuales y políticos legisladores” –Bauman dixit-. Cuando el mundo feudal, -lleno de supersticiones, creencias ancestrales, mitos, privilegios transmitidos durante centurias, estructuración contractual de las relaciones de poder- comenzó a ser reemplazado por las monarquías constructoras de los Estados Nacionales abriendo el camino de la modernidad, los consejeros reales –precursores de los parlamentarios modernos- se dieron a la tarea de destrozar el complicado mundo antiguo y a imaginar las sociedades basadas en la razón, con normas iguales para todos, sujetas sólo al poder del Rey sin distorsiones intermedias. Esa “primer modernidad” diseñó las sociedades modernas “desde arriba”. La ley, los Códigos, el conjunto de normas dictadas primero por los reyes y luego de las revoluciones burguesas por los representantes del pueblo, decidirían cómo tendrían que organizarse las sociedades y cómo tendrían que vivir las personas, objetos de decisiones ajenas. Pues bien: en ese mundo, con sus más y con sus menos, creen estar viviendo aún la mayoría de los dirigentes argentinos, de los que los “K” simplemente expresan su sublimación. Pero no sólo eso: también creen que el escenario les pertenece y pueden hacer en él lo que les plazca. La estatización de Aerolíneas, mamarracho escatológico que dispone arbitrariamente de ingentes recursos de los ciudadanos por simple capricho o juego de poder al margen de cualquier prioridad ética, social o lógica, es una muestra.
Claro que el mundo siguió avanzando, corrió mucho agua bajo el puente y aunque la Argentina congelara su debate en varias décadas atrás, la democracia contemporánea debió adaptarse en el mundo a una creciente demanda de libertad ciudadana, potenciada por las características del nuevo paradigma global basado en las redes, en el protagonismo creciente de las personas comunes, en la dilución de las intermediaciones y en la exigencia cada vez mayor de respeto a la vida, la libertad, los bienes, la producción y los derechos de las personas. Este fenómeno no es ya sólo “occidental”. Se vivió en Japón, se vive en Rusia y China, crece fuertemente en la India, y es el común denominador de la sociedad global. Ese nuevo mundo que ha diseñado la producción transnacionalizada, la liberación comercial inherente a su base productiva, la mundialización del comercio y el exponencial desarrollo científico técnico, también es intolerante no sólo con las violaciones a los derechos humanos –convertidos en demanda universal- sino con las limitaciones arbitrarias a los derechos y libertades en cualquier lugar que se produzcan. Y llegó así la “segunda modernidad” –nuevamente, Beck dixit- o “posmodernidad” –entre otros, Bauman, para seguir nuestro relato-. No deja atrás a la primera sino que se edifica sobre ella. Los intelectuales y políticos pasan de ser “legisladores” a cumplir el papel de “intérpretes”. Ya no se tolera que “manden”. Se espera de ellos que representen personas y grupos, sepan articular intereses complejos, generen consensos y construyan acuerdos que permitan la convivencia en paz.
La segunda modernidad tiene una agenda crecientemente global, también asumida en la Argentina por las personas que disfrutan de los celulares, la televisión mundial a través del cable, la terminal de Internet en sus hogares, computadoras portátiles y hasta teléfonos y que atraviesa a todos los sectores sociales. Quien observe el paisaje porteño nocturno verá familias de cartoneros luchando por su subsistencia, quizás con los ingresos más humildes de la escala, con varios de sus integrantes con el celular en la cintura. La televisión por cable, por su parte, no se detiene en el asfalto: el setenta por ciento de los argentinos usa este sistema, que pone directamente en su vivienda la comunicación del mundo.
Esos argentinos estuvieron masivamente “con el campo”, aunque no supieran qué es una “retención”. Simplemente, querían dibujarle al poder “el límite” que estaban dispuestos a tolerar. Y están observando el comportamiento del “escenario”, sin adherir con el entusiasmo de otrora a divisas ni dirigentes, sino siguiendo el comportamiento de todos con el espíritu alerta y la mirada crítica.
Frente a esa realidad, resultan ingenuas las filigranas dirigenciales invocando viejas lealtades, partidarias o ideológicas. El mundo que viene no tiene relación alguna con la Carta de Avellaneda del radicalismo, ni con las Veinte Verdades peronistas, ni mucho menos con el “Manifiesto Comunista”, biblia de la izquierda. Su agenda es la del calentamiento global y el cambio climático, la de la democratización de la revolución tecnológica, la inclusión de los excluidos, la del deterioro ambiental, la del agotamiento del petróleo y la necesidad de nuevas fuentes energéticas primarias, la de la inseguridad en la vida cotidiana, la de las nuevas formas de trabajo, la de las migraciones, la del peligro de nuevas pandemias, la del terrorismo internacional como fin, más que como método, la del crecimiento de las redes delictivas de tráfico de personas, armas, estupefacientes, falsificaciones y lavado de dinero ilegal, las mafias “glo-cales” (globales-locales) imbricadas con complicidades internacionales y locales. Antiguos rivales se asocian, de cara a esta nueva agenda, en alianzas impensadas hasta hace pocos años. Empresas petroleras aliadas con organizaciones ambientalistas en busca de nuevas alternativas energéticas, las primeras porque al acabarse el petróleo se les acaba el negocio y las segundas por su preocupación ante el cambio de clima. Rusos y norteamericanos acuerdan acciones contra el terrorismo internacional, que los alcanza a ambos por igual. Chinos y norteamericanos acuerdan tácita o expresamente líneas conjuntas de acción para evitar la profundización del desbalance económico global. Y así hasta el infinito. El propio Mercosur –hoy en retroceso a raíz de los Kirchner- fue un lúcido anticipo de esta nueva etapa, convirtiendo una tradicional y secular rivalidad regional en un espacio de trabajo conjunto por la nueva agenda...
Una nueva agenda, en el mundo y en el país, anima a los viejos y nuevos actores. ¿Cómo creer que las viejas consignas y divisas limitarán su expresión ciudadana? Si hasta “izquierdas” y “derechas” –con sus amplísimas y difusas extensiones- dejan de definir los valores e intereses que mueven a las personas en los nuevos dilemas...
Dos movimientos, entonces. Ambos similares al de las placas tectónicas que dan forma al planeta. Uno, hacia el fortalecimiento de los derechos de las personas, que implica completar la primer modernidad –estado de derecho, respeto al ciudadano, política enmarcada en la Constitución, Estado subordinado a los contrapesos y frenos-. El otro, hacia la nueva agenda, en busca de su mejor articulación con la acción política. Y entre ambos, una creciente indiferencia ciudadana por las viejas divisas, lo que no significa dejar de usarlas si aciertan a responder a los nuevos problemas. Pero por esto último, no por lo que fueron en la historia. Las que sepan interpretar en forma inteligente los nuevos desafíos, tendrán lugar en el nuevo escenario, junto a las nuevas que surjan. Las otras pasarán a ser primero memoria y luego, simplemente historia.


Ricardo Lafferriere

sábado, 23 de agosto de 2008

¿Son también "destituyentes" las calificadoras de riesgo?

El embate de la presidenta contra las calificadoras internacionales de riesgo con argumentos relacionados con la lucha política interna vuelven a poner en el tapete una forma de razonamiento confuso, que en lugar de ayudar a recuperar el control de la situación perdida hace varios meses, persiste en el error de análisis y confirma la desconfianza de los argentinos en su capacidad de gobierno.
¿Es moral el precio de la soja? ¿son golpistas las calificadoras de riesgo? ¿son “destituyentes” los reclamos del campo?
Fue Blaise Pascal quien postuló por primera vez su concepto de los “órdenes”, como un “conjunto homogeneo y autónomo, regido por leyes, que adopta un determinado modelo, de donde deriva su independencia con respecto a uno o varios órdenes diferentes”. Aplicado al cuerpo humano destacaba tres: el cuerpo –que funciona según las reglas de la biología-; el espíritu –lo hace con las reglas de la razón-; y el corazón, o caridad, que lo hace con los sentimientos y la moral. Es recordada su sentencia “el corazón tiene razones que la razón no entiende”, lo que explica no sólo los amores contrariados que llevan a conductas irracionales, sino a actitudes heroicas movidas por la moral o el afecto enfrentadas con las leyes de la supervivencia y del razonamiento. La confusión sobre la naturaleza de los órdenes provoca caer en dos conceptos: el ridículo o la tiranía. El propio Pascal los definía: ridículo es la confusión de los órdenes; tiranía es el deseo de dominación universal y fuera de su orden.
El criterio de los órdenes nos ayuda a comprender con mayor claridad la desorientación de los Kirchner, haciendo oscilar entre el ridículo y la tiranía no sólo su discurso, sino su propia actuación.
Recurriendo a la interesante aproximación pascaliana, la realidad nos muestra tres o cuatro grandes “órdenes”, que funcionan con reglas propias y tienen sus propios límites: el primero es el “científico-técnico-económico”, el segundo el “político-jurídico”, el tercero el “moral” y –para algunos- un cuarto: el ético o del “amor”..
El primer orden, el científico-técnico-económico tiene como característica fundamental el criterio de verdad. Las cosas allí son o no son. Es cierto y verificable, o es incierto e inverificable. No depende de la acción humana, porque tiene componentes que trascienden la decisión de las personas e incluso de los gobiernos. Es “ridículo” –podría decir Pascal- dictar una ley que impida llover, que decida que las personas no morirán jamás, que las cosas caigan hacia arriba o que la cotización internacional de la soja sea de determinado nivel. Los hechos del órden científico-técnico-económico dependen de sus propias reglas y responden a ese conjunto homogéneo y autónomo. Sin embargo, sus consecuencias sí pueden ser atenuadas por otro orden, el “jurídico-político”. Pero “desde afuera”, no “desde adentro” del orden.
No se puede decidir por ley si llegará o no la inversión, ni tampoco –mucho menos- fijar arbitrariamente el precio de los productos. No se puede –sería ridículo- decidir desde el órden jurídico-político –o incluso desde el moral- cuánto vale el metro cuadrado de construcción en cada barrio de Buenos Aires. Y no se puede decidir que el comercio no existirá más. Sería ridículo o propio de una “tiranía”. Pero sí se puede compensar, con decisiones humanas, las situaciones que se consideren injustas producidas por el funcionamiento del propio órden científico-tecnológico-económico. Si no es posible impedir un diluvio, sí es posible ayudar a los damnificados e incluso prever sus consecuencias edificando viviendas en zonas no inundables; si no es posible prohibir que llueva, sí lo es construir un techo; si no es posible impedir una crisis, sí lo es tomar medidas que atenúen sus efectos en las personas más afectadas. Si la economía no genera naturalmente viviendas para todos, sí se pueden realizar planes de vivienda, desde el orden “jurídico-político” destinados a tal fin. “Desde afuera”, pero sin intentar cambiar las reglas que rigen el orden “por dentro”, ya que, en cuanto inherentes a la realidad, son inmodificables.
Lo que no se puede, entonces, es confundir los órdenes creyendo que con decisiones políticas podemos negar las reglas del funcionamiento económico, biológico, climatológico, físico o astronómico. Varias sociedades lo hicieron en el siglo pasado tratando de edificar una economía al margen de las reglas económicas y no sólo perdieron casi un siglo de su historia sino que debieron recurrir a medidas difícilmente justificables desde la moral o incluso desde la propia política, como fueron las dictaduras de partido y atroces violaciones de derechos humanos, hasta terminar en la gigantesca implosión de las dos últimas décadas del siglo XX. La economía, hoy identificada con el capitalismo triunfante mundialmente –ni siquiera los integrismos religiosos como los de Al Qaeda se oponen a sus reglas- terminó volviendo por sus fueros y no hubo “tiranía” suficiente para frenar su impulso.
¿Esto significa que hay que dejar a la economía librada a su propia acción? Sí, y no. Sí, porque sus reglas no son reemplazables, ya que están apoyadas en una antropología inmodificable, la propia de los seres humanos, entre los cuales el egoísmo y el propio interés es su principio articulador, y en general, en forma bastante exitosa. No, porque librada a sus propios límites los grados de injusticia a que puede llegar enfrentaría otro de los “órdenes” propios de la condición humana, el de los valores de la convivencia en paz que rigen el orden político-jurídico. En consecuencia, es posible, justo y adecuado tomar medidas que neutralicen los “efectos no deseados” entre los cuales uno de ellos es qué hacer con los que pierden.
Aquí llegamos al campo de la política, del orden “político-jurídico”, que funciona sobre los ejes “legal-ilegal” y “justo-injusto”. Político, porque es el que contiene la construcción y el funcionamiento del poder coactivo; jurídico, porque ese poder coactivo organizado tiene como lenguaje, en las sociedades modernas, el de las normas, el del derecho. Volviendo al ejemplo, la acción a tomar para neutralizar los efectos no deseados –de una inundación, o de una crisis- no será “interna” al orden científico-técnico-económico, sino externa, desde el orden político-jurídico.
Ese orden es menos imperativo que el cientifico-técnico-económico cuando trata los hechos, pero más fuerte cuando trata las relaciones entre personas. Es el que las personas utilizamos para garantizar la paz, la inclusión de los excluídos, la protección de los menos capacitados –niños, ancianos, enfermos, discapacitados- e incluso los efectos más lacerantes de algunas relaciones económicas básicas –regulación de condiciones de trabajo, salarios, impuestos, vacaciones, dentro de las posibilidades reales que la economía puede tolerar sin implosionar-.
Por último, el orden moral, con su dicotomía “bueno-malo”, “correcto-incorrecto”, se convierte en una guía de acción para las personas en su relación extra-jurídica, la que no se encuentra normada por el edificio político-institucional. Y quienes agregan el cuarto órden el del “amor”, lo conciben atravesando todos los demás: el amor a la verdad –base del orden científico-técnico-económico; el amor a la libertad, la justicia y la legalidad –base del orden político-jurídico- y el amor al projimo –base del orden moral-.
¿Qué confunden los “K”? Pues los dos órdenes primarios. El científico-técnico-económico, con el jurídico-político, y caen sin advertirlo en el ridículo de querer controlar los precios –regidos crudamente por el orden 1- mediante medidas políticas como el control policial –“tiranía”- o la falsificación de los índices –“ridículo”-. O de querer modificar las cotizaciones de los títulos públicos emitidos por su propio gobierno –orden 1- mediante el cambio de las condiciones pactadas en su origen –orden 2- (“tiranía”); o atribuyendo “intenciones” a mecanismos objetivos y automáticos de medición que incluyen datos de mercado y no dependen de decisiones personales (“ridículo”). En este juego del ridículo y la tiranía están rematando la credibilidad de su administración y poniendo en juego una regla fundamental del orden jurídico-político democrático: el respaldo de las mayorías al gobierno, regla de oro no sólo de las sociedades democráticas, sino del funcionamiento de cualquier gobierno, como lo explicó el propio Maquiavelo hace cinco siglos.
Ese es el licuamiento que se siente hoy. No buscado por la oposición, ni por la “oligarquía” o las calificadoras de riesgo, sino por la peligrosa confusión de la pareja gobernante, que al no comprender los límites del orden a que debieran limitar su acción, pone en peligro el funcionamiento armónico de la sociedad entera y la estabilidad de su propia gestión.


Ricardo Lafferriere