Igual
que el futuro, el progresismo tampoco es lo que era.
En
otros tiempos, felices por las seguridades reinantes, el futuro –y el
progresismo, que le era inherente- estaba claro. Un poco por razonar al ritmo
de los tiempos del mundo, los argentinos nos alineamos en el “campo
progresista” virtualmente ocupando todo el arco político: radicales,
peronistas, socialistas, y varias versiones liberales –como los demócrata
progresistas-. Hasta los conservadores hicieron del “progreso” su lema, en
tiempos de la generación del 80.
En la
primera mitad del siglo XX, el futuro sería construido bajo la infalibilidad del
Estado. La sociedad civil tendría su libertad garantizada con un Estado amplio,
que desbordara sus obligaciones tradicionales –defensa, justicia, educación,
seguridad- para agregarle responsabilidades exigidas por el espíritu de los
tiempos –salud, seguridad social integral, asistencia social, programas de
inclusión, etc.- y por último una intervención en la economía que garantizara
“los sectores estratégicos” –fundamentalmente energía, comunicaciones y
transporte ferroviario, marítimo y fluvial, a los que se agregarían uno a otro
los bancos, los seguros, comercio exterior, comercio interior y otros-.
Ese
Estado colapsó. En su lugar, no sólo la realidad sino el propio consenso
político-ideológico vigente en el planeta o sea el actual “espíritu de los
tiempos” incluye diferentes mixturas de lo privado y lo público que han
superado su origen ideológico y son usados como herramientas para conseguir
fines. El Estado dejó de ser el Dios del que todo se esperaba, como en la
conocida sentencia de Nitchze de “Dios ha muerto” en el sentido que dejó de
esperarse de él que arreglara todo. En todo caso, el debate se ha trasladado a
los fines, más que a los instrumentos. En nuestro país, la implosión del Estado
se produjo al finalizar la década de 1980, expresándose en una hiperinflación
de imposible control.
Ese
traslado desde las herramientas hacia los valores ha reconfigurado la
democracia en todo el mundo, fijándole nuevos horizontes. Ante el paradigma de
una economía global de alcance planetario, que produce en cadenas de valor
integradas y vende también en el mercado mundial, la mirada se dirige hoy a la
política, más que a la economía.
Cuáles son los fines de la acción pública y
qué objetivos deben perseguir los Estados y cómo construir una política global,
que contenga y oriente a una economía que hace rato superó los marcos y
limitaciones nacionales, garantizando la inclusión social, son las prioridades
del “progresismo” de hoy. La curiosidad es que coinciden en ese propósito
antiguos adversarios, “izquierdas” y “derechas”.
Esos objetivos se discuten en las
diversas “plazas públicas” del mundo actual, que comprende un sinfín de
protagonistas: grupos de interés, Estados, partidos políticos, ciudadanos
interactuando en forma individual por las redes, ONGs, religiones,
fundamentalismos, nuevas creencias tipo religiones laicas, motivantes de las
mismas pasiones y en ocasiones de peores intolerancias que los viejos dogmas.
En nuestro país, pareciera
existir un consenso mayoritario que la demanda de la hora, el “progresismo” con
respecto a la situación actual, es terminar de una vez por todas con el
populismo autoritario que se ha ido edificando durante la década kirchnerista
en la forma de ejercicio del poder y su relación con los ciudadanos. Eso
unifica a la gran mayoría de la población, incluso a muchos que apoyaron –y tal
vez, hasta apoyan- al oficialismo.
El común denominador de las
consignas del 12 de setiembre y 8 de noviembre fue el reclamo de vigencia de la
Constitución, su intangibilidad, la libertad de prensa, la independencia de la
justicia, el castigo a la corrupción de funcionarios, y otras relacionadas con
los valores básicos de convivencia. Valores que, huelga repetirlo, impregnan a
todas las fuerzas políticas republicanas y democráticas, cualquiera sea su
ubicación en el arco ideológico, incluyendo a amplios sectores del peronismo.
El masivo Paro General del 20 de
noviembre tuvo condimentos inéditos. En primer lugar, la ausencia de hechos de
violencia, pero mucho más significativo fue el reiterado reclamo de la
dirigencia gremial, en la conferencia de prensa posterior, de la vigencia
constitucional. Nunca la Constitución Nacional ha estado tan presente en
expresiones dirigenciales obreras como en ese momento, y ello es un aporte
indudable a la cultura política argentina.
El progresismo de hoy se unifica
entonces en la vuelta al estado de derecho. Su ausencia lastima tanto a
ciudadanos perseguidos por pensar diferente, como a empresarios sometidos a la
arbitrariedad cleptómana de funcionarios inescrupulosos, sindicatos asfixiados
por la retención ilegal de recursos de sus obras sociales o productores
confiscados en sus ingresos por la manipulación del tipo de cambio y fondos
“retenidos” por la arbitraria decisión oficial.
Los hechos dirán si alcanza con
convertir al “progresismo” democrático y republicano en un común denominador
tácito, o si requiere una gran confluencia electoral al estilo de las “grandes
coaliciones” que se han visto en otros países en momentos importantes.
Aunque acá pareciera conmover a fundamentalistas,
que los hay en todas las fuerzas políticas, esa gran coalición no debiera ser
demonizada. Las raíces ideológicas y culturales de la Democracia Cristiana y de
la Socialdemocracia en Alemania, o en Chile, por ejemplo, no pueden ser más
diferentes. Sin embargo, cuando es necesario enfrentar situaciones críticas
–mucho menos graves que las que tenemos los argentinos- no dudan en articular
gobiernos de amplia coalición que ayudan a demarcar coincidencias estratégicas
nacionales, dentro de las cuales cada fuerza sigue conservando su historia, su
ideología y sus visiones finalistas. Así también ocurre en Brasil, con
resultados ciertamente exitosos.
La situación argentina se está
complicando cada vez más, no tanto por sus limitantes externos como por la
extrema incompetencia de la gestión oficial. En gran medida, es responsabilidad
opositora por su incapacidad y ceguera en articular una alternativa potente y
creíble. Ya en la elección nacional del 2011 convocábamos a los tres candidatos
opositores más importantes a coincidir en un programa común y en un solo
candidato, advertíamos que las consecuencias de no hacerlo serían fatales para
los argentinos, y los acompañarían como un baldón en sus carreras políticas. No
nos equivocamos. Por la incapacidad de acordar un frente alternativo confiable
y maduro, hoy nos acercamos al fondo de las arcas públicas, el aislamiento
crediticio, la incapacidad de controlar la inflación y la ausencia de
horizontes, que agrava la incertidumbre –y la ansiedad- de gran parte de la
población.
La herencia que dejará el
kirchnerismo será de las más graves de la historia nacional. Quien no quiera
advertirlo hoy, está invitado a guardar esta nota para que nos encontremos en poco
tiempo, tal vez menos de un lustro, a verificar su lamentado acierto.
La liquidación del capital
nacional realizado en estos años nos ha hipotecado el futuro inmediato y
mediato, por la gigantesca desfinanciación del sistema previsional y del
sistema energético, los sectores más destacados -pero no los únicos- del vaciamiento kirchnerista. Lo acompañan el
extremo deterioro de la infraestructura –eléctrica, ferroviaria, de redes de
distribución energética, autopistas, puertos, y últimamente también la de
comunicaciones, sin olvidar el sistema de defensa nacional, que se ha llevado a
su virtual inexistencia-.
Retomar la marcha nos obligará a
contar, en el escenario menos exigente, con el equivalente de un PBI -500.000
millones de dólares- “extra” para
recuperar el capital dilapidado y sentar las bases de un nuevo crecimiento.
Frente a esta demanda imponente, es ridícula e infantil la anteojera
ideológica, tanto como la fragmentación nacional.
Es necesario frente a ello un
paso adelante para recuperar las reglas de juego, sin las cuales cualquier
debate está condenado a una discusión estéril y circular. Sólo una vez logrado
este objetivo básico, de naturaleza neo constituyente, será el momento de
seguir discutiendo las prioridades de las políticas públicas. Pretender hacerlo
hoy es como haberle exigido al gobierno de Rosas una determinada política
educativa, de infraestructura o de salud pública, antes de haber logrado la
Constitución Nacional.
Progresismo es hoy, en la
Argentina, terminar con ésto, que nos empobrece, nos estanca, nos oprime, nos
aisla del mundo, nos quita horizontes. No nos demonicemos, entonces, los
argentinos. Todos somos valiosos, en nuestras diferencias, pero también en
nuestra decisión inquebrantable de vivir con ellas en paz, en el marco de un
estado de derecho.
Ricardo Lafferriere