Hace poco tiempo, fue Ricardo Alfonsín el que, refiriéndose
a afirmaciones de la presidenta en su discurso al Congreso, afirmó que “son
cosas que sólo se pueden decir cuando nadie tiene posibilidad de contestarle”.
El sábado reiteró su práctica, esta vez agrediendo a los jueces, que por estilo
y por ley tienen vedado realizar –o contestar- opiniones políticas.
Agredir a quien no puede contestar es un típico
procedimiento autoritario. Organizar las presentaciones en forma tal que sólo
quepan aplausos, sin chance alguna de marcar una discrepancia, vacía el debate
y reduce la palabra a un primitivo uso de estímulo pasional. Desaparece su
utilidad civilizada, de expresión de conceptos claros que buscan coincidir con
otros para hacer eficaz la convivencia subiendo escalones de perfección.
El discurso oficial es cada vez más rudimentario, cerril,
contradictorio, autoreferencial y vacuo, al punto que ni siquiera las
herméticas construcciones semánticas de Carta Abierta o de Laclau se animan ya
a intentar una interpretación que lo proyecte al escenario académico, o
simplemente a personas que esperen de él silogismos con algún sentido, y no
sólo aporías.
Carece de sentido, entonces, contestar un relato que se
responde a sí mismo, porque sólo le habla al espejo. En todo caso, lo urgente
es pasar en limpio qué necesita la Argentina y los argentinos para liberar su
potencialidad, soltar amarras y recomenzar la construcción del futuro.
Entre esas falencias se destacan las públicas, porque si
algo ha impedido el derrumbe definitivo ha sido la encomiable capacidad de
resistencia de los argentinos. Cuarenta millones de compatriotas han seguido
trabajando, estudiando, ilusionándose y buscándole la vuelta a la vida, a pesar
del gobierno.
Los argentinos sienten la confiscación de sus ingresos –como
en el campo-, el saqueo de su salud –como el vaciamiento de las obras sociales
sindicales, empujadas al borde de la quiebra-, el deterioro de la educación
–con cada vez menos capacitación en los jóvenes que egresan del sistema
educativo-, la presión patrimonialista generalizada –hasta un cantante
kirchnerista de primera hora ha expresado desistir de participar en festivales
oficiales por la magnitud de las “comisiones” que debe dejar en el camino-. Y
el deterioro grave de su infraestructura y sus reservas, tal vez lo que costará
más recuperar porque son el soporte de todo lo demás.
Analistas de prestigio reconocido coinciden en que la
demanda de recursos en la próxima década oscilará entre el equivalente de 1 y 2
“PBIs”, o sea entre Quinientos mil millones de dólares y Un billón de la misma
moneda. Las cuentan se disparan apenas se realiza el relevamiento sector por
sector.
El área energética requiere ya una inversión anual de 15.000
millones de dólares, 150.000 en la década. El sector previsional –vaciado en
sus reservas, pero desmantelada además su reconversión hacia un mix de reparto
y capitalización- requerirá 500.000 millones de dólares, en un proceso
incremental que comenzará en los próximos años y crecerá a límites impactantes.
El sector de infraestructura vial y ferroviario requiere alrededor de 75.000
millones, y el tendido de redes de distribución energética –eléctrica y gas- un
valor aproximado a 25.000 millones.
La infraestructura social no es menos demandante. Superar
definitivamente el déficit de viviendas -3.000.000 unidades, a la fecha, pero
creciendo- requiere una inversión de cerca de 100.000 millones de dólares, y es
una falencia que no puede seguir proyectándose en el tiempo en forma
indefinida, mientras se suceden gobiernos de autodefinidas “izquierdas” y
“derechas”.
La infraestructura educativa está en gran medida obsoleta.
En todo caso, la demanda mayor depende de qué país elijamos ser. No hace falta
tanto –tal vez, 10.000 millones de dólares- para amortizar lo existente y
cubrir las urgencias. Pero si aspiramos a retomar una marcha vigorosa inserta
en la revolución científico-técnica, necesitaremos multiplicar esa inversión
por cuatro, a fin de contar con escuelas y colegios dotados de las últimas
tecnologías.
Y la comunicacional, tendida en los noventa, está al límite de su
capacidad requiriendo una urgente y revolucionaria ampliación, para lo cual
hacen falta recursos. Los usuarios de celulares inteligentes lo notan, al igual
que los crecientes usuarios de banda ancha que reclaman mayor capacidad para
recibir –y transmitir- datos de voz, sonido, archivos en la nube y
aplicaciones.
La reconstrucción del sistema de defensa nacional, que había
comenzado a recuperarse con gran esfuerzo luego de la pérdida del material
bélico en Malvinas, se revirtió en la última década hacia su desarticulación
final. Un país con las dimensiones, recursos y población de la nuestra
requiere, nada más que para contar con una fuerza disuasiva de carácter
defensivo, una inversión de 75.000 millones de dólares.
Podríamos seguir la lista al infinito. Equipamiento en
seguridad ciudadana, infraestructura judicial, inversión en cárceles, dotación
adecuada al servicio exterior, son elementos que suman necesidades ineludibles.
Si sumamos estos rubros, llegaremos al monto estimado para la década.
Curiosamente, es una suma parecida a la que despilfarró la gestión kirchnerista
en éstos, “los mejores años de la historia” de los precios internacionales de
nuestros productos.
¿Cómo lo conseguimos? ¿En cuáles podemos liberar recursos
públicos para destinar a la inversión social –vivienda, educación, seguridad,
defensa, justicia- y en cuáles debemos recurrir a la inversión privada? ¿Cómo
definimos las prioridades anuales en forma democrática y participativa? ¿Qué
áreas deben ser de exclusiva jurisdicción de las autoridades locales y
provinciales? ¿Cuál es el monto de la inversión privada requerida? ¿En qué
marcos reglamentarios? ¿Con qué obligaciones, derechos y garantías a los
inversores y usuarios?
La dimensión de lo que viene no sólo exige disposición al
diálogo y generación de consensos, sino audacia nacional para evitar caer en un tobogán ya irreversible de
decadencia, la que se nota apenas comparamos nuestro proceso interno con el
entorno nacional y la marcha del mundo.
Nuestra sociedad ha incorporado pautas
claras de modernización en su convivencia. Sin embargo, sigue en las tinieblas
en el nivel del debate de las cuestiones públicas. Para recuperar impulso
vital, debemos incrementar la tasa de inversión en un 50 %, llevándola del
actual 20 % a un umbral del 30 % del PBI. O sea, pasar de los actuales Cien mil
a los Ciento Cincuenta mil millones de dólares por año.
Esas cuestiones son las que esperan propuestas y decisiones
en el escenario político. Están tan alejadas de los berridos presidenciales
contra Clarín y el poder judicial, como de las exigencias impostadas del
“preciosismo ideológico” de sectores opositores. Al contrario de ambos
discursos: son temas concretos, puntuales y “duros”. No se cubren con discursos
sino con recursos. Es el debate de fondo que el país pensante reclama y espera,
porque cada uno tiene sus particularidades y necesita definiciones. Y en todos
deben encontrarse puntos de acuerdo, porque hacen a la viabilidad nacional.
Nuestra Argentina no se merece lo que tenemos, muy parecido
al criollo género teatral definido como “sainete”. Distintas generaciones de
compatriotas hicieron grandes cosas, con algo de locura y mucho de genio para
hacer un país diferente, no esta decadencia persistente.
Pero sí se merece una oportunidad. La reclama, la espera.
Todos los proyectos requieren para ser viables la vigencia constitucional y el
estado de derecho. Un país en el que las diferencias potencien la creatividad
sin anularse y respetándose. Una sociedad democrática.
Deberíamos utilizar las palabras para construirla.
Ricardo Lafferriere