domingo, 16 de diciembre de 2012

La foto de la semana


La foto de la semana


Para los analistas del escenario y aun para sus respectivas nomenclaturas, la foto osciló entre lo intrascendente y lo condenable. Sin embargo, mirando hacia la sociedad, configura la expresión de los pilares más importantes de la Argentina democrática - republicana. Para una mitad del país, fue una bocanada de aire fresco.

No son todo el país. La foto de la otra mitad, la de la Argentina populista - autoritaria, incluiría a la presidenta, flanqueada por Carlos Menem y Hebe Bonafini, o por Horacio González y Pacho O'Donnell, o por Yasky y Gerardo Martínez.

Los análisis político sociales tienen siempre algo de apuesta. No admiten límites absolutos, como una fórmula matemática, ni las definiciones precisas de las ciencias duras o de los propios sistemas filosóficos.

Para algunos, en la sociedad disputan izquierdas y derechas y así lo expresan en sus análisis. Para otros, el motor de la historia son las naciones, disputando entre ellas (o contra el mundo). Los hay para quienes las etnias o las clases sociales definen sujetos activos de los verdaderos conflictos. Seguramente para ninguno de ellos la foto de marras significa nada.

En esta columna venimos sosteniendo desde hace una década que los grandes bloques político culturales que conforman la Argentina, aún con bordes difusos e impregnaciones recíprocas, son los definidos al comienzo.
No es una originalidad. Pensadores importantes de la historia nacional han buceado en la interpretación de nuestras identidades profundas, tratando de encontrar las causas de impotencias y potencialidades. En tiempos contemporáneos, Daniel Larriqueta, en sus dos magníficas obras "La Argentina Renegada" y "La Argentina Imperial", hace una aproximación al tema con la que coincidimos medularmente.

 La sociedad  argentina incluye dos herencias sustantivas, por supuesto que enriquecidas por aportes diversos y por su propia interacción, la colonial "tucumanesa" y la revolucionaria "republicana", que él denomina "atlántica".

La primera incluye una idea del poder y su ejercicio con escaso apego a los límites normativos pero con un fuerte compromiso ordenancista. Fué la fundacional, la que tiñó los comportamientos de los 240 años de vida anteriores a la Revolución.

La segunda imagina al poder limitado por las leyes y la justicia, y a los ciudadanos como base final de legitimidad de todo el orden político. Su llegada al debate político se produjo con la Revolución de Mayo. Dice Larriqueta, como un recurso didáctico: "La Argentina tucumanesa, en estado puro, es Bolivia. La Argentina atlántica en estado puro, es el Uruguay".

Bolivia, fuertemente caudillista, con innegable impronta precolombina simbiotizada con la cultura feudal de la colonización temprana. Uruguay, con su política sofisticada, tradicional cultura de coaliciones y tolerancia, con intenso diálogo estratégico nacional. Nosotros no somos ninguno de ellos, pero somos ambos.

En la mirada del autor de esta nota, esos dos bloques culturales fundacionales sustantivos han impulsado la historia nacional, hasta hoy. Matizados con sus adjetivos "ideológicos" en ambos campos, han luchado, se han imbricado, han interactuado y han convivido. El país que tenemos es el resultado de esa convivencia dialéctica. Pero siguen conteniendo las miradas de los argentinos sobre el tema de fondo que los diferencia: la relación de las personas con el poder.

La segunda mitad del siglo XX, con su dinámica densa y compleja, nos presentó dos esqueletos políticos articuladores de estos bloques: el justicialismo y el radicalismo. El primero fue exitoso casi siempre, ayudado por su intrínseca naturaleza verticalista. El segundo lo logró en algunas ocasiones, siendo la más exitosa la recuperación democrática iniciada en 1983.

Dentro de cada bloque hay matices y diferencias, algunas muy marcadas, y está bien que así sea y siga siendo. Aún así es curioso que a pesar de que las distancias que separan -pongamos por caso- a Hermes Binner de Mauricio Macri sean infinitamente menores que las que separan a Ricardo Forster de Pacho O'Donnell, también sea más dificultoso articular entre los primeros un contenedor común, que los segundos logran rápidamente para sostener un poder compartido, con el liderazgo presidencial, de la misma forma que en los 90, el liderazgo de Carlos Menem contenía desde los Kirchner hasta Maria Julia Alsogaray.

Ambos bloques tienen ventajas y disvalores. La mayor debilidad del primero es su tendencia a impostar sus diferencias, lo que es sano para el debate democrático pero peligroso para el ejercicio del poder. La gran falencia del segundo es su tendencia a los desvíos autoritarios, aún al precio de vaciar tanto las formas como el contenido de la democracia.

El modelo kirchnerista se caracteriza por expresar la crudeza sustantiva del segundo, facilitado el terreno por la fragmentación adversaria.

Como decíamos en un comentario anterior, el tiempo dirá hasta dónde es necesario profundizar la acción común. Cuanto mayor sea la calidad democrática e institucional, más tolerará el sistema los debates sobre las políticas públicas.

Pero la contraria también es cierta: cuanto mayor sea el deterioro institucional y las desviaciones autoritarias, más necesaria será la unidad en la acción de las distintas vertientes de la Argentina democrática - republicana, entre las cuales -bueno es destacarlo- existen sectores importantes del propio peronismo.

Por esas razones, y por el rumbo que está tomando el oficialismo en estos últimos tiempos, es que la foto de la semana se ha convertido en un testimonio esperanzador en el sentido correcto.

Ricardo Lafferriere



Barletta flanqueado por Macri y Binner. El presidente de la Unión Cívica Radical junto a los presidentes del PRO y del Partido Socialista.

martes, 11 de diciembre de 2012

El uso de las palabras



Hace poco tiempo, fue Ricardo Alfonsín el que, refiriéndose a afirmaciones de la presidenta en su discurso al Congreso, afirmó que “son cosas que sólo se pueden decir cuando nadie tiene posibilidad de contestarle”. El sábado reiteró su práctica, esta vez agrediendo a los jueces, que por estilo y por ley tienen vedado realizar –o contestar- opiniones políticas.

Agredir a quien no puede contestar es un típico procedimiento autoritario. Organizar las presentaciones en forma tal que sólo quepan aplausos, sin chance alguna de marcar una discrepancia, vacía el debate y reduce la palabra a un primitivo uso de estímulo pasional. Desaparece su utilidad civilizada, de expresión de conceptos claros que buscan coincidir con otros para hacer eficaz la convivencia subiendo escalones de perfección.

El discurso oficial es cada vez más rudimentario, cerril, contradictorio, autoreferencial y vacuo, al punto que ni siquiera las herméticas construcciones semánticas de Carta Abierta o de Laclau se animan ya a intentar una interpretación que lo proyecte al escenario académico, o simplemente a personas que esperen de él silogismos con algún sentido, y no sólo aporías.

Carece de sentido, entonces, contestar un relato que se responde a sí mismo, porque sólo le habla al espejo. En todo caso, lo urgente es pasar en limpio qué necesita la Argentina y los argentinos para liberar su potencialidad, soltar amarras y recomenzar la construcción del futuro.

Entre esas falencias se destacan las públicas, porque si algo ha impedido el derrumbe definitivo ha sido la encomiable capacidad de resistencia de los argentinos. Cuarenta millones de compatriotas han seguido trabajando, estudiando, ilusionándose y buscándole la vuelta a la vida, a pesar del gobierno.

Los argentinos sienten la confiscación de sus ingresos –como en el campo-, el saqueo de su salud –como el vaciamiento de las obras sociales sindicales, empujadas al borde de la quiebra-, el deterioro de la educación –con cada vez menos capacitación en los jóvenes que egresan del sistema educativo-, la presión patrimonialista generalizada –hasta un cantante kirchnerista de primera hora ha expresado desistir de participar en festivales oficiales por la magnitud de las “comisiones” que debe dejar en el camino-. Y el deterioro grave de su infraestructura y sus reservas, tal vez lo que costará más recuperar porque son el soporte de todo lo demás.

Analistas de prestigio reconocido coinciden en que la demanda de recursos en la próxima década oscilará entre el equivalente de 1 y 2 “PBIs”, o sea entre Quinientos mil millones de dólares y Un billón de la misma moneda. Las cuentan se disparan apenas se realiza el relevamiento sector por sector.

El área energética requiere ya una inversión anual de 15.000 millones de dólares, 150.000 en la década. El sector previsional –vaciado en sus reservas, pero desmantelada además su reconversión hacia un mix de reparto y capitalización- requerirá 500.000 millones de dólares, en un proceso incremental que comenzará en los próximos años y crecerá a límites impactantes.

 El sector de infraestructura vial y ferroviario requiere alrededor de 75.000 millones, y el tendido de redes de distribución energética –eléctrica y gas- un valor aproximado a 25.000 millones.

La infraestructura social no es menos demandante. Superar definitivamente el déficit de viviendas -3.000.000 unidades, a la fecha, pero creciendo- requiere una inversión de cerca de 100.000 millones de dólares, y es una falencia que no puede seguir proyectándose en el tiempo en forma indefinida, mientras se suceden gobiernos de autodefinidas “izquierdas” y “derechas”.

La infraestructura educativa está en gran medida obsoleta. En todo caso, la demanda mayor depende de qué país elijamos ser. No hace falta tanto –tal vez, 10.000 millones de dólares- para amortizar lo existente y cubrir las urgencias. Pero si aspiramos a retomar una marcha vigorosa inserta en la revolución científico-técnica, necesitaremos multiplicar esa inversión por cuatro, a fin de contar con escuelas y colegios dotados de las últimas tecnologías. 

Y la comunicacional, tendida en los noventa, está al límite de su capacidad requiriendo una urgente y revolucionaria ampliación, para lo cual hacen falta recursos. Los usuarios de celulares inteligentes lo notan, al igual que los crecientes usuarios de banda ancha que reclaman mayor capacidad para recibir –y transmitir- datos de voz, sonido, archivos en la nube y aplicaciones.

La reconstrucción del sistema de defensa nacional, que había comenzado a recuperarse con gran esfuerzo luego de la pérdida del material bélico en Malvinas, se revirtió en la última década hacia su desarticulación final. Un país con las dimensiones, recursos y población de la nuestra requiere, nada más que para contar con una fuerza disuasiva de carácter defensivo, una inversión de 75.000 millones de dólares.

Podríamos seguir la lista al infinito. Equipamiento en seguridad ciudadana, infraestructura judicial, inversión en cárceles, dotación adecuada al servicio exterior, son elementos que suman necesidades ineludibles. Si sumamos estos rubros, llegaremos al monto estimado para la década. Curiosamente, es una suma parecida a la que despilfarró la gestión kirchnerista en éstos, “los mejores años de la historia” de los precios internacionales de nuestros productos.

¿Cómo lo conseguimos? ¿En cuáles podemos liberar recursos públicos para destinar a la inversión social –vivienda, educación, seguridad, defensa, justicia- y en cuáles debemos recurrir a la inversión privada? ¿Cómo definimos las prioridades anuales en forma democrática y participativa? ¿Qué áreas deben ser de exclusiva jurisdicción de las autoridades locales y provinciales? ¿Cuál es el monto de la inversión privada requerida? ¿En qué marcos reglamentarios? ¿Con qué obligaciones, derechos y garantías a los inversores y usuarios?

La dimensión de lo que viene no sólo exige disposición al diálogo y generación de consensos, sino audacia nacional para evitar  caer en un tobogán ya irreversible de decadencia, la que se nota apenas comparamos nuestro proceso interno con el entorno nacional y la marcha del mundo. 

Nuestra sociedad ha incorporado pautas claras de modernización en su convivencia. Sin embargo, sigue en las tinieblas en el nivel del debate de las cuestiones públicas. Para recuperar impulso vital, debemos incrementar la tasa de inversión en un 50 %, llevándola del actual 20 % a un umbral del 30 % del PBI. O sea, pasar de los actuales Cien mil a los Ciento Cincuenta mil millones de dólares por año.

Esas cuestiones son las que esperan propuestas y decisiones en el escenario político. Están tan alejadas de los berridos presidenciales contra Clarín y el poder judicial, como de las exigencias impostadas del “preciosismo ideológico” de sectores opositores. Al contrario de ambos discursos: son temas concretos, puntuales y “duros”. No se cubren con discursos sino con recursos. Es el debate de fondo que el país pensante reclama y espera, porque cada uno tiene sus particularidades y necesita definiciones. Y en todos deben encontrarse puntos de acuerdo, porque hacen a la viabilidad nacional.

Nuestra Argentina no se merece lo que tenemos, muy parecido al criollo género teatral definido como “sainete”. Distintas generaciones de compatriotas hicieron grandes cosas, con algo de locura y mucho de genio para hacer un país diferente, no esta decadencia persistente.

Pero sí se merece una oportunidad. La reclama, la espera. Todos los proyectos requieren para ser viables la vigencia constitucional y el estado de derecho. Un país en el que las diferencias potencien la creatividad sin anularse y respetándose. Una sociedad democrática.

Deberíamos utilizar las palabras para construirla.

Ricardo Lafferriere

sábado, 1 de diciembre de 2012

El dilema de la justicia norteamericana


                El riesgo de abordar con una mirada imparcial el conflicto judicial que la Argentina mantiene con los acreedores que no ingresaron en el Canje en los tribunales de Estados Unidos es ubicarse en el “borde” del relato oficial y a un paso de caer en la demonización “antinacional” y “antipopular”. Pero como nos gustan los desafíos, trataremos de hacerlo, conscientes que se trata de un tema que está lejos de ser tratado por la justicia norteamericana con el grotesco arsenal argumental oficial.

                ¿Por qué el Juez Griesa dispuso como lo hizo, obligando al país a depositar la fianza de 1330 millones de dólares por aquella deuda, y por qué esto afecta a los pagos que deben ser hechos a los que sí entraron en el “canje”?

                Veamos los antecedentes. La Argentina es deudora por bonos impagos emitidos por diferentes gobiernos, en los que incluyó la jurisdicción de los tribunales norteamericanos como uno de los argumentos que en su momento ofreció para que posibles inversores los compraran.

                Con esta cláusula, los bonos fueron adquiridos por inversores diversos. Al producirse la interrupción de pagos, todos dejaron de cobrar. Y cuando el país ofreció volver a pagar a aquellos que aceptaran una “quita” de más del 60 % (es decir, devolver sólo el 35 % aproximadamente del monto original) la gran mayoría aceptó. Pero hubo otros que no. Son “hold out”, “esperan afuera”.

                ¿Tenían derecho los que no aceptaron a hacer lo que hicieron? Sí, porque en el plano internacional no existe un procedimiento concursal o de quiebras, que permita a los deudores fallidos a liquidar su patrimonio, que los acreedores se repartirían de manera forzosa para todos –como en el derecho interno- y a “empezar de nuevo”, con las limitaciones jurídicas de los quebrados.

                ¿Cuál es la situación de los que no aceptan? No pierden ningún derecho. Pueden reclamar judicialmente sus créditos en la jurisdicción pactada y buscar bienes del deudor para su ejecución forzada. Su diferencia con los que sí aceptan es que no cobran “por las buenas”, en la manera ofrecida por el deudor fallido, sino que asumen la carga de la ejecución judicial.

                ¿Pueden vender sus créditos? Sí, porque son bienes en el mercado, títulos-valores con vida propia, desprendidos de la operación original, de los que existen en todas las bolsas del mundo. Sus dueños pueden hacer con ellos lo que les plazca: venderlos, rematarlos, regalarlos, romperlos. Su cotización depende de la estimación sobre la posibilidad de cobro. En el caso de los “hold out” con créditos contra Argentina, se cotizaban a alrededor del 38 % del valor nominal.

                Pasando entonces en limpio: los acreedores que no entraron en el canje pueden ser calificados de “buitres”, “animales”, “chupasangre”, “demoníacos” o lo que se le ocurra al deudor moroso –o sea, a la Argentina-. En realidad, en términos legales, no hacen otra cosa que reclamar de manera previsible un crédito legítimo, que obtuvieron porque el deudor alguna vez le pidió prestado dinero que después no devolvió en las condiciones pactadas. Las descalificaciones ni obligan, ni categorizan, ni inciden, en la naturaleza jurídica de las acreencias y en sentido estricto no configuran otra cosa que argumentos de marketing político, ajenos a la justicia.

                Un juez que aplica la ley –en cualquier país- debe hacer cumplir las obligaciones. Esto no es un invento del imperialismo: el pago de las deudas está reglamentado desde el Código de Hammurabi y la Biblia, en las legislaciones más diversas. Es la base de toda la construcción jurídica de la humanidad, que fue un avance sobre los tiempos en que las deudas se cobraban por mano propia. Los acreedores que no aceptaron el canje reclamaron esa deuda en la justicia prevista para ello, obtuvieron su declaración de legitimidad, y comenzaron a buscar bienes para ejecutar al deudor, como lo hace cualquier acreedor burlado.

                En nuestro caso, el juez ante el que se tramita el reclamo recibió una intimación de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, ordenándole que, dado el tiempo transcurrido, disponga la forma en que los acreedores puedan cobrar su deuda. Y ante la inexistencia de otros bienes, decretó que debían cobrarse en forma proporcional de los fondos que el deudor remitía a un banco norteamericano para pagarle a los que sí entraron, el “banco pagador”.

                El “Banco pagador” actúa en este caso como mandatario del gobierno argentino. Los fondos pertenecen al gobierno argentino hasta que se transfieren a cada acreedor, y en consecuencia podrían ser embargados. “En principio”. 

               ¿Por qué “en principio”? Porque esta decisión, aunque lógica desde el punto de vista jurídico, tiene consecuencias graves para el movimiento del sistema financiero, ya que si es así, todas las restructuraciones de deudas que se realicen en el futuro serían inviables si no fueran aceptadas por el 100 % de los acreedores. Claro que desde el punto de vista jurídico, esto no puede ser un argumento para que la ley no se aplique y los acreedores (“hold out”) no puedan cobrar sus créditos sobre fondos de los deudores.

                La situación se ve agravada por el permanente (e innecesario) desafío verbal del gobierno argentino deudor contra la decisión judicial, reiterando a plena voz que no pagará. Esa actitud fue la determinante para que el juez Griesa haya decidido sacar el tema de la “zona gris” en la que, con infinita paciencia y desgaste de su autoridad lo había ubicado, y definir de manera terminante que esa deuda puede cobrarse embargando los fondos argentinos enviados para otros fines.

                Pero esta decisión trae otro problema: si procediera, no habría más restructuraciones, porque los acreedores de países en problemas sabrían que no tienen ventajas aceptando canjes con quita, si pueden cobrar ejecutando sus créditos sobre los fondos destinados a los pagos de los que sí aceptan quitas.

Tanto una solución como la otra generan grandes conmociones en el sistema financiero, por los antecedentes que establecen. Y la justicia norteamericana, último garante del sistema mundial de pagos, debe establecer un cartabón sobre un conflicto en el que se enfrentan el derecho de propiedad –de los acreedores a cobrar sus deudas-, que es el puntal último de la economía mundial, con las soluciones “conversadas”, al estilo de procesos de convocatoria de acreedores internacionales, que dejan afuera a acreedores a los que no les conviene aceptar esos términos.

Negar lo primero implicaría dejar a todo el sistema financiero mundial sin base legal. Y negar lo segundo, cerraría las puertas a soluciones imprescindibles para países en problemas. Puestos en estos extremos, lo previsible es que la justicia se incline por la segunda solución, ya que ignorar la ley se asemejaría en mucho al caos económico global generalizado.

Desde esta página hemos reiterado más de una vez que la economía global ha desbordado las legislaciones –y la política- diseñada en tiempos de los Estados Nacionales soberanos, con economías autárquicas. En este caso, está claro que la ausencia de un procedimiento establecido de quebrantos que permita reglamentar casos como el argentino (o como el griego, o como el ruso o el mexicano) incrementa la incertidumbre –y eleva el costo- de la intermediación financiera.

Pero por el otro lado, la pretensión de la utilización de un principio de derecho público como la “soberanía” por parte de administraciones fallidas para no abonar deudas contraídas en el mercado privado, coloca a todo el sistema al borde de su implosión y amenaza con retrotraer el escenario a los tiempos anteriores a la Doctrina Drago.

En efecto: si bien pareciera de sentido común que los Estados no fueran sometidos a las leyes aplicables a los particulares, también lo es que la economía sería imposible si los deudores pudieran dejar de pagar sus deudas en las condiciones pactadas cuando se les ocurra, máxime cuando para endeudarse se han sometido a las normas del derecho privado y han renunciado voluntariamente a oponer su soberanía como defensa en caso de incumplimiento.

Entre esos dos extremos se balancea la difícil decisión que deba tomar la justicia de Estados Unidos, ante la cuál la prudencia parece aconsejarnos no colocarse en los extremos –como la desafiante actitud de “no les pagaremos” porque son la “justicia del imperio”- que pueden obligarla a tomar la peor decisión, no tanto por el problema de fondo, sino como necesaria reacción ante un justiciable rebelde que da un “mal ejemplo”.

 Al margen del rudimentario discurso para la barra interna emitido por cadena nacional, seguramente los representantes legales de la Argentina, ante este providencial plazo procesal adicional que ha otorgado la Cámara de Apelaciones, tendrán especialmente en cuenta al presentar el caso que la justicia norteamericana decidirá pensando en las implicancias, no ya para una deuda menor de un país perdido en el mapa, sino para toda la base legal del sistema financiero internacional, que en su inmensa mayoría ha establecido a los tribunales de Nueva York como la jurisdicción definitiva aplicable a sus transacciones.

Y que, en consecuencia, para la Argentina y sus autoridades, como parte en litigio, guardar las formas, respetar a los jueces y prometer acatamiento y voluntad de pago –o sea, volver a la “zona gris”-  será mucho más efectivo que las frases altisonantes sin ningún efecto procesal positivo pero muy alta peligrosidad, si lo que se busca es salir del problema y no agravarlo.

La Argentina no está hoy precisamente en condiciones de declararle la guerra al mundo, cualquiera fuere la convicción sicológica íntima de su máxima autoridad. Salvo que, sin importar sus consecuencias, se estuviera gestando a propósito un grave conflicto externo para escudar tras él, con toscas proclamas patrioteras, las enormes falencias de gestión de los últimos años. 

Sería perverso.

Ricardo Lafferriere

jueves, 29 de noviembre de 2012

Progresista es terminar con ésto


                Igual que el futuro, el progresismo tampoco es lo que era.

                En otros tiempos, felices por las seguridades reinantes, el futuro –y el progresismo, que le era inherente- estaba claro. Un poco por razonar al ritmo de los tiempos del mundo, los argentinos nos alineamos en el “campo progresista” virtualmente ocupando todo el arco político: radicales, peronistas, socialistas, y varias versiones liberales –como los demócrata progresistas-. Hasta los conservadores hicieron del “progreso” su lema, en tiempos de la generación del 80.

                En la primera mitad del siglo XX, el futuro sería construido bajo la infalibilidad del Estado. La sociedad civil tendría su libertad garantizada con un Estado amplio, que desbordara sus obligaciones tradicionales –defensa, justicia, educación, seguridad- para agregarle responsabilidades exigidas por el espíritu de los tiempos –salud, seguridad social integral, asistencia social, programas de inclusión, etc.- y por último una intervención en la economía que garantizara “los sectores estratégicos” –fundamentalmente energía, comunicaciones y transporte ferroviario, marítimo y fluvial, a los que se agregarían uno a otro los bancos, los seguros, comercio exterior, comercio interior y otros-.

                Ese Estado colapsó. En su lugar, no sólo la realidad sino el propio consenso político-ideológico vigente en el planeta o sea el actual “espíritu de los tiempos” incluye diferentes mixturas de lo privado y lo público que han superado su origen ideológico y son usados como herramientas para conseguir fines. El Estado dejó de ser el Dios del que todo se esperaba, como en la conocida sentencia de Nitchze de “Dios ha muerto” en el sentido que dejó de esperarse de él que arreglara todo. En todo caso, el debate se ha trasladado a los fines, más que a los instrumentos. En nuestro país, la implosión del Estado se produjo al finalizar la década de 1980, expresándose en una hiperinflación de imposible control.

                Ese traslado desde las herramientas hacia los valores ha reconfigurado la democracia en todo el mundo, fijándole nuevos horizontes. Ante el paradigma de una economía global de alcance planetario, que produce en cadenas de valor integradas y vende también en el mercado mundial, la mirada se dirige hoy a la política, más que a la economía. 

             Cuáles son los fines de la acción pública y qué objetivos deben perseguir los Estados y cómo construir una política global, que contenga y oriente a una economía que hace rato superó los marcos y limitaciones nacionales, garantizando la inclusión social, son las prioridades del “progresismo” de hoy. La curiosidad es que coinciden en ese propósito antiguos adversarios, “izquierdas” y “derechas”.

Esos objetivos se discuten en las diversas “plazas públicas” del mundo actual, que comprende un sinfín de protagonistas: grupos de interés, Estados, partidos políticos, ciudadanos interactuando en forma individual por las redes, ONGs, religiones, fundamentalismos, nuevas creencias tipo religiones laicas, motivantes de las mismas pasiones y en ocasiones de peores intolerancias que los viejos dogmas.

En nuestro país, pareciera existir un consenso mayoritario que la demanda de la hora, el “progresismo” con respecto a la situación actual, es terminar de una vez por todas con el populismo autoritario que se ha ido edificando durante la década kirchnerista en la forma de ejercicio del poder y su relación con los ciudadanos. Eso unifica a la gran mayoría de la población, incluso a muchos que apoyaron –y tal vez, hasta apoyan- al oficialismo.

El común denominador de las consignas del 12 de setiembre y 8 de noviembre fue el reclamo de vigencia de la Constitución, su intangibilidad, la libertad de prensa, la independencia de la justicia, el castigo a la corrupción de funcionarios, y otras relacionadas con los valores básicos de convivencia. Valores que, huelga repetirlo, impregnan a todas las fuerzas políticas republicanas y democráticas, cualquiera sea su ubicación en el arco ideológico, incluyendo a amplios sectores del peronismo.

El masivo Paro General del 20 de noviembre tuvo condimentos inéditos. En primer lugar, la ausencia de hechos de violencia, pero mucho más significativo fue el reiterado reclamo de la dirigencia gremial, en la conferencia de prensa posterior, de la vigencia constitucional. Nunca la Constitución Nacional ha estado tan presente en expresiones dirigenciales obreras como en ese momento, y ello es un aporte indudable a la cultura política argentina.

El progresismo de hoy se unifica entonces en la vuelta al estado de derecho. Su ausencia lastima tanto a ciudadanos perseguidos por pensar diferente, como a empresarios sometidos a la arbitrariedad cleptómana de funcionarios inescrupulosos, sindicatos asfixiados por la retención ilegal de recursos de sus obras sociales o productores confiscados en sus ingresos por la manipulación del tipo de cambio y fondos “retenidos” por la arbitraria decisión oficial.

Los hechos dirán si alcanza con convertir al “progresismo” democrático y republicano en un común denominador tácito, o si requiere una gran confluencia electoral al estilo de las “grandes coaliciones” que se han visto en otros países en momentos importantes.

Aunque acá pareciera conmover a fundamentalistas, que los hay en todas las fuerzas políticas, esa gran coalición no debiera ser demonizada. Las raíces ideológicas y culturales de la Democracia Cristiana y de la Socialdemocracia en Alemania, o en Chile, por ejemplo, no pueden ser más diferentes. Sin embargo, cuando es necesario enfrentar situaciones críticas –mucho menos graves que las que tenemos los argentinos- no dudan en articular gobiernos de amplia coalición que ayudan a demarcar coincidencias estratégicas nacionales, dentro de las cuales cada fuerza sigue conservando su historia, su ideología y sus visiones finalistas. Así también ocurre en Brasil, con resultados ciertamente exitosos.

La situación argentina se está complicando cada vez más, no tanto por sus limitantes externos como por la extrema incompetencia de la gestión oficial. En gran medida, es responsabilidad opositora por su incapacidad y ceguera en articular una alternativa potente y creíble. Ya en la elección nacional del 2011 convocábamos a los tres candidatos opositores más importantes a coincidir en un programa común y en un solo candidato, advertíamos que las consecuencias de no hacerlo serían fatales para los argentinos, y los acompañarían como un baldón en sus carreras políticas. No nos equivocamos. Por la incapacidad de acordar un frente alternativo confiable y maduro, hoy nos acercamos al fondo de las arcas públicas, el aislamiento crediticio, la incapacidad de controlar la inflación y la ausencia de horizontes, que agrava la incertidumbre –y la ansiedad- de gran parte de la población.

La herencia que dejará el kirchnerismo será de las más graves de la historia nacional. Quien no quiera advertirlo hoy, está invitado a guardar esta nota para que nos encontremos en poco tiempo, tal vez menos de un lustro, a verificar su lamentado acierto.

La liquidación del capital nacional realizado en estos años nos ha hipotecado el futuro inmediato y mediato, por la gigantesca desfinanciación del sistema previsional y del sistema energético, los sectores más destacados -pero no los únicos-  del vaciamiento kirchnerista. Lo acompañan el extremo deterioro de la infraestructura –eléctrica, ferroviaria, de redes de distribución energética, autopistas, puertos, y últimamente también la de comunicaciones, sin olvidar el sistema de defensa nacional, que se ha llevado a su virtual inexistencia-.

Retomar la marcha nos obligará a contar, en el escenario menos exigente, con el equivalente de un PBI -500.000 millones de dólares-  “extra” para recuperar el capital dilapidado y sentar las bases de un nuevo crecimiento. Frente a esta demanda imponente, es ridícula e infantil la anteojera ideológica, tanto como la fragmentación nacional.

Es necesario frente a ello un paso adelante para recuperar las reglas de juego, sin las cuales cualquier debate está condenado a una discusión estéril y circular. Sólo una vez logrado este objetivo básico, de naturaleza neo constituyente, será el momento de seguir discutiendo las prioridades de las políticas públicas. Pretender hacerlo hoy es como haberle exigido al gobierno de Rosas una determinada política educativa, de infraestructura o de salud pública, antes de haber logrado la Constitución Nacional.

Progresismo es hoy, en la Argentina, terminar con ésto, que nos empobrece, nos estanca, nos oprime, nos aisla del mundo, nos quita horizontes. No nos demonicemos, entonces, los argentinos. Todos somos valiosos, en nuestras diferencias, pero también en nuestra decisión inquebrantable de vivir con ellas en paz, en el marco de un estado de derecho.

Ricardo Lafferriere

martes, 20 de noviembre de 2012

El costo del “modelo”




                ¿Cuánto le cuesta –y le ha costado- a la Argentina mantener el “modelo”, tal como lo entiende el oficialismo?

                En economía, a pesar de que los valores pueden representarse por números, es difícil encontrar unanimidad de visiones. No obstante, es posible “aislar” un determinado sistema –en este caso, el país en su conjunto- y tratar de descifrar qué ha perdido y qué ha ganado durante los años kirchneristas. Esta visión nunca puede ser exacta, pero sí detectar los principales agregados para ayudarnos a imaginar las falencias que tendremos que enfrentar en los tiempos que vienen.

                Hay rubros fácilmente cuantificables. La reducción del stock ganadero, por ejemplo (12 millones de cabezas), cuyo valor es fácilmente estimable en alrededor de USD 5.000 millones. De la misma manera, la disminución del valor real de las reservas previsionales, que puede estimarse en USD 10.000 millones.

                Hay otros más discutibles. Las reservas del BCRA están entre ellos. La mayoría de la cuenta oficial de reservas incluye fondos que no son propios: depósitos en dólares de particulares, fondos prestados por entidades internacionales, fondos prestados por el BCRA al gobierno que no se devolverán, y el mecanismo conocido como “LEBAC” y “NOBAC”, que son recursos de los bancos –o sea, de particulares depositantes en ellos- que, aunque pactados por un plazo fijo, si existiera una demanda de devolución de las personas a sus respectivas entidades éstas deberían retirarlas en forma anticipada del BCRA ya que, de no ser así, no tendrían con qué hacer frente a esos requerimientos.  La forma más neutra de considerar la reducción de reservas tal vez sería comparar el monto del circulante con las reservas propias del BCRA. Si así lo hiciéramos, la pérdida patrimonial de la entidad se acercaría…a la totalidad del circulante. Asusta pensar que el relato le ha costado al país, en este rubro, cerca de USD 40.000 millones.

                El deterioro de la infraestructura por no haber destinado siquiera lo necesario para amortizar el capital fijo es otro rubro que varía según la mirada. Los trenes, por ejemplo, se caen de a pedazos. El subterráneo de la Capital requiere inversiones para mantenerlo en las mismas condiciones –es decir, sin nuevas estaciones, ni mejoras tecnológicas avanzadas- de alrededor de USD 1.000 millones. Es discutible si son precios achacables al “modelo”. Pero es cierto que según el propio relato oficial, el país ha atravesado la mejor década de su historia y no ha aprovechado ese impulso para modernizar –ni siquiera para mantener- la infraestructura envejecida. Ponerla al día, sumando ferrocarriles, autopistas, redes eléctricas y transporte de gas no cuesta menos que USD 20.000 millones.

                ¿Cómo cuantificar el costo de la caída general de valor que la economía en su conjunto ha sufrido por el proceso inflacionario? Éste golpea a dos puntas: en el ingreso de los asalariados, y en el valor del capital invertido, que en los países con capitalización bursátil se puede medir por el valor de sus bolsas. ¿Cómo hacerlo acá? Está claro que el valor de las empresas cae al compás del deterioro del tipo de cambio, menos la inflación. Es una cuenta más complicada, porque depende del tipo de empresa, la transabilidad –intrínseca o reglamentaria- internacional de sus productos, la nacionalidad de su equipamiento, etc. Tal vez una forma podría ser comparar el deterioro de la moneda a raíz del proceso inflacionario, y una aproximación podría obtenerse de relacionar la inflación generada por la emisión sin respaldo (a esta altura, alrededor de 80.000 millones de pesos al año) como porcentaje del PBI. Con un circulante equivalente al 20 % del PBI, esos 80.000 millones equivaldrían a alrededor de USD 15.000 millones, con un dólar de cálculo de $ 5,30.

                ¿Y cómo considerar en esta cuenta la “fuga de divisas”, es decir las divisas que habiéndose originado en la perfomance de la economía nacional, por ejemplo por las exportaciones, no se han sumado al circuito económico, sea porque se fueron del país o porque se mantienen “en el colchón”? Según fuentes concordantes –públicas y privadas- el monto de esta fuga, durante el período kirchnerista, ha ascendido a aproximadamente USD 80.000 millones.

                Llegamos a la cuenta mayor, la que más le costará al país recuperar: las reservas de hidrocarburos, consumidas sin reposición. Las fuentes estiman entre USD 100.000 y USD 300.000 millones (Alieto Guadagni). Un promedio nos situaría en USD 200.000 millones –cifra aceptada como verosímil por Daniel Montamat-.

                Y sumemos:
1.       Stock ganadero                                                  5.000
2.       Reservas previsionales                                     10.000
3.       Reservas BCRA                                                40.000
4.       Infraestructura                                                   20.000
5.       Caída valor por inflación                                    15.000
6.       Fuga de divisas                                                  80.000
7.       Reservas hidrocarburos                                   200.000
Total                                                                  370.000
             Es decir, aproximadamente el PBI de un año.

Algunos de estos números pueden parecer exagerados. Otros, sin dudas, se quedan cortos. El resultado final, de todas formas, no estará muy alejado de la realidad.

                Por supuesto, hay números a favor: esos ingresos algún destino tuvieron. Fueron predominantemente al consumo, además de la pasmosa corrupción que también podría ubicarse en el mismo rubro. En otras palabras, el “modelo” ha consistido centralmente en gastar todo lo posible, en “hacernos felices”, funcionarios incluidos. Con esa dilapidación, era difícil no serlo. Otros, como los fugados, están guardados a buen recaudo de manotazos.

La Argentina ha vivido por encima de sus ingresos reales, comiéndose su capital, pero eso se acabó. Y esta afirmación atraviesa la gran mayoría de los sectores sociales, desde el asalariado hasta el empresario. Tal vez el único sector expropiado puntualmente en sus ingresos haya sido el agro, que recibe antes de impuestos –vale decir, sólo por influencia de las retenciones y el tipo de cambio ficticio- un tercio del valor de sus ventas.

Y para agravar el drama, el país no ha mejorado ni la estructura social, ni sus carencias básicas –déficit de vivienda, aislamiento de sus zonas marginales, educación popular, salud pública, mayor seguridad y adecuado funcionamiento judicial- ni reconstruido el equipamiento para la defensa nacional ni reconstruido su Estado de derecho.

El problema será ahora cómo arrancar. La dimensión de las inversiones necesarias exigirá movilizar recursos, internos y externos. Para lograrlo, tampoco es necesario inventar la pólvora. Será imprescindible movilizar ahorro hacia la inversión, lo que tiene un requisito ineludible: la confianza de las personas en las instituciones, en las leyes, en la justicia y en el gobierno. Esa confianza tiene una regla de oro: el consenso político-social. Y un enemigo: la tensión política.

Esto vale para los argentinos y para los extranjeros. Ni unos ni otros arriesgarán recursos si no tienen la seguridad que a algún funcionario no se le ocurrirá arbitrariamente despojarlos. El país –su Congreso, sus provincias, su justicia- debe escribir y garantizar las reglas de juego que está dispuesto y comprometido a cumplir.

Debe hacerlo libremente, recurriendo al consenso de sus fuerzas políticas, empresarias y gremiales. Y debe contemplar para ello las condiciones que requiere hoy la conciencia ciudadana sobre el medio ambiente, las condiciones laborales, los derechos humanos, los recursos naturales, el piso de dignidad ciudadana. Pero una vez escritas, luego de un debate amplio, transparente y participativo, y una vez logrados los acuerdos estratégicos imprescindibles que deben reflejar las decisiones y prevenciones de mayorías y minorías, las reglas no deben cambiarse.

A esa actitud se la ha llamado “cosmopolitismo consciente” y “realismo reflexivo”. Si el desemboque de la aventura kirchnerista fuera una Argentina madura en lo institucional, tal vez el gigantesco costo del “modelo” nos habría ayudado a volver a imaginar el futuro y trabajar por él, liberado de las atávicas resonancias de los dramas del pasado.

Y si así fuera, tal vez hasta habría alguna vez que agradecerles por haber mostrado el nítido contraejemplo del camino virtuoso.

Ricardo Lafferriere


               
               
                

viernes, 16 de noviembre de 2012

Ninguna confusión, señora.



                “…un formidable aparato cultural…” habría sido, al decir de la presidenta, la causa de que cientos de miles de argentinos –un par de millones en todo el país- tuvieran una “imagen deformada de su propio país” y cuestionaran su gobierno en la multitudinaria marcha del 8N, sin dudas la mayor expresión política de la historia argentina en contra de una administración en ejercicio.

                Luego completaría su relato: gente deseosa de contar con servicio doméstico con pago miserable, se movilizó contra la Asignación Universal por Hijo. Gente sin patriotismo hizo causa común con los “fondos buitres”. En síntesis: equivocados, antipopulares y antinacionales se conjugaron para enfrentar a un gobierno lúcido, nacional y popular…

                Poco sentido tiene polemizar con la original mirada de la presidenta. No convence a nadie ajeno, y esto lo advierten todos –incluso ella-. Claramente no es un mensaje cuya finalidad sea convencer, al apoyarse en hechos ficticios construidos intelectualmente al sólo efecto de la argumentación falaz. Ni una sola pancarta, consigna, cartel o reclamo fue levantado por los millones de manifestantes en todo el país cuestionando la Asignación Universal o defendiendo a los “hold outs”.

Prefiriendo no hacernos eco de los crecientes rumores, presumimos la salud mental presidencial. Sobre esta base, la explicación del endurecimiento de su discurso debiera buscarse en otra clave. Y ésta pareciera ser interna: detener el desgranamiento acelerado de su propia fuerza, dotándola de un rudimentario arsenal argumental que, aunque no resista el análisis más ligero, endurece el debate. Sin embargo, como contrapartida, lo coloca al borde de la ruptura.

                La sociedad dista de poseer la linealidad que le atribuye el discurso oficialista. Tiene tantas miradas como personas viven en el país. El secreto de un liderazgo democrático es contener la mayor cantidad de esas miradas, para lo cual el pronunciamiento político debe enfocar los temas más graves de la agenda,  los que conciten coincidencias, y alejarse de las sofistificaciones ideológicas, que por definición son variables e infinitamente diferentes en sus matices.

                El principal tema de agenda en la Argentina hoy es el deterioro institucional. La justicia adocenada, el parlamento inexistente, la prensa perseguida, los ciudadanos “ninguneados”, la inseguridad reinando, el narcotráfico en crecimiento, una corrupción rampante e impune, la Constitución y las leyes permanentemente amenazadas y dependiendo del sólo humor presidencial y el país crecientemente aislado de la comunidad internacional.

                Ello se advierte sin necesidad de recurrir a sesudos análisis de politólogos: sólo observar la infinidad de pancartas artesanales que portaron los cientos de miles de argentinos que manifestaron. Frente a la interpretación presidencial tan ajena a esos reclamos cabe preguntarse: ¿ejerce la presidenta un liderazgo democrático?

                La respuesta debe surgir de su conducta. Fragmentar, imponer, despreciar miradas diferentes, negarse al debate abierto, gobernar por sobre sus facultades legales, recurrir al grotesco, descalificar al adversario, regimentar la justicia, despreciar a la prensa que transmite hechos u opiniones que considera desfavorables a su gobierno, considerar “confundidos” a quienes no coinciden con su mirada, son características alejadas del liderazgo democrático y muy cercanas al comportamiento autoritario.

                ¿La hace esto una presidenta antipopular? ¿o “antinacional”? Pareciera arriesgado calificarla así, aún a pesar de sus innegables falencias de gestión. Sin embargo, sí la hacen una presidenta antidemocrática, o al menos cada vez más alejada de un liderazgo propio de una democracia republicana, representativa, federal.

                En los albores de la recuperación democrática, cuando el debate político estaba teñido de categorías dialécticas universitarias, solía hablarse de una polarización entre el “pueblo” y el “antipueblo”. Existía una dictadura, no regían derechos humanos elementales, y era negada la soberanía popular. Enfrente, “el pueblo” era el sujeto reclamante de derechos y reivindicaciones.

                Todo eso quedó atrás. Afortunadamente los ciudadanos son los dueños de otorgar el poder, a través de los procesos electorales y eso pareciera incorporado definitivamente al patrimonio político-cultural del país. Sin embargo, persiste un conflicto que indudablemente hoy es el “principal” tema de agenda social: el que enfrenta las concepciones autoritarias del poder frente a las que creen en el estado de derecho como expresión superior y más perfecta de la soberanía popular.

                En nada cambia esta conclusión el origen electoral de un mandato. La democracia no es sólo el gobierno de las mayorías. Es el gobierno de las mayorías respetando a las minorías, que deben ser más protegidas cuanto más vulnerables sean. Desde esta perspectiva, la suprema minoría es la persona, cada ciudadano. No en vano la búsqueda de tantos siglos de pensadores, políticos, luchadores y filósofos desembocó en la democracia como el mejor sistema de organizar un gobierno garantizando los derechos de todos y de cada uno.

                Tampoco es válida la pretensión de oponer “democracia” con “gobierno popular”, porque mientras no exista en plenitud el funcionamiento democrático-republicano, el contenido “popular” de un gobierno está bajo la permanente amenaza de su retroceso, distorsión, negación o falseamiento.

El avance democrático debe corregir los contenidos autoritarios y consolidar sobre bases sólidas, legal y económicamente, las medidas de contenido popular que han sido decididas con la finalidad de disciplinar voluntades, servir de coartadas a proyectos patrimonialistas, hacer impune la corrupción desenfrenada, o acumular poder al margen de las leyes.

Ante un proyecto autoritario, la construcción democrática exige grandes coindencias. Si alcanzara con acuerdos institucionales, bienvenidos sean. Pero si éstos fueran insuficientes, la coordinación exigirá mayor acercamiento, alrededor de un programa cuya esencia fuera la recuperación de las reglas de juego, las que permitan la convivencia en paz y la pacífica interacción de las diferencias.

Coincidir, para poder discrepar. Esa es, en definitiva, la regla de oro de la democracia funcionando. Coincidir en los límites del poder frente a los ciudadanos, en el respeto a los equilibrios constitucionales, en las reglas de funcionamiento del sistema político.

Y en esa coincidencia, dar rienda libre a las miradas diferentes, con un comportamiento que para ser efectivo debe ser capaz de extraer las coincidencias que ameriten trabajar en conjunto, y en pasar en limpio las diferencias que deban seguir siendo discutidas hasta encontrar las mejores soluciones a los problemas de la agenda.

No es tan difícil, ni significa inventar la pólvora. Es, simplemente, como funciona una democracia republicana.


Ricardo Lafferriere
               

viernes, 21 de septiembre de 2012

Miedo y Gobierno



                Dos peligrosos pronunciamientos en el máximo nivel del Estado han ocupado la atención y los comentarios políticos la semana que pasó. Ambos han recurrido, en forma directa o indirecta, a un viejo mecanismo autoritario para el ejercicio del poder: la siembra de temor.

                Mediante el primero de ellos, se ha exhortado a los argentinos a tenerle a la presidenta de la Nación “un poquito de miedo”. La exhortación-amenaza fue proferida por la propia presidenta, en una pieza oratoria en la que, además de los ya corrientes ataques a la prensa que no causan efecto alguno por las callosidades mentales que han generado en la población, ha concentrado las municiones verbales en “los que viajan”, en los empresarios y en sus propios funcionarios. Todos ellos debieran, en palabras de la presidenta, “tenerle miedo a Dios, y un poquito a mí”.

                La presidenta ha olvidado que en un estado de derecho, a quien hay que temer es a la ley. En un estado autoritario, la ley es reemplazada por la voluntad discrecionalidad del funcionario. En nuestro caso, la transición desde el estado de derecho que comenzamos a edificar con el liderazgo de Alfonsín en 1983 y empezó su deterioro en el 2002 está terminando de desarticularse con la gestión de Cristina Kirchner en estos días.

El Estado autoritario está caracterizado por el vaciamiento institucional y la concentración del poder, en forma cada vez más autocrática, en la persona de la presidenta de la Nación. Los organismos del Estado dejan de cumplir su misión específica –educar a los niños, aislar a los delincuentes, recaudar impuestos, discutir asignación de recursos- para convertirse en herramientas discrecionales del uso del poder.

Estas violaciones normativas no están motivadas por la construcción de una sociedad más equitativa, como –equivocada pero comprensiblemente- sostenía la vieja izquierda cuando justificaba las violaciones de derechos y garantías de las personas con las “dictaduras proletarias”. 

En nuestro caso, la concentración de poder se asemeja mucho más a las dictaduras bananeras, en las que tiranuelos corruptos con poco de proletarios aislaban a sus países del mundo para convertirlos en cotos de caza en los que sus patrimonios crecían sin límites con la contracara del estancamiento y el atraso de sus pueblos. No hay en la axiología ni en los objetivos oficialistas razones éticas de ninguna naturaleza que justifiquen semejante violación a las libertades de los ciudadanos.

El segundo pronunciamiento pertenece a una figura rutilante del entorno presidencial, vergonzosamente calificada en la tapa de la revista “Veja” en el Brasil como el “Ministro Kicilove”. Sin empacho ni vergüenza se refirió a un conocido y prestigioso empresario argentino con la misma autosuficiencia de la Jefa del Estado: “deberíamos fundirlo”, dijo, como si entre sus facultades naturales estuviera decidir la vida o la muerte económica de las personas o las empresas. 

El empresario había declarado que desde 2008 la Argentina había perdido competitividad, lo que no es ningún descubrimiento: nueve puestos por debajo que en la anterior medición del Foro Económico Mundial, superada por todo el entorno regional y latinoamericano y compartiendo un devaluado prestigio con Namibia, Mongolia y Grecia. Pero aunque sea cierto, para la visión oficial no debe decirse, al igual que la inflación, la fuga de divisas o los desequilibrios emocionales de la presidenta.

 Y en realidad, aunque “fundir” a una persona no está entre las facultades naturales o institucionales de un funcionario, sí lo está entre sus facultades fácticas. De hecho, hemos llegado a una situación en que un funcionario puede decretar el fin de su vida económica, como ha hecho con miles de empresas agropecuarias, con tamberos, empresas inmobiliarias, inversores, empresas cambiarias, sus dueños y trabajadores. No ya como resultado de políticas equivocadas, sino por la puntual, discrecional y perversa decisión de la autoridad política.

La política del miedo, que impulsa el gobierno con sus herramientas de fiscalización utilizadas para represaliar opiniones diferentes, no sólo es inconstitucional: es miserable. No tiene respetabilidad ni justificación. Es inmoral en el fondo y en la forma. Y para quienes se sienten indemnes ante los juicios morales, es bueno recordarles que tampoco tiene fundamentos políticos, constitucionales o legales.

La justicia, tendiendo a adocenarse definitivamente, no termina de advertir el daño que su demora o su evasión de responsabilidades genera no sólo para el presente, sino para el futuro. Sin su decisión justa y oportuna poniendo límites al poder, no sólo afecta los derechos de las personas que viven hoy en el país, sino que notifica a quienes puedan pensar invertir en el futuro que las normas en la Argentina rigen –o no…- según la duración del gobierno de turno.

Lo que están haciendo –oficialismo y jueces- bordea –y “bardea”- el estado de derecho. Sólo se justifica en el marco de la construcción de un país totalitario, con ciudadanos convertidos en súbditos aprisionados por las fronteras –económicas, políticas, aduaneras- del país.

Los argentinos ya aprendieron en suficientes lecciones sufridas en carne viva que el miedo no tiene cabida en sus valores cívicos y se han sacado de encima aprendices de dictadores peores que éstos. La inédita multiplicación espontánea de invitaciones por Internet a las marchas del próximo jueves “por la libertad y la Constitución”, en muchos lugares del país, muestran esta saludable reacción.

Por el bien del país, de nuestro pueblo y del propio oficialismo, sería bueno que los jueces vuelvan a la sana práctica de convertir a la Constitución y la ley en lo único temible. Y que los funcionarios se dediquen, en el marco de ese estado de derecho, a hacer aquello para lo que se les paga y que en este último tiempo deja mucho que desear: gobernar.

Ricardo Lafferriere