La foto de la semana
Para los
analistas del escenario y aun para sus respectivas nomenclaturas, la foto osciló entre lo intrascendente y lo
condenable. Sin embargo, mirando hacia la sociedad, configura la expresión de los pilares más importantes de la Argentina
democrática - republicana. Para una
mitad del país, fue una bocanada de aire
fresco.
No son
todo el país. La foto de la otra mitad,
la de la Argentina populista - autoritaria, incluiría a la presidenta, flanqueada por Carlos Menem y Hebe
Bonafini, o por Horacio González y Pacho O'Donnell, o por
Yasky y Gerardo Martínez.
Los análisis político sociales tienen siempre
algo de apuesta. No admiten límites absolutos, como una fórmula matemática, ni las definiciones
precisas de las ciencias duras o de los propios sistemas filosóficos.
Para
algunos, en la sociedad disputan izquierdas y derechas y así lo expresan en sus análisis. Para otros, el motor de
la historia son las naciones, disputando entre ellas (o contra el mundo). Los
hay para quienes las etnias o las clases sociales definen sujetos activos de
los verdaderos conflictos. Seguramente para ninguno de ellos la foto de marras
significa nada.
En esta
columna venimos sosteniendo desde hace una década
que los grandes bloques político culturales que conforman
la Argentina, aún con bordes difusos e
impregnaciones recíprocas, son los definidos al
comienzo.
No es una
originalidad. Pensadores importantes de la historia nacional han buceado en la
interpretación de nuestras identidades
profundas, tratando de encontrar las causas de impotencias y potencialidades.
En tiempos contemporáneos, Daniel Larriqueta, en
sus dos magníficas obras "La Argentina
Renegada" y "La Argentina Imperial", hace una aproximación al tema con la que coincidimos medularmente.
La sociedad
argentina incluye dos herencias sustantivas, por supuesto que
enriquecidas por aportes diversos y por su propia interacción, la colonial "tucumanesa" y la revolucionaria
"republicana", que él denomina "atlántica".
La
primera incluye una idea del poder y su ejercicio con escaso apego a los límites normativos pero con un fuerte compromiso
ordenancista. Fué la fundacional, la que tiñó los comportamientos de los 240 años de vida anteriores a la Revolución.
La
segunda imagina al poder limitado por las leyes y la justicia, y a los
ciudadanos como base final de legitimidad de todo el orden político. Su llegada al debate político se produjo con la Revolución de Mayo. Dice Larriqueta, como un recurso didáctico: "La Argentina tucumanesa, en estado puro, es
Bolivia. La Argentina atlántica en estado puro, es el
Uruguay".
Bolivia,
fuertemente caudillista, con innegable impronta precolombina simbiotizada con
la cultura feudal de la colonización temprana. Uruguay, con su
política sofisticada, tradicional
cultura de coaliciones y tolerancia, con intenso diálogo estratégico nacional. Nosotros no
somos ninguno de ellos, pero somos ambos.
En la
mirada del autor de esta nota, esos dos bloques culturales fundacionales
sustantivos han impulsado la historia nacional, hasta hoy. Matizados con sus
adjetivos "ideológicos" en ambos campos,
han luchado, se han imbricado, han interactuado y han convivido. El país que tenemos es el resultado de esa convivencia dialéctica. Pero siguen conteniendo las miradas de los
argentinos sobre el tema de fondo que los diferencia: la relación de las personas con el poder.
La
segunda mitad del siglo XX, con su dinámica densa y compleja, nos
presentó dos esqueletos políticos articuladores de estos bloques: el justicialismo y el
radicalismo. El primero fue exitoso casi siempre, ayudado por su intrínseca naturaleza verticalista. El segundo lo logró en algunas ocasiones, siendo la más exitosa la recuperación
democrática iniciada en 1983.
Dentro de
cada bloque hay matices y diferencias, algunas muy marcadas, y está bien que así sea y siga siendo. Aún así es curioso que a pesar de que
las distancias que separan -pongamos por caso- a Hermes Binner de Mauricio
Macri sean infinitamente menores que las que separan a Ricardo Forster de Pacho
O'Donnell, también sea más dificultoso articular entre los primeros un contenedor
común, que los segundos logran rápidamente para sostener un poder compartido, con el
liderazgo presidencial, de la misma forma que en los 90, el liderazgo de Carlos
Menem contenía desde los Kirchner hasta
Maria Julia Alsogaray.
Ambos
bloques tienen ventajas y disvalores. La mayor debilidad del primero es su
tendencia a impostar sus diferencias, lo que es sano para el debate democrático pero peligroso para el ejercicio del poder. La gran
falencia del segundo es su tendencia a los desvíos
autoritarios, aún al precio de vaciar tanto
las formas como el contenido de la democracia.
El modelo
kirchnerista se caracteriza por expresar la crudeza sustantiva del segundo,
facilitado el terreno por la fragmentación adversaria.
Como decíamos en un comentario anterior, el tiempo dirá hasta dónde es necesario profundizar
la acción común. Cuanto mayor sea la calidad democrática e institucional, más
tolerará el sistema los debates sobre
las políticas públicas.
Pero la
contraria también es cierta: cuanto mayor sea
el deterioro institucional y las desviaciones autoritarias, más necesaria será la unidad en la acción de las distintas vertientes de la Argentina democrática - republicana, entre las cuales -bueno es destacarlo-
existen sectores importantes del propio peronismo.
Por esas
razones, y por el rumbo que está tomando el oficialismo en
estos últimos tiempos, es que la foto
de la semana se ha convertido en un testimonio esperanzador en el sentido
correcto.
Ricardo
Lafferriere