Cumplido
ya el cronograma electoral del corriente año, es ineludible realizar la primera
evaluación de su influencia en el escenario político y del proceso que ha quedado lanzado con el
comienzo de la despedida del decenio kirchnerista.
“Todos
ganaron”, leí en uno de los tantos blogs que sigo semanalmente como termómetros
del estado de ánimo de los argentinos. Y, en realidad, da esa impresión.
Claramente, el proceso político ha puesto su proa hacia su normalización, luego
de la conmoción de cambio de siglo y el decenio que la siguió.
“Todos
ganaron” significa que las fuerzas aspirantes a la conducción del país pueden
profundizar su construcción sin el lastre que significaba tener enfrente un
proyecto negador de la democracia política. Esa situación anómala les
aconsejaba disimular sus propuestas diferenciadoras en post de construir
límites a la desbordante pujanza del oficialismo hacia la concentración del
poder y la negación de la esencia republicana del sistema político.
No
siempre lo lograron, y ha sido la sociedad por sí misma la encargada de hacerlo.
El kirchnerismo no se agotará por la acción virtuosa de conducciones
republicanas, sino por la virtud intrínseca de una sociedad que comenzó a
edificar esos límites en el 2008, con la rebelión del campo, y los hizo
indestructibles con las masivas expresiones de setiembre y noviembre del 2012,
abril del corriente año, y estos dos pronunciamientos electorales contundentes.
Ahora,
quienes aspiran al próximo turno podrán trabajar con mayor tranquilidad en
madurar sus propuestas y sus estrategias. Y el kirchnerismo deberá terminar su
gestión, para la que ha sido validado con la preservación de sus mayorías
parlamentarias, que le alcanzarán para gobernar pero no ya para inventar
dislates. Ni el “Cristina eterna”, ni los “diez años más” ni el “vamos por todo”
tienen chance en un país que busca su modernización, su imbricación con el
mundo y su racionalidad política.
El
proceso electoral deja otra enseñanza. Cuando se implantaron las elecciones
primarias abiertas simultáneas y obligatorias el propósito invocado fue dotar a
las fuerzas políticas y coaliciones de un mecanismo de selección de candidatos
que estimulara la concentración y evitara la fragmentación.
En
pocos lugares estos propósitos han sido tan desvirtuados como en la provincia
de Buenos Aires y en la Capital.
En el primer distrito, en lugar
de evitar la concentración se produjo justamente la fractura de la fuerza
gobernante, de la que ha surgido un liderazgo que hoy resulta una de las
principales alternativas sucesorias.
Y en el segundo, no funcionaron
como la culminación de un proceso consolidado de construcción de una alternativa
política –que requiere contar en primer lugar con un programa, en segundo con
una ingeniería de poder y en recién en el último la selección de los
candidatos- sino como un amuchamiento táctico en el que confluyeron liderazgos
con visiones disímiles –y en algunos temas, totalmente enfrentados- con una finalidad
respetable, pero poco edificante desde la perspectiva de una democracia
moderna: juntar fuerzas para lograr que candidatos en extremo minoritarios
quedaran excluidos de los repartidores por su escasa representatividad.
Dicen los politólogos que sea cual
fuere el sistema electoral, la sociedad termina eligiendo lo que quiere. Parece
claro que, en nuestro caso, ha decidido marcar el fin del kirchnerismo, sin
privarlo de las herramientas de gobierno necesarias para su última etapa.
Y ha dejado abierta la decisión
sobre lo que vendrá habilitando espacios y liderazgos diversos, que deberán
comenzar su construcción y dedicarse los próximos dos años a seducir un electorado
saludablemente sorprendente y sofisticado.
Ricardo Lafferriere