Los conmocionantes episodios de grupos de personas
frustrando delitos o tomando en sus manos la tarea de apresar y castigar a
quienes considera sus autores han convocado una sucesión de valoraciones, la
mayoría de las cuales son de una fuerte condena a la actitud de estos
ciudadanos.
Curiosamente, y aunque sea comprensible, en esas mismas
condenas no suele incluirse el comportamiento delictivo que les da origen, lo
que segmenta de tal forma el análisis que lo termina convirtiendo en parcial,
porque analiza la mitad del fenómeno y no su totalidad.
Más aún: en las condenas, salvo excepciones, no suele
incluirse la falencia estatal en garantizar la seguridad ciudadana, la que
tiene dos grandes huecos: la ausencia de promoción de una escala de valores que
condene la rapiña –más aún: su reemplazo por la impunidad de la megacorrupción
del poder, fuertemente “contraejemplar”- y la desatención o hasta la
desarticulación de las fuerzas de seguridad ciudadana, mediante las cuales “la
sociedad” civiliza su convivencia al apoyarla en leyes con el adecuado respaldo
a los organismos especializados a fin de garantizar su cumplimiento. Pero que,
al estar contaminadas –ellas mismas- con el delito, no cumplen la función para
la que fueron conformadas.
A pesar de todo ello, resulta también parcial considerar a
las personas que reaccionan en forma violenta frente a un delito como una
expresión de “la sociedad”. Son muchos más, aún, los ciudadanos de “la sociedad”
que siguen reclamando la vigencia del estado de derecho, desmantelado
sistemáticamente por el kirchnerismo, y que no actúan ni actuarían de manera
similar ante situaciones parecidas.
La “sociedad”, en la Argentina, sigue siendo ejemplar,
muchísimo más ejemplar que su gobierno. Es milagroso que pueda seguir
existiendo un país que se ha desentendido de la seguridad pública, la defensa
nacional, la educación general, la justicia imparcial, y hasta la garantía del
más básico derecho de propiedad. No la ideologizada propiedad “de los medios de
producción”, sino las más elementales y primarias: el haber de un jubilado, los
ahorros de una persona para garantizar su futuro, el sueldo de un empleado, o
sus pequeños activos logrados con esfuerzo, trabajo y sacrificio, sea una
bicicleta, un par de zapatillas, un auto o una moto.
No es bueno, frente a estos dramas, el atajo de la hipocresía.
La desaparición del Estado produce esto. Es una pulsión antropológica básica
defenderse y defender lo propio. La civilización nos ha llevado a organizar en
leyes y en poderes públicos la garantía de esa convivencia básica. Pero si
alegremente aceptamos su desmantelamiento, o lo justificamos con sesudas
elucubraciones contranatura, no podemos impostar la indignación ante lo que es
el fruto de nuestras propias decisiones. O de quienes hemos elegido para que
legislen y gobiernen.
Quien escribe prefiere creer que ante un hecho similar
tendría, posiblemente, la actitud del portero que protegió al delincuente en
Palermo para evitar su linchamiento, y entregarlo a las autoridades. Digo “posiblemente”
porque ante situaciones como ésa, cercanas a las reacciones instintivas, nunca
se sabe cuál será la reacción primaria de nadie, ni siquiera de quien piensa en
su propia actitud.
Lo que también es posible es que si ese portero ve en unos
días al mismo delincuente en una situación similar, porque lo entregó al “sistema”
y éste se desentendió devolviéndolo a “la sociedad” sin sanción, probablemente
piense dos veces antes de actuar de la misma forma.
La “sociedad” sin leyes es la selva. No parece inteligente
rezongar por la selva cuando se han desarticulado las leyes. Son éstas las que
le dan fuerza a los “valores” civilizados, las que dan “garantías” a todos de
respetar sus derechos básicos, las que delegan la venganza o la
autosupervivencia en autoridades que deben garantizar su cumplimiento.
Si las leyes no rigen, si las autoridades se alzan de
hombros, si los pensadores oficiales justifican la selva, si se renuncia en
suma a la decisión de “civilizar” cada vez más la convivencia, el resultado no
puede ser diferente al que estamos viviendo. Porque “la sociedad” está integrada
por individuos, que actuarán por la pulsión primaria de cualquier animal de la
selva: preservar su vida, su familia, su territorio, sus cosas. Solos, o con el apoyo de su tribu. Aunque para
ello tenga que matar.
Ricardo Lafferriere