Deuda
La decisión presidencial de comenzar negociaciones para
satisfacer “al 100 % de los acreedores” trajo tranquilidad. “Estará como estará
–pensó quien ésto escribe- pero está claro que no come vidrio…”
Es que la deuda ha vuelto a ocupar el escenario del debate
argentino.
En 1985, en oportunidad de una de las cíclicas instancias de
debates parecidos, sin ser economista sino apenas un observador –y en ese
tiempo, protagonista- del escenario político, recuerdo haber escrito una breve
nota en una publicación con público fundamentalmente joven, “El periodista de
Buenos Aires”. La nota se titulaba “El problema no es la deuda”.
Argumentaba que si lográbamos solucionar el ahogo coyuntural
de ese momento, pero no cambiábamos nada en el funcionamiento económico argentino,
volveríamos al mismo punto de partida. Han pasado tres décadas, y la situación
sigue siendo parecida, aunque más grave.
La crisis del cambio de siglo fue provocada por la
insustentabilidad de una deuda que había llegado a hacer imposible el
funcionamiento del Estado. La convertibilidad fue la excusa para no analizar el
tema en profundidad. Resultaba más fácil endilgar el problema a un ministro
caído en desgracia, que sacar a la luz las lacras históricas de una economía de
la que demasiados obtenían jugosas rentas. Para eso “servía” el Estado.
Después llegaba el rito: impostar la crítica a los
acreedores, ocultando cuidadosamente que la deuda nace cuando la Argentina pide
prestado. El “mercado”, al que se seduce con promesas de todo tipo cuando se le
pide dinero, se convierte en “buitre” cuando llega el momento de devolver lo
que se pidió. La Argentina pide prestado porque el Estado se concibe como un
mecanismo de apropiación de rentas, con variados “clientes”, casi siempre los
mismos. Y están adentro.
Así ha sido históricamente: las Cajas Previsionales, el
saqueo al sector agropecuario, el endeudamiento, la inflación, fueron
sucesivamente actos de una gestión pública que, con diferentes colores, se
desinteresó de la gestión virtuosa para funcionar sólo como cadena de
transmisión de sucesivos saqueos, en los que algunos aportaban y otros recibían,
y no precisamente por mérito de inversión, innovación o trabajo.
Dicen los que dicen que saben que la deuda pública total
asciende hoy a cerca del equivalente a Trescientos mil millones de dólares –sumando
todo el sector público-. Una cuenta de almacenero nos hace ver que, en números
gruesos, suponiendo un promedio de tasa del 10 % anual, los servicios de esa
deuda no pueden ser inferiores a Treinta mil millones de dólares anuales.
La única forma de reducir esos servicios para hacerlos
sustentables sería reducir la tasa a los niveles de Uruguay, Chile, Bolivia o
Paraguay, que están en la mitad. Con una tasa del 5 %, los servicios
descenderían a Quince mil millones, monto compatible con el crecimiento de la
economía con adecuada gestión y seguridad jurídica. Recordemos, como primera
aproximación, que el superávit normal de la balanza comercial argentina oscila
en los 10.000 millones de dólares.
No hay otra forma de alcanzar esa reducción que cambiando
totalmente la relación del Estado con la economía. No es necesario inventar la
pólvora: alcanza con mirar alrededor, y nos daremos cuenta que esa relación no
responde a convicciones ideológicas. Tienen la mitad de la tasa de interés que
Argentina tanto Uruguay –con un gobierno de izquierda democrática-, Paraguay –con
uno de derecha democrática-, Chile –con uno socialdemócrata- y Bolivia –con uno
“bolivariano”-.
Todos ellos poseen un común denominador: leen y escriben, y
saben sumar, multiplicar, restar y dividir. Y otro común denominador: saben
leer lo que pasa en el mundo, sin creer que el mundo sigue su propio relato. No
se consideran el ombligo del planeta, ni de la historia, ni intentan dar cátedras
a la comunidad internacional sin haber sido capaces de gestionar adecuadamente
su propia situación interna.
La Argentina puede salir, y saldrá. Como diría alguna vez
Arturo Illia, “los países no quiebran” y no quebrará la Argentina. Nuestro
problema no es la quiebra, sino la responsabilidad –o la irresponsabilidad- de
la gestión pública. Ésta no alcanza sólo a la gestión actual, aunque ésta haya
llegado al paroxismo. Gran parte del escenario público argentino –empresario y
financiero, gremial y político, intelectual y periodístico- tiene una visión
mágica y conspirativa de la realidad, tras la que se esconden situaciones de
injusticia para los que siempre terminan pagando los dislates: los de más
abajo. Usualmente escondido en un ideologismo inconsistente, la actitud de los
gestores públicos suele ser impostar la crítica cuando llegan las crisis que
han contribuido a generar con actitudes demagógicas.
Como hace treinta años me atrevo a afirmar: el problema no
es la deuda. De hecho, no la teníamos en este nivel hace apenas un lustro. Sin
embargo, nos arreglamos para recrearla, con recetas que poco tienen que ver con
la “redistribución del ingreso”.
El barril sin fondo de Aerolíneas, el jolgorio del Fútbol
para Todos, el dislate de épicas de cartón como la estatización de YPF, la
falsificación del INDEC que infló el pago a los bonistas al fijar un PBI
superior al real, los sobreprecios impúdicos en las obras públicas, el
despilfarro del gasto corriente –el propio viaje semanal al Calafate de un
avión presidencial para viajes privados de la presidenta-, los cuantiosos
fondos públicos dilapidados sin control en la publicidad oficial, en el
financiamiento a campañas sucias, en la nueva “Cadena de la Felicidad” que
mantiene con fondos millonarios la adhesión de periodistas, artistas y jueces, son
apenas –algunos- epifenómenos. Y varias de estas acciones no se tomaron en
soledad, sino con el apoyo de calificados dirigentes opositores.
Todos estos temas son posibilitados por la renuncia del
Congreso de su función legitimante en cualquier democracia que es determinar
los impuestos y decidir los gastos, y de los partidos políticos –con la mayor
responsabilidad en el partido gobernante- de aplaudir indiscriminadamente
cualquier cosa o silenciar la crítica necesaria por temor a hablar con la
verdad –en la más benévola de las interpretaciones- o en la complicidad –en la
más injustificada-.
El problema no es la deuda. Somos los argentinos. Y en
particular, los argentinos a quienes elegimos para gestionar el poder. Pero
también las mayorías, cuya renuncia a la responsabilidad ciudadana de pensar en
el conjunto cuando se opina y se vota, cuando se reflexiona y se publica,
cuando se juzga y se actúa, nos llevarán a repetir el ciclo aunque logremos
salir, con la mejor de las negociaciones, de esta nueva situación crítica.
Es necesario abandonar el comportamiento del “país-Jardín de
Infantes”. Y de asumir de una vez por todas que ya somos grandes, y como tales,
responsables de nuestras propias decisiones.
Ricardo Lafferriere