"El
problema no es la deuda" decía en mi nota anterior.
¿Cuál
es, entonces? Sin reconocer el problema,
no podremos encontrar la solución.
Tal
vez sea bueno recordar que la deuda en relación con el PBI, en realidad, se ha
mantenido constante durante décadas, a pesar de sus oscilaciones
circunstanciales.
En
tiempos del proceso, con un PBI de 80.000 millones de dólares, la deuda era de
40.000. En tiempos de Alfonsín, con un PBI de 120.000 millones de dólares, era
de aproximadamente 60.000. En tiempos de Menem, con un PBI de 280.000 millones
de dólares, era de 140.000. Ahora, con un PBI de 500.000 millones, es de
alrededor de 250.000. Con diferentes gobiernos y visiones económicas, da la
sensación que el 50 % del PBI es un número con el que el país "se siente cómodo"
y que, superado el cual, empiezan los problemas.
Para
los gobiernos, la deuda resulta siempre una importante herramienta de gestión.
Esta afirmación puede resultar curiosa. No lo es tanto si recordamos que para
contraerla, alcanza con la decisión del Poder Ejecutivo que, de esta forma,
evita tener que debatir en el Congreso cada obra pública o gasto para el que le
resulta más sencillo obtener financiamiento externo con alguna de las líneas de
los organismos internacionales.
El
Congreso -y la prensa, y la opinión pública- entran en el debate cuando hay que
pagarla. Eso ocurre siempre durante la gestión posterior.
Así
se hicieron las grandes obras públicas durante el gobierno de Isabel Perón y el
proceso -los puentes internacionales al Uruguay, el complejo Brazo Largo,
Atucha I y II-, se renovó el equipamiento militar que luego se perdió en
Malvinas, así se hicieron las grandes obras hidroeléctricas de Salto Grande y
Yacyretá e incluso así comenzaron a implementarse los planes sociales, en
tiempos de Duhalde. Sin endeudamiento, los gobiernos hubieran tenido su gestión
bastante más problemática.
Claro
que este mecanismo es un dislate institucional, que bordea -e inutiliza- el
mecanismo de relojería establecido en la Constitución para darle forma al
sistema "representativo, republicano y federal". El
"pueblo" representado en Diputados ya no es más el que decide los
impuestos ni asigna los gastos, y el Senado pierde su función de Cámara Federal
que representa a las provincias. Sólo les queda pagar las deudas, que contrae
el Ejecutivo. Y rezongar por tener que hacerlo.
Aquí
llegamos al primer problema a resolver: funcionar con institucionalidad. El
endeudamiento no es responsabilidad exclusiva de quien presta, sino de quien
pide prestado con la convicción de que no será él a quien le toque pagar.
Volver a la institucionalidad requerirá el máximo de profesionalidad en el
escenario político, porque a los tradicionales cabildeos con los ministros para
conseguir alguna obra, deberá agregársele su justificación que resista un
debate transparente en la opinión pública.
La
opinión pública, de esta forma, podrá evaluar no sólo la necesidad del gasto
que genera el endeudamiento, sino compararlo con la carga futura a las finanzas
públicas, que se pagará con impuestos.
La
deuda puede ser externa o interna. Con el exterior la relación es más clara y
las alternativas no son muchas: hay que pagar. Cierto que puede existir alguna
vez un "default" negociado, pero se trata de un mecanismo al que no
es posible recurrir de manera corriente. Deteriora el prestigio del país, sube
la tasa de interés por el aumento de la desconfianza y trae complicaciones que
enrarecen la economía dificultando la inversión, llave del crecimiento. Lo
estamos viendo ahora mismo, cuando una deuda ínfima en relación al total nos
coloca al borde de un nuevo default.
La
deuda interna puede "disimularse" más, pero está lejos de ser impune.
Su repercusión es más diluida, pero por eso mismo se hace más difícil su
tratamiento, al impregnar de
desconfianza todo el funcionamiento económico.
Aquí
no se contraen deudas documentadas que se consideren seriamente -a nadie se le
ocurriría pensar que el Estado pagará alguna vez sus documentos con el Banco
Central, o con la ANSES- pero eso no significa que no habrá consecuencias.
Claro
que, al igual que el endeudamiento externo, quien deberá afrontarlas serán
gobiernos -o generaciones- posteriores. El vaciamiento de los ahorros
previsionales forzará a reducir los haberes de retiro del futuro, o a recargar
con impuestos mayores a la economía. O ambas cosas.
El
vaciamiento de las reservas del BCRA debilitará la moneda y alimentará la
inflación. La emisión sin respaldo -deuda nominalmente contraída por el
gobierno con el BCRA sin voluntad de devolución- provocará, por último, la
disolución del poder de compra de la moneda nacional afectando a toda la
sociedad, aunque lo sufrirán más los ingresos fijos.
Una
incorrecta evaluación de algunos dirigentes sostiene que el endeudamiento
interno es "mejor" porque "no nos hace depender de jueces
extranjeros". El curioso cinismo de esta afirmación no es advertido por el
debate nacional. Implica que se contrae una deuda pensando desde el comienzo en
no pagarla y judicializarla. No sólo eso, sino también en que la justicia
argentina será más permeable y tolerante con el incumplimiento.
El
segundo problema a resolver es, entonces, el mismo que el primero: respetar el
estado de derecho, que implica cumplir con la ley, con las obligaciones y con
los derechos de las personas.
Queda
uno tercero: ¿es posible pagar la deuda? Ante este interrogante hay muchas
miradas.
Con
una economía en crecimiento, la deuda no sólo es pagable sino que no sería un
condicionante demasiado grave para el buen desenvolvimiento del país. Pero con
economía estancada, la situación puede complicarse mucho porque puede devenir
en un círculo vicioso con tensiones sociales fuertes.
Este
tercer punto se desplaza entonces al interrogante sobre el crecimiento. Y se
llega al condicional.
"Si"
Argentina decidiera renovar su pacto constituyente, respetar sus instituciones,
desterrar los "estados de excepción" o "de emergencia",
darle vigencia real a su federalismo, ser escrupulosa en la independencia
judicial, y de esta forma garantizar legalmente la propiedad inversora
olvidando para siempre la discrecionalidad de los funcionarios, su potencial es
gigantesco.
Cabe
reflexionar tan sólo en la gigantesca masa de recursos que se mantiene fuera
del circuito económico por la desconfianza de sus dueños. Los cálculos
existentes estiman en Doscientos mil millones de dólares de argentinos que no
se atreven a llevarlos a los Bancos ni a comenzar un emprendimiento productivo,
por temor al "manotazo" discrecional o arbitrario del poder,
bordeando las garantías constitucionales y sin una justicia independiente en la
que confiar.
Hay
todo por hacer. Ha quedado retrasada la infraestructura, la energía, las
comunicaciones, los trenes, las rutas, la modernización del aparato industrial,
los servicios. Los espacios de inversión están en condiciones de generar
fuertes atractivos hacia adentro y hacia afuera, apenas las condiciones lo
permitan. Y la capacidad emprendedora de los argentinos es destacable, apenas
se la libere del diabólico cepo fiscal –mezcla de la Inquisición y la Gestapo- ensañado
con los sectores medios más dinámicos.
Abriéndose
espacios de inversión privados –en el marco del estado de derecho y de leyes
claras sancionadas por el Congreso- podrán dedicarse los esfuerzos del Estado
hacia sus responsabilidades inexcusables: inclusión social, seguridad, educación,
salud, vivienda.
Manteniendo
al día o controlados los servicios de la deuda, el país puede reiniciar su
marcha. Sólo hace falta querer hacerlo, decidirse a ello. Un nuevo
comportamiento político, sin deditos levantados y con grandes acuerdos
institucionales, económicos, sociales, y éticos. No es imposible, aunque habría
que estar dispuestos -todos- a escuchar, y no sólo a hablar o
"exigir" y mantener abierto el entendimiento y frescas las neuronas
en mundo dinámico y plural.
¿Lo
lograremos? El futuro está abierto. Es posible ser optimistas, pero también
pesimistas. Los sucesivos ensayos de las últimas ocho décadas -en que perdimos
el rumbo- muestran demasiados apegos a la confrontación, la esclerosis
intelectual, la intolerancia y la indiferencia ante la ley. Es, en todo caso,
una elección colectiva.
Lo
que de cualquier manera queda claro es que la deuda no es el problema. Somos
los argentinos.
Ricardo
Lafferriere