miércoles, 25 de junio de 2014

Deuda - 2 - No asustarse, hacer lo adecuado

"El problema no es la deuda" decía en mi nota anterior.
¿Cuál es, entonces?  Sin reconocer el problema, no podremos encontrar la solución.

Tal vez sea bueno recordar que la deuda en relación con el PBI, en realidad, se ha mantenido constante durante décadas, a pesar de sus oscilaciones circunstanciales.

En tiempos del proceso, con un PBI de 80.000 millones de dólares, la deuda era de 40.000. En tiempos de Alfonsín, con un PBI de 120.000 millones de dólares, era de aproximadamente 60.000. En tiempos de Menem, con un PBI de 280.000 millones de dólares, era de 140.000. Ahora, con un PBI de 500.000 millones, es de alrededor de 250.000. Con diferentes gobiernos y visiones económicas, da la sensación que el 50 % del PBI es un número con el que el país "se siente cómodo" y que, superado el cual, empiezan los problemas.

Para los gobiernos, la deuda resulta siempre una importante herramienta de gestión. Esta afirmación puede resultar curiosa. No lo es tanto si recordamos que para contraerla, alcanza con la decisión del Poder Ejecutivo que, de esta forma, evita tener que debatir en el Congreso cada obra pública o gasto para el que le resulta más sencillo obtener financiamiento externo con alguna de las líneas de los organismos internacionales.

El Congreso -y la prensa, y la opinión pública- entran en el debate cuando hay que pagarla. Eso ocurre siempre durante la gestión posterior.

Así se hicieron las grandes obras públicas durante el gobierno de Isabel Perón y el proceso -los puentes internacionales al Uruguay, el complejo Brazo Largo, Atucha I y II-, se renovó el equipamiento militar que luego se perdió en Malvinas, así se hicieron las grandes obras hidroeléctricas de Salto Grande y Yacyretá e incluso así comenzaron a implementarse los planes sociales, en tiempos de Duhalde. Sin endeudamiento, los gobiernos hubieran tenido su gestión bastante más problemática.

Claro que este mecanismo es un dislate institucional, que bordea -e inutiliza- el mecanismo de relojería establecido en la Constitución para darle forma al sistema "representativo, republicano y federal". El "pueblo" representado en Diputados ya no es más el que decide los impuestos ni asigna los gastos, y el Senado pierde su función de Cámara Federal que representa a las provincias. Sólo les queda pagar las deudas, que contrae el Ejecutivo. Y rezongar por tener que hacerlo.

Aquí llegamos al primer problema a resolver: funcionar con institucionalidad. El endeudamiento no es responsabilidad exclusiva de quien presta, sino de quien pide prestado con la convicción de que no será él a quien le toque pagar. Volver a la institucionalidad requerirá el máximo de profesionalidad en el escenario político, porque a los tradicionales cabildeos con los ministros para conseguir alguna obra, deberá agregársele su justificación que resista un debate transparente en la opinión pública.

La opinión pública, de esta forma, podrá evaluar no sólo la necesidad del gasto que genera el endeudamiento, sino compararlo con la carga futura a las finanzas públicas, que se pagará con impuestos.

La deuda puede ser externa o interna. Con el exterior la relación es más clara y las alternativas no son muchas: hay que pagar. Cierto que puede existir alguna vez un "default" negociado, pero se trata de un mecanismo al que no es posible recurrir de manera corriente. Deteriora el prestigio del país, sube la tasa de interés por el aumento de la desconfianza y trae complicaciones que enrarecen la economía dificultando la inversión, llave del crecimiento. Lo estamos viendo ahora mismo, cuando una deuda ínfima en relación al total nos coloca al borde de un nuevo default.

La deuda interna puede "disimularse" más, pero está lejos de ser impune. Su repercusión es más diluida, pero por eso mismo se hace más difícil su tratamiento, al  impregnar de desconfianza todo el funcionamiento económico.

Aquí no se contraen deudas documentadas que se consideren seriamente -a nadie se le ocurriría pensar que el Estado pagará alguna vez sus documentos con el Banco Central, o con la ANSES- pero eso no significa que no habrá consecuencias.

Claro que, al igual que el endeudamiento externo, quien deberá afrontarlas serán gobiernos -o generaciones- posteriores. El vaciamiento de los ahorros previsionales forzará a reducir los haberes de retiro del futuro, o a recargar con impuestos mayores a la economía. O ambas cosas.

El vaciamiento de las reservas del BCRA debilitará la moneda y alimentará la inflación. La emisión sin respaldo -deuda nominalmente contraída por el gobierno con el BCRA sin voluntad de devolución- provocará, por último, la disolución del poder de compra de la moneda nacional afectando a toda la sociedad, aunque lo sufrirán más los ingresos fijos.

Una incorrecta evaluación de algunos dirigentes sostiene que el endeudamiento interno es "mejor" porque "no nos hace depender de jueces extranjeros". El curioso cinismo de esta afirmación no es advertido por el debate nacional. Implica que se contrae una deuda pensando desde el comienzo en no pagarla y judicializarla. No sólo eso, sino también en que la justicia argentina será más permeable y tolerante con el incumplimiento.

El segundo problema a resolver es, entonces, el mismo que el primero: respetar el estado de derecho, que implica cumplir con la ley, con las obligaciones y con los derechos de las personas.

Queda uno tercero: ¿es posible pagar la deuda? Ante este interrogante hay muchas miradas.

Con una economía en crecimiento, la deuda no sólo es pagable sino que no sería un condicionante demasiado grave para el buen desenvolvimiento del país. Pero con economía estancada, la situación puede complicarse mucho porque puede devenir en un círculo vicioso con tensiones sociales fuertes.

Este tercer punto se desplaza entonces al interrogante sobre el crecimiento. Y se llega al condicional.

"Si" Argentina decidiera renovar su pacto constituyente, respetar sus instituciones, desterrar los "estados de excepción" o "de emergencia", darle vigencia real a su federalismo, ser escrupulosa en la independencia judicial, y de esta forma garantizar legalmente la propiedad inversora olvidando para siempre la discrecionalidad de los funcionarios, su potencial es gigantesco.

Cabe reflexionar tan sólo en la gigantesca masa de recursos que se mantiene fuera del circuito económico por la desconfianza de sus dueños. Los cálculos existentes estiman en Doscientos mil millones de dólares de argentinos que no se atreven a llevarlos a los Bancos ni a comenzar un emprendimiento productivo, por temor al "manotazo" discrecional o arbitrario del poder, bordeando las garantías constitucionales y sin una justicia independiente en la que confiar.

Hay todo por hacer. Ha quedado retrasada la infraestructura, la energía, las comunicaciones, los trenes, las rutas, la modernización del aparato industrial, los servicios. Los espacios de inversión están en condiciones de generar fuertes atractivos hacia adentro y hacia afuera, apenas las condiciones lo permitan. Y la capacidad emprendedora de los argentinos es destacable, apenas se la libere del diabólico cepo fiscal –mezcla de la Inquisición y la Gestapo- ensañado con los sectores medios más dinámicos.

Abriéndose espacios de inversión privados –en el marco del estado de derecho y de leyes claras sancionadas por el Congreso- podrán dedicarse los esfuerzos del Estado hacia sus responsabilidades inexcusables: inclusión social, seguridad, educación, salud, vivienda.

Manteniendo al día o controlados los servicios de la deuda, el país puede reiniciar su marcha. Sólo hace falta querer hacerlo, decidirse a ello. Un nuevo comportamiento político, sin deditos levantados y con grandes acuerdos institucionales, económicos, sociales, y éticos. No es imposible, aunque habría que estar dispuestos -todos- a escuchar, y no sólo a hablar o "exigir" y mantener abierto el entendimiento y frescas las neuronas en mundo dinámico y plural.

¿Lo lograremos? El futuro está abierto. Es posible ser optimistas, pero también pesimistas. Los sucesivos ensayos de las últimas ocho décadas -en que perdimos el rumbo- muestran demasiados apegos a la confrontación, la esclerosis intelectual, la intolerancia y la indiferencia ante la ley. Es, en todo caso, una elección colectiva.

Lo que de cualquier manera queda claro es que la deuda no es el problema. Somos los argentinos.


Ricardo Lafferriere

lunes, 23 de junio de 2014

Deuda

Deuda
La decisión presidencial de comenzar negociaciones para satisfacer “al 100 % de los acreedores” trajo tranquilidad. “Estará como estará –pensó quien ésto escribe- pero está claro que no come vidrio…”
Es que la deuda ha vuelto a ocupar el escenario del debate argentino.

En 1985, en oportunidad de una de las cíclicas instancias de debates parecidos, sin ser economista sino apenas un observador –y en ese tiempo, protagonista- del escenario político, recuerdo haber escrito una breve nota en una publicación con público fundamentalmente joven, “El periodista de Buenos Aires”. La nota se titulaba “El problema no es la deuda”.

Argumentaba que si lográbamos solucionar el ahogo coyuntural de ese momento, pero no cambiábamos nada en el funcionamiento económico argentino, volveríamos al mismo punto de partida. Han pasado tres décadas, y la situación sigue siendo parecida, aunque más grave.

La crisis del cambio de siglo fue provocada por la insustentabilidad de una deuda que había llegado a hacer imposible el funcionamiento del Estado. La convertibilidad fue la excusa para no analizar el tema en profundidad. Resultaba más fácil endilgar el problema a un ministro caído en desgracia, que sacar a la luz las lacras históricas de una economía de la que demasiados obtenían jugosas rentas. Para eso “servía” el Estado.

Después llegaba el rito: impostar la crítica a los acreedores, ocultando cuidadosamente que la deuda nace cuando la Argentina pide prestado. El “mercado”, al que se seduce con promesas de todo tipo cuando se le pide dinero, se convierte en “buitre” cuando llega el momento de devolver lo que se pidió. La Argentina pide prestado porque el Estado se concibe como un mecanismo de apropiación de rentas, con variados “clientes”, casi siempre los mismos. Y están adentro.

Así ha sido históricamente: las Cajas Previsionales, el saqueo al sector agropecuario, el endeudamiento, la inflación, fueron sucesivamente actos de una gestión pública que, con diferentes colores, se desinteresó de la gestión virtuosa para funcionar sólo como cadena de transmisión de sucesivos saqueos, en los que algunos aportaban y otros recibían, y no precisamente por mérito de inversión, innovación o trabajo.

Dicen los que dicen que saben que la deuda pública total asciende hoy a cerca del equivalente a Trescientos mil millones de dólares –sumando todo el sector público-. Una cuenta de almacenero nos hace ver que, en números gruesos, suponiendo un promedio de tasa del 10 % anual, los servicios de esa deuda no pueden ser inferiores a Treinta mil millones de dólares anuales.

La única forma de reducir esos servicios para hacerlos sustentables sería reducir la tasa a los niveles de Uruguay, Chile, Bolivia o Paraguay, que están en la mitad. Con una tasa del 5 %, los servicios descenderían a Quince mil millones, monto compatible con el crecimiento de la economía con adecuada gestión y seguridad jurídica. Recordemos, como primera aproximación, que el superávit normal de la balanza comercial argentina oscila en los 10.000 millones de dólares.

No hay otra forma de alcanzar esa reducción que cambiando totalmente la relación del Estado con la economía. No es necesario inventar la pólvora: alcanza con mirar alrededor, y nos daremos cuenta que esa relación no responde a convicciones ideológicas. Tienen la mitad de la tasa de interés que Argentina tanto Uruguay –con un gobierno de izquierda democrática-, Paraguay –con uno de derecha democrática-, Chile –con uno socialdemócrata- y Bolivia –con uno “bolivariano”-.

Todos ellos poseen un común denominador: leen y escriben, y saben sumar, multiplicar, restar y dividir. Y otro común denominador: saben leer lo que pasa en el mundo, sin creer que el mundo sigue su propio relato. No se consideran el ombligo del planeta, ni de la historia, ni intentan dar cátedras a la comunidad internacional sin haber sido capaces de gestionar adecuadamente su propia situación interna.

La Argentina puede salir, y saldrá. Como diría alguna vez Arturo Illia, “los países no quiebran” y no quebrará la Argentina. Nuestro problema no es la quiebra, sino la responsabilidad –o la irresponsabilidad- de la gestión pública. Ésta no alcanza sólo a la gestión actual, aunque ésta haya llegado al paroxismo. Gran parte del escenario público argentino –empresario y financiero, gremial y político, intelectual y periodístico- tiene una visión mágica y conspirativa de la realidad, tras la que se esconden situaciones de injusticia para los que siempre terminan pagando los dislates: los de más abajo. Usualmente escondido en un ideologismo inconsistente, la actitud de los gestores públicos suele ser impostar la crítica cuando llegan las crisis que han contribuido a generar con actitudes demagógicas.

Como hace treinta años me atrevo a afirmar: el problema no es la deuda. De hecho, no la teníamos en este nivel hace apenas un lustro. Sin embargo, nos arreglamos para recrearla, con recetas que poco tienen que ver con la “redistribución del ingreso”.

El barril sin fondo de Aerolíneas, el jolgorio del Fútbol para Todos, el dislate de épicas de cartón como la estatización de YPF, la falsificación del INDEC que infló el pago a los bonistas al fijar un PBI superior al real, los sobreprecios impúdicos en las obras públicas, el despilfarro del gasto corriente –el propio viaje semanal al Calafate de un avión presidencial para viajes privados de la presidenta-, los cuantiosos fondos públicos dilapidados sin control en la publicidad oficial, en el financiamiento a campañas sucias, en la nueva “Cadena de la Felicidad” que mantiene con fondos millonarios la adhesión de periodistas, artistas y jueces, son apenas –algunos- epifenómenos. Y varias de estas acciones no se tomaron en soledad, sino con el apoyo de calificados dirigentes opositores.

Todos estos temas son posibilitados por la renuncia del Congreso de su función legitimante en cualquier democracia que es determinar los impuestos y decidir los gastos, y de los partidos políticos –con la mayor responsabilidad en el partido gobernante- de aplaudir indiscriminadamente cualquier cosa o silenciar la crítica necesaria por temor a hablar con la verdad –en la más benévola de las interpretaciones- o en la complicidad –en la más injustificada-.

El problema no es la deuda. Somos los argentinos. Y en particular, los argentinos a quienes elegimos para gestionar el poder. Pero también las mayorías, cuya renuncia a la responsabilidad ciudadana de pensar en el conjunto cuando se opina y se vota, cuando se reflexiona y se publica, cuando se juzga y se actúa, nos llevarán a repetir el ciclo aunque logremos salir, con la mejor de las negociaciones, de esta nueva situación crítica.

Es necesario abandonar el comportamiento del “país-Jardín de Infantes”. Y de asumir de una vez por todas que ya somos grandes, y como tales, responsables de nuestras propias decisiones.

Ricardo Lafferriere


La presidenta ante un nuevo default

Su diagnóstico, señora, puede ser correcto o no. La verdad, a pocos le interesa y a nadie importa.

El país no la tiene como presidenta para escuchar su análisis autoexculpatorio sino para que tome decisiones correctas. Su gestión -continuación de la de su extinto esposo, que usted mismo sostiene como una unidad- enfrenta el problema del aislamiento externo desde el comienzo. De hecho, era el principal problema de la agenda argentina al comenzar el período kirchnerista, allá por el 2003.

Cuando su marido y usted decidieron postularse, conocían eso. Y eligieron el peor de los caminos.
Pretender descargar su incapacidad de gestión imputando los problemas a los gobiernos anteriores, a esta altura y luego de haber pasado más de una década con la mayor concentración de poder en la figura presidencial de toda nuestra historia y haber disfrutado de las mejores condiciones internacionales de las que se tenga memoria, resulta agraviante para la inteligencia de los argentinos.

¿Que el mundo es injusto? ¡Aleluya! ¿Que existen poderes concentrados que detentan una hegemonía endiablada? ¡Descubrió la pólvora! ¿Es la presidenta argentina la que va a cambiar estas reglas de juego del mundo, que no han podido cambiar hasta ahora los países más desarrollados de la tierra? Sólo imaginarlo causa risa.

No son diagnósticos lo que se espera de su palabra, sino gestión. Y en el tema de la vinculación con el mundo luego de la declaración de default en la crisis de cambio de siglo su gestión ha sido patética. Sólo falta que culpe de su incapacidad a  Rivadavia por haber contraído el préstamo con la Baring Brothers, en 1824.

El horizonte próximo ha agregado una fortísima dosis de incertidumbre a la que ya teníamos como consecuencia de las irresponsables decisiones impulsadas desde el 2005. El ahogo externo se acentuará, lo que incrementará el precio de la divisa, reducirá el salario, profundizará la recesión, aumentará la desocupación y hará más vulnerable al país y a su economía.

Todo eso no es responsabilidad de Alfonsín, de Menem, o de De la Rúa, sino de la gestión que hace más de una década tiene las riendas exclusivas y totales del Estado. El país es uno, como lo es su historia, y a quienes les toca enfrentar los problemas de cada momento se les exige que los resuelvan, no que se entretengan elaborando relatos calenturientos sobre lo que hicieron quienes les tocó antes, mientras los problemas se agigantan. Como ahora.

Desde esta columna hemos dicho, no ahora sino ya desde el 2005, que el país debía normalizar su situación externa totalmente y que no podía seguir por el mundo esquivando acreedores, trampeando deudas o victimizándose como los estafadores seriales cuando quienes nos prestaron fondos en su momento pretenden cobrarlos. El tiempo de culpar al "imperialismo" de la incapacidad propia pertenece a la historia, y hoy sólo un par de países en el mundo actúan con este nivel de irresponsabilidad.

También dijimos que era altamente improbable que los jueces norteamericanos resolvieran no aplicar la ley vigente, a la que la Argentina se sometió expresamente y que era mejor realizar un arreglo, el mejor que fuera posible, antes que enfrentar el inexorable camino hacia un nuevo default. Pero privó el capricho. Hoy estamos en el peor escenario.

La verdad, y como también lo hemos sostenido, ésto no tiene remedio con esta gestión. Las cosas no pueden mejorar, sólo empeorarse. Aún sabiendo que no es políticamente correcto pedir una renuncia, cada vez está más claro que sólo un cambio total del equipo de gestión, incluyendo la presidenta, puede cambiar la historia sin hundirnos aún más en un pantano del que resultará también cada vez más difícil salir.

Ricardo Lafferriere





domingo, 8 de junio de 2014

Coordinación. Pensamiento. Nacional

El pensamiento es, por definición, individual, personal, fruto de un misterioso conjunto de procesos químicos producidos en el cerebro humano.

Atribuirlo a un "colectivo", como la Nación, es siempre un simbolismo. Por lo pronto, necesita un supuesto: definir con claridad los límites de ese colectivo. Ha sido uno de los problemas del marxismo, con el concepto de "clase obrera" y pretender infructuosamente para sus integrantes una sola forma de entender el mundo.

La Nación, como concepción política, es una creación relativamente moderna. Su auge se dio a mediados del siglo XIX, interpretando los procesos de unidad de países europeos antes fragmentados. Se llegó a ella por varias vías. Los pueblos germanos, por la raza. Los latinos, por la cultura. Otros, por la lengua o la religión. Siempre frente a "otros", generalmente vecinos.

¿Cómo lo hicimos los argentinos? Raza, cultura, lengua, religión, no marcan "límites" y mucho menos los marcaban en tiempos de la Constitución Nacional, que instituyó el concepto adoptando el pensamiento político más avanzado de la época. Nuestros vecinos, ahora y mucho más antes, tienen las mismas raza, cultura, religión y lengua.

Nuestra idea nacional, nuestro "patriotismo"', fue territorial. La imagen de la Argentina es la forma que tiene el territorio en el mapa.

Es lo común en América, pero no en el mundo. Ha sido distinto en países conformados alrededor de linajes monárquicos, por ejemplo para la identidad británica derivada de un imperio universal o para un ruso que concibe a su país con fronteras siempre móviles. Tampoco el territorio ha sido central para la autopercepción de otros, por ejemplo para un polaco que ha oscilado en poco más de dos siglos de ser uno de los países más extensos y poderosos de Europa, desaparecer, renacer en un pedazo de su viejo territorio, desaparecer nuevamente absorbido por dos de sus vecinos -que además, mataron todos sus sectores dirigentes intelectuales, empresarios, políticos, obreros, culturales en un infructuoso propósito de extirpar su memoria- para luego renacer en otro territorio, con otras fronteras, pero con los mismos vecinos, aunque en otra circunstancia histórica.

Otros surgieron de guerras en las que ellos no participaron, ya que ni siquiera existían como tales, por ejemplo países del Oriente Medio. O los israelíes, sin territorio durante dos mil años. 

Las formas, en síntesis, son tan diversas como países existen. El "pensamiento" que los "identifica" tiene en consecuencia, también justificaciones diversas. La religión, guerras históricas, la lengua compartida, su ubicación geopolítica, etc. etc.

Nuestro sentido de pertenencia es territorial. ¿Significará ésto que la nueva Secretaría "coordinará" el "pensamiento" de todas las personas que convivimos en este territorio? La sola idea es absurda. Porque tampoco podemos ignorar que entre nosotros, la expresión "pensamiento nacional" expresa no a todos, sino a una de las construcciones ideológico conceptuales que se ha definido también por su "contrario", tradicionalmente identificado con ideas liberales.

El nuevo Secretario, en sus primeras declaraciones, ha hablado de "convocar" a todas las "corrientes" y eso es tranquilizador para quienes sospecharon, con fundados motivos, de un intento de profundizar la manipulación desde el espacio estatal de la interpretación "oficial" de la historia y de las ideas.

La nación es una categoría histórica, decíamos, de factura relativamente reciente. Su tendencia actual es diluirse en otros espacios a medida que avanza a ritmo acelerado el cambio de paradigma universal hacia estadios crecientemente globalizados. El nuevo desafío para quienes "con-vivimos" en este territorio es abordar esa reflexión, so peligro de ser arrastrados en forma acrítica en una corriente avasallante y con importantes aspectos desconocidos.

La humanidad ha entrado en un proceso -iniciado luego de la 2a Guerra y acelerado al terminar la Guerra Fría- de universalización de valores -derechos humanos-, problemas globales -energía, deterioro ambiental- y reconversión económica -desarrollo tecnológico y globalización de fuerzas productivas- cada vez más alejado de los que motivaron las elaboraciones conceptuales y alineamientos ideológicos de tiempos de las "naciones" y más cerca de la humanidad en su conjunto y de los seres humanos en su dimensión esencial, más que nacional.

Hay -y habrá- coletazos, asincronías y amenazas de regresos a la geopolítica de otros tiempos. El futuro, sin embargo, que es el espacio natural de la política en su papel de conducción de los procesos sociales, requiere otra cosa. Coordinación, si. Pensamiento, si. ¿Nacional? Tal vez, aunque concentrada en la complicada imbricación de los argentinos en el mundo.

Humanidad, casa común planetaria y seres humanos, justamente los grandes ausentes de las ideologías del siglo XX, siguen reclamando que los argentinos les abramos siquiera un pequeño espacio en nuestro pensamiento reflexivo. No queda por ahora la sensación que la nueva Secretaría ayude en esa tarea, la mayor que deben abordar las personas en esta etapa histórica.


Ricardo Lafferriere

domingo, 1 de junio de 2014

El triunfo de la realidad

El apoyo del gobierno norteamericano fue decisivo para obtener el acuerdo con el Club de París.

Ese apoyo, sin embargo, no se debió a la seducción de Obama por las bondades del “modelo”, sino a la decisión del kirchnerismo de realizar un cambio copernicano en las decisiones económicas.

El acuerdo con REPSOL, la devaluación, el enfriamiento de la economía, el reconocimiento de la totalidad de la deuda con el Club de París sin quita alguna, los salarios perdiendo frente a la inflación, la apertura de la explotación de Vaca Muerta a los petroleros norteamericanos y la anunciada autorización para el giro de dividendos a bancos y empresas extranjeras conforman un paquete impensable en tiempos en que el “modelo” pretendía negar la caprichosa “realidad”.

Recordaba en estos días Jorge Raventos la graciosa afirmación de Néstor Kirchner al justificar ante José P. Feinman algunas medidas enfrentadas con la ortodoxia de la izquierda-populista: “la realidad es reaccionaria”. Hoy ha quedado demostrado una vez más que la realidad no es reaccionaria ni progresista. Simplemente es.

El arte de la política no consiste en negar la realidad, sino en cambiarla. Para hacerlo, debe reconocerla. Negarla tiene como consecuencia dejarle el camino libre, renunciando a la posibilidad de cambiar su rumbo dentro de las posibilidades limitadas de la política, que es apenas uno de los órdenes de esa realidad. Reconocerla pemitirá, por el contrario, advertir qué cosas es posible cambiar y a qué ritmo, posibilidades e inexorabilidades, durezas y flexibilidades.

La política no es, además, el campo más poderoso de la realidad. Su fuerza –cuando la tiene- se apoya en la unidad de reflexión y acción de la mayoría ciudadana. Si se divide y polariza a la opinión pública con discusiones que nada tienen que ver con ese cambio, se la esteriliza y más ventaja se le da a las fuerzas más potentes de la realidad. Eso hizo el kirchnerismo durante su gestión. Debilitó a la política. Desguarneció a los ciudadanos. Renunció al cambio.

La realidad volvió por sus fueros y triunfó. Del viejo “modelo” sólo quedan hilachas del “relato”, que se revuelve en esfuerzos dialécticos para justificar “por qué nos obligan a devaluar”, o condenar “el manejo monopólico de los precios”, como si quienes hablan fueran oposición y no hubieran gobernado más de una década.

Sería bueno que esta nueva experiencia sirviera para hacernos abandonar el Jardín de Infantes. Un país cuya mayoría renuncia al pensamiento crítico, segrega al que alerta con razones y condena al que advierte porque analiza, está condenado a recaer.

Una política que abandona la experiencia y reniega observar –a sí misma, al entorno regional y al mundo-, difícilmente acierte en las políticas públicas que reconociendo la realidad, busquen su cambio progresivo hacia metas compartidas por la mayoría ciudadana.

Lo malo del kirchnerismo no han sido sus utopías, sino su primitivo bagaje intelectual y su incapacidad de análisis y gestión. Pero debe reconocerse que no estuvieron solos. Gran parte de la opinión nacional no kirchnerista los acompañó en los dislates y no sólo desde el peronismo.

Los sainetes de su “ala intelectual”, el alineamiento grotesco de dirigentes de experiencia aplaudiendo cualquier cosa y la connivencia de sectores opositores que renunciaron a diseñar la alternativa dejaron al país huérfano de política. Sólo ocupó el escenario el discurso rudimentario del “relato”, señalando al mundo con osadía iletrada el “descubrimiento” criollo: es posible vivir sin trabajar, sin invertir, sin pagar deudas, ahogando el capital productivo, apropiándose impunemente de ingresos ajenos, rebajando la educación, dividiendo la sociedad, fabricando papel-moneda sin respaldo, premiando la corrupción, castigando a la producción, olvidando la infraestructura, consumiendo las reservas y aislándose del mundo.

Tal vez sea injusto, sin embargo, cargar las tintas a Néstor y Cristina. Ellos hicieron lo único que sabían sin ocultarlo. Luego de un lustro de gobierno y dos gestiones desastrosas, la presidenta fue elegida masivamente para su reelección. Su receta fue simple: hacer en secreto lo malo e impostar la publicidad de lo bueno. Ignorar la corrupción y adueñarse de la asignación universal a pesar de haber “robado” una iniciativa opositora. Dividir a la sociedad con épicas inventadas y concentrar la voz oficial en espacios sin posibilidades de debate. El Jardín de Infantes hizo el resto.

Enfrente, una armada de brancaleone prefirió el orgullo de disputar algún céntimo más en la elección y seguir disfrutando bancas “opositoras”, en lugar de articular una alternativa que le diera seriedad al debate público, aunque más no fuera para recuperar algo del prestigio perdido. Desde esta misma columna insistimos hasta el último instante, en 2011, la necesidad de unificar la oferta opositora, recibiendo la respuesta tan infantil como grotesca de aferrarse a las “ideologías”, como si el país viviera en el siglo XIX y el problema nacional tuviera carácter ideológico.

Hoy están a tiempo. Tal vez lean –como lo está haciendo la propia presidenta- a donde lleva negar la realidad. No es gratis: deriva en dejar en sus manos su propia evolución y renunciar a la única herramienta con que cuentan los seres humanos para tomar las riendas de los procesos sociales, que es la política.

Sin política –es decir sin transparencia, sin reflexión, sin diálogo entre miradas diversas, sin acuerdos amplios- el devenir es fijado por quienes se mueven en las sombras, saben lo que quieren y cómo lograrlo. Mostraron cómo pueden poner en jaque incluso a los países y gobiernos más poderosos del mundo, cuando –hasta ellos…- no logran actuar en conjunto para disciplinarlos. Y la política, en este nuevo mundo de mega-poderes fácticos globales, es estéril e impotente si no cambia su actitud agonal por el comportamiento cooperativo. Por más que se levante el dedito, recite el “relato” de memoria y pretenda una infalibilidad  que ya no tiene –y tampoco reclama- ni el mismo Papa.

Ricardo Lafferriere

jueves, 29 de mayo de 2014

Club de París. Igual que el INDEC

Una buena noticia que no nos salva del enchastre
                Los 2000 millones de dólares de más que los argentinos hemos pagado a los acreedores por la “picardía” de Cristina y Guillermo de Moreno al falsificar el INDEC y simular un crecimiento que no existió son una de las consecuencias de haber vivido en las nubes del “relato”.

                De la misma forma, el reconocimiento  al Club de París del 100 % de capital e intereses por el capricho de no haber iniciado las negociaciones apenas salidos del default, implica –al menos- la pérdida de una suma similar. En efecto, en el 2005 se informaba por todos los medios de la época que la deuda pendiente no alcanzaba los 6000 millones de dólares. Hoy son más de 9000.

                Ningún mérito conlleva perder –nada más que por estos dos conceptos- más de cinco mil millones de dólares, sólo por el motivo del capricho y el infantilismo de la gestión kirchnerista. Como es ya usual, demoran años en entender lo que indica el sentido común y el bien del país.

                Arreglar la deuda con el Club de París es una buena noticia, de cara al mundo. Comienza a romper el aislamiento financiero e inversor, y la imagen de país tramposo consuetudinario. Eso es positivo.

                El relato del Jefe de Gabinete, informando con euforia el acuerdo, recuerda al parlamento aplaudiendo de pie la suspensión de pagos de la deuda externa en el 2002. Alegrarse hasta el desborde por haber arriado sus banderas e impostar el ataque a la oposición luego de hacer –tarde y mal- lo que la oposición le viene reclamando desde hace más de un lustro es considerar que el país y el mundo es un gran Jardín de Infantes con la misma lucidez que la corte de aplaudidores.

Por último, considerar un triunfo una negociación en la que se paga la totalidad de lo adeudado, en plazos inusualmente cortos, concentrados en el período del próximo gobierno en lugar de proyectarlo hacia adelante para que sus efectos no golpeen tan duramente el cronograma de obligaciones del país muestra otra chiquilinada, que no hesita en agregar a la próxima administración más artefactos al campo minado que está diseñando.

            Tan infantil como el otro capricho de no respetar  el artículo 4° del Estatuto del FMI, al que sin embargo, se sigue perteneciendo como socio, anulando gran parte de los beneficios potenciales del acuerdo logrado impidiendo acortar los plazos establecidos y evitando algún control público del probable dispendio del gasto estatal en el próximo año y medio.

 Una buena noticia, entonces. Con un trato político que la bastardea, parcializando sus efectos y desperdiciando su potencialidad por la soberbia, egoísmo y corteza de miras de un gobierno que se va.


Ricardo Lafferriere

sábado, 24 de mayo de 2014

Nuevo mundo

"Depender del petróleo importado nos obliga a hacer concesiones a dictaduras sanguinarias y a involucrarnos en guerras lejanas. Cuanto más crecemos, somos más débiles y más dependientes. Este paradigma no tiene salida." Éstas eran las conclusiones que Michael Klare exponía, hace una década, en su libro "Sangre y petróleo: peligros y consecuencias de la dependencia del crudo", llamado a tener una fuerte repercusión en su país y en la reflexión política global.

EEUU se venía involucrando en una guerra tras otra, obligado a defender su "yugular", el petróleo que obtenía del oriente medio. Sostener las autocracias del golfo, regar el desierto de Kuwait, Irak y Afganistán con la sangre de sus soldados y tolerar violaciones de derechos humanos por parte de gobiernos "amigos" no hacía sintonía, precisamente, con la imagen que los norteamericanos tienen de su país y de su papel en el mundo.

China no era aún competencia y Rusia, su viejo rival de la 2ª posguerra,  se encontraba en el punto culminante de su implosión, buscando su rumbo. El "peligro" inminente para EEUU había dejado de ser ideológico. Eran, en ese momento, los fundamentalismos islámicos.

La era Bush-Cheney terminó. Diez años después,  el escenario no puede ser más distinto.

Rusia ha retrocedido a un estadio cada vez más primarizado. Apoya su economía en la superexplotación y exportación de sus recursos primarios no renovables, especialmente petróleo y gas. Ha abandonado la carrera tecnológica, su industria es cada vez más rudimentaria y la consecuencia es su aislamiento creciente acompañado -como es usual en estos procesos- por el endurecimiento de su política y el primitivo uso de formas prepotentes, tanto hacia sus ciudadanos como hacia el exterior (algo sabemos de eso los argentinos).

China, por su parte, ha "avanzado" a la etapa colonialista –apropiación de recursos naturales- y marcha hacia la imperialista –mercados y hegemonía-. Luego de su ofensiva geopolítica en África y latinoamérica, acaba de ubicar a la propia Rusia como su proveedora de materias primas. En una curiosa inversión del escenario de la guerra fría, cuando la superpotencia rusa aparecía como la "hermana mayor" de una China empobrecida y hambrienta, hoy vemos a China lanzada a un rápido desarrollo económico desafiando la preeminencia  norteamericana, "absorbiendo" recursos primarios de países empobrecidos, al más puro estilo del colonialismo del siglo XIX y adoptando en su región comportamientos crudamente imperialistas con sus vecinos.

EEUU, por último, está logrando su independencia energética en base a tres pilares: la reactivación de su programa nuclear, su masiva apuesta por las energías alternativas (especialmente solar y eólica) y la puesta en valor de sus gigantescas reservas de gas y petróleo no convencionales (shale-oil y shale-gas). Ello le ha permitido concentrarse en retomar su impulso tecnológico y se ha instalado como una economía postindustrial, recuperando claramente su liderazgo en los cuatro sectores "estrella" del nuevo paradigma: nuevos materiales, nanotecnología, biotecnología e informática-comunicaciones, cuya confluencia le permite desarrollar aplicaciones que hace pocos años hubieran sonado a ciencia ficción.

La imbricación recíproca es, sin embargo, muy grande. Rusia con China –y con Europa-, China con EEUU, EEUU y China con el mercado global. Los conflictos se han convertido en problemas “interiores” de todo el planeta, al que le falta una “política global” que enmarque los esfuerzos, procese los intereses encontrados y defina los objetivos. La amenaza del “regreso de la geopolítica” es, en este escenario, un grito de cisne, último estertor del mundo que se va. No debe ignorarse, por supuesto, ya que aún está en condiciones de hacer daño. Pero tiene poco que ver con el nuevo mundo y será superada por la realidad.

Los desafíos de la nueva agenda no requieren tanto lucha como cooperación, porque atraviesan el interior de todos los países, donde también los actores están fuertemente imbricados y son protagonistas de un cambio que no es lineal sino asincrónico, pero sí universal.

Curioso escenario, escasamente relacionado con el existente en la inmediata post- guerra fría y a años luz del mundo bipolar de la 2ª posguerra animado por la lucha entre sistemas antagónicos. Las tensiones son distintas y se relacionan más bien con el diseño del sistema global, los límites en la explotación del planeta, la inclusión de los excluidos y el disciplinamiento de actores que ponen el riesgo todo el sistema, como el desborde especulativo, el narcotráfico y las redes delictivas.

Diálogo y reflexión estratégica madura. Ese es el método, lejos de los gritos e impostaciones del dedito levantado y de las acusaciones destempladas. Lejos del "ellos o nosotros" y ubicándonos todos en el "nosotros" que requiere, por definición, cooperación en lugar de lucha sin cuartel.

Es la potente señal del nuevo mundo retumbando en el vacío de una reflexión local que parece haber renunciado a la indagación creadora para atrincherarse en la repetición acrítica de conceptos políticos y definiciones "ideológicas" aprendidos hace más de medio siglo, para un mundo que desapareció.

Ricardo Lafferriere