No se vio a ningún funcionario nacional en el acto de
solidaridad realizado el domingo 11 frente a la Embajada de Francia. Sí del
resto del arco democrático.
La ausencia no se debió, sin dudas, a una coincidencia de
método con el ataque terrorista. Sería atrevido decirlo. Pero sí evidenció la
misma pulsión que el contenido de la declaración del gobierno nacional al
respeto del atentado: contra el terrorismo, pero sin decir ni una palabra sobre
la libertad de prensa. Igual que el de Rusia. Y el de China. La libertad de
prensa es mala palabra para esta “forma” de democracia “nacional y popular”
practicada por el kirchnerismo y sus “nuevos amigos”. Podría significar
contaminarse de “neoliberalismo” o entenderse como un apoyo “a occidente”...
Dos formas de “democracia”. Las divide la libertad de
expresión. En su lúcida nota del domingo en Clarín, Tomás Abraham realizaba una
penetrante mirada al interior de nuestra propia convivencia: la de los márgenes
de tolerancia y justificación de violencia ante hechos que para el “sentido
común” de la mayoría debieran ser espacios de respeto.
No parece mal preguntarse: ¿seríamos capaces en la Argentina
de tolerar –sin querer “matar” a los autores- a eventuales caricaturas del Papa
en calzoncillos, de Hebe recibiendo…. lo que recibió en su “Universidad”, en
sus viajes por el mundo y sus “programas de vivienda”, de San Martín como hijo
ilegítimo, de Belgrano mujeriego y padre ausente, de Perón corruptor de
menores, de la Virgen María como prostituta, o de Jesucristo homosexual? No
sabemos. No hay en el país –salvo, tal vez, “Barcelona”- un humor tan ácido que
tome como objeto los cultos iconográficos de colectivos más o menos importantes
de nuestra convivencia. Pareciera que una primera pulsión nos llevaría a no
aceptarlo. Sin embargo, debiéramos ser capaces. Así nacimos hace dos siglos.
Dicho esto: ¿debe tener límites la libertad de expresión?
Esa es la pregunta sobre la que el atentado fanático en París debe poner luz.
La que separa a ambas clases de democracia, dirían algunos. Por mi parte,
diría: la que define si existe o no una sociedad democrática.
El humor ácido y corrosivo es la herramienta más
democratizadora con que cuentan los más débiles para reclamar igualdad. Es la
que no respeta oligarquías ni de “poder”, ni de “dinero”, ni de “prestigios”.
Sólo es exitoso –y ese es su desafío- si desenmascara las impostaciones, los
desbordes y las pretensiones de preeminencia o superioridad. Es el que pone en
su lugar a todos los que “se las creen”, aquellos que pretenden para el poder,
para la subordinación a dogmas que esconden privilegios o para el que tiene
mucho dinero, la impunidad del intocable.
Alejar ese humor de la protección a la libertad de expresión es defender una
sociedad elitista.
Difícilmente haga objeto de su crítica acciones solidarias.
No se verán caricaturas exitosas ridiculizando a la Madre Teresa de Calcuta, a
Néstor –el niñito Qom muerto en el Chaco- o al policía musulmán asesinado
mientras custodiaba la redacción de Charlie Hebdo. Su objetivo son quienes
sobrepasan al conjunto y se aprovechan de esa preeminencia, por sobre sus
obligaciones solidarias con los congéneres con quienes conviven. Y quienes
utilizan la impostación de creencias colectivas arraigadas para esconder tras
su utilización fines terrenales para nada respetables.
Es muy pobre el argumento que matiza el atentado por el
“contexto”. Nadie está obligado a leer una revista, o a comprarla. A nadie se
le impone la observación de una caricatura en una publicación en la que debe
descontar que todos los temas se tratan en esas condiciones. A nadie se le
prohíbe contestar –si así lo desea- en medios similares, aclarando o
criticando, lo que le parezca oscuro o mal evaluado.
Cualquiera puede recurrir al orden legal si cree que una
publicación lo ofende personalmente. Existen las leyes, los procedimientos y
los jueces. Quien esto escribe debió soportar incluso de exponentes de la misma
prensa ataques inmisericordes, en otros tiempos, por tratar de habilitar un
procedimiento judicial sumario que garantizara el “derecho de réplica” a fin de
extender la libertad a todos quienes pudieran sentirse afectados por
informaciones erradas. Tenían derecho a hacerlos. Y de mi lado, la obligación
de tolerarlos.
Pretender justificar el asesinato de doce personas porque
los autores se sintieron ofendidos en sus creencias es ultramontano,
antidemocrático, inquisitorial, criminal, propio de reacciones primitivas en
sociedades tribales. Ningún colectivo –religioso, político, nacional- merece
que su nombre sea mezclado con este retroceso. Millones de musulmanes de todo
el mundo viven en paz y entre ellos, decenas de millones lo hacen en sociedades
abiertas, en Estados Unidos, en Europa o en nuestros propios países, y ni por
asomo tienen con estos atentados más relación que un judío puede tenerla con el
judío que asesinó a Rabin, o un cristiano con los católicos asesinos del Ku
Klux Klan que hace algunas décadas –y tal vez hoy mismo- pretenden sembrar de
odio la convivencia norteamericana.
Similar crítica nos inspira la otra tendencia, la de matizar
la condena al atentado porque “las sociedades occidentales atacan a las
sociedades del oriente medio”. La historia del mundo es una sucesión de luchas
de unos contra otros, en las que es imposible encontrar “quién empezó”. El
presunto odio musulmán a los cristianos fundamentado en la invasión de las
Cruzadas hace diez siglos tiene como antecedente la invasión musulmana a los
reinos de la Europa cristiana, desde el siglo VIII. Los procedimientos
criminales en uno y otro lado eran la norma de la época. ¡Si hasta hace pocas
décadas vimos en nuestro propio país atentados terroristas asesinando militares
con sus hijas pequeñas, o torturas inhumanas en campos de detención que
culminaban con el asesinato de los detenidos arrojados en el Río! ¿O no vemos
decapitaciones televisadas, bombardeos a civiles y ataques con gases venenosos,
por unos y por otros? Si algo nos enseña la historia es que una vez desatada la
violencia, resulta muy difícil volver a poner en caja la convivencia.
Hoy mismo vemos diariamente horrores cometidos en zonas de
guerra, pero también en zonas pacíficas azotadas por luchas que nada tienen que
ver con el conflicto de “oriente” y “occidente”. El robo de niñas de 7 y 8 años de
edad para venderlas en remate como esposas o esclavas, el asesinato y
decapitación de personas cuyos credos religiosos no coincidan con el de la
secta dominante, los asesinatos masivos suicidas cometidos por niños de 10
años, la lapidación de mujeres acusadas de adulterio, no expresan ningún
“choque de civilizaciones”, pero no son procedimientos muy diferentes a los
cometidos por Stalin durante las grandes purgas, por los nazis contra los
judíos y otras etnias que consideraban inferiores, por narcotraficantes a
través de sicarios a sueldo, o por detentadores del “poder” en países
democráticos que saltan sus normas con los argumentos más diversos, casi
siempre vinculados con la “seguridad nacional”. Pues bien: contra todos la
herramienta del humor ácido, la libertad absoluta de prensa y de palabra, la
posibilidad de decir lo que cada uno desee aunque moleste, es la herramienta
más importante. Por todo eso no podemos transigir, ni dejar grietas en los
repudios claros, terminantes, contra la muerte, la violencia y el fanatismo.
La libertad de expresión no puede tener límites, hasta por
una imposibilidad material. Abierta una excepción, es imposible evitar la
manipulación del límite que habilite otras. Terminaría dependiendo del poder
–justamente…- decidir cuál es ese límite. Así se ha procedido en las
dictaduras. Así no puede proceder la democracia, la única que merece ese
nombre.
“Libertad, libertad, libertad”, dice el himno que cantamos
desde niños en este país nuestro. No vendría mal reflexionar de vez en cuanto
lo que esto significa para nuestra propia existencia como nación y como
ciudadanos de esa nación. Los más místicos tal vez dirían que es el sueño que
desató una revolución aún inacabada hacia una sociedad diferente. Los más
materialistas, que era un objetivo político para marcar las diferencias entre
el país colonial dividido en estamentos y el que había decidido hacer escuchar
“el ruido de rotas cadenas” abriendo “el trono a la noble igualdad”.
Unos y otros, con mayor o menor ensueño, conformamos el país
de la utopía democrática. La única. La que no “contextualiza” sino que reclama,
pide, exige “asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra
posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar en el suelo
argentino”.
Es una lástima que la presidenta no haya concurrido, por sí
o a través de alguno de sus Ministros, al acto de solidaridad con Francia y los
franceses. Por encima de todas las
diferencias, hubiera estado representando esta vez, si no a todos, sí a la
inmensa mayoría de su pueblo.
Ricardo Lafferriere