domingo, 11 de enero de 2015

El terrorismo, la libertad, la prensa y los argentinos

No se vio a ningún funcionario nacional en el acto de solidaridad realizado el domingo 11 frente a la Embajada de Francia. Sí del resto del arco democrático.

La ausencia no se debió, sin dudas, a una coincidencia de método con el ataque terrorista. Sería atrevido decirlo. Pero sí evidenció la misma pulsión que el contenido de la declaración del gobierno nacional al respeto del atentado: contra el terrorismo, pero sin decir ni una palabra sobre la libertad de prensa. Igual que el de Rusia. Y el de China. La libertad de prensa es mala palabra para esta “forma” de democracia “nacional y popular” practicada por el kirchnerismo y sus “nuevos amigos”. Podría significar contaminarse de “neoliberalismo” o entenderse como un apoyo “a occidente”...

Dos formas de “democracia”. Las divide la libertad de expresión. En su lúcida nota del domingo en Clarín, Tomás Abraham realizaba una penetrante mirada al interior de nuestra propia convivencia: la de los márgenes de tolerancia y justificación de violencia ante hechos que para el “sentido común” de la mayoría debieran ser espacios de respeto.

No parece mal preguntarse: ¿seríamos capaces en la Argentina de tolerar –sin querer “matar” a los autores- a eventuales caricaturas del Papa en calzoncillos, de Hebe recibiendo…. lo que recibió en su “Universidad”, en sus viajes por el mundo y sus “programas de vivienda”, de San Martín como hijo ilegítimo, de Belgrano mujeriego y padre ausente, de Perón corruptor de menores, de la Virgen María como prostituta, o de Jesucristo homosexual? No sabemos. No hay en el país –salvo, tal vez, “Barcelona”- un humor tan ácido que tome como objeto los cultos iconográficos de colectivos más o menos importantes de nuestra convivencia. Pareciera que una primera pulsión nos llevaría a no aceptarlo. Sin embargo, debiéramos ser capaces. Así nacimos hace dos siglos.

Dicho esto: ¿debe tener límites la libertad de expresión? Esa es la pregunta sobre la que el atentado fanático en París debe poner luz. La que separa a ambas clases de democracia, dirían algunos. Por mi parte, diría: la que define si existe o no una sociedad democrática.

El humor ácido y corrosivo es la herramienta más democratizadora con que cuentan los más débiles para reclamar igualdad. Es la que no respeta oligarquías ni de “poder”, ni de “dinero”, ni de “prestigios”. Sólo es exitoso –y ese es su desafío- si desenmascara las impostaciones, los desbordes y las pretensiones de preeminencia o superioridad. Es el que pone en su lugar a todos los que “se las creen”, aquellos que pretenden para el poder, para la subordinación a dogmas que esconden privilegios o para el que tiene mucho dinero,  la impunidad del intocable. Alejar ese humor de la protección a la libertad de expresión es defender una sociedad elitista.

Difícilmente haga objeto de su crítica acciones solidarias. No se verán caricaturas exitosas ridiculizando a la Madre Teresa de Calcuta, a Néstor –el niñito Qom muerto en el Chaco- o al policía musulmán asesinado mientras custodiaba la redacción de Charlie Hebdo. Su objetivo son quienes sobrepasan al conjunto y se aprovechan de esa preeminencia, por sobre sus obligaciones solidarias con los congéneres con quienes conviven. Y quienes utilizan la impostación de creencias colectivas arraigadas para esconder tras su utilización fines terrenales para nada respetables.

Es muy pobre el argumento que matiza el atentado por el “contexto”. Nadie está obligado a leer una revista, o a comprarla. A nadie se le impone la observación de una caricatura en una publicación en la que debe descontar que todos los temas se tratan en esas condiciones. A nadie se le prohíbe contestar –si así lo desea- en medios similares, aclarando o criticando, lo que le parezca oscuro o mal evaluado.
 
Cualquiera puede recurrir al orden legal si cree que una publicación lo ofende personalmente. Existen las leyes, los procedimientos y los jueces. Quien esto escribe debió soportar incluso de exponentes de la misma prensa ataques inmisericordes, en otros tiempos, por tratar de habilitar un procedimiento judicial sumario que garantizara el “derecho de réplica” a fin de extender la libertad a todos quienes pudieran sentirse afectados por informaciones erradas. Tenían derecho a hacerlos. Y de mi lado, la obligación de tolerarlos.

Pretender justificar el asesinato de doce personas porque los autores se sintieron ofendidos en sus creencias es ultramontano, antidemocrático, inquisitorial, criminal, propio de reacciones primitivas en sociedades tribales. Ningún colectivo –religioso, político, nacional- merece que su nombre sea mezclado con este retroceso. Millones de musulmanes de todo el mundo viven en paz y entre ellos, decenas de millones lo hacen en sociedades abiertas, en Estados Unidos, en Europa o en nuestros propios países, y ni por asomo tienen con estos atentados más relación que un judío puede tenerla con el judío que asesinó a Rabin, o un cristiano con los católicos asesinos del Ku Klux Klan que hace algunas décadas –y tal vez hoy mismo- pretenden sembrar de odio la convivencia norteamericana.

Similar crítica nos inspira la otra tendencia, la de matizar la condena al atentado porque “las sociedades occidentales atacan a las sociedades del oriente medio”. La historia del mundo es una sucesión de luchas de unos contra otros, en las que es imposible encontrar “quién empezó”. El presunto odio musulmán a los cristianos fundamentado en la invasión de las Cruzadas hace diez siglos tiene como antecedente la invasión musulmana a los reinos de la Europa cristiana, desde el siglo VIII. Los procedimientos criminales en uno y otro lado eran la norma de la época. ¡Si hasta hace pocas décadas vimos en nuestro propio país atentados terroristas asesinando militares con sus hijas pequeñas, o torturas inhumanas en campos de detención que culminaban con el asesinato de los detenidos arrojados en el Río! ¿O no vemos decapitaciones televisadas, bombardeos a civiles y ataques con gases venenosos, por unos y por otros? Si algo nos enseña la historia es que una vez desatada la violencia, resulta muy difícil volver a poner en caja la convivencia.

Hoy mismo vemos diariamente horrores cometidos en zonas de guerra, pero también en zonas pacíficas azotadas por luchas que nada tienen que ver con el conflicto de “oriente” y “occidente”. El robo de niñas de 7 y 8 años de edad para venderlas en remate como esposas o esclavas, el asesinato y decapitación de personas cuyos credos religiosos no coincidan con el de la secta dominante, los asesinatos masivos suicidas cometidos por niños de 10 años, la lapidación de mujeres acusadas de adulterio, no expresan ningún “choque de civilizaciones”, pero no son procedimientos muy diferentes a los cometidos por Stalin durante las grandes purgas, por los nazis contra los judíos y otras etnias que consideraban inferiores, por narcotraficantes a través de sicarios a sueldo, o por detentadores del “poder” en países democráticos que saltan sus normas con los argumentos más diversos, casi siempre vinculados con la “seguridad nacional”. Pues bien: contra todos la herramienta del humor ácido, la libertad absoluta de prensa y de palabra, la posibilidad de decir lo que cada uno desee aunque moleste, es la herramienta más importante. Por todo eso no podemos transigir, ni dejar grietas en los repudios claros, terminantes, contra la muerte, la violencia y el fanatismo.

La libertad de expresión no puede tener límites, hasta por una imposibilidad material. Abierta una excepción, es imposible evitar la manipulación del límite que habilite otras. Terminaría dependiendo del poder –justamente…- decidir cuál es ese límite. Así se ha procedido en las dictaduras. Así no puede proceder la democracia, la única que merece ese nombre.

“Libertad, libertad, libertad”, dice el himno que cantamos desde niños en este país nuestro. No vendría mal reflexionar de vez en cuanto lo que esto significa para nuestra propia existencia como nación y como ciudadanos de esa nación. Los más místicos tal vez dirían que es el sueño que desató una revolución aún inacabada hacia una sociedad diferente. Los más materialistas, que era un objetivo político para marcar las diferencias entre el país colonial dividido en estamentos y el que había decidido hacer escuchar “el ruido de rotas cadenas” abriendo “el trono a la noble igualdad”.

Unos y otros, con mayor o menor ensueño, conformamos el país de la utopía democrática. La única. La que no “contextualiza” sino que reclama, pide, exige “asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar en el suelo argentino”.

Es una lástima que la presidenta no haya concurrido, por sí o a través de alguno de sus Ministros, al acto de solidaridad con Francia y los franceses. Por encima de todas  las diferencias, hubiera estado representando esta vez, si no a todos, sí a la inmensa mayoría de su pueblo.


Ricardo Lafferriere

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