Luego de la derrota alemana y la liberación de los campos de
concentración fue cobrando espacio en los debates de posguerra el papel que
habían desempeñado los “Judenrat”.
Se dio este nombre a las “autoridades”
judías que existían en los “guetos”, designadas por los nazis de entre los
rabinos o personajes comunitarios más importantes, que actuaban de
intermediarios entre las autoridades nazis y los internados. El caso
paradigmático más recordado es el de Mordechai Chaim Rumkowski, quien gobernó el gueto de Lodz (Polonia)
como un dictador, siendo un activo colaborador de los nazis y que se rodeaba
una una pompa real, haciéndose llamar “Chaim I”.
Sus funciones eran varias. Entre ellas, las más discutibles
eran las de ayudar a los nazis a “elegir” a los que tendrían el destino del
asesinato en los centros de la muerte, el trabajo forzado o el destino más
confortable como asistentes en servicios diversos –administrativos, enfermería,
limpieza, y hasta policía- en el funcionamiento de los guetos. No era menor. Podía
significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Desempeñaban una tarea de mediación y en este sentido
lograban un claro “status” superior al de los judíos comunes. La función
implicaba una especie de protección y permitía una cierta cuota de poder,
confort y “prestigio” para los que la desempeñaban.
Ambas cosas durarían lo que durara la situación macabra, pero
el futuro distinto se veía tan lejano que el beneficio inmediato parecía más
que rentable.
La derrota alemana terminaría con ellos. Terminada la guerra
y despejado el horror, las conductas comenzaron a juzgarse con los cartabones
de la civilización recuperada. La figura de los “Judenrat” pasaría a la
historia como la más despreciable de las actitudes de integrantes del pueblo
masacrado. Sus “parientes cercanos” en tiempos más normales fueron los “judíos
oficiales”.
Escuchando las escuchas y leyendo la formidable denuncia de
Alberto Nisman la convocatoria reflexiva de esta figura es obsesiva al intentar
comprender el motivo de un participante central. Surge una y otra vez la
tensión entre el esfuerzo por cumplir una orden presidencial atroz, enfrentada
a la conciencia. Pero a la vez la evidencia que el banal propósito de encontrar
alguna mínima grieta que permita no romper del todo los lazos con la comunidad
de historia, de sangre y de afectos, se fue convirtiendo cada vez más en una
misión imposible.
El levantamiento de las “circulares rojas” era el único
motivo que “enganchaba” a Irán con el proyecto presidencial de impulsar el
“Memorando de entendimiento”. Pero justamente era a la vez el límite que no
podía atravesarse si se intentaba mantener aunque sea una delgada línea de
afinidad a la historia, la cultura, la solidaridad y la lealtad con la
comunidad de pertenencia.
¿Cómo hacer algo y a la vez no hacerlo? ¿Cómo escapar al
dilema ético?
Esto es peor que los Judenrat. Allí la opción era el daño a
los demás o el daño propio. Aquí se enfrentó el daño a los demás con el
beneficio propio.
Eso se ve una y otra vez en el proceso. Comprometerse a su
aceptación, pero luego ser reticente para cumplir lo firmado. Acordar con los
responsables del atentado genocida contra su pueblo, porque así se le había
ordenado, pero a la vez dificultar luego la ejecución de lo firmado –consciente
o inconscientemente- llevando el proceso a un punto muerto. A cambio de
conservar un puesto y disfrutar sus beneficios, terminar mintiendo a todos.
Los
“Judenrat” defendían su función con el argumento que entregando algunos a la
muerte, se podían salvar otros del exterminio total. En este caso, sólo se
trató de soportar en silencio la calificación de “ruso de m…” por los socios
criminales de sus patrones. Y cobrar a fin de mes.
En la lejana y obviamente abismal diferencia de
circunstancias entre ambas situaciones la figura del “Judenrat” y su pariente
más benigno, el “Judío oficial”, vuelve a ser objeto de reflexión, mostrando la
vieja verdad de la filosofía: los grandes interrogantes de la conciencia humana
se reiteran a través de los años, de los lugares y de las circunstancias. Atraviesan
culturas y épocas. Son tan permanentes como la propia condición humana.
Ricardo Lafferriere
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